Autor: Verónica Nieva (Página 3 de 17)

En bici

¿Cómo nos vemos los tapatíos en bicicleta? Están, por una parte, quienes pedalean persuadidos de que es el medio de transporte idóneo, dotado con virtudes irrefutables: ecológico, económico, saludable. Su multiplicación por las calles de la ciudad —en ciertas zonas: hay algunas a las que jamás se atreverían— obedece a una decisión soberana y, en buena medida, el solo hecho de desplazarse así equivale, para estos entusiastas, a una afirmación de principios; de ahí que sean, por lo general, muy conscientes de los derechos atingentes a esa elección suya: consideran que ir en bici es una prerrogativa ciudadana indisputable, y tienen razón casi siempre (la pierden cuando van por la banqueta, poniendo en peligro a los peatones, o siempre que se ponen en peligro a sí mismos y a los demás, por ejemplo al ir en sentido contrario, pasándose altos, metiéndose en túneles vehiculares o en carriles exclusivos para otros vehículos, etcétera). Algunos se convierten en activistas, o bien en evangelistas, y, de nuevo, casi siempre sus argumentos son atendibles (dejan de serlo cuando se tornan expresiones de una fe fúrica que desconoce necesidades y derechos de quienes no pueden trasladarse en bicicleta).

      Por otro lado, están aquellos ciclistas que lo son sin necesidad de ninguna deliberación, sencillamente porque tienen que serlo: por lo general, trabajadores a quienes les queda bien ir y venir así, como pueden y por donde pueden —ellos sí se atreven a moverse por zonas carentes de la infraestructura que los otros ciclistas disfrutan o exigen—, desentendidos de que su conducta sea susceptible de interpretarse en términos cívicos o morales. Para ellos, optar por la bicicleta ha sido consecuencia, si acaso, de algún razonamiento elemental y práctico, pero lo más seguro es que ni siquiera hayan tenido que optar: la bici es meramente un elemento más de su forma de vida, de la naturaleza de sus oficios, de sus modos particulares de vivencia del espacio público que hay entre los puntos donde desarrollan sus actividades. (Es posible, desde luego, que muchos de estos ciclistas en ocasiones pausen el uso instrumental de su vehículo para disfrutar, cuando hay modo, de un uso recreativo: en los días de descanso, por ejemplo, para dar un paseo, o hasta para participar en alguna competencia).

      Y estamos, por último, los tapatíos que nomás rodamos de vez en cuando, en espacios destinados al ciclismo como actividad lúdica —un parque, la Vía RecreActiva—, y para quienes la bici no es medio de transporte en la vida de todos los días. A nosotros tampoco nos tienen con mucho cuidado las implicaciones sociológicas o urbanísticas de nuestra existencia.

      Por supuesto, la clasificación podría ser más exhaustiva si incluimos a los deportistas, los repartidores, los policías, los rateros, etcétera: todas las variantes que tienen, cada una, sus motivaciones y especificidades distintas. Pero todos podrán distribuirse, a fin de cuentas, entre quienes andamos en bici porque queremos y quienes tienen que hacerlo. Ahora bien: lo triste, en una ciudad como Guadalajara, es que unos y otros conformamos un sector minoritario de la población. El grueso de los habitantes de esta metrópoli excesiva, desaforada, frenética y agobiante, se mueve, por necesidad o por gusto, de otras formas. Como ha venido siendo desde hace muchos años, y como seguramente seguirá ocurriendo por muchos años más.

      Según ha observado Juan José Doñán (ciclista veterano, por cierto), hubo un tiempo, las primeras décadas del siglo 20, en que Guadalajara estuvo llena de bicicletas: «Durante varios años, bicla y tranvía compartieron civilizadamente las calles tapatías, al lado de otro medio de transporte que había dejado atrás su mejor época (el coche de caballos) para convertirse paulatinamente en un objeto típico (la calandria) y de otro más que poco a poco se fue volviendo el dueño de las calles (el automotor)». Cada vez más al alcance de las clases populares, señala Doñán, el uso de la bicicleta fue extendiéndose hasta que a la sociedad tapatía, prejuiciosa y pretensiosa como siempre ha sido (estos adjetivos los pongo yo, no Doñán), le pareció indigno: «Es entonces cuando el biciclo empieza a convertirse en objeto de burlas. Se lo presenta como un estorbo de su majestad el automóvil y proliferan los chistes de desdén clasista […] mucho pesaba en el ánimo de los tapatíos la posibilidad de que su ciudad fuera considerada “un pueblo bicicletero”». El cronista recuerda incluso que, a principios de los años setenta, «el jefe del Departamento de Tránsito […] prohibió a los ciclistas entrar al centro de la ciudad, cosa que mucho le agradecieron los concesionarios del transporte público y los conductores». Evidentemente, las desmesuras que ha alcanzado la ciudad deben mucho al imperio del automotor. Y por eso estamos como estamos.

      Ahora que va a empezar a funcionar, por la avenida Hidalgo, el carril exclusivo para trolebuses, autobuses y bicis, acaso sea la ocasión óptima para que esos prejuicios ya vayan quedando atrás. La convivencia no tendría que ser muy difícil: de lo que se trata, en principio, es de que nadie vaya a resultar malherido o muerto. Yo querría creer que eso tendría que bastar para que el experimento funcione. Y si no sale bien, será que no tenemos remedio. Ni perdón.

Mural, 28 de agosto de 2022.

Pitidos

Según entiendo, el término «neurosis» ha ido siendo desechado por la ciencia en razón de su ambigüedad y porque su uso acabó sirviendo para despachar generalizaciones inservibles, de tal manera que hoy es preferible hablar de «trastornos», cada vez más diferenciados entre sí en razón de la especificidad de su origen y de sus manifestaciones. Mucho trabajo, imagino, tendrán por delante los estudiosos del comportamiento y de la salud mental dedicados a nombrar con toda exactitud las incontables e insospechadas formas en que la vida actual sabe trastornarnos. Pero, al margen de que esos nombres algún día lleguen a asentarse en la experiencia cotidiana, más allá de la comprensión exclusiva de los especialistas, los neuróticos de siempre tenemos un sinfín de oportunidades para multiplicarnos y prosperar, aunque ya no sepamos bien cómo nos llamamos.

      Recientemente leí, en una sección de la revista Wired destinada a confortar a las almas angustiadas por culpa de la tecnología (más precisamente: por las nuevas formas de conducta generadas por nuestra interacción con la tecnología en las sociedades urbanas), la puntillosa, sorprendente, profunda y luminosa respuesta que daba Meghan O’Gieblyn, articulista a cargo de la sección, a alguien que firmaba como «Energía Nerviosa» y se quejaba de lo siguiente: la ansiedad insoportable que le causa, en una conversación de mensajería instantánea (WhatsApp, pongamos), ver que su interlocutor empieza a responder —debajo de su nombre aparece la leyenda «escribiendo…»—, ¡y luego no envía nada! «¡¿Qué iba a decirme?!», clamaba «Energía Nerviosa», «¿es correcto que se lo pregunte?».

