Autor: Verónica Nieva (Página 1 de 17)

López Tarso

¿Quién queda? Mucho tiene de desolador y algo de desalmado esta pregunta, habitual cuando un grande termina de faltar. A veces empiezan a faltar antes, cuando la vida los ha obligado a hacer mutis y sólo llegamos a saber qué fue de ellos al barrer el olvido. No fue el caso de Ignacio López Tarso, presente a lo largo de unas siete décadas en la cultura nacional (popular y de la otra). Desde los cincuenta del siglo pasado, cuando era bracero y el destino lo tumbó de una escalera para hacerlo volver y cambiar de nombre y de rumbo, y hasta no hace mucho, cuando la enfermedad por fin lo puso en paz. (El periodista Héctor de Mauleón recordaba que, según el testimonio del propio actor, el Tarso se lo puso Xavier Villaurrutia, y que la lectura de los Nocturnos le habría salvado la vida mientras convalecía de la caída que le rompió la espalda: Saulo de Tarso, una caída, una revelación, el origen de una vocación).

      ¿Quién queda? Cada despedida deja más despoblado el escenario de nuestra memoria, que algún día quedará vacío del todo, o será más bien que ya no reconoceremos a nadie. Lo cierto es que el tiempo no pasa en balde y más difícil se nos hace cada vez admitir a nuevos figurantes. No me gusta hablar de «mi generación» porque nunca sé qué quiere decir eso, pero sí puedo asegurar que los mexicanos que pasamos buena parte de la infancia en las inmediaciones de un televisor en los años setenta llevamos en lo hondo de la psique el momento traumático en que López Tarso se salía del personaje en la película Cri-Cri, el Grillito Cantor, y pedía un aplauso para el auténtico Francisco Gabilondo Soler, cuya vida había venido interpretando hasta ese momento (y entonces veíamos que Cri-Cri era en realidad un señor de patillas algodonosas y gruesos anteojos, muy distante de la envarada apostura de su intérprete en la cinta).

      A partir de esa evocación, a lo largo de toda la semana no he dejado de repasar mi memoria particular de López Tarso, que no se termina; al contrario, se amplifica y me obsequia constantemente con inesperadas revelaciones. Caí en la cuenta, por ejemplo, de que el actor hizo pareja con la prodigiosa Pina Pellicer en dos de sus mejores películas: la justamente celebrada Macario, de 1960, y Días de otoño, de 1963, ambas de Roberto Gavaldón. ¿Qué pasaba en México en ese tiempo para que pudieran concebirse y ejecutarse semejantes obras maestras? Es lo que a uno le da por preguntarse —o bueno, a mí— cuando las evocaciones desembocan en comparaciones, pero eso sólo ocasiona que uno quede más pronto proscrito del presente. Mejor, en cambio, recordar lo que acaso no recordábamos. Como esto: el crítico Ernesto Diezmartínez tuiteó: «Si pudiera elegir sólo un personaje de López Tarso, sería el crístico Don Jesús de Los albañiles. El torcido mesías que vino a cargar todos nuestros pecados y será traicionado y crucificado. Y resucitará al tercer día para ser sacrificado de nuevo».

      Y ahí fui a ver de nuevo la película de Jorge Fons, de 1976. Seguramente tiene uno de los repartos más asombrosos en la historia del cine mexicano, pero, además, se antoja pensar que la audacia creadora del católico Vicente Leñero no ha tenido a nadie que se le acerque. Eso era transgresión, y no payasadas. Y el turbio personaje de López Tarso, el rengo velador de la obra en construcción, cuya ambigüedad siniestra es causa de que cualquiera hubiera podido matarlo, es en efecto absolutamente fascinante: qué capacidad tenía el actor para encarnar personajes inconcebibles, marginales radicales en el fondo de cuyos intrincados laberintos existenciales o mentales hay una afirmación inesperada de humanidad —y eso es lo que los hace sobrecogedores—. Pienso, por ejemplo, en el tragafuegos de Cayó de la gloria el diablo (1972), que se enamora del personaje de cabaretera de Claudia Islas («¡No te metas con Popea!», les responde a quienes tratan de hacerlo entrar en razón), o en el perturbado asesino de mujeres Ángel Peñafiel, de El Profeta Mimí (1973), con Ofelia Guilmáin, Carmen Montejo, Ana Martin… Ambas películas son de José Estrada, y de nuevo me pregunto: ¿qué directores hay ahora capaces de filmar algo así? O El hombre de papel (1963), del gigantesco Ismael Rodríguez, donde López Tarso hace de un indigente mudo que, la única vez en la vida que tiene suerte y se encuentra un billete, es estafado por un ventrílocuo borracho (Luis Aguilar) que le vende a Titino haciéndole creer que de verdad puede hablar (es como una retorcida variación de la historia de Pinocho, sólo que aún más espeluznante).

            Así me la he llevado. Incluso me puse a oír las grabaciones de corridos recitados por López Tarso, y me acordé de su parodia que hacía Héctor Kiev en el noticiario de Jacobo, un personaje llamado Tacho que, vestido de charro, declamaba una eficaz forma de cartón político oral que al final siempre merecía el «Buena rima, Tacho, buena rima» de Jacobo. (Titino, Jacobo: nombres que cada vez seremos menos quienes los recordemos sin necesidad de explicaciones). No tiene fin, digo, y si bien es cierto que la senda de la melancolía y la añoranza suele acabar en la barranca baldía de los supuestos tiempos mejores, también su decurso es una forma de felicidad. Qué bueno que nos tocó compartir un pedazo del presente con alguien como el titán que acaba de irse. 

