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Zahires
Hacia la Navidad de 2021, Baudelio Lara organizó una comida cuyo sencillo propósito era reunir a los amigos de muchos años. Como ocurre que esos amigos, durante algunos de esos muchos años, hicimos una revista, en esa comida se abordaron dos asuntos relacionados con aquella empresa: el primero, que en 2022, en octubre, estarían cumpliéndose treinta años de la aparición del número 0 de El Zahir; el segundo, que algo deberíamos proponernos para festejar ese aniversario. Menudearon las ideas: la edición de una antología, la publicación íntegra de los veintitrés números en un sitio web, la celebración de algún encuentro público para rememorar esa historia, la localización de Gervasio Montenegro para convencerlo de que se ponga a escribir otra vez… Quizá persuadido por un entusiasmo parecido al que nos movió tres décadas atrás, por algunos minutos yo creí ver que encima de nuestras cabezas flotaba la posibilidad de lanzar una nueva época de la revista, pero, si así fue, esa posibilidad se disipó antes de que nos despidiéramos, sin que nadie alcanzara a ponerle palabras: de haberlo hecho, tal vez nos habría parecido una insensatez. Vagamente, eso sí, apuntamos algunas fechas y medio nos repartimos tareas. Baudelio nos regaló una serie de dibujos originales de Martha Pacheco, la artista cuya obra honró las páginas del número 6 (mayo-junio de 1994).
Hacia la Navidad de 2022, antier, martes 20 de diciembre, volvimos a reunirnos, nuevamente invitados por Baudelio. Desde luego, a lo largo de todo un año no movimos un solo dedo para cumplir con lo que nos habíamos propuesto. Desde luego, no importó en absoluto: importó que ahí estuvimos otra vez, por horas, hasta que casi nos corrieron del restorán, como pasaba treinta años atrás, cuando nos juntábamos los viernes en el Sanborns de Vallarta con el pretexto de hacer la revista pero en realidad para argüendear y reírnos y divertirnos, y ahora también para asombrarnos con lo que han crecido nuestros hijos y para platicarnos sus andanzas y para preguntarnos en qué andarán los amigos que no estaban ahí y para ver cómo nos las arreglamos con este presente al que hemos llegado. Y para ver que está intacto el cariño que nos tenemos y cómo se irriga en las familias que hemos hecho y cómo no parece que nunca se vaya a secar. Baudelio hizo estampar, para obsequiárnoslas, unas tazas con el cabezal de El Zahir y la caricatura que hizo Naranjo de Borges y que, de alguna forma, adoptamos como emblema. Ya no nos propusimos nada: acaso ésa sea la forma de que, ahora sí, hagamos algo. O quién sabe.
Felices los felices.
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Notisia del Dr. Kar̄ansa
Ase algunos meses, mi kerido amigo Juan Nepote me embió este pasaje ke se enkontró en un número de Orto-gráfiko, el órgano del mobimiento r̄ebolusionario de Alberto Magno Brambila. De la autoría del propio Brambila, posee, kreo yo, una grasia insuperable (el mejor sentido del umor se prueba al okuparse, sin patetismo alguno, de un ebento tan desgrasiado komo perder la dentadura), i es una muestra espléndida de su destresa nar̄atiba i del ekselente oído ke tenía para los diálogos. Pero para mí, ebidentemente, lo más marabiyoso del r̄elato r̄adika en la notisia ke me trae, ¡desde 1943!, del joben doktor Kar̄ansa, dispuesto a dejar ensegida el konsultorio a kargo de su ayudante kon tal de lansarse a kontemplar el nasiente Parikutín. Kuando yo era niño, mi papá era kapás de sorprendernos, un día kualkiera (un día ábil kualkiera, kiero desir, sin ke importara ke debiéramos faltar a la eskuela ni ninguna otra kosa), para tomar el tren e irnos barias semanas a Méjiko, o para agar̄ar un taksi ke nos yebara a pasear a Irapuato… A lo ke boy es a ke esta eskursión intempestiba al bolkán —de la ke yo no sabía nada— no era de estrañar en mi papá. I si bien kada ke pienso en eya me pregunto de kuántas otras abenturas suyas jamás yegaré a saber, lo sierto es ke kon las ke le konosko tengo de sobra para segir teniéndolo komo el mayor de mis éroes.
J. I. Carranza
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Elogio en rosa
¿Cuántas veces habló la Pantera Rosa? Yo sostenía que tres veces: en el episodio del arca (cuando al final pregunta: «¿Por qué los seres humanos no pueden ser civilizados como los animales?»); en otro en el que un codicioso personaje trataba de apoderarse de un diamante (y por alguna razón iba a tocar a la puerta de la Pantera, que lo recibía en batín rojo y con sarcasmos), y en uno más en el que sostenía una violenta disputa con su vecino a causa de una podadora prestada y nunca devuelta. Una madrugada de televisión inesperada no sólo me descubrí en el error, sino que además me encontré con la imposibilidad de alcanzar ya ninguna certeza, pues en el episodio de la podadora había dos personajes con voz: uno era el vecino rijoso y conchudo, y el otro era el mismísimo Diablo, que al final aparecía para soltar una ironía siniestra, cuando las crecientes hostilidades habían hecho volar el mundo en pedazos (en el pleito se intercalaban escenas de películas de guerra y montajes de armas en acción sobre los dibujos animados). La Pantera no abría la boca. Pero el triste descubrimiento fue éste, que constaté una madrugada después: han seguido produciéndose series con sus aventuras —quiero decir: la Pantera Rosa continúa vigente, actuando, mientras yo la hacía en la trastienda de la memoria—, y por lo visto en sus nuevas temporadas habla ella y hablan los personajes que la acompañan, lamentables seres de forma y colores humanos que en nada se parecen al patiño original, la figura blanca y bigotona que pelaba los ojos y a lo sumo rugía o mascullaba. Por lo visto, digo: cuando he encontrado que transmiten uno de esos bodrios, cambio de canal o dejo que la madrugada y el insomnio acaben de cualquier manera.