      Seguramente somos millones los esclavos de WhatsApp que podemos reconocernos en esa situación y ese desasosiego. Estás chateando con alguien, sobre cualquier cosa. De pronto, ves que ese alguien ya está contestando, pero a la hora de la hora borra lo que te iba a decir. ¿Se arrepintió? ¿Por qué? ¿Juzgó que su mensaje no era claro y va a reformularlo? ¿Ya no va a agregar nada más? «Tal vez», sugería O’Gieblyn en su exhaustivo y admirable examen del asunto, «esa persona estaba a punto de decirte lo que piensa de ti, y en el último momento reconsideró». El problema es éste: en una conversación cara a cara, cuando tu interlocutor abre la boca y luego se arrepiente y la cierra —y es perfectamente natural que le preguntes: «¿Qué, qué me ibas a decir?»—, las palabras nunca llegaron a materializarse; en cambio, en una conversación textual, las palabras escritas y luego borradas «en cierto sentido fueron pronunciadas», existieron. Esas palabras, al menos por unos instantes, fueron una realidad concreta. Eso es lo desquiciante.

      ¿Cuántas ocasiones de nuevas neurosis abre la intromisión de la mensajería instantánea en nuestra existencia? Mi surtido es amplio, y no parece que vaya a detenerse pronto. Empieza, claro, por la proliferación de notificaciones: los pitidos, timbres, zumbidos, letreros, globitos, que avisan de la llegada de nuevos mensajes, casi nunca urgentes, pero siempre anunciados como si el mundo dependiera de que se los atienda enseguida. Ahora bien: esa cacofonía de lo inaplazable a menudo puede ser aun más enloquecedora gracias a los corresponsales incapaces de armar frases, que envían por separado cada dos o tres palabras que teclean: (pitido) «Hola» (pitido) «Está lloviendo» (pitido) «Ya no alcanzo» (pitido) «A llegar» (pitido) «Mejor mañana» (pitido) «Te busco».

      Como todo puede empeorar siempre, dispongo por supuesto de la aplicación de escritorio, para que los pitidos no nomás me suenen en el celular, sino también en la computadora, y también para tratar de sostener dos o tres o siete conversaciones al mismo tiempo —y ver en todas que alguien está «escribiendo…»—. Si algún día se desata la conflagración nuclear que arrase con todo, va a ser como consecuencia de que alguien se equivocó de chat, entre todos los que tenía abiertos al mismo tiempo. Pero además, desde luego, están los desconsiderados que desconocen el reloj y envían mensajes de trabajo a deshoras, en días inhábiles, enemigos de toda esperanza de descanso, o los que no se contienen para esparcir mensajes frecuentemente innecesarios o absurdos, ocurrencias inoportunas, sólo explicables por el hecho de que tienen el celular a la mano y por tanto nos suponen disponibles. La maldición de la mensajería instantánea es, precisamente, la que tendría que ser su mayor virtud: la prontitud con que nos pone en contacto —aunque sea ilusoriamente, aunque del otro lado tu corresponsal vea que llegó tu mensaje y no tenga la menor intención de responderte—. Por esa prontitud, sospecho, la mera llamada telefónica se convirtió en una infracción detestable de la etiqueta que hoy en día modula el trato social: antes de marcarle a alguien, hay que mandarle un mensaje, a ver si acepta que lo llames; ergo, mejor prescinde de la llamada y bombardéalo con mil mensajes.

      Los grupos en los que te incluyen sin consultarte, el tráfico indiscriminado de naderías que los inunda, el temor constante de llegar a perderse de algo verdaderamente importante entre toda esa basura. ¡Y los audios! ¡Tener que interrumpirlo todo para escuchar lo que te mandaron, sencillamente porque no les dio la gana de teclear! El etcétera es interminable. ¿Será irremediable también?

Mural, 21 de agosto de 2022.

Fanatismo

Por mudables que sean las moralidades al uso y volátiles los motivos para adscribirse a unas u otras, por diverso que sea el espectro de posiciones cívicas o políticas disponibles para orientar la propia visión del mundo, y por deficientes que lleguen a ser algunas de estas posiciones; por atrofiadas que estén nuestras facultades, como individuos y como sociedad, para distinguir el bien del mal, y por descompuesta, en fin, que parezca y esté la realidad, habrá esperanza mientras el fanatismo se mantenga a raya. Pero, una vez que el fanatismo irrumpe —o, habría que decir, ataca—, toda posibilidad de remontar el desastre es cancelada: la realidad queda no sólo estropeada, sino radicalmente vaciada de sentido, y acaso lo único a nuestro alcance sea el estupor. O esa forma violenta de estupor que es el miedo.

      Algo así ha venido a recordarnos el salvaje asalto perpetrado contra Salman Rushdie, el viernes pasado en Nueva York. Sobreviviente, hasta ese día, de una de las más crudas expresiones de intolerancia religiosa que un ser humano pueda sufrir —no sólo la recompensa por su cabeza, sino principalmente el mandato teocrático de exterminarlo—, el novelista ha sido también, a su pesar, una figura emblemática de la libertad de expresión, entendida como venimos entendiéndola desde la Ilustración. (Aquel pesar hubo de trocarse en valor civil al paso de los años, y Rushdie abrazó la causa de modo ejemplar, llevando adelante una activa vida pública, con la custodia de Scotland Yard o sin ella). Cuando escribo estas líneas, la condición de Rushdie es crítica, luego de las intervenciones quirúrgicas de emergencia a que fue sometido; su agente literario, el célebre Andrew Wylie, ha afirmado: «Las noticias no son buenas: Salman probablemente perderá un ojo; los nervios en su brazo sufrieron cortes y su hígado quedó dañado por las puñaladas». No se han revelado aún los móviles del agresor, inmediatamente detenido en la escena del crimen, pero no es difícil suponer que el puñal que empleó haya buscado cumplir con aquel mandato de hace más de treinta y tres años. Pocas cosas tan pacientes como el odio.

      (Por alguna razón que ahora mismo se me escapa, ese demorado viaje del puñal me trae a la mente un cuento de Borges, «El milagro secreto», y me animo a referirlo aquí amparándome en el hecho de que, al fondo de toda esta desgracia, se encuentra la literatura. En el paredón donde está a punto de ser fusilado, Jaromir Hladík, un escritor, pide a Dios que le conceda el tiempo para terminar la obra que no puede dejar inconclusa. El universo, entonces, para: «Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso». El pensamiento del condenado, sin embargo, no se detiene, y gracias a ello puede trabajar denodadamente en la culminación de su trabajo. Al fin, leemos, «Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó». Tal vez, como en el caso de Hladík, haya una ironía desmedida en esa supervivencia de Rushdie a lo largo de todo este tiempo).