J. I. Carranza

Mural, 19 de marzo de 2023.

(En la foto, López Tarso y Ana Martin en El profeta Mimí).

Dar nota

La víspera del 8 de marzo, para responder por qué una vez más se blindó Palacio Nacional con una muralla metálica ante la llegada de los contingentes de mujeres que marcharían hacia el Zócalo, el Presidente respondió como suele, con socarronería y haciéndose la víctima, abriendo mucho los brazos y pelando los ojos, y también con la sonrisa ladeada que subraya su convicción de estar diciendo algo muy obvio, muy evidente. «¡Magínense! Lo que quisieran…», dijo , refiriéndose a las feministas. (Bueno, él dice «femenistas»: tan guango le viene el asunto que ni siquiera le interesa nombrarlo bien). «Esteee… Destruir el Palacio. ¡Lo toman! ¡Para que haya nota! Nacional e internacional». En este punto, hubo varios segundos de balbuceos que podrían transcribirse así: «Enton noecesist; el guales tiuyola sirs». Por asombroso que sea, parece que a nadie le llaman la atención esos posibles indicios de afasia. «¡No!», siguió, «¡logran su propósito! De que ya nadie hable del narcoestado de la derecha…».

      Nos hemos habituado a tal grado a esta mezcla de payasadas y sandeces que pocas ganas dan ya de escudriñarla a ver qué significa. Y, sin embargo, puesto que hemos consentido que la realidad se centre en tal medida en los dichos y los actos del presidente, la exhibición cotidiana de su discurso es ineludible si queremos hacernos una idea de lo que pasa (y de lo que puede pasar). En sus borucas del 7 de marzo se traslucen, pues, varias cosas que conviene tomar en cuenta, como por ejemplo la dificultad cada vez mayor que tiene para dar forma a sus obsesiones y a sus supuestas preocupaciones, entre ellas que se deje de hablar «del narcoestado de la derecha». ¿Será que íntimamente lo tortura el prurito de la originalidad, la ansiedad de hallar todo el tiempo nuevos modos de decir lo mismo que dice siempre? ¿En su fuero interno sabrá que debe proponerse continuamente no aburrir a su audiencia, y por eso luego se le hace bolas el engrudo, farfulla y masculla, y por no hallar la salida acaba desembocando en un redondo disparate? Según él —creo que es lo que había que entenderle—, el propósito de las feministas es que hablemos de otra cosa, y ya no de García Luna y de Calderón.

      Pero lo que en realidad lo alarma —y, por lo visto, vive en una constante zozobra por eso— es que sus adversarios «den nota». (Y entre sus adversarios se cuentan, desde luego, las feministas). Dicho de otra manera, tiene una misteriosa fijación con la necesidad de lo que en tiempos prehistóricos se llamaba «tener buena prensa», y digo que es misteriosa porque el Presidente goza y seguirá gozando de unos niveles de adoración con los que ningún otro mandatario podría soñar jamás. ¿Por qué le horroriza tanto que los periódicos y los medios noticiosos empañen su imagen? Es curioso que la prensa, particularmente en México, enfrentada a diario a adversidades y calamidades que la amenazan por todos lados, por falta de público que quiera seguir pagando por ella, por los riesgos que corren los periodistas (empezando por el riesgo de ser asesinados), por la competencia desigual que tiene en las redes, etcétera, en la imaginación de presidente siga siendo tan poderosa como pudo serlo en otras épocas ya idas. Tal vez el último presidente que tuvo tan presente lo que se decía en los periódicos de él fue Echeverría.  

      Un par de días después, vimos cómo una reportera acorraló a López Obrador y lo hizo desatinar vergonzosamente al interrogarlo acerca del espionaje militar a un defensor de derechos humanos y un par de periodistas. Ante las pruebas y, sobre todo, ante la exposición de las incongruencias entre lo que el Presidente siempre machaca («¡No somos iguales!») y lo que hacen sus subalternos castrenses, recurrió al repertorio de acusaciones, infundios, denuestos, insultos y reproches que siempre acaba haciéndole a la prensa, fue perdiendo piso, se contradijo, se encabronó. Y, acto seguido, luego de esa revolcada que le pusieron, le dio la palabra a otra «reportera», burdamente colocada ahí para ensalzarlo y tratar de alisarle las arrugas del traje.

      Ahora bien: más importante que todo esto es el hecho de que la causa de las mujeres en México no le importa al Presidente. En su distorsionada visión de la realidad, presidida por él mismo, lo que está por encima de todo es su turbio ideario y la determinación de perpetuarlo a como dé lugar, y no tienen cabida las exigencias de justicia y de paz de millones de mexicanas hartas de que se siga abusando de ellas, discriminándolas, maltratándolas, violándolas, desapareciéndolas y asesinándolas. Eso no es nota. Que en este país maten al menos a once mujeres al día por el solo hecho de ser mujeres no es nota. O, si llegara a serlo, para el Presidente significaría que ha sido gracias a maquinaciones y conspiraciones que buscan desplazar la atención a otros asuntos, lejos de los que a él le interesan.

      Lo platicaba el otro día con mis alumnas universitarias: ¿cómo es que no estamos hablando solamente de la causa de las mujeres en México? Día y noche, no tendría por qué ocuparnos ninguna otra materia, hasta que el exterminio y el terror cesen y todas y cada una puedan vivir en paz. Pero no, claro: eso nos distraería de hablar del «narcoestado de la derecha». O de cualquier otra cosa que mañana se le antoje al señor Presidente.

J. I. Carranza

Mural, 12 de marzo de 2023.