Cada que la fiesta va en picada o cuando la conversación está por fracasar del todo, nunca falta quien extienda sobre el mantel su mazo de nostalgias televisivas: que si te acuerdas de Chivigón, que cómo se llamaba el gemelo de Benito, que qué intenciones tenía con Heidi la malvada señorita Rottenmeier, que qué sentiste cuando se murió Corazón Alegre. En esos momentos, deplorables pero ineludibles, siempre he tratado infructuosamente de jugar la carta prestigiosa —según yo— de la Pantera Rosa, y cuando mucho he conseguido que alguien pesque el recuerdo del episodio de la librería psicotrópica. «¡Claro! —dice alguien—, la que tenía un ojote en la puerta». Pero apenas voy refiriendo cómo la Pantera usaba una letra «f» como escopeta o que el dueño de la librería era el mismo mono blanco de siempre, sólo que con boinita y barbón, cuando ya la noche comenzó a levantar los vasos y todo mundo está aprestándose para largarse.
Creo, pues, que hacemos minoría los fans del peculiar felino. Y eso es tan misterioso como que casi cualquiera sea capaz de recitar sin titubeos los nombres de Cucho, Espanto, Panza, Demóstenes y el supracitado Benito (sin olvidar a Don Gato, of course, que los contiene a todos y es el emblema de cada uno). O que haya quien, antes de recordar a la Pantera misma, tenga presente mejor a Don Ramón («Ron Damón»), el de El Chavo del Ocho, caminando como ella con las notas inconfundibles de su tema musical. Por los vericuetos de la memoria televisiva el pasado queda así corrompido, estropeado, y el universo rosáceo que muchos han perdido para siempre otros sólo lo tenemos como un privado locus amœnus donde reina un ser a veces atolondrado y a veces astuto, a veces ingenuo y a veces maldoso, pero siempre enigmático en su silencio y en su andar despacioso, en su indefinición sexual, en su inverosímil elegancia (¿no iba la Pantera por lo general en cueros, pero como si la hubiera vestido Yves Saint-Laurent?), en su absoluta e infranqueable soledad.
La Pantera Rosa fue, en su origen, la versión que los dibujantes Isadore Friz Freleng y David DePatie concibieron, hace más de cincuenta años, del diamante afamado que Peter Sellers iba a buscar en la película de Blake Edwards: un diamante invaluable en cuyo centro había una partícula de ámbar rosado que recordaba, claro, la figura de una pantera en pleno salto. Animado para acompañar los créditos de apertura de la cinta, el personaje conquistó inmediatamente al público y al poco tiempo pudo prescindir de Edwards, de Sellers y del diamante para pasearse a sus anchas por sus propios dominios: una industria próspera que produjo más de ciento noventa cortos (de los que la televisión mexicana sólo transmitió, una y otra y miles de veces, apenas sesenta, sin contar los que mencioné antes, los más recientes, espurios y detestables).
Cuentan sus creadores que la Pantera Rosa sólo conoció su tema musical hasta que Henry Mancini la hubo conocido a ella, y yo pienso que quedó tan halagada que en adelante adaptó para siempre sus movimientos y su rebuscada languidez a ese acompañamiento de striptease innecesario y a destiempo (¿qué ropa, pues, iba a quitarse?). Freleng afirmaba, por otra parte, que el poder de fascinación del dibujo radicaba en que todo el tiempo parecía ir por la vida pensando: yo observaría que sí, parecía traer algo en mente, pero sólo hasta que la aventura se cruzaba en su camino (el borrachín que no atinaba con la cerradura, la bruja que le regalaba unos patines mágicos, el minúsculo bólido en los corredores de la tienda departamental); entonces se revelaba como una simplona dispuesta, ante todo, a divertirse —aunque luego se llevara un susto tremendo o se enredara en apuros tan tontos como inocentes—, o bien batallaba con contrariedades absurdas (el pajarito cucú empecinado en cumplir su deber, que ella tiraba al río y luego se apersonaba en su puerta tundiendo una batería y con un letrero luminoso que decía: «¡Coma en Joe’s!»). La aventura, pues, interrumpía sus cavilaciones o ella la invocaba con sus caprichos, sus deseos o sus sencillas ganas de joder: ya volvía loco al mono blanco —en papel de arquitecto/albañil— cambiándole los planos de la casa o, cuando éste iba en carácter de director de orquesta, le quitaba la partitura de Beethoven y ponía en su lugar la de Mancini (que al final salía, aplaudiendo, en un auditorio desierto), ya lo fastidiaba atravesándose en cada foto que el pobre quería tomar, ya quería que todas las flores del jardín fueran rosas y no amarillas… De cualquier forma, al final acababa alejándose, dándonos la espalda, perdiéndose en quién sabe qué imaginaciones, en qué sueños, en qué preocupaciones.