      «Mis amigos se ríen de mí porque en los tiempos que corren sigo siendo optimista», afirmó Rushdie en una entrevista de 2020, cuando acababa de publicar su novela Quijote —«Muchos me dicen que es mi libro más divertido»—, poco después de haber contraído covid y en un momento de su vida (y de la vida del mundo) en que la sentencia a muerte del ayatola Jomeini (y el mundo en el que fue lanzada) parecían haber quedado en el olvido. Unos años antes, en 2017, el novelista había actuado en un episodio de la serie Curb Your Enthusiasm, interpretándose a sí mismo en el trance de brindar consejos como escritor perseguido al personaje de Larry David, que estaba en las mismas por haber escrito y producido el musical Fatwa!, basado nada menos que en la propia historia de Rushdie.             

      Lo peor del fanatismo es que nada hay que pueda hacerle frente. Y la voluntad de razonar menos que nada. Además, como observó el ensayista inglés Christopher Hitchens (otro defensor inclaudicable de la libertad y de la búsqueda de la verdad), cada vez más nuestra hipocresía le abre caminos y le permite prosperar. Cuando la condena a Rushdie, Hitchens se escandalizaba de que hubiera quienes quisieran justificarla haciendo ver al novelista como infractor del supuesto derecho de los lectores de Los versos satánicos a no ser ofendidos. En lugar de sumarse a la indignación por la condena, muchos escritores e intelectuales prefirieron abstenerse, preguntándose —hipócritamente— si Rushdie no habría sido imprudente o insensible.

En los videos del ataque se puede ver al público que había acudido a la presentación de Rushdie: atónitas, inmóviles, muchas sin siquiera levantarse de sus butacas, las personas presencian lo que ocurre en un silencio sólo explicable por el aturdimiento. Mientras algunos corren a socorrer al herido y otros prenden al asesino, un hombre, en primera fila, permanece sentado, aparentemente tranquilo, con las piernas extendidas y los brazos cruzados, como si la presentación prosiguiera sin contratiempos. Seguramente está congelado ante esa manifestación suprema de la sinrazón.

Mural, 14 de agosto de 2022.

Tortillas

Según observó Salvador Novo, en el proceso de cocción de la tortilla sobre el comal hay un momento decisivo de intervención divina: cuando la masa debidamente adelgazada y redondeada empieza a inflarse «como si hubiera cobrado vida, como si quisiera volar, ascender, como si Ehécatl [dios del viento] la hubiera insuflado». Es la señal de retirarla «dulcemente del comalli», cuando ya hay una «epidermis», dice Novo, sobre esa «carne de nuestra carne». Una prueba inequívoca de identidad de un mexicano podría consistir en preguntar cuál es el reverso y cuál el anverso de la tortilla: por dónde hay que sostenerla sobre la palma y por dónde se le echa el guiso, vamos. «¡Delante de mí no se hinche!», decía mi papá al darle un manotazo a la tortilla que había hecho así, plena y oronda, su viaje desde la estufa hasta la mesa, humeante, fragante, suavísima, para enseguida hacerla rollito y pasármela, antes de agarrar otra para él.

      (Gastrónomo sabio y gran tragón, en varias ocasiones se ocupó Novo de la tortilla, siempre de modo memorable porque siempre, al leerlo, acaba uno con hambre: «Es nuestra comestible cuchara y el seguro tenedor para el cuchillo de nuestros dientes. Cortada en cuatro perfectos triángulos de cateto curvo, ¡qué perfectamente se pliegan a la presión de nuestros dedos a forrar, capturar y enriquecer el sabor del bocado de carne, o el chicharrón guisado, o los frijoles, o el arroz, y el último triángulo recoge hasta el último vestigio de salsa, y desaparece dentro de nuestro deleite!»).

      No hace falta abundar en las razones de la imbricación profunda de la tortilla en el ser del mexicano, en las explicaciones que en ella se envuelven acerca de nuestra historia y de lo que somos (y de lo que nos espera); ni tampoco es necesario repasar el papel esencial que, como elemento fundamental de nuestra alimentación a lo largo de los siglos, la tortilla cumple para descifrar las sucesivas configuraciones sociales que nos hemos dado. O no nos hace falta a los mexicanos, mejor dicho, pues en el trance de llenar la panza toda interpretación sobra y todo nos queda clarísimo: la vida sin tortillas sería inimaginable.

      Y, sin embargo, ahora mismo, cada vez más estarán siendo los mexicanos que deben empezar a imaginarse esa vida, o que ya están padeciéndola, gracias al encarecimiento imparable de las tortillas: ¡30 pesos el kilo, hace un par de días en algunos estados! Según el periódico El País, en lo que va del año el aumento ha sido de 11 por ciento —la misma nota consigna que, según el Coneval, el consumo anual per capita de tortilla en el medio urbano es de 56.7 kilos, y en el medio rural de 79.5—. Y no parece que la tendencia vaya a cambiar en el futuro cercano. Otras informaciones daban cuenta, en la semana, de la irrupción en el paisaje de tortillas «piratas», desde luego más baratas, pero hechas con maíz de mala calidad, deficientemente nixtamalizado con agua no potable y revuelto con desperdicios de tortillas viejas que no se vendieron.

      Por si aún no nos quedaba claro el pasmoso retorno al pasado que estamos viendo (imposición desaforada de la figura presidencial sobre el destino de la patria, espesamiento del nacionalismo más anacrónico y obtuso, ramplonas pretensiones de injerencia en el escenario internacional al más puro estilo de Echeverría, demagogia sin fin para encubrir la ineptitud y la corrupción rampante, asistencialismo electorero en aras de asegurar la eternidad del partido único, etcétera), el inocultable avance de la inflación acaso llegue a ser la corroboración definitiva del desastre. Más aún que el imperio del crimen y la intensificación cotidiana de la zozobra que sufre la población que va siendo víctima de la inseguridad y del miedo —ese espeluznante estado de las cosas al que, por insólito que sea, nos hemos ido habituando—, la progresiva carestía de lo indispensable no podrá ser soslayada durante mucho tiempo. No hay demagogia que alcance para que los supuestos transformadores en el poder consigan hacer como que el hambre no existe.