¿Sólo solo?

En días pasados, la Real Academia Española hizo un anuncio que no anunciaba lo que muchos quisieron creer, pero que bastó para revivir una polémica que de cuando en cuando retoña, hecha sobre todo de obstinaciones y exageraciones, ociosa y patética en el fondo pero al mismo tiempo entretenida, como esos videos que a veces circulan de automovilistas que tuvieron un percance y se bajan, dizque muy prendidos y listos para agarrarse a golpes, pero sólo (con tilde) hacen amagos y fintas y pasitos de danza, enrabiados pero sacatones, queriendo lucirse pero en realidad haciendo el ridículo, ineptos para de veras trenzarse. El anuncio, pues, esparcido por el periódico madrileño ABC con sensacionalismo, era que la Academia estaría por hacer un ajuste en la redacción de la entrada del Diccionario panhispánico de dudas relativa a las palabras solo/sólo, dejando, según el diario, «a juicio del hablante que escribe la necesidad o no de utilizar la tilde».

La famosa tilde diacrítica. Como es sabido, desde que en 2010 los académicos reales dispusieron que se suprimiera la tilde diacrítica del adverbio sólo, y también de los pronombres demostrativos éste, ése y aquél y sus formas femeninas y plurales, el mundo hispanohablante quedó dividido en dos bandos irreconciliables: el de los solotildistas, renuentes a la remoción de la tilde y determinados a seguir utilizándola siempre que la palabra sólo fuera usada como adverbio (equivalente a solamente o, en buena parte del español que se habla fuera de España, a nomás), y los antisolotildistas, tozudos exterminadores de la infestación de tildes y para quienes el uso adverbial se distingue del adjetival (cuando solo es equivalente a solitario, único, vacío, impar, despoblado, etcétera) siempre por el contexto. Pensándolo bien, el mundo hispanohablante está dividido en realidad en tres: los ya referidos antagonistas, defensores y detractores de la tilde, y la inmensa mayoría a la que el asunto la tendría sin cuidado si llegara a enterarse de su existencia.

Argumentos hay para un bando y para otro, algunos atendibles y otros necios. Incapaz de resolverse de una vez por todas para dejar parejamente contentos a partidarios y objetores, la RAE sólo (con tilde) ha reforzado la confusión, desde el principio, admitiendo que del juicio del escribiente dependerá siempre la decisión final, pues corresponderá a éste (con tilde) decidir si en lo que escribe hay o no riesgo de ambigüedad. Y es lo mismo que ha venido a decir ahora —no se echó para atrás, como afirmaba el ABC en su escandaloso y falsario titular: «La RAE rectifica y devuelve la tilde a sólo trece años después»—. Para decirlo pronto: un cambio en la ortografía que no tuvo mucha razón de ser, cuyos alcances nunca han quedado del todo claros, trece años más tarde sólo (con tilde) ha sido formulado de modo distinto. Y eso solo (sin tilde) bastó para desatar el furor de estos días: la infundada celebración de los fanáticos de la tilde y la desesperación de sus odiadores, unos y otros demasiado acelerados como para leer a fondo el anuncio y darse cuenta de que fue un giro en redondo que nos ha dejado donde mismo.

Un poco ridículo todo. Por ejemplo, el académico Arturo Pérez-Reverte, muy dado a los exabruptos y a las aparatosas exhibiciones de belicosidad infantiloide que animan a sus personajes, bramó: «El pleno del próximo jueves será tormentoso», refiriéndose a la futura sesión en que él y sus pares afrontarán la controversia desatada. Si Pérez-Reverte apoya la tilde, casi cuenta como razón para rehuirla, así sea solo (ahora sin tilde) por antipatía. Pero lo más bochornoso de todo es la medida en que tanta gente acepta tácitamente someterse a la autoridad despótica y repelente de una institución que podrá hacer muchas cosas, pero no mandarnos cómo usar el idioma. Norma, sí, pero no ordena. Sólo (con tilde) eso nos faltaba.

Yo soy solotildista, sobre todo porque así aprendí a escribir y porque ya estoy viejo para proponerme ser lo contrario nomás porque a alguien le dio la gana. Para mi suerte, en este periódico jamás me han quitado las tildes que he puesto, ni he recibido ninguna advertencia por mi empecinamiento; imagino que el estilo en las publicaciones de Grupo Reforma no aceptó plegarse en 2010 a las disposiciones de la RAE , o si aceptó hacerlas suyas preservó un saludable margen de libertad del que nos beneficiamos quienes aquí escribimos. Sí, en cambio, en otros lados —revistas nacionales, principalmente, editadas en la capital, acaso por ello muy virreinales y atentas a lo que quiere Madrid— me han despojado con maniático escrúpulo, y hasta con alguna saña, de todas las tildes que encontraron inadmisibles (o indeseables), y en cada ocasión sentí como un tirón de greñas: el sobresalto al ver que había un solo que yo quería que fuera sólo me ha llevado, siempre, a pensar fugazmente que ya no sabía escribir, que me había quedado tonto, que estaba borracho o sonámbulo cuando envié el texto… hasta que caigo en la cuenta de que la publicación de marras ha querido ser obediente y aplicada y no hacer enojar a los reales académicos, y a rajatabla hace siempre poda de tildes tercas y anticuadas, aun en los casos en que asome el famoso riesgo de ambigüedad.

Lo bueno es que no existen todavía las multas por exceso de tildes.

J. I. Carranza

Mural, 5 de marzo de 2023.