Como con todo personaje legendario (DePatie, el otro dibujante, aseguraba que él y Freleng idearon el carácter y los movimientos de su creación pensando en James Dean), se antoja pensar que en torno a la Pantera hay varios misterios por lo visto irresolubles: ¿quién era el muchacho que llegaba al Teatro Chino en un coche de carreras del que bajaban la Pantera y el Inspector? ¿Por qué luego a veces salía ella con apariencia de femme fatale, posando sobre un fondo difuminado, con collar negro y larga boquilla? ¿Fumaba o no? Y ya que apareció el Inspector Clouseau, no será difícil convenir en que la mejor época de la Pantera Rosa fue cuando sus cortos se alternaban con los de éste: ¿por qué, si Dodó era tan francés como él, no sabía hablar francés? (Es más: ¿cómo se escribiría su nombre? ¿Deaudeau?)* ¿Qué hicieron los extraterrestres con el Comisionado cuando se lo llevaron embotellado? El problema con misterios de esta índole es que sólo reafirman, para quienes seguimos investigándolos, nuestra soledad y nuestra indefensión: hace falta mucha necedad para dar con alguien que sepa qué pasa si se pronuncian las palabras «¡Pinki, pinki!» o cómo acabó la viejita que pidió ayuda a la Pantera —en plan de súper héroe— para bajar a su gato del árbol.
Habrá que admitir cómo a nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor: más si ese tiempo tenía un suave tono rosa, aunque esto, en mi caso, supone entrar en una idealización forzosa del recuerdo: ya bastante lejos de la infancia descubrí que la Pantera Rosa era rosa sólo hasta que tuve un televisor a color. Caí en la cuenta, entonces, de que la había aceptado y querido —sí, querido— sin reparos, sin objetar ni siquiera el hecho de que su nombre fuera un disparate. ¿Rosa? ¿Por qué? Nunca me lo pregunté. A mí lo que me desasosegaba era que se distrajera y una plancha caliente le dejara en la panza un agujero de forma triangular. O que su cabaña cayera desde lo alto de un precipicio y ella estuviera tranquilamente dormida. O por qué la acosaban un asterisco gigante y su asterisquito bebé. Y que nunca hablara… Bueno, salvo en dos ocasiones. ¿O fueron tres?
* Debo a Teresa González Arce y Luis Vicente de Aguinaga las siguientes noticias: que Dodó era español (si bien ninguno de los dos atinó a documentar este dato, decidimos creer en él dada la incompetencia lingüística del simpático gendarme), y que su aspecto somnoliento explicaba su nombre, sacado de la expresión francesa «faire dodo», equivalente a nuestro «hacer la meme».
Publicado en Las encías de la azafata (Tumbona, México, 2010), que puede descargarse gratis aquí.
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‘Roma’: a favor y en contra
Imagen: Pina Pellicer e Ignacio López Tarso en Días de otoño (Roberto Gavaldón, 1963). Para personajes complejos, el de Pellicer en esta película.
A favor: Salen tranvías.
En contra: Muchas de las razones que mucha gente puede tener para que le haya gustado Roma consisten, creo yo, en el hecho de que propicia continuamente el reconocimiento de señales de la propia historia (como mi alegría por ver que salieran tranvías: sí, yo también llegué a verlos de chiquito —y a viajar en ellos—; sí, mi carnal tuvo un Galaxy tan chido y tan estorboso como el del papá; sí, yo sé qué era Ensalada de Locos; sí, también me sé la canción de Leo Dan, etcétera). Pienso que esos motivos para el cosquilleo emotivo podrán disfrutarse, pero no me queda clara la superioridad que puedan tener, por ejemplo, ante las colecciones que algún ocioso pueda postear en su muro de Facebook —y que pronto se vuelven virales— del tipo: «Si puedes reconocer estos comerciales, seguramente ya tendrías que ir tramitando tu credencial del Inapam». Es más: pienso que, como colección de esas señales del pasado, la que armó Cuarón habría podido ser más rica: la vivencia de los años setenta, a quienes nos tocó en suerte, habría podido recrearse de un modo aún más enfático, pero eso cuesta mucho trabajo, me imagino (sí, habrá algún mérito en haber dado con esa caja de Choko Krispis, pero da la impresión de que tanto se esforzó la producción en conseguirla como tan poco en dar con más elementos de utilería que acabaran de redondear la época «recreada» —y entrecomillo «recreada» porque también hay desaciertos históricos: en ese tiempo la gente, sí, podía fumar en el cine o en la sala de espera de un hospital, pero hombres y mujeres no se saludaban de beso).
A favor: La fotografía.
En contra: La abuela buena para nada.
A favor: La actuación de Marina de Tavira, quien evidentemente supo hacer prodigios con sus parlamentos e imprimió a su personaje un carácter que, sospecho, no estaba previsto en el guion que tuviera. Yo qué voy a saber, claro, de lo que Cuarón se haya propuesto hacer con su reparto: quizás sí preveía que la mamá fuera un personaje así de complejo, y lo ayudó a conseguirlo contar con el trabajo de De Tavira. Pero, visto el lamentable desempeño de la actriz que interpretó a la abuela buena para nada, se me hace que en el caso de la mamá fue chiripa.
A favor: Otra vez la fotografía.