      El precio de la tortilla, pongámoslo así, cuenta como el indicador más fiable para que los mexicanos nos hagamos una idea de la descomposición de la realidad. Podremos no entender mucho de política o de economía, y podremos también seguir enzarzándonos en las confrontaciones estériles con que el régimen nos atarea concienzudamente para que no nos percatemos de sus estropicios, pero sabemos muy bien lo que significa cuando las tortillas suben un día tras otro y cómo cada vez alcanza menos para comprarlas. El otro día, por ejemplo, fuimos a los tacos al pastor adonde hemos ido toda la vida: ¡qué indicio ominoso de los tiempos que corren ver, por primera vez, que nos los dieron con una sola tortilla, y no con dos! Una estrategia de supervivencia del taquero, evidentemente: para que no se le espante la clientela, recurrió a esa medida en lugar de aumentar los precios. ¿Y qué sigue? Se empieza por alejar la tortilla del alcance del pueblo, y se acaba por arruinar lo que todavía nos queda de nación.

      Ojalá la única inflación, en materia de tortillas, siguiera siendo aquella que celebraba Novo: esa expansión gozosa de la gorda calientita en el comal, el regalo del aliento del dios, un prodigio sólo superado por la felicidad incomparable de la primera mordida.

Mural, 7 de agosto de 2022.

De jícama

No hacía falta, seguramente, un artículo más sobre Echeverría. La sobreproducción de recordaciones desde que se supo de su muerte, a la tierna edad de cien años, acaso obedezca al hecho de que los mexicanos lo teníamos más presente de lo que creíamos, incrustado en la profundidad de nuestra psique. O bien, quizá sin que alcancemos a reconocerlo del todo, la impronta de ese expresidente en la vida nacional incluye una cierta proporción de nostalgia: con él terminó de quedar liquidado un modo de comprendernos que, por retorcido que fuera, al menos era preferible a la incertidumbre que hoy encaramos. Con Echeverría y sus igualmente deplorables secuelas más o menos sabíamos a qué atenernos.

      Así que toda la semana se ha ido en leer esas recordaciones, armonizadas por un consenso histórico que repite los contrastes entre el mandatario capaz de crear instituciones con sentido social y el represor sanguinario bajo cuyo régimen temible las libertades fundamentales en México peligraron más que nunca —o costaron más que nunca—. Emblema de la esquizofrenia patria, la figura estrambótica de Luis Echeverría cuando fue presidente —y algún tiempo después, mientras seguía moviéndolo el ansia de liderazgo internacional— produjo contradicciones que cincuenta años después vemos cómo nunca se resolvieron: quiso pasar por un estadista impetuoso, a cuyo imperio el país debía rehacerse y tomar el rumbo del progreso con justicia, pero terminó arruinándolo todo, y la población, ya mucho antes de sospechar la magnitud de sus estropicios, lo tildaba de imbécil. Así que ¿qué era, finalmente? ¿Un malvado o un estúpido? ¿Y cómo fue posible, cómo se explica que nada hubiera podido frenarlo?

      Ya he contado alguna vez cómo los domingos me gusta platicar un rato con don Mario, que me vende los periódicos en la esquina de Morelos y Américas. Así que hace ocho días salió el tema del difunto, claro. «Se murió y me debía», me dijo don Mario, con una sonrisa amarga. Creo que ésa es la formulación más justa del sentir nacional: la constatación de que el daño ocasionado nunca tuvo reparación y se nos quedó a deber. Ya se han explicado las sutilezas legales que revistieron el proceso por genocidio que se le instruyó a Echeverría y cómo, en un sentido al menos teórico, no se fue del todo limpio, e incluso hubo de cumplir un tiempo de arresto domiciliario (o como se diga). Pero no es lo mismo que haberlo visto tras los barrotes, cosa que nunca se nos hizo. ¿Y por qué eso no pasó? O, planteado de otro modo, ¿qué tuvo que pasar, sistemáticamente, a lo largo de casi cincuenta años, desde que le entregó la banda presidencial a José López Portillo, para que las fechorías, las estupideces, los excesos y, en fin, los crímenes de Echeverría no tuvieran castigo?

      Hay un meme que me da mucha risa cada que me lo encuentro: en la primera imagen está un gatito sentado a la mesa del comedor, con expresión resignada, como suspirando, y dice: «Bueno, pues ya fue…»; en la siguiente imagen, el mismo gatito agrega, furioso: «¡¿Pero sabes lo que más me encabrona?!…». Así hemos estado con esta muerte: acordándonos de repente de todas las que Echeverría nos quedó debiendo, y tal vez lo que más cala es que esa vida larga que tuvo la pasó a salvo de que nadie le ajustara las cuentas, mientras el país se fue desbarrancando de crisis en crisis, con devaluaciones, deuda externa, inflación recurrente, en la profusa producción de políticas inservibles (y de políticos viles) y errores irreparables, de tal forma que sólo pudieran prosperar la impunidad, la corrupción, la ignorancia, la desigualdad, la injusticia en todas sus variantes y, al fin, el crimen en todas sus presentaciones, hasta llegar a este tiempo ensangrentado en que nos anegamos. No sólo no hicimos nada con el que prendió aquellas mechas, sino que además fuimos abriéndole camino a los que vendrían después para terminar de arrasar.

      Yo nací en aquel sexenio y recuerdo claramente un chiste de los que circulaban en torno a la presumible idiotez del presidente: según esto, un día andaba de gira en un entorno rural muy pobre, y de pronto le dio sed y les ordenó a sus gatos que le compraran un Seven de jícama. Todo mundo entró en pánico: ¿de dónde lo iban a sacar? ¡Eso no existía! «¡Quiero un Seven de jícama!», bramaba, rabioso, el Señor Presidente. Y ahí andaban todos, como locos, tratando de darle gusto. Hasta que alguien se atrevió a preguntarle si sabría dónde lo vendían. «¡Sí, en una chocita que pasamos!», explotó: «¡Había un letrero que decía: “Se vende jícama”!». Torvo, siniestro, salpicado de la sangre de Tlatelolco y del «halconazo» y responsable de torturas, desapariciones y asesinatos de quienes se atrevieron a oponérsele, enemigo de la prensa libre, déspota estrambótico cuyas ocurrencias hicieron reventar la economía, demagogo imparable, estrafalario aspirante a ser el adalid del Tercer Mundo, en el juicio de los mexicanos de su tiempo ya era tenido, sobre todo, por un sujeto ridículo y patético. Al menos ese parecer nunca tuvo por qué cambiar.

      No hacía falta, sigo creyendo, otro artículo más sobre Echeverría. Perdón: ojalá sea de los últimos, y ya pasemos a otras cosas más edificantes. Pero lo que menos hace falta —aunque dudo que hayamos llegado a entenderlo cabalmente— es sufrir a otro Echeverría.