Ya en enero

El periodo de desacelere y progresiva holganza conocido como Puente Guadalupe-Reyes, cuando ya es perfectamente legítimo ir aventando los pendientes menos apremiantes para el año que entra y responder a todo «Lo vemos en enero», en Guadalajara más bien tendría que abrirse desde que la FIL se apaga y va disipándose la resaca de su frenesí. Nos esperan, es cierto, otros días de prisas angustiosas, gastadera insensata, comilonas asesinas y demás conductas perniciosas. Pero la borrachera de las posadas, la Navidad y las vacaciones, como sea se sobrelleva y hasta tiene su encanto. O lo tiene para mí, al menos: ya sé que en esta materia sólo puede hablarse a título personal, y no tengo empacho en reconocer que me alegra ver las nochebuenas en la Minerva, los coches con cuernitos melolengos y el arbolote iluminado en Plaza del Sol. Después de todo, en tiempos de aflicción e incertidumbre, cuando ni siquiera la Selección fue capaz de darnos ni una mínima ilusión, cualquier pretexto para la alegría cuenta mucho y, por principio, no habría que repudiarlo.

      Una vez que terminó de irse la considerable población flotante que tiene Guadalajara durante los días de la FIL, cuando ya el tráfico en Mariano Otero y Las Rosas se redujo un uno por ciento y estamos en otra cosa, el recuerdo de lo ocurrido en la Expo y sus inmediaciones va disipándose como la niebla de los sueños. Es, supongo, inevitable, pero también muy extraño: en las vísperas de la feria, y mientras ésta tiene lugar —sobre todo durante los primeros días—, da la impresión de que están pasando cosas importantísimas, tremebundas, históricas. Los ánimos se condensan en una especie de delirio que entremezcla el entusiasmo y la expectativa, la urgencia y la exaltación, y de pronto ya estamos en un desenfreno tan injustificable como irresistible. Doy un ejemplo: con varios meses de anticipación, un editor local me invitó a participar en la presentación de un libro. Acepté, gustoso, pues admiro al autor, pienso que es una figura importante de la literatura contemporánea y me iba a encantar conocerlo. Así que recibí el PDF (tuve que pedírselo al editor varios semanas después de que me invitara, porque nomás no me lo enviaba: se le había olvidado) y me puse a leer. Cuando llegó el gran día, el editor no sólo había omitido reservar el espacio para la presentación, sino también hacerle promoción para que el público asistiera, e incluso imprimir el libro. El autor, que había viajado desde lejos, llegó puntual a la cita, y yo también, y nomás nos mirábamos sin saber qué hacer, porque al editor también se le había olvidado ir. La justificación que este editor intentaba venderme para disculparse, cuando lo llamé por teléfono para preguntarle qué onda, era: «Es que ya ves cómo se pone todo con la FIL», como si se tratara de un tiempo enloquecido que a fuerzas hay que atravesar y que deja tonta a la gente. (La cosa se arregló sobre la marcha, y de cualquier modo el autor y yo pudimos sostener una rica conversación ante un público que quién sabe de dónde salió. Pero el episodio fue sumamente enojoso: una acumulación de desatenciones, falta de respeto, malhechuras, irresponsabilidad y desvergüenzas. Y luego se quejan los editores independientes de lo mucho que dizque tienen que batallar para sobrevivir: si al menos trataran bien a sus autores y a sus lectores, quizá les iría algo mejor. Pero prefieren hacerse las víctimas, o echarle la culpa siempre a algo más).

      Pero ya que estos días pasan, sobreviene una calma al mismo tiempo agradecible y un poco afligente. El primer problema, en la casa de ustedes, es saber qué vamos a hacer con las cantidades de nuevos libros que llegaron a vivir con nosotros. ¡Ah, pero ahí andábamos, en la venta nocturna de la FIL, dándonos vuelo! Hacía años que no me tocaba ir en esa ocasión, por cierto, así que lo que vi la noche del viernes fue muy impresionante: cuánto dinero gasta tantísima gente comprando libros carísimos en la feria: cuando yo mismo ya llevaba veinticinco minutos haciendo cola para pagar dos mil 300 pesos por tres libritos me dije: «¿Qué diablos estoy haciendo?». El asunto es que, cuando estos nuevos inquilinos ya se amontonan sobre la mesa del comedor, en el sofá, encima del tanque del retrete, es cuando caemos en la cuenta de que ya no tienen dónde caber. El otro día, una amiga me quería vender unos cuadros maravillosos que me hacían mucha ilusión. Pero un instante de lucidez me hizo caer en la cuenta de que en la casa no tenemos paredes para colgarlos, porque todas están ocupadas con libreros. Y esta situación únicamente admite soluciones dramáticas, como una mudanza (las mudanzas con libros deberían contar como un castigo del infierno) o una donación a una biblioteca pública (pero qué pesaroso debe de ser el trance de elegir qué se queda y qué se va: nunca me he resignado a verme en ésas, y no sé si podría: por eso mejor me espero a que mis deudos se hagan cargo). Uno se siente tentado a admirar al que le prendió fuego a la Biblioteca de Alejandría.            

      Estos desasosiegos se compensan con la progresión del silencio. En la medida en que uno se abstenga de zambullirse en centros comerciales o de ir al centro (si uno vive en el centro no sé qué pueda hacerse: supongo que encerrarse a piedra y lodo), la ralentización de todo va extendiendo una calma a la que mucho ayuda el hecho de que los días sean más cortos: cuando uno menos lo espera, ya hay que tapar al canario, cerrar las ventanas, alimentar a los peces y apagar las luces, salvo una, la del lugar favorito para leer. Los ecos del barullo que quedó atrás van acallándose y, salvo por las ocasiones en que consintamos convivir, por obligación o por gusto, este cambio de ritmo cae siempre muy bien. Ya en enero podremos ver en qué nos quedamos y por dónde habrá que seguirle.