En contra: Con las obras que tienen un sustrato tan personal (y Roma, se ha insistido mucho, como si hiciera falta, es una creación personalísima) hay una dificultad suprema que sólo los grandes artistas son capaces de remontar: ¿cómo hacer para que aquello que es de su muy íntima incumbencia llegue a ser también de la incumbencia del público? Creo que cualquiera que se ponga a ello sería capaz de dar con las razones de que alguna presencia cercana sea no únicamente entrañable, sino hasta épica… Pero será entrañable, o hasta épica, nomás para uno, en principio: para conseguir que los demás también la juzguen así hace falta más que el relato de los hechos o el primor de los planos. Por ejemplo: casi estaba por conmoverme la escena de la fiesta en la casa de campo de los ricachones —el homenaje a Fanny y Alexander, que bien me hizo ver Verónica, ella sí una cinéfila de verdad, no como yo—, pero luego todo se fue al carajo con el incendio del bosque y el cabrón que se puso a cantar mientras lo apagaban. Quiero decir: íbamos muy bien, mi afectividad estaba siendo percutida por la evocación que el cineasta hacía de esa ocasión —los niños echando desmadre, los papás emborrachándose—, pero luego quiso, el cineasta personalísimo, embarcarse en un momento enigmático que de seguro tendrá un gran significado para él, pero que a mí me enfrió con una cubetada de incomprensión (o de ignorancia, lo acepto: a los creadores personalísimos también les da por hacer guiños u homenajes secretos a cosas que nomás ellos entienden). Así que ya en adelante quedé más bien inmunizado ante la posibilidad de que lo que tanto le concierne a Cuarón llegara a concernirme a mí también. Qué le vamos a hacer: ni que fuera Bergman.
A favor: El personaje de Cleo, y la interpretación que de él hace Yalitza Aparicio.
En contra: El personaje de Cleo, y la interpretación que de él hace Yalitza Aparicio. Si bien me gusta que la historia gire en torno a esa presencia, y pienso incluso que en esa decisión estriba la originalidad mayor que puede tener la película, también creo que se obliga por ello a los espectadores a prestarle mucha de la atención que podría destinarse a otros sentidos que acaban quedando difuminados, como el que habría podido adquirir el peso de la historia (sí, el engarce entre la ruindad de Fermín y la atrocidad del Halconazo está bien logrado, pero el cerro pintado con las iniciales de Echeverría —y los carteles del PRI en los muros, o el póster de México 70 en el cuarto de los morros— acaba siendo nomás decorado, que los enterados habremos de desentrañar, quizás, pero que no importa gran cosa ante el drama de Cleo). La escena del parto es cruda y lo amerita, y, en general, el destino de Cleo está bien trazado y bien entreverado en la trama. Pero me temo que se trata de un personaje demasiado elemental como para que nuestra inteligencia de él pueda sacarle más de lo que ofrecen sus hechos, sus palabras, su historia. Hoy, por una bendita casualidad, di en la tele con la película Días de otoño (1963), de Roberto Gavaldón, protagonizada por Pina Pellicer. ¡Qué cosa formidable! El personaje central no se agota con ser conmovedor, sino que además es intrigante. Fascinante. Ya sé que la historia de Cleo tiene mucho de su peso en el hecho de que pertenece al conjunto de los millones de historias similares que, de tan comunes, terminan por ser invisibles, en tal grado que cuando se arroja luz sobre ellas pueden sorprender grandemente. De acuerdo. Pero, por alguna razón, he estado pensando en la memoria que guardo de Las noches de Cabiria, quizás porque Fellini no sólo construyó de modo tan amoroso a ese personaje, sino porque supo además qué hacer para que ese amor tuviera un significado profundo en términos de la narrativa que habitó. Y se me ocurre que Cuarón amaba tanto al personaje de Cleo que no supo bien qué hacer con tanto amor —quiero decir: no supo más que contemplarlo, en la certidumbre de que los espectadores haríamos otro tanto nomás por presenciar lo que le pasaba. Y, en cuanto a la interpretación de Aparicio, no dejo de reconocerle su logro —sobre todo en la escena del parto—, pero al tener que medir su actuación con la de De Tavira, ni modo, tuve que comparar.
A favor: Creo que ya nada.
En contra: No sé por qué se llama Roma. ¿Alguien sabe? Porque el hecho de que la casa de la familia esté en esa colonia no me parece suficiente justificación. (Bien señala mi amigo Victor Panameño que le pusieron así porque es eterna).
En contra: El perro. No sé qué le ven.
En contra: Todas las razones que las legiones de entusiastas aducen para juzgarla como obra maestra. Acaso sea la obra maestra de Cuarón —aunque yo, qué quieren, sé que voy a seguir conservando un recuerdo mejor de Sólo con tu pareja. Pero para que dispute ese lugar en el cine mexicano con otras obras —maestras o no— de cineastas como Luis Buñuel, Ismael Rodríguez o Arturo Ripstein, por nombrar nomás a tres que sostengo que en su momento debieron recibir mucha más atención que la que ahora se le ha procurado a esta película de Cuarón, lo veo muy cabrón. Y lo pongo de este modo, ya para acabar y para dejar aquí los límites de mi juicio, que en realidad importa tan poco y que no espero que a nadie le enturbie ni tantito la maravilla o el estremecimiento experimentados con Roma—razón por la cual tampoco tengo previsto enzarzarme en ninguna polémica al respecto, más bien planeo seguir adelante con mi vida—: para mí, en el cine mexicano, el diez absoluto lo tiene Tiburoneros, de Luis Alcoriza (¡también de 1963, vaya, como la de Gavaldón!). Y a ésta le doy, ¿qué les gusta? ¿Un siete punto ocho? Más o menos por ahí.