Mural, 17 de julio de 2022

Recordatorios

En días pasados, en el ámbito de la literatura mexicana tuvo lugar una relativa conmoción que da qué pensar acerca de determinadas cuestiones atingentes a las configuraciones culturales de la realidad que habitamos, y por ello el episodio reviste interés, creo, más allá de lo anecdótico —que bien podría quedar sólo en eso, aunque sería una lástima: a ver si consigo explicar por qué lo creo—. Aclaro lo de «relativa» porque, a mi modo de ver, si se trata de decidir quién tiene la razón y quién no en la polémica suscitada, la cosa está fácil. Pero empecemos por los hechos, por cortesía para quien no haya llegado a enterarse:

      El pasado miércoles se entregó el Premio Xavier Villaurrutia a la escritora Cristina Rivera Garza por su novela El invencible verano de Liliana, en la que, según el acta del jurado «la autora narra con sobriedad y diversos recursos literarios y testimoniales la desgarradora experiencia familiar de un feminicidio no resuelto». Ese feminicidio es el de su hermana, concretamente, que tuvo lugar el 16 de julio de 1990. En una entrevista publicada en septiembre de 2021 en la revista Magis, Rivera Garza afirmó: «esencialmente es la historia central de mi vida», y a esa historia le dio forma a partir, sobre todo, de las cartas de Liliana («Siete cajas de cartón y unos tres o cuatro huacales de color lavanda»), de tal manera que la hermana asesinada pudiera dar su versión —que en realidad es la única que importa: en un artículo publicado en la revista Este País, la autora explica: «Si la sociedad patriarcal insistió en contar su asesinato en la clave machista de crimen pasional, que intrínsecamente culpaba a la víctima y exoneraba al agresor, mi hermana contó una historia distinta»—. Como también consigna el acta del Villaurrutia, «La novela reconstruye las atmósferas de finales del siglo pasado y advierte los signos de una violencia ominosa hacia las mujeres, que aún se sigue padeciendo».

      Pues bien, resulta que en la ceremonia del miércoles, el escritor Felipe Garrido (presente ahí porque preside la Sociedad Alfonsina, coorganizadora del premio) se sintió llamado a reconvenir a la autora porque, a su juicio, el feminicida «ocupa un lugar muy secundario en la novela». O sea: se puso a decirle a Rivera Garza cómo habría tenido que escribir, le dio ejemplos de novelas que «exploran los motivos, las formas de actuar, las justificaciones de los feminicidas», y, en suma, dejó manifiesta su inconformidad como lector, pues a todas luces, se infiere, quedó defraudado —y seguramente, desde su soberbia, convencido de que él mismo lo habría hecho mejor: prestándole más atención al feminicida, para empezar.  

      Evidentemente, la obra de Cristina Rivera Garza no necesita que nadie la defienda, y, si alguna vez pareciera necesario hacerlo, la propia autora se basta con su solvencia intelectual y con su integridad artística y cívica, como se vio en la respuesta que improvisó ante los disparates de Garrido: «Tenemos que verlas siempre a ellas, no a sus asesinos. A sus asesinos ya los vemos en todos lados». Insostenible desde que estaba siendo formulado, el inoportuno y condescendiente reproche de Garrido sólo sirvió para exhibirlo como lector obtuso. Pero a mí se me hace que también puede aprovecharse para algo más:

      Por una parte, para tener bien presente siempre cómo la violencia contra las mujeres, en este país misógino y feminicida, está lejos de quedar erradicada, y en qué medida se instila y anida, insidiosa y tenaz, en todos los ámbitos de la vida, incluido desde luego el de la cultura. Porque vamos a ver: aunque la entrega del premio era la ocasión de reconocer el mérito de una escritora valiosa, no pudo faltar la voz del macho que se sintió llamado a rebajar esa valía, según él avalado por razones de índole literaria, pero en realidad movido por la íntima convicción de su propia superioridad. Conscientemente o no, da igual: no podemos estar dentro de la cabecita de Garrido para saber lo que se figuró, o lo que ha entendido después (si es que ha entendido algo): el hecho es que Rivera Garza no pudo recibir su premio en paz, sin tener que oír esa voz indeseable que la juzgaba y la menospreciaba.

      Y también, aunque en un plano menos importante (pero importante también), el desaguisado pone de relieve la necesidad de actualizar constantemente las comprensiones que tenemos del arte y de las formas en que da cuenta de la realidad: ¿quiénes, y en razón de qué, dirimen los rumbos de la cultura en México? Los acontecimientos más conspicuos de la literatura, como la concesión del Villaurrutia y lo que sucede en torno a él, por ejemplo, ¿a qué visiones están supeditados? ¿Qué nuevas significaciones tendrían que proponerse? Tal vez todo se reduzca a un asunto de relevo generacional, y, si es así, ya el tiempo irá poniendo las cosas en su lugar. Pero, mientras tanto, conviene recordarlo: toda presunta autoridad (¡ay, esos escritores con más carrera que obra, omnipresentes y nimbados de supuesta respetabilidad!) está destinada a volverse caduca, y llega un momento en que ya no hay que hacerle mucho caso. Como sea, lo bueno de esto que pasó es que la novela de Cristina Rivera Garza obtuvo una publicidad inesperada y será más leída, y seguramente de modos más fértiles que el que le alcanzó al profesor displicente.

Mural, 10 de julio de 2022.

Definición

Tal vez no sea difícil responder, de aquí a unos años, qué hacíamos cuando nos enteramos de que asesinaron, en Chihuahua, a dos padres jesuitas y al hombre al que trataron de ayudar. En casa, lo oímos por la radio, muy temprano, mientras nos alistábamos para el trabajo y la escuela. Habrá quien vio la noticia en la televisión, al desayunar o más tarde, o en la noche, o la leyó en el periódico, quizás, o la supo por alguien que la supo primero; habrá quien se la halló en las redes, también en las primeras horas del martes —ahí fui yo a corroborar lo que decían en la radio, y de inmediato me salió el tuit de la periodista Marcela Turati con el testimonio del «Pato» Ávila, otro jesuita que sirve en la Tarahumara—. Por poco que acostumbre asomarse a la actualidad noticiosa, aun al más despistado le habrá tocado saber del asunto, que pronto cobró resonancia y fue configurándose como un doloroso colmo de la violencia demencial que se ha apoderado del país.