J. I. Carranza

Mural, 4 de diciembre de 2022

Nubarrones

Para la edición 2023 de la FIL, en México el ambiente político va a estar todavía más enturbiado que hoy. Lo que nos queda de concordia estará resquebrajándose gracias a la soberbia de unos y las ansias de revancha de otros, y si a eso sumamos que la paz no tiene para cuándo llegar y la violencia y la inseguridad y la inflación no tienen para cuándo irse, el horizonte se ve bastante renegrido. ¿Se trabaja ya, en la Universidad de Guadalajara —es decir, en los cuarteles del Licenciado—, para garantizar que la feria resista los embates de sus enemigos declarados? Porque lo más seguro es que van a arreciar. Entre la tirria maniática del presidente de la República y los rencores fúricos del gobernador del estado, no va a ser nomás cosa de recabar declaraciones melosas e insustanciales de los intelectuales que apoyan a la FIL (qué revueltos tiene los cables López Obrador, por cierto, que llama «intelectuales orgánicos» a los que se oponen a su movimiento, cuando más bien ese término les conviene a quienes integran su coro devoto).

       Tal vez las razones para la supervivencia de la feria estén dadas, antes que por su carácter como festival cultural y como foro multiusos para el debate, por el interés comercial de los expositores que vienen a vender libros y de los editores que acuden para negociar derechos de publicación. Mientras su participación siga resultándoles rentable, qué tendrían que importar los pleitos de los políticos: que se den con todo, siempre y cuando el dinero no deje de moverse. Hoy, por cierto, se presenta El rey del cash.

      Quiero creer que este viernes de venta nocturna valdrá la pena sumergirse en el tumulto. El público comprador no falla, y yo sostengo que si hay expositores que se quejen de no haber vendido mucho, habrá sido porque no quisieron. O habrá que ver qué entienden por «mucho»: ¿un libro de mil 200 pesos o seis de 200? Ojo, nada más, con quienes inflan los precios para luego dizque dar un descuento de feria: no está de más comparar siempre con lo que cuestan los libros en Amazon y similares.

      Agradezco que este año no nos hayan rociado con orégano y que hayamos podido movernos más libremente, aun con los riesgos que eso supone todavía. También, que muchos políticos —como las corcholatas y demás bichos— se hayan abstenido de apersonarse. El programa, como siempre a estas alturas, va aguadándose cada vez más, pero no importa demasiado: la visita rendirá mejor si se dedica preferiblemente a descubrir libros (como siempre, lo más asombroso puede estar entre los libros infantiles). O pintándose las manos con garabatitos, o sacándose la foto del recuerdo con el cráneo de dragón, o comiéndose un helado gigante, o echándose en la alfombra de la zona de descanso, nomás para ver a la gente que pasa, corre y corre. Es lo que yo voy a hacer.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 1 de diciembre de 2022

¿Capital de qué?

Si, ya desentendida de toda restricción pandémica, esta feria está transcurriendo como manda la tradición, hoy es el último día en que podrá aprovecharse una relativa calma, antes de que mañana las caravanas de camiones descarguen a los miles de estudiantes habituales. De aquí en adelante, esto va a parecer la marcha de la 4T, así que conviene tomarlo en cuenta, sobre todo si uno quiere ir a ver y buscar libros. También el programa de actividades se aligera un poco. Entre lo más atractivo estará, creo, el Encuentro Internacional de Cuentistas, que por lo general ofrece ocasiones muy agradecibles de descubrimiento.

      A propósito de este encuentro, y del servicio real que puede rendir la feria a los lectores, en particular a los más jóvenes, está disponible en línea una antología gratuita de los autores que participarán, para ir conociéndolos más en detalle: https://issuu.com/filguadalajara/docs/encuentro_internacional_cuentistas_22. Lo destaco porque se trata de un recurso que redondea el sentido de la actividad, y creo que debería dársele más difusión: el acceso está medio escondidillo en el sitio web de la FIL, y si no fuera porque me encontré un código QR en el programa impreso que se distribuye en la Expo, no me habría enterado.

      Es llamativo, pasando a otro asunto, cómo parece haberse olvidado en feria el hecho de que Guadalajara es la Capital Mundial del Libro. Sí, hay un stand desolado con unas cuantas sillitas cerca del ingreso principal, y en el sitio de la FIL un link a algo llamado udglectora.com, al parecer una programación especial de la Universidad con pretexto de eso de la Capital: una cosa muy raquítica y evidentemente dejada en el abandono. Pero nada más. ¿Qué habrá pasado? Tanto argüende que había, tanto que se hablaba de que la distinción se la había ganado la ciudad, en buena medida, por albergar una feria del libro tan importante; el Licenciado, para no ir más lejos, bien que estuvo en la aparatosa ceremonia de arranque en el Cabañas, rebosante, en un lugar preeminente…

       Mi primera conjetura automática fue que, como se trata de algo que organiza el Ayuntamiento tapatío, y al alcalde Lemus y a cualquier otra persona naranja Alfaro les ha prohibido tener nada que ver con la FIL, si iba a hacerse algo, sencillamente se cebó. Pero más bien da la impresión de que algo se rompió desde hace ya un buen rato, y que la feria se armó sin tener en cuenta, en absoluto, el nombramiento y lo que implicaba. Es como un olvido a propósito. Y no deja de ser una confirmación de nuestra triste realidad: Guadalajara es una ciudad con una feria grandota (quién sabe si la mejor, como siempre nos dicen y nunca nos demuestran), en la que los libros medio importan sólo durante nueve días al año. Y ya: lo demás es pura ocurrencia, puro discurso hueco y pura pretensión.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 30 de noviembre de 2022