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Corea del Sur vs. la Navidad
Nadie piensa en Corea del Sur. Todo mundo cree que el siguiente mandarriazo vendrá de los rusos, de los chinos, ya no se diga de los gringos, de cualquier potencia real o imaginaria ante la cual tarde o temprano nos veremos sometidos. Puestos a temer amenazas, primero pensamos en los marcianos antes que en los apacibles habitantes del sur de la península dividida, y si el gentilicio llega a estar precedido por algún adjetivo intimidante, automáticamente damos por hecho que se trata de la mitad del norte, con su amado líder del peinado intrépido: si hay que temer a los coreanos, será a los que tienen misiles y arman tablas gimnásticas de doscientos mil cabrones. Pero no: ni norteños ni misiles: son los del sur, con sus lavadoras, contra los que hay que prevenirse.
Pasó esto: acaso porque aún quedaban rescoldos de la gratitud nacional que le profesamos a Corea cuando el Mundial (¿no hasta fuimos a mantear al cónsul al grito de «Coreano, hermano, ya eres mexicano»?), aunque más bien porque juzgamos que era la compra más inteligente (porque salía barata, porque se veía poderosa, con sus foquitos y sus pitidos y su recia carrocería color grafito), pagamos la lavadora contentos, y más contentos la vimos llegar en la troca donde la traían Balón y Balín, que así vamos a llamar a los diligentes cargadores que hicieron la entrega. La subieron —sudando y pujando de más, yo digo, pues bien que cupo por el elevador—, la desempacaron con primor, la conectaron, Balón pulsó con sus deditos rollizos los botones indicados —elegante, diestro, sabedor de lo que hacía—, mientras Balín me hacía firmar el papel donde constaba mi entera satisfacción. Todo fue ejemplar y grato: en tal medida que tanto Balín como Balón casi nos abrazan al despedirse —si bien la razón de esa efusión debió de ser la propina pingüe que tuve a bien asignarles, y es que es tiempo de Navidad, es cuando hay que dar propinas que costeen, si ustedes se ven en ésas no sean díscolos y móchense con la gente, que este país no acabe de desbarrancarse depende de cuánto nos hagamos paros así unos a otros, no se atengan a las supuestas transformaciones y refundaciones y demás zarandajas y supercherías, aráñenle unos pesitos al aguinaldo para que el mesero o el cerillo del súper o el del agua o la seño que trapea tengan siquiera esa alegría, no la chinguen. Balón y Balín se fueron, pues, alborozados y cantando, y en casa quedó ya instalada y rugiendo esa emisaria de la lejana Corea del Sur con sus foquitos fingidores y taimados, como no tardaríamos en descubrir.
Pues enseguida pasó esto otro: antes de que Balín y Balón estuvieran a dos cuadras, ya queríamos que la coreana empezara a desquitar, lavando, ¿qué? ¡Un edredón! ¡Claro, si para eso la queríamos! Porque, en la tienda, tres días antes, nos habíamos puesto a echar cuentas: con lo que nos gastamos en mandar lavar los edredones a lo largo de un año, la coreana iba a pagarse solita, la cabrona. ¡Negociazo! ¿No? De manera que el edredón fue volando desde una cama a su tina, foquitos por aquí, pitidos por allá, el agua empezó a fluir… ¿Y de qué nos dimos cuenta entonces?
De que le faltaba una pieza.
La cajita pendeja donde se le echa el jabón, amén del Suavitel. O, en su defecto, el Vel Rosita.
En algún despacho siniestro de la alta tecnocracia surcoreana debían de estar, en ese momento, cuatro o cinco individuos de trajes color grafito y cerúleos cutis y lentes de fondo de botella, sonriendo triunfalmente, bien enterados ya (la lavadora seguro traerá algún chip que les avise por medio de una red satelital) de cómo nos habían saboteado la Navidad. Porque el tema es ése, ni quién lo dude: el plan perverso que la potencia asiática ha puesto en marcha consiste en minar todas nuestras ilusiones, primero, para luego esclavizarnos, y para ello han retirado, con todo cálculo, piezas claves de los electrodomésticos con que la pérfida industria de dicha potencia tiene tiempo ya colonizándonos —a saber con qué fines, pero peores, desde luego, que los que anuncian las tablas gimnásticas colosales de Kim Jong-un.
Volteamos la cajota, escarbamos entre los bloques de unicel y rehicimos el camino de Balón y Balín, volteamos la casa, les llamamos a Balón y a Balín, qué gusto les dio, quizás se imaginaron que los íbamos a invitar a cenar en Nochebuena, no fueron capaces de imaginar qué habría pasado con la puta cajita para el jabón y el suavizante, se afligieron, volteamos la casa otra vez, y otra vez la cajota.
Y llamamos a la tienda.
No nos contestaron.
Nos conectamos a un chat de servicio al cliente en el sitio webde la tienda. Nos dijeron que fuéramos a la tienda.