      Tal vez estos asesinatos y la notoriedad que han tenido perdurarán en el recuerdo de la sociedad mexicana como la marca del momento en que pudimos saber si nos salvábamos o si nos condenábamos. Si prevalecieron la maldad y la locura a la que se deben los cientos de miles de asesinatos y desapariciones que saturan nuestro presente, o si fuimos capaces de escapar del infierno que hemos dejado prosperar y que amenaza con terminar de devorarnos. (Escribo «maldad» y «locura» tras desechar otros términos que ya son insuficientes, como «injusticia», «impunidad», «corrupción», «ilegalidad», «criminalidad» y demás. Nuestro pasmo ante la sanguinaria realidad que habitamos acaso se deba, en buena medida, a la cortedad del lenguaje que empleamos para nombrarla, en especial cuando quienes la nombran están interesados en atenuar su horror, o bien lo quieren hacer desaparecer, empezando por el presidente de la República, manipulador contumaz cuyo discurso ladino, cínico, hipócrita y falaz lo conduce siempre, en su inacción o su ineptitud, a escurrir el bulto con el cuento del «fruto podrido» que heredó del pasado).

      O tal vez, por el contrario, estos asesinatos, pese a lo absurdos y crueles y horribles y detestables y desgarradores que son, terminemos por olvidarlos. Tal vez acaben por no significar nada en el paisaje siniestro que nos contiene y por donde vamos con nuestros sueños, nuestras felicidades, nuestros amores y nuestros afanes al lado de los miles y miles de rostros que nos miran desde los papeles que alguien ha pegado en miles de postes y bardas con la leyenda «Desaparecido», mientras bajo nuestros pasos estará ya creciendo una fosa clandestina más adonde han venido a tirar más cadáveres, mientras es pura cuestión de suerte que no hayamos tenido que tirarnos al suelo en una balacera para no terminar con la cabeza reventada, mientras no se han llevado a alguien que estaba junto a nosotros, mientras los contadores del gobierno y de los periódicos siguen sumando más y más cifras de todos los crímenes imaginables que tampoco significan nada.

      Hay una maquinaria poderosa que trabaja a marchas forzadas para eso: para que olvidemos, o para que no nos enteremos. O bien, para que, si nos enteramos, de inmediato algo nos distraiga. A decir verdad, el funcionamiento de esa maquinaria es burdo, tanto como para que, por ejemplo, su operario principal, en medio de una situación de emergencia como la acontecida esta semana, se disfrace de beisbolista en un día hábil y haga difundir la grabación del partido que se puso a jugar, exultante, satisfecho, dizque conectando batazos, risa y risa. O están también sus comparsas, esa panda de impresentables serviles metidos a protagonizar la farsa de sus aspiraciones mezquinas, el deplorable elenco en el que descuellan quienes salen tocando la guitarrita o publicando sus números de WhatsApp (con eso estábamos entretenidos el día de la matanza en Chihuahua). Etcétera. En el calculado uso de la frivolidad y de la payasada se evidencia una de las caras más perversas de la clase política en México. Pero, por otro lado, la maquinaria trabaja óptimamente gracias al combustible que la mueve, y que parece inagotable: nuestra acomodación a la convicción de que las cosas son como son y no hay remedio. 

      Cada vez más blindados contra el asombro, por no hablar del estupor o de la indignación, ante cada nueva atrocidad a los mexicanos sólo parece cabernos la certeza, resignada o hastiada, de que la siguiente será todavía peor, y tácitamente refrendamos esa aceptación: nada tendría por qué ser de otro modo. Con esa conformidad cuentan quienes verdaderamente mandan en este país: los que tienen las armas y los que tienen el dinero. Y a sus fieles sirvientes —es decir, los funcionarios en turno en todos los órdenes de gobierno y los supuestos representantes populares— los tienen alentándola incansablemente: aturdiéndonos con sus riñas, sus imbecilidades, sus ridiculeces, sus ambicioncitas rastreras.            

¿Llegará a ser éste el momento de caer en cuenta de la anomalía monstruosa en que nos hemos convertido? Ningún asesinato tiene sentido. Pero ojalá que los asesinatos del lunes 20 de junio en Chihuahua den ese fruto, así como dieron tantos frutos las vidas de los padres Javier y Joaquín, esas vidas que les quitaron por querer ayudar a un hombre que estaban matando.

J. I. Carranza

Mural, 26 de junio de 2022

Corrección

Mi apreciación podrá ser muy básica, desde mi propia experiencia como lector, como escritor y como profesor, sobre todo, y carecerá de los matices que tendría si alguna vez hubiera profundizado sistemáticamente en el estudio de la cuestión. No obstante, confío en ella como quien tiene suficiente con saber que el fuego quema, que el chile enchila y que la luz se prende al picarle a un botoncito. Dicho de otro modo: lo que entiendo respecto al correcto uso del idioma consiste en un puñado de certezas eminentemente prácticas, según yo evidentes, no discutibles y, por tanto, no negociables (no te vas a poner a alegar con la lumbre, con el jalapeño o con el foco).

      La primera certeza es, desde luego, que ese uso correcto existe, así como el incorrecto. Imagino que debí de ir amasando esta noción desde las primeras etapas de mi apropiación de la lengua materna. Del mismo modo que le pasa a todo mundo, supongo, mi descubrimiento progresivo del idioma habrá sido también el de los aciertos y los equívocos que otorgan utilidad a ese descubrimiento: la mera instrumentalidad con que las palabras nos muestran el mundo y nos instalan en él, brindándonos a la vez las posibilidades acaso infinitas de interpretarlo. Que desarrollemos destrezas para corroborar lo atinado y lo desatinado de esas interpretaciones depende de que vayamos reconociendo el funcionamiento de las palabras, y ese reconocimiento lo facilita, por así decirlo, el ordenamiento preestablecido que las palabras traen consigo conforme nos encuentran. (Ahora mismo que estoy dándole forma a esta certeza, caigo en la cuenta de que sí, alguna vez llegué a profundizar en la cuestión, tratando de abrirme paso a través de la espesura de autores como Dilthey, Heidegger, Wittgenstein o Gadamer. Lo digo no para jactarme de ninguna proeza —salí de esa selva más bien exhausto y aturdido, aun cuando conté con la guía de estupendos profesores—, sino sólo para admitir de inmediato que esto que apunto ni es nuevo ni lo estoy diciendo del mejor modo. Pero es lo que tengo).

      La siguiente certeza es, pues, que ese ordenamiento estaba dado y ya operaba antes de revelársenos —las generaciones precedentes de hablantes fueron configurándolo—, y carece de sentido querer ignorarlo. La lengua ha de utilizarse como está prescrito. Negarse a ello a sabiendas es necio y fatuo y sólo produce incoherencia y confusión y ruido. Por eso me da una pereza infinita siempre que alguien se quiere transgresor y se arroga facultades para transgredir la norma. Dejando esos casos a un lado —pues, al cabo, nunca importan—, pienso más bien en la desventura de quienes no saben usar la lengua como se debe porque nunca pudieron aprenderlo. Porque es posible aprenderlo, siempre, y ésta es mi tercera certeza.