Zopilotes

Algunos stands, que otros años ocupaban superficies generosas, ahora se volvieron chiquitos y dan tristeza; en otros, hicieron alianzas entre varias editoriales para apretujarse en unos cuantos metros cuadrados, y unos más sencillamente ya no se pusieron. Me sorprendió, por ejemplo, la ausencia de editoriales religiosas, que siempre han sido tan taquilleras: salvo por una, prácticamente es imposible comprarse un catecismo o una medallita en la FIL. Además, en el área internacional, hay varios lugares con letrero y todo, pero vacíos: como si a la mera hora hubieran preferido evitarse el gasto.

      He platicado con tres editores que se felicitan por haber podido estar, pero enseguida empiezan a repasar las penurias que han debido remontar. Encarecimiento del papel, en primer lugar, pero también dificultades para entenderse con el mercado (qué diablos le interesa a la gente) y nula ayuda por parte del Estado. En vista de todo esto, a mí se me ocurre que el modelo mismo de feria del libro ya tendría que revisarse a fondo. Hay libros que he visto venir a la FIL un año tras otro, lo que quiere decir que cada vez tienen que embalarse, hacer el viaje, exponerse, embalarse de nuevo porque a nadie le interesó comprarlos… y quedarse embodegados hasta el año siguiente. ¿Cuánto cuesta eso, y qué sentido tiene?

      Al darle vueltas al programa, corroboro que la FIL elige cada vez una o dos figuras cuya notoriedad, eminentemente comercial, pasa también por ser cultural. Entonces los eventos «estelares» giran en torno a ellas, como si esa notoriedad equivaliera a una auténtica importancia. A veces le han atinado: en otros tiempos, han pasado por aquí autores principales no sólo por la atención mediática que concitan, ni por los intereses que benefician, sino también por el peso real y perdurable de sus obras. Pero, por lo general, quienes más refulgen no son siempre quienes más brillo tienen. Desde luego, se supone que también han de contar las preferencias de los lectores. Y ahí es cuando todo empieza a volverse cuestión de popularidad y complacencias.

      Lo anterior lo pienso al ver quiénes se decidió que encabezaran el programa literario esta vez, con la apertura del Salón Literario Carlos Fuentes —que ése es otro tema: ¿cuándo habrá terminado de pagar la FIL su deuda con Fuentes, como para que deje de estar recordándolo con tal fervor?—. Supongo, en todo caso, que las cosas así son y ya. Hay que fluir.        

     Ayer por la mañana, había una bandada de zopilotes sobrevolando la Expo a muy baja altura. Mi primera reacción fue: «¡Elenita!». Pero, bendito Dios, nada de qué alarmarse. Luego me quedé pensando que esa imagen ominosa también era muy elocuente para simbolizar los aciagos tiempos que atraviesa la feria. Ojalá que, para bien de todos, esos zopilotes se espanten y no vuelvan.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 28 de noviembre de 2022

A cuál más

¿Va a ser la FIL el escenario de la batalla decisiva entre el gobernador de Jalisco y la Universidad de Guadalajara? Por más bravatas, desafíos, acusaciones, muecas y empujones que hemos visto, de un lado y otro, en los últimos días, tal vez lo que habría que preguntarse primero es si en verdad está librándose una guerra: si el ánimo de confrontación está emparejado con la voluntad de llegar, como se dice, hasta las últimas consecuencias (denuncias y juicios políticos, por ejemplo, en virtud de que las invectivas que intercambian los contendientes tienen nombres y apellidos). O si más bien se trata de una exhibición recíproca de supuesto poderío, que sólo envuelve meras ojerizas y ambiciones, sin intenciones auténticas de hacer valer la ley.

      De acuerdo: en los hechos, como hemos visto, el gobernador, gracias a su potestad de facto sobre el Legislativo local, tiene el control de los dineros que la Universidad obtiene del erario (obtiene dineros también de otros modos, por ejemplo cobrando la entrada a la FIL: por poquito que sea, algo ha de contar). Y, en los hechos también, y como también hemos visto y seguiremos viendo, la Universidad puede movilizar a gran parte de su población, que no es poca cosa, para que salga a las calles y se manifieste y le lance porras al rector (es llamativo que el propio rector eche a andar el coro en los mítines, gritándose a sí mismo con el micrófono: «¡No estoy solo!»). Pero, más allá de los recortes y de las marchas contra los recortes, ¿hay una intención real, por parte del gobernador, de arreglar las que, según sus dichos, son las causas del mal uso de los recursos en la UdeG? ¿Y hay una intención real, por parte del rector y del archisabido grupo que rige la existencia de la Universidad, empezando por el Licenciado, de socavar o ponerle freno a lo que, según sus dichos, es el autoritarismo del Ejecutivo estatal?