Y fuimos, tres días después. O sea hoy. Fuimos, sobrará decirlo, con temor y temblor. Conscientes de que yo había estampado mi jactanciosa firma en el documento que acreditaba mi entera satisfacción. «Oiga», nos veíamos diciéndole al vendedor, «pues no venía la cajita». Y nos veíamos peleando con él, peleando con la tienda entera, peleando con Corea del Sur. O suplicando, a lo largo de días y semanas (la Navidad ya habría pasado y nosotros la habríamos visto pasar desde nuestro desconsuelo y nuestra impotencia). Y veíamos también al vendedor, desdeñoso y cruel, ya burlándose de nosotros, ya ignorándonos, ya corriéndonos. O, en el menos peor de los casos, proponiéndonos lo que seguramente manda el protocolo en estas situaciones: enviaría a Balón y a Balín, luego de que hubieran terminado de hacer sus interminables repartos de la temporada, a recoger la lavadora para que, al cabo de quién sabe cuánto tiempo más, pudieran reponérnosla. Quizás hasta iba a decirnos que tendríamos que esperar a que llegara un nuevo barco desde Corea. Imaginábamos que, de cualquier modo, el proceso sería tortuoso, afligente, y que, mientras tanto, el edredón seguiría puerco, y tendríamos que irnos a lavar al menos los calzones y los calcetines a un río, pues la lavadora que teníamos antes ya había enloquecido tiempo atrás (por eso compramos una nueva), y ya, desconectada e inservible, nos veía con rencor desde el rincón donde la pusimos a esperar que vengan los del Padre Cuéllar a llevársela. Corea del Sur nos había bombardeado con su lavadora incompleta. Y así llegamos a la tienda, y así nos acercamos al vendedor, que, para nuestro estupor y nuestra gratitud infinita (más que la que México entero le tuvo a Corea del Sur cuando eliminó a Alemania y nos dejó pasar a octavos), hizo lo impensable:
—Buenas. Hace una semana vinimos a comprar una lavad…
—¡Claro, me acuerdo bien!
—Pues fíjese que no venía la cajita del detergente.
—¿Cómo?
(Explicación sucinta del descubrimiento, descripción de Balón y Balín y de lo que hicieron. Íbamos armados con el instructivo de la lavadora, y con un arsenal de fotos, y con capturas de pantalla, en el celular, del sitio webde la aviesa marca surcoreana, y números de serie, y etcétera).
—¿Y cuál era?
—La que está allá —señalamos la que tienen en exhibición, y nos acercamos a ella.
—Mire, traemos el manual, y le sacamos unas fot… —quiso decirle Verónica.
—No hace falta, señora, le creo —sonrió el hombre por primera vez.
—Esa cajita, esa cajita, esa cajita —balbuceaba yo, lívido y babeante, ante la majestad hierática con que el vendedor abrió la tapa y extrajo la cajita.
No diré que no vi algún gesto de contrariedad, pero mezclada con cierta compasión, en el vendedor: mi «entera satisfacción» había sido una pendejada, no debí haber recibido la lavadora así. También pudo ser que la contrariedad dicha estuviera alimentada por lo que el vendedor vio venir: tendría que reportar el desaguisado, seguramente intervendría un supervisor suyo (y supuse que se trataría de un supervisor que odiaría: porque sería más joven que él, o bien un imbécil, y no quería, el vendedor, verse en el trance de informarlo de la pendejada que había hecho un cliente, y además es Navidad, y la tienda estaba atestada, y para qué meterse en líos innecesarios, y maldita la hora en que empezamos a depender a tal grado de los electrodomésticos coreanos, si Corea del Sur está encarrerada en podrirnos así las vidas, con sus aparatos incompletos, y qué diablos). Pero la contrariedad quedó borrada por la magnanimidad más insospechable, y también por esa forma suprema de sabiduría que, en situaciones de apuro, sabe ser la mera sensatez.
—Tenga —le extendió la cajita a Verónica—. Métala a su bolso. Si le preguntan a la salida, dígales que ya la traía.
Lo único que me pesa es no haberlo abrazado ahí mismo, y, más, no haberle dado una propina. No supe hacerlo, pero pienso que, si lo hubiera intentado, las cámaras que los coreanos seguramente tienen instaladas para espiarnos mientras compramos sus porquerías en esa tienda habrían interpretado el gesto como una prueba flagrante de cohecho, nos acusarían de espionaje o de terrorismo, y quizás en estos momentos ya estaríamos volando en una aeronave fletada por la cancillería coreana rumbo a una prisión de extrema seguridad a quinientos kilómetros de Seúl, peor sin duda que las que se le achacan a la vecina República Popular Democrática.
No sé si el vendedor nos vio salir, ateridos y al borde de las lágrimas (de angustia porque no nos cacharan, pero también de felicidad), pero, si nos vio, vio también los brincos que pudimos dar al dejar atrás las puertas de la tienda. Y mi corazón está pleno con la certeza de que esa felicidad también fue suya, del vendedor, porque él la hizo para regalárnosla. Junto con la puta cajita.
En tu cara, Corea del Sur. Fracasaste esta vez.