      Hace algún tiempo, fui invitado a un grupo de trabajo al que se había encomendado delinear los principios sobre los que tendría que construirse un instrumento de evaluación para certificar el dominio del idioma español. Entre lingüistas, escritores, filósofos, pedagogos, etcétera (y tampoco lo platico para presumir: nunca supe bien por qué me invitaron), fue una labor fascinante la pesquisa de los indicios más fiables para demostrar ese dominio. Y recuerdo en particular algo que me hizo ver el llorado Sandro Cohen, poeta, narrador, crítico, editor y maestro admirable que dedicó buena parte de su vida a enseñar a escribir (su libro Redacción sin dolor ha brindado ayuda a multitudes a lo largo de casi tres décadas): la buena ortografía, me explicó, es lo que menos habría de tenerse en consideración, porque, si bien es indispensable, es lo que más fácilmente se adquiere. «Si una persona no conoce las reglas de acentuación», precisó, «en una mañana lo solucionamos. Y si alguien no tiene ni la más remota idea de nada, con una semana que le dediquemos es suficiente».

      No sólo la ortografía: toda la normatividad de la lengua es asequible para cualquiera que se proponga hablar bien y escribir bien. La dificultad mayor, no obstante, radica en que ese propósito llegue a anidar alguna vez en alguien que no haya tenido la suerte de haber aprendido lo que hay que aprender. Y es que, trágicamente —es decir: como si fuera un destino maldito—, lo más común es que el ignorante no sepa nunca que lo es. Las causas posibles son incontables, pero desembocan siempre en una educación deficiente. Como digo, siempre hay remedio. O eso quiero creer. Pero pasa también que, en circunstancias adversas como las que surte el presente que habitamos, ese remedio parece innecesario. En este país en el que la educación básica es un fracaso inveterado, otras cosas parecen —y son— más urgentes. No morirse de hambre, por ejemplo.

      Por eso —y arribo así a mi última certeza—, poco caso tiene desesperar por el nivel ínfimo del manejo del idioma que exhiben a diario incluso quienes han pasado por una formación que debería bastar para enmendar sus deficiencias. «La corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad», observó el escritor italiano Claudio Magris. Es una afirmación intimidante, y yo querría no creer en ella. Pero, a la vista de la descomposición moral de nuestra realidad, de la depravación que ha alcanzado, no es descabellado pensar que la imposibilidad casi absoluta de esa corrección confirme esa sentencia.

J. I. Carranza

Mural, 19 de junio de 2022

Una de dos

Al declarar una preferencia o una aversión personalísimas se corren dos riesgos: uno, que a nadie le importe y la indiferencia del mundo reafirme nuestra insignificancia, si creemos que eso que declaramos nos define. Nada extraordinario hay en ninguna manifestación del propio gusto, por insólita que pueda parecer. Adolfo Bioy Casares señaló la ridiculez extrema de quienes se jactan de sus supuestas peculiaridades, como si desafiaran con ellas el orden establecido, cosa que en este mundo sobrado de excentricidades es del todo baladí. Además, los gustos no son discutibles ni hay unos mejores que otros: creer lo contrario sólo conduce a proselitismos estériles y discordias ociosas.

      La incomprensión de los demás nos arrincona en una soledad no por aparente menos pesarosa: el obsesionado por el curling, la devota del color rosa o el entusiasta de la zarzuela son proclives al desamparo por creer que escasean quienes compartan sus inclinaciones. No es así: para todo hay gente, y mucha. Pero también, por el solo hecho de mostrarse en posesión de esos rasgos, a menudo descubrirán que también mucha gente les es adversa. Y éste es el segundo riesgo: la franca hostilidad de quienes, al saber que algo nos gusta o nos disgusta, se vuelven a mirarnos con una mezcla de espanto y ánimo de enderezarnos.

      Es lo que a mí me ocurre siempre que tengo la pésima idea de anunciar que detesto el aguacate.

      Aunque a nadie tendría por qué importarle, ya desde que alguien se entera encaro una perplejidad inevitable que pronto se torna exigencia de razones, para desembocar en una exhortación siempre un poco frenética a que caiga en la cuenta de lo descabellado que soy. 

      Por ejemplo, en una comida, cuando alguien pone a circular el guacamole y éste llega a mí, y declino y trato de que el gesto pase inadvertido, solicitando mejor el queso fundido. Nunca falta quien insiste en acercarme la compota nefasta, color vómito, y me alienta a catarla con un totopo. «No, gracias», digo. «¡¿No quieres guacamole?!», alza la voz quien ya me acusa ante todos los presentes. Ha descubierto a un tiempo mi infracción y mi castigo. «No, ahorita no, gracias», repongo, con firmeza pero con civilidad, para que no se insinúe ninguna voluntad de bronca. «¡¿Pero por qué?!», se ensaña ya la espeluznada conciencia de quien no pudo dejar pasar en paz mi decisión —por ejemplo pasándome el quesito fundido, que no vendrá ya, así yo claramente sostenga la tortilla lista para verla colmada y para que todos seamos felices—. Alguien más empieza el coro: «¡¿Qué?! ¡¿No te gusta el guacamole?!».

      Debo entonces carraspear un poco, bajar la mirada como quien admite una culpa inmerecida, buscar un resto de aplomo y encarar a la concurrencia: «No, no me gusta. No me gusta el aguacate». Y el coro crece: «¡Cómo es posible! ¡No! ¡A todo mundo le gusta!». Aturdido, lo que traduzco es: «¡Qué mal estás, qué equivocado, y qué lamentable e indigno y vil debes de ser!». Se me exigen razones, soy incapaz de darlas, y entonces el horror da paso a la conmiseración: alguien quiere mostrarme el buen camino: «¡Si es tan sabroso! ¿No sabes lo nutritivo que es y qué maravillas haría por tu salud y tu belleza?».

      En mi vida como enemigo de la fruta malévola he visto a sus adictos siempre persuadidos de las virtudes del ovoide color tumor que palpan con fruición antes de partirlo; cómo, tras sacar el hueso (rótula de un animal temible, bala inepta, pelota de ping-pong oligofrénica, muela recubierta de sarro asqueroso), admiran el resplandor radiactivo de la pulpa, un fulgor con la tonalidad del mejor gargajo, pero de inmediato proclive a la oxidación y, por ende, a trocarse desde los bordes en la coloratura excrementicia que terminará por denunciarlo: el aguacate, recién partido, es ya su propia descomposición evidente y ominosa. Y conforme la cuchara recaba esa manteca de consistencia sebácea y fría como tripas de serpiente, la cáscara queda exangüe mientras se acaba de despojarla del meconio al que se abrazaba con desgana y su flacidez recuerda una costra húmeda, un jirón de piel putrescente. Sea que vaya directamente al taco, sea que la espere el recipiente donde jitomate, cebolla y chiles se mezclarán con su infamia, la cucharada de aguacate —nieve sabor pantano, extrusión de la espinilla hipertrofiada de un duende indecente, dentrífico de las brujas, diarrea de Satanás— ya tiene a su consumidor colmado de dicha aun antes de haber llegado a su boca. Los adictos al aguacate lo devoran como si no hubiera otra cosa comestible en el mundo, y como si no importara. Encima, tienen una fe inconmovible en sus efectos salutíferos: piel lozana, cabello brillante, digestión irreprochable, energía, vigor, lucidez, buen dormir, felices sueños, alegría sin fin. Más que adictos son fanáticos, pues no quieren saber de discrepancias. Son intratables.