      No parece probable. Ni de un lado ni de otro se ve que haya más que mala retórica, amagos y fintas, calificativos y desplantes con que se retan y se caricaturizan y dizque se enchilan y chillan y se les traba la quijada. En un puntual hilo de Twitter que publicó el viernes, el periodista Agustín del Castillo (@agdelcastillo) hizo algunas observaciones, a mi modo de ver muy certeras, acerca de las intenciones transexenales del gobernador y del relativo contrapeso que tiene en la UdeG (y del que querría deshacerse). Señala Del Castillo, por ejemplo, que «Alfaro podía haber puesto reglas serias al presupuesto que le da a la UdeG para cerrar llaves a muchos abusos, reforzar obligaciones de servidores públicos, negociar reglas claras para becas de estudios. Pero ésa es una vía institucional. Él quiere ser el héroe de la película». A esto habría que agregar cómo, en su historia reciente (ni tan reciente: ya dura más que el Porfiriato), la Universidad ha sabido acomodarse muy bien al sofisticado sistema de lealtades y connivencias que, bajo un mando omnímodo e inatacable, hace impensable ningún propósito serio de reforma. Y, aunque ciertamente la Universidad de Guadalajara sea una institución indispensable en la vida del estado y del país, y aunque sus frutos sean abundantes y de ellos nos hayamos beneficiado millones, y aunque su vida esté animada por miles de universitarios que trabajan con denuedo, integridad, creatividad y amor por la educación y por la generación de conocimiento y por la necesarísima reflexión crítica, no le interesa a ese sistema cambiar. Así que ni a cuál irle.

      Volviendo a la FIL, es una vergüenza que la hayan convertido en un tinglado para su coreografía de rebozazos y berrinches. Todo lo que debería dar sentido a la realización de la feria, empezando por el encuentro entre el público y la cultura, queda salpicado por las rebatingas de los políticos y apestado por sus miserias; la atención que concitan sus fanfarronerías sólo estorba a la que deberíamos prestarle a otras cosas (por ejemplo a los libros), y, peor aún: sus disputas y sus marrullerías, aunque no vayan a cuajar nunca en una sociedad más justamente gobernada ni en una Universidad más democráticamente organizada, sí amenazan con debilitar a la feria y hasta con extinguirla: no se olvide que, más allá del pleito entre el gobernador y el Licenciado, y de las repercusiones que este pleito pueda acarrearle a la viabilidad misma de la FIL, sigue fermentando la tirria personal que el Presidente de la República le tiene: nomás porque no se ha acordado (lo tiene muy ocupado su marchota), pero en cualquier rato da el manotazo para suprimirla. Aunque tal vez no haga falta: ya aquéllos están llevándose a la feria entre las patas.

      Visto de modo optimista, quizá lo mejor que pueda pasarle a la FIL es el desaire de los políticos, que por fin dejarán de usarla como la deplorable pasarela que durante tanto tiempo les ha permitido lucir toda su mendacidad y sus hipocresías. Acaso esté verificándose una fatalidad largamente trabajada: si pasas toda una vida llenándote de porquerías, llegará el día en que tu salud acabe tan maltrecha que debas hacer cambios drásticos en tu estilo de vida —a ver si así, y con algo de suerte, consigues librarla—. Ojalá, por fin, la FIL se deshaga de sus vicios (como acoger tan generosamente a la fauna política) y adopte mejores hábitos. Podría empezar por desparasitarse.

J. I. Carranza

Mural, 27 de noviembre de 2022

Duelo de titanes

Nunca habíamos llegado al arranque de la FIL en un clima de incertidumbre, desazón y zozobra como el que tenemos hoy. Mientras estén terminando de acomodarse los miles de libros en los stands, cuando ya vayan concluyendo los discursos de la inauguración —que seguramente serán encendidos, rompedores, épicos—, y cuando ya la multitud esté tomando pasillos y salones, llegará a su punto culminante la dramática tensión que hemos vivido en los últimos días. ¡Qué despliegue de fuerzas! ¡Cuánta astucia, cuánta furia! ¿Y qué irá a resultar del enfrentamiento final entre los dos bandos? ¿Quién terminará imponiéndose? ¿Qué suerte nos esperará después?

      Hablo, por supuesto, del partido México-Argentina: la única confrontación que importa hoy. Comparado con eso, el espectáculo que supondría ver al Gobernador y al Licenciado empiernados en un ring sería poca cosa. Así que habrá que esperar a que acaben de caer los goles y se decida el destino en Catar para, entonces sí, empezar a vivir la feria. Como sus organizadores han repetido, se tratará de una recuperación de la «normalidad» prepandémica, lo que se traduce en volver a atestar todo el espacio de la Expo con la oferta de libros y chucherías, y también en saturar los diversos programas con miles de actividades, al ritmo frenético habitual.

      Ya no me quejo: más bien, me doy de santos con que siga habiendo FIL, en esta realidad tan adversa, y luego de que acaso estuvimos como especie al borde de la extinción y no nos dimos cuenta. Ahora bien: aunque ciertamente hará falta esforzar la voluntad para encontrar algo novedoso, también la costumbre tiene su encanto, y por eso quizás éste sea el año idóneo para dejarse llevar y que sea lo que Dios quiera. ¿Que te tocó ver por enésima vez una presentación de Poniatowska? ¡Ni modo! ¿Que ibas corriendo al baño y te tropezaste con Pérez Reverte? ¡Qué se le va a hacer! ¿Que te metiste por equivocación a una conferencia de Aguilar Camín, pensando que era Alessandro Baricco? ¡Ya qué! Siempre hay cosas peores en la vida, así que lo mejor será fluir.

      Después de todo, y como siempre, están los libros. Tras casi tres años de penurias, es de esperarse que las editoriales ya estén recuperándose y la oferta que traigan sea atractiva. No será barata, eso sin duda: los costos del papel han encarecido obscenamente los libros, y va a ser muy doloroso nomás quedarse viéndolos. Así que habrá que elegir muy bien: títulos que realmente no estén en ningún otro lado, y comparando siempre precios.         