J.I. Carranza
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Razón de más
Treinta y dos otoños sin faltar uno solo. Estos últimos días he estado imaginando que regreso a la FIL con el azoro de los primeros años intacto: la fascinación que experimentaba por el hecho de que hubiera tantos libros en el mismo lugar, por la posibilidad de conocer a quienes los escriben y porque todo eso sucediera en mi ciudad. Seguramente cuando entendí de qué se trataba —debió de ser en la segunda edición: a la primera vine a echar relajo con mis compañeros de la prepa, en un camión secuestrado, como se usaba— decidí que habría de dedicarme a lo mismo que hoy me tiene aquí: el periodismo y la literatura. No sólo fui aprendiendo a leer, sino también a creer en que la lectura es una forma óptima de averiguar de qué se trata todo, la realidad que habitamos y lo que nos toca hacer en ella. Claro que entonces no intuía siquiera eso: lo que más me gustaba era encontrarme aquí con mis amigos, fabricar las anécdotas que habrían de darle forma a nuestra memoria futura, procurarme los hallazgos con que iría haciendo mi biblioteca. Dada la profusión de ocasiones que cada año tenía a mi alcance para obtener nuevos descubrimientos, en estos nueve días siempre anhelados que jamás se me habría ocurrido perderme, una parte importante de mis juicios se ha modelado aquí. Y también buena parte de mis afectos centrales.
Es cierto que, al paso del tiempo, lo que he presenciado y lo que he vivido en la feria me ha hecho desear que muchas cosas fueran distintas: he deplorado que dejara prosperar la voracidad comercial en detrimento de su carácter de festival cultural, que su rumbo esté dictado por las veleidades políticas de quien reina en ella, que la frivolidad y la estupidez hayan ido ganando cada vez más terreno. Pero siempre me quedo con la boca abierta por la capacidad que demuestra el equipo que la organiza y, sobre todo, por las cantidades industriales de felicidad que encuentra la gente que viene. Que esa felicidad no siempre sea la mía no importa. Me importa, sobre todo, que siga hallándosela mi hijita, que aquí anda por octavo año consecutivo, y que en su vivencia de la FIL siempre haya modo de que le pasen cosas tan fundamentales como las que me han pasado a mí aquí.
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 2 de diciembre de 2018
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Listas vacías
El otro día me encontré a un amigo que año con año viaja desde lejos para estar en la FIL. Tiene, por lo general, varias actividades (como autor, como presentador), y siempre había aprovechado para traer una lista de los libros que se llevaría, pues es un gran lector. Esta vez lo vi con las manos vacías, o casi, pues apenas había comprado un par de libros, cuando en otras ocasiones desde el arranque llevaba ya un montón. Yo mismo, hace tiempo, di en traer siempre una maleta con rueditas, para evitar que mi columna vertebral sufriera tanto como mi cartera. Pero ahora los dos andábamos muy ligeros, y pronto vimos que nuestras razones eran las mismas. En primer lugar, los precios: ya es una insensatez pagar lo que pueden costar ciertos libros, y más cuando por lo general hay forma de encontrarlos más baratos, sean impresos o en formato electrónico, gracias a internet. (Ya sé que también hay cerros de libros baratos en la feria, pero nosotros tenemos la desgracia de necesitar o querer otros). Luego está el hecho de que los inventarios de muchas editoriales son casi idénticos cada año, y hace falta rebuscar mucho, y tener muy buena suerte, para ver si ahora se les coló algún título que no hubiéramos descubierto antes. Tengo cuatro años buscando uno que querría tener: nunca lo han traído. (Tampoco he de tener muchas ganas de conseguirlo, porque bien pude haberlo pedido ya en Amazon).
Como somos unos necios, y de todos modos nos gustaría comprar algo, nos dijimos lo que ya sabemos: lo que más sentido tiene es recorrer el pasillo de las editoriales independientes. Dado que a éstas siempre se les dificulta la distribución de lo que publican, es un hecho que sólo en la FIL podremos encontrarlo. También, claro, visitar algunos stands del área internacional: por no dejar. Y yo agregaría a esto algunas editoriales infantiles cuyos libros, si bien pueden estar al alcance en otros lugares y en otros momentos, sí conviene conocer en la feria, para comprarlos de una vez o para tomar nota de su existencia. Ahora bien: lo más probable es que en ninguno de estos tres escenarios vamos a hallar nada barato. Así que, también probablemente, seguiremos paseándonos, ligeritos y tristones.
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 1 de diciembre de 2018
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Del prodigio al eructo
Era inevitable que el eructo de Paco Ignacio Taibo II tuviera tanta resonancia. Aun cuando lo dicho no sea extraño que saliera de la boquita del próximo director del Fondo de Cultura Económica, el hecho de que lo haya soltado en la FIL amplificó su sonoridad y propició, también, el alud de reacciones airadas y ofendidas e indignadas. Dos cosas: una, ni que no supiéramos, desde hace mucho, quién es y cómo se las gasta este hombre que, a juicio de López Obrador, es el idóneo para hacerse cargo de una de las instituciones más respetables de la cultura en México. Y la otra: ¡ahora resulta que a todo el mundo le importa el Fondo! Pero ni modo, así estamos y así vamos a estar: de un lado el exabrupto colérico, vengativo y sarnoso, y del otro el espanto hipócrita, gemebundo y ridículo.
