Algunos stands, que otros años ocupaban superficies generosas, ahora se volvieron chiquitos y dan tristeza; en otros, hicieron alianzas entre varias editoriales para apretujarse en unos cuantos metros cuadrados, y unos más sencillamente ya no se pusieron. Me sorprendió, por ejemplo, la ausencia de editoriales religiosas, que siempre han sido tan taquilleras: salvo por una, prácticamente es imposible comprarse un catecismo o una medallita en la FIL. Además, en el área internacional, hay varios lugares con letrero y todo, pero vacíos: como si a la mera hora hubieran preferido evitarse el gasto.

      He platicado con tres editores que se felicitan por haber podido estar, pero enseguida empiezan a repasar las penurias que han debido remontar. Encarecimiento del papel, en primer lugar, pero también dificultades para entenderse con el mercado (qué diablos le interesa a la gente) y nula ayuda por parte del Estado. En vista de todo esto, a mí se me ocurre que el modelo mismo de feria del libro ya tendría que revisarse a fondo. Hay libros que he visto venir a la FIL un año tras otro, lo que quiere decir que cada vez tienen que embalarse, hacer el viaje, exponerse, embalarse de nuevo porque a nadie le interesó comprarlos… y quedarse embodegados hasta el año siguiente. ¿Cuánto cuesta eso, y qué sentido tiene?

      Al darle vueltas al programa, corroboro que la FIL elige cada vez una o dos figuras cuya notoriedad, eminentemente comercial, pasa también por ser cultural. Entonces los eventos «estelares» giran en torno a ellas, como si esa notoriedad equivaliera a una auténtica importancia. A veces le han atinado: en otros tiempos, han pasado por aquí autores principales no sólo por la atención mediática que concitan, ni por los intereses que benefician, sino también por el peso real y perdurable de sus obras. Pero, por lo general, quienes más refulgen no son siempre quienes más brillo tienen. Desde luego, se supone que también han de contar las preferencias de los lectores. Y ahí es cuando todo empieza a volverse cuestión de popularidad y complacencias.

      Lo anterior lo pienso al ver quiénes se decidió que encabezaran el programa literario esta vez, con la apertura del Salón Literario Carlos Fuentes —que ése es otro tema: ¿cuándo habrá terminado de pagar la FIL su deuda con Fuentes, como para que deje de estar recordándolo con tal fervor?—. Supongo, en todo caso, que las cosas así son y ya. Hay que fluir.        

     Ayer por la mañana, había una bandada de zopilotes sobrevolando la Expo a muy baja altura. Mi primera reacción fue: «¡Elenita!». Pero, bendito Dios, nada de qué alarmarse. Luego me quedé pensando que esa imagen ominosa también era muy elocuente para simbolizar los aciagos tiempos que atraviesa la feria. Ojalá que, para bien de todos, esos zopilotes se espanten y no vuelvan.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 28 de noviembre de 2022