    En cuanto a la presencia de Sharjah, no sé qué esperar: es una cultura tan distante, y las causas de que haya sido invitada son tan recónditas, que lo mejor será dejarse sorprender. Ojalá, sí, haya por lo menos tacos árabes. Es más: que haya tacos árabes para comer mientras estamos viendo el partido de hoy. Ah, qué felicidad.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 26 de noviembre de 2022

Maldita FIFA

A principios de siglo, cuando tuvo lugar una de esas discusiones estériles pero absorbentes que son necesarias para que la vida parezca tener sentido, la ciudad de Buenos Aires se vio invadida por miles de carteles anónimos que sólo decían, en grandes letras blancas sobre fondo negro, «Maldita FIFA». La razón era que esa organización, con su arbitrariedad característica y la imposición brutal de todo su poderío mediático, había zanjado de golpe aquella discusión al decretar que el futbolista más grande de todos los tiempos había sido y sería por siempre Pelé, y no Maradona. Al margen de cualquier razonamiento que pretendiera avalar aquel dictamen, una indignación telúrica sacudió entonces a la Ciudad de la Furia, y aquella marea de carteles fue, probablemente, una de las más vistosas manifestaciones de repudio a la poderosa y autoritaria y odiosa FIFA, fuente de tantas desazones y disgustos y desgracias para el mundo.

      Mucho se ha dicho acerca de la realidad deplorable que dimana de la supeditación del futbol —un juego, un deporte— a colosales intereses monetarios que casi han llegado a pervertir del todo la organización de ligas y campeonatos y la existencia de equipos y jugadores y aficiones. Quizá como reflejo de diversas formas de descomposición moral que privan en las sociedades contemporáneas, empezando por las más ricas, los movimientos de enormes capitales en torno al futbol acaban por inundar y romper casi cualesquiera otras razones de ser, y es así que hemos llegado al nefasto espejismo de que no es posible que el balón ruede sin que haya negocio. Da la impresión de que la codicia y su hija monstruosa, la corrupción, tienen que presidir cada partido desde el palco principal y son no sólo invencibles, sino también insaciables. Para nuestra fortuna, a estas mismas horas, este domingo, hay unos niños felices, desinteresados de todo el aparatoso funcionamiento del «futbol asociación», jugando una cáscara en un terregal medianamente despejado, donde las porterías hay que imaginarlas alzándose desde unas piedras y en las tribunas invisibles se agolpan la alegría y la ilusión y con eso basta. Maldita FIFA.

      Siempre que se trata de futbol me gusta recordar, lo he hecho en estas páginas varias veces, que el novelista Javier Marías lo celebraba como una recuperación de la infancia, y he hecho mía esa definición para evitarme problemas de una vez por todas y no caer ya en la tentación de defender esta querencia ante quienes, no sin razón, señalan las numerosas infamias que trae anexas: violencias varias, embotamiento, alienación, consumismo compulsivo, exacerbación del machismo, numerosas formas de ilegalidad, etcétera. Porque es difícil defender al futbol de todas esas acusaciones, y, para colmo, gracias a las truculencias y turbiedades de personajes como Infantino y sus predecesores (las amistades de Havelange con tiranos sanguinarios, las indecencias pasmosas de Blatter, etcétera), y gracias a que la riqueza impensable de los cataríes habrá hecho también impensable cualquier alternativa, ahora estamos ya en un Mundial que nos arrincona en disyuntivas morales inéditas, que no tendríamos por qué estar padeciendo. ¿Vamos a querer ver los goles entre la espesa maraña de violaciones a los derechos humanos que saben cometer los poderosos de aquellas tierras? ¿No nos importan los abusos contra las mujeres, las muertes de los trabajadores inmigrantes que habrían trabajado hasta la extenuación en la construcción de los estadios, las penas que pueden recibir las personas LGBTTTIQ+ por el solo hecho de existir? ¿Está bien que nos emocionemos mientras tienen lugar todas esas atrocidades? No necesitábamos estos predicamentos, y menos en este tiempo de guerra y de incertidumbre, cuando queremos creer que ya estamos dejando atrás la pandemia y toda su locura y apenas queríamos sentarnos un rato frente a la tele para disfrutar tantito. Maldita FIFA.

      Yo no recuerdo ningún Mundial en el que el ambiente previo estuviera tan, pero tan aguado como esta vez. Tal vez sea sólo yo, pero tengo la sensación de que hay una indolencia o un malestar generalizados que han inhibido la exultación propia de estas ocasiones. En México, además, con las perspectivas que enfrenta nuestra triste Selección a manos de un ideático inoperante, la cosa recuerda mucho el rumbo absurdo que lleva el país, y a mí, por lo pronto, me da una pereza horrible ocuparme de la suerte que vayan a correr «nuestros muchachos». Hace poco empezó a circular un anuncio de la cerveza Quilmes en el que los argentinos van identificando, con toda la esperanza y el anhelo de que son capaces, las coincidencias que podrá haber entre este Mundial y el de México en 1986, la segunda y última vez que su Selección fue campeona: coincidencias numéricas, astrales, climáticas, sociopolíticas… Hasta que, en un bar, en una mesa de amigos, uno reflexiona: «En el 86 teníamos al mejor del mundo…». Y entonces caen en la cuenta de que eso también tienen 36 años después.            

No sé si la alegría infantil que puede suscitar lo que hoy empieza, en la experiencia de cada individuo, pero también en la de cada nación, cuente como justificativo de nada. Sí sé que nada se compara con esa alegría, y que el mundo está muy necesitado de tenerla. Y también sé esto otro: maldita FIFA, una y otra vez.

J. I. Carranza

Mural, 20 de noviembre de 2022

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