Ese día estaba yo paseando por el pasillo de las independientes y me encontré, en el stand de Impronta, una edición bellísima de El guardagujas de Juan José Arreola, realizada en impresión tipográfica por Ediciones del Triciclo. Se tiraron solamente 99 ejemplares, numerados, y el proceso fue largo, laborioso, pero sobre todo amoroso. Es claro que se trata de ese título porque éste ha sido el año del centenario de Arreola, y qué mejor forma de celebrarlo que así. De manera que, ante esa maravilla, me dio por pensar en la remotísima ocasión en que la FIL puso a platicar al escritor de Zapotlán con su amigo del alma Antonio Alatorre —recordaban a Rulfo entre los dos, y el fantasma de éste intervenía elocuentemente con su silencio. Eso me llevó a reparar en que tanto Alatorre como Arreola habían trabajado en el Fondo de Cultura Económica, como tantos otros nombres formidables que han trazado su historia. ¿Qué tuvo que descomponerse tan atrozmente en la cultura de este país para que esa historia terminara desembocando en esto?
Y, por otro lado, también habría que preguntarse (aunque seguramente la respuesta no es demasiado misteriosa): ¿por qué mucho de lo más notable que llega a suceder en la FIL, hoy en día, son los escándalos y los argüendes, la frivolidad de sus protagonistas más conspicuos y orondos, las sandeces que saben soltar ahí porque bien al tanto están de cómo retumbarán?
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 30 de noviembre de 2018
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El horror al vacío
El otro día estaba a punto de participar en la presentación de un libro y, a dos minutos de que arrancara, sólo habíamos llegado los presentadores y el autor. Nomás nos veíamos con desolación. Pero cuando abrieron las puertas del salón, más de la mitad se llenó milagrosamente y a toda velocidad por un grupo de estudiantes uniformados. De no ser por eso, habríamos estado hablando para una multitud de sillas vacías (exagero: sí habrán llegado unas siete personas movidas, supongo, por un interés auténtico).
Ya otras veces he visto este fenómeno, pero hasta entonces me quedó claro cómo la FIL le tiene horror al vacío y en ella importa tremendamente que jamás vaya a darse la impresión de que las cosas no funcionan. Qué ágiles y sutiles mecanismos se mueven para que un salón desierto se ateste en cuestión de segundos. Será, quizás, para que ningún participante —autores, editores, etcétera— vayan a sentirse desairados jamás (aunque lo cierto es que, en esa ocasión, sí llegamos a sentirnos desconcertados: yo sentía que regresaba al tiempo infausto en que llegué a dar clases en una secundaria). Y será, también, para que la prensa jamás vaya a reportar que algo sencillamente no le interesó a nadie.
Ahora que hablo de la prensa, hay que decir que en la cobertura que ésta da a la feria es notorio el mismo frenesí, y no sé si sea nomás porque hay que rellenar (programas de tele y radio y páginas de periódicos, además de espacios incontables en la red), o más bien porque se tiene la idea, ya inextirpable, de que la FIL es sinónimo de multitudes, de que el número siempre excesivo de actividades y participantes no podría disminuir nunca, de que las montañas de libros son tan abundantes porque se espera siempre que así sea. De ahí, claro, que hoy y mañana todo enloquezca con la llegada de miles de estudiantes acarreados, y que uno mismo, como público, tenga la convicción de que hay muchísimas cosas que hacer y que todas serán tan importantes que será una pena perdérselas.
Es un poco esquizofrénico todo. O no, en realidad: de lo que se trata es de que todo se atasque, para que los números que dé el Licenciado al final sean, como siempre, igual de satisfactorios, o, mejor, asombrosos.
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 29 de noviembre de 2018
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En cincuenta minutos
Obvio: el éxito de la presentación de un libro se mide por la cantidad de lectores que, al final, saquen la cartera para llevarse un ejemplar. Para que eso pase, tienen que haberse cumplido varias condiciones: para empezar, que esos lectores se hayan enterado de la presentación, que hayan juzgado que podría interesarles, que hayan asistido y que no se hayan salido antes de que terminara. Lo primero, en una concentración de actividades tan densa como la FIL, es muy difícil de lograr: hay que ingeniárselas para que una presentación, cualquiera, logre atraer la atención de la gente. Y los formatos del programa, tanto impreso como en sus versiones electrónicas, ayudan muy poco, pues no basta leer ahí el título del libro y los nombres del autor y los presentadores. Las editoriales, entonces, tienen que hacerse publicidad como pueden, del volante-basura a la campaña ingeniosa en redes.
Una vez que el lector fue atraído, lo más importante sería hacer que se entere de qué se trata el libro, cosa que a menudo se saltan los presentadores, bien porque no lo leyeron completo, porque están ahí a fuerzas o porque prefieren dedicar los cincuenta minutos a hacer chistes privados con el autor. Pero supongamos que tienen la atención mínima con el público de informarlo acerca de lo que están hablando. Entonces, lo siguiente sería precisar las razones de que la lectura valdrá la pena para todo aquel que se anime a emprenderla. (Claro, hay autores que no necesitan nada de esto: los que, más que lectores, tienen fans o feligreses). Si el lector aguanta la presentación completa y se le brindan motivos en abundancia para que comparta el azoro o la felicidad experimentada por los presentadores, podrá haber quien salga con ganas de llevarse un ejemplar. ¿Lo va a desanimar el precio? Muy probablemente.
Si, aun con dolor de codo, acaba comprando el libro, ¡que aproveche y le pida la firma al autor, que para eso está ahí! Bueno, pues va a batallar para conseguirla. ¿Por qué? Porque ya estarán arreando a la multitud para que desaloje, porque no hay que estorbar en los pasillos, porque el autor ya se aleja trotando a otra presentación, porque en la FIL todo ha de acontecer frenéticamente.
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 28 de noviembre de 2018