A todo se acostumbra uno, menos a no comer. Y, como lo demuestra la inconformidad recurrente en México a lo largo de más de un cuarto de siglo, la otra excepción es el horario de verano. Un compatriota pudo nacer en el sexenio de Zedillo, empezar a ir a la escuela en el de Fox, conseguir su primera chamba en el de Calderón o en el de Peña Nieto, hallar con quién reproducirse al arrancar el que ahora transcurre y tener  a su primer vástago la semana pasada, y entre todas sus peripecias habrá vivido dos momentos, cada año, desde que tuvo uso de razón, para quejarse y mentar madres y sacarse de onda y desvelarse imprudentemente o desmañanarse o dormir de más y llegar tarde: ¡maldito cambio de horario!

      Nunca dejamos de vernos sobresaltados y atarantados por esa hora de más y esa hora de menos, ni siquiera por el hecho de que, desde hace unos años, los relojes en el celular, en la compu y en otros muchos aparatos que presiden nuestra existencia se cambien solos (la tecnología no nos considera suficientemente confiables: por eso un día nos va a exterminar). No sé si haya modelos más modernos de microondas que también lo hagan, pero en el que tenemos en casa, ya bastante vetusto, hay que introducir la nueva hora manualmente; yo temo siempre ese momento, pues jamás recuerdo dónde picarle, y así la cocina puede quedarse en un huso horario distinto durante varios días, con el desconcierto consecuente. En estos veintiséis años, las primeras semanas de noches abreviadas y mañanas adelantadas fueron siempre aborrecibles, y las últimas, ya en octubre, todavía más, con la detestable impresión de salir de casa queriendo encontrarse con el nuevo día y hallándose más bien con la noche renuente a irse: las estrellas brillando en el cielo, el frío alevoso de la madrugada, los gatos furtivos buscando qué hacer con lo que queda de oscuridad, la sensación de estar uno tonto por haberse levantado a una hora malsana.

      Naturalmente, siempre hay gente para todo, y sin duda habrá quienes adoren esa experiencia y ahora la vayan a extrañar. Quiero aclarar, en este punto, que las implicaciones macroeconómicas del fin del horario de verano en México me resultan una materia más bien esotérica e impenetrable, máxime cuando llegan filtradas por las conveniencias políticas de los funcionarios en turno. Si el país gana o pierde con esta medida es un asunto, creo yo, que jamás podremos saber a ciencia cierta porque el que nos lo va contar es Manuel Bartlett. Así que más bien me interesan las repercusiones que haya en las vidas de las personas, entre ellas, por ejemplo, las alteraciones del estado de ánimo nacional, que de seguro va a mejorar, quiero creer, gracias a que vamos a ir más al ritmo del solecito.

      La humanidad se divide en tres sectores irreconciliables: quienes debemos madrugar por necesidad, quienes no madrugan (porque no tienen necesidad) y quienes madrugan por gusto (sobre estos últimos, no hay mucho más que agregar a lo que observó Jorge Ibargüengoitia: «levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota. [Quienes madrugan] llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple»). Los que estamos obligados a abandonar la cama antes de que a ella le parezca bien nos resignamos con la ilusión de que algún día ya no hará falta y podremos seguir echados hasta que el colchón nos pique. Esta fatalidad se ve agravada por la imposición de un horario que obedece, únicamente, a razones monetarias, con el defecto de que nunca veremos recompensado nuestro sacrificio con unas monedas de más. Leo en la Wikipedia que habría sido Benjamin Franklin el primero al que se le ocurrió que había que hacer algo para que la gente se levantara más temprano a fin de que el día rindiera más. Pero Franklin sólo pretendía impulsar un cambio en las costumbres; tuvo que llegar un ricachón inglés, William Willett, al que no le parecía que el día se terminara sin que él hubiera acabado de jugar su partido de golf, así que se empeñó en recorrer las horas, cosa que finalmente ocurrió por primera vez en Alemania en 1916.

      «Irse temprano a la cama, / levantarse temprano, / hace al hombre saludable, rico y sabio», es una cancioncilla odiosa atribuida a Franklin. El grupo de rock Morphine mejoró la letra: «Irse temprano a la cama, / levantarse temprano, / hace a un hombre o a una mujer perderse de la vida nocturna». Creo que es algo en lo que poco se piensa: el horario de verano supuestamente alarga los días, pero también abrevia las noches, mutilando también así la vida que las llena y las aprovecha. ¿Se toman en cuenta las necesidades de los trasnochados y los insomnes, de los desvelados y los que preferimos la expansión del silencio nocturno para hacer lo que el bullicio del día, por muy soleado que sea, nos impide porque nos aturde?             ¿Qué hora es ahora? A mí me gustaba —y lo digo usando este tiempo verbal porque ya no va a pasar más—, cada que cambiaba el horario, jugar a prolongar el extrañamiento cuanto fuera posible: «Son las diez, pero en realidad son las once», o «Ya son las cuatro, pero lo cierto es que son las tres». Esta hora, que ahora hemos recuperado supuestamente para siempre (mientras no llegue otro ocurrente y lo eche todo para atrás), ¿en qué será bueno emplearla?

J. I. Carranza

Mural, 30 de octubre de 2022.