      Por eso ya debería haber aprendido dos cosas: una, que siempre será preferible un bocado espantoso antes que la animadversión de esos fanáticos (tragar rápido, un trago de cerveza, morder un chile para que el regusto se extinga). Y otra: como esta sociedad es invivible si uno se muestra reacio a comer aguacate, más valdrá resignarse y prescindir de la vida en sociedad. Dejar que la vida acabe de pasar con los propios gustos y disgustos a buen resguardo. Salvarse.

J. I. Carranza

Mural, 12 de junio de 2022

Ya llovió

Detrás de su aparente superfluidad, en la expresión tapatía para afirmar que llueve se esconde, creo yo, una clave importante de nuestra tortuosa relación con el clima. «Anda lloviendo», decimos, lo mismo en cuanto las primeras gotitas caen sobre el parabrisas que cuando la tromba asesina ya está reventando la ciudad. Y lo decimos sin poder evitarlo, para nosotros mismos o para una audiencia específica o para que se entere el mundo, y generalmente se trata de una obviedad pasmosa: como si hiciera falta esa corroboración verbal para que la lluvia sea real y no una minuciosa alucinación. (Deliberadamente he usado este adjetivo, minuciosa, porque me lo puso al alcance el recuerdo del poema de Borges: «Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado». Tal vez sea cierto que la naturaleza precisa siempre de palabras que constaten su ocurrencia, y, entonces, lo que los tapatíos hacemos al declarar «Anda lloviendo» tenga, en el fondo, connotaciones metafísicas muy sorprendentes: si no pronunciamos ese conjuro, ¿en realidad está lloviendo?).

      Pero, ojo: aparte de su función como rótulo innecesario de lo evidente, hay algo acaso revelador en el hecho de que la formulación contenga ese verbo activo, andar, como si así se quisiera subrayar la singularidad del fenómeno que se anuncia. Bien podríamos decir, como acabo de hacer al final del párrafo anterior, «está lloviendo», y la diferencia tal vez sería imperceptible, pero también significativa: el verbo andar entraña movimiento, lleva de un lado a otro, indica la transitoriedad de las cosas y el paso del tiempo. Aun cuando se dice de un reloj que «anda», y el andar de sus manecillas las lleva constantemente por el mismo rumbo confinado y en el mismo sentido, ese movimiento es el mismo de nuestro caminar. Andar es pasar; es llegar, estar e irse, todo a la vez. Y es un verbo enemigo de la permanencia y de la quietud, de la inmutabilidad y de lo eterno, es decir, de eso que no es la lluvia, esa movilización incontrolable de las almas y de las cosas, de las vidas individuales y del universo.

      Bien, pues mi interpretación es ésta: que nos sintamos llamados a decir «Anda lloviendo» entraña una sostenida perplejidad ante el fenómeno, un asombro que nos sobrepasa y se nos impone cada vez de modos insospechables: como si cada llovizna o cada tempestad, cada chipi-chipi o cada lluviecita enfadosa o cada tormentón desquiciado, con sus correspondientes consecuencias, fueran siempre algo inusitado y además imposible de prever o de esperar. Algo que nunca sabemos por qué ocurre, de dónde viene, qué dimensiones tiene ni qué alcances, y que sin embargo creemos que pasará; algo que anda por la ciudad, que se nos atraviesa o nos cae encima, que llegó y se va a ir, dejándonos tan atónitos como al principio, cada vez.

      Mi papá practicaba una especie de meteorología empírica que nunca fallaba, aun cuando no tuviera muchos más fundamentos que la práctica de la observación y la rigurosa convicción o la fe. Consiste —uso el presente porque yo heredé ese conocimiento, lo pongo en práctica siempre y quiero creer que tampoco me falla jamás— en los tres siguientes principios absolutos: si ves que los nubarrones se dirigen hacia el centro de Guadalajara provenientes de San Pedro, es seguro que la lluvia llegará y será abundante; si, en cambio, las nubes, por negras que sean, vienen del Cerro del Colli, se dispersarán por otros rumbos y no va a caer una sola gota. Por último, si el horizonte pintado de gris es el de la Barranca, y en esa dirección se ven a la distancia los relámpagos y desde allá soplan los vientos, puede que el agua llegue y puede que no.

      Tan útil es saber si lloverá como creer que se sabe. En especial en una ciudad como Guadalajara, donde toda precipitación refrenda nuestra inveterada ineptitud para enfrentar el temporal. Cada año, pasamos sin tregua de maldecir el calor que nos quema a maldecir los aguaceros que nos ahogan, y la primera tormenta (como la de antier, por ejemplo) es la misma película, siempre: árboles, postes y espectaculares por los suelos, coches aplastados, apagones, descomposturas de semáforos y tráfico desquiciado, choques, inundaciones, granizo, lodo, ramas, bocas de tormenta que lo devoran todo o que quedan ahítas con la inmundicia que a nadie se le ocurrió barrer antes, personas y vehículos arrastrados por la corriente, el tren ligero inservible, los túneles vehiculares inoperantes (en López Mateos, algún iluminado funcionario discurrió poner letreros luminosos que avisan si el túnel se inunda; lo malo es que nomás puedes verlos cuando ya estás con el agua hasta la ventanilla y trepado en el techo, mientras llegan los bomberos), los bajantes tapados, las goteras (¿cuándo teníamos que impermeabilizar?), ¡la ropa tendida en la azotea! Plaza Patria vuelta una fosa siniestra, Plaza del Sol como nuestra atarantada versión de Venecia, los rápidos que brotan en los alrededores del Parque González Gallo, y cada gran avenida convertida en un estacionamiento gigantesco y estúpido…

      Luego, todo cesa y se nos olvida. Hasta que otra vez nos asomemos a la ventana y, como cavernícolas, miremos sin comprender el agua que cae del cielo y digamos «Anda lloviendo». Otra vez.

J. I. Carranza

Mural, 5 de junio de 2022

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