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¡Llamen a Wodehouse!
Cuando el impecable Eduardo Huchín Sosa me propuso sostener una breve correspondencia para conmemorar los cincuenta años de la muerte de P. G. Wodehouse, acepté entusiasmado por la posibilidad que esa práctica me ponía al alcance ser lo que siempre he querido ser: un escritor del siglo XIX. Pero, además, porque si una misión tengo en esta vida es la de esparcir la noticia de la existencia de Wodehouse, el autor más entrañable que ha habido y que habrá. Ojalá sea del agrado de ustedes esta conversación epistolar entre dos admiradores irredentos de Plum, y aspirantes —creo que con algún mérito— al Club de los Zánganos. What ho!
Para leer lo que nos escribimos, que se publicó en el número de febrero de 2025 de Letras Libres, favor de pasar por aquí.
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¿Pasa ligera?
Pues no. Y no es que Yuri se equivocara: al fin y al cabo, en su caso se trataba de denunciar la disposición ambiental del mundo que arranca el 21 de marzo, propicia para la proliferación del amor —ha de suponerse: la canción no lo dice, pero se sobrentiende—, y enemiga para la voz que cantaba, menos despechada que abatida porque la habían largado… ¿o nomás era su fantasía?: «Qué queda de un sueño erótico si / de repente me despierto y te has ido». En realidad, el sentido cabal de la canción es difícil de discernir, salvo en cuanto tiene de lamentación por sentirse víctima de la llegada del equinoccio. «Pasa ligera», dice, pero en el fondo no es cierto: se ensaña contra la enamoradiza que no escarmienta («Para enamorarme basta una hora»). Así que es maldita. La maldita primavera.
Es fantástico cómo vamos por la vida portando información acaso absolutamente prescindible, en cantidades incalculables y tan misteriosamente disponible en todo momento: como esta versión de la cantante jarocha —y, además: ¿por qué estoy enterado yo de que Yuri es jarocha?—, ¿cuántos terabytes de canciones y poemas y anuncios radiofónicos o televisivos y declaraciones de políticos y eslóganes o rúbricas de presentadores y locutores y diálogos de películas y de caricaturas y chistes (prememes) y canciones otra vez, miles que sabemos de memoria sin saber que las sabemos, atestan nuestra memoria y acaban así por definirnos? Pero, además: apenas uno presta atención a eso que ha oído incontables veces a lo largo de cuarenta y cuatro años —sí: a Yuri le oímos por vez su denuncia de la estación florida en 1981—, se abre una posibilidad inmensa de seguir abasteciendo esas bodegas de lo inútil con más datos y noticias que habían estado aguardando casi medio siglo para asombrarnos. Por ejemplo: que la canción fue originalmente italiana y la cantó con éxito clamoroso otra güera, llamada Loretta Goggi, aquel mismo año; que tiene versiones al portugués, al alemán, al checo, al danés, al finés, al neerlandés, al croata, etcétera, e infinidad de otras interpretaciones en el español de varios países de América Latina. (A propósito de Goggi y su coincidencia capilar con la cantante de «Osito panda», siempre es sorprendente descubrir cómo los mexicanos, mientras nuestra educación sentimental estuvo a cargo de Televisa y Raúl Velasco era una suerte de ministro plenipotenciario del gusto nacional, vimos ascender al estrellato a numerosas imitaciones o descarados clones de artistas y grupos de medio pelo que hacían de las suyas en otras latitudes sin que nos enteráramos —no había internet ni televisión por cable—: por ejemplo Flans, que calcaba las coreografías, las tesituras, los peinados, la vestimenta y hasta los colores de piel de las integrantes de Bananarama). Y lo más misterioso de todo: ¿por qué una canción así ha perdurado en el recuerdo de millones, al grado de que entra en la categoría de los productos culturales constitutivos de nuestra identidad, y háganle como quieran? No tiene pierde: en la boda, en la radio del Uber, en el sonido ambiental del súper, en el tianguis, en la espera de que la peluquera se desocupe: apenas suenan los primeros acordes, nuestra más profunda índole está lista para ponerse a corear: «Qué importa si / para enamorarme basta una hora…». Maldita sea.
El caso es que, al menos en lo que concierne a Guadalajara, nada de ligereza: la primavera se hace sentir y parece espesa, lentísima, como que nunca va a terminarse. Tiene, sin duda, sus aderezos o desplantes cosméticos que pueden embelesarnos cuando reparamos en ellos: los árboles que son sus tocayos, y de los que hablé aquí hace unas semanas sin pudor por la carga de cursilería que pudiera tener mi entusiasmo (después de todo, como observó el gran Pablo Fernández Christlieb, la cursilería es el mal gusto de los buenos sentimientos); además, las jacarandas, que están ya colgando sus magníficos mantones sobre toda la extensión de la Cuaresma; los tabachines, que ahí vienen, las bugambilias, etcétera. Muy lindo todo, muy tupido y ebullente… hasta que se desatan las alergias. Inaugurada la temporada de los estornudos imparables, la moquera incontenible, los ojos llorosos y la incesante rasquera, también se desencadena en esta tierra la sucesión de infiernos forestales que además de devastar bosques emporcan los cielos y empeoran jaquecas y toses —por decir lo menos—. Paradójicamente, las coloraturas del ocaso en este tiempo suelen ser dramáticas y bellísimas: la primavera maldita haciendo alarde de sus veleidades artísticas con tanta destrucción que se prolonga al tiempo que prospera el estiaje y el temporal de lluvias se ve imposiblemente lejano en el horizonte, o sencillamente no se ve.
Sumémosle a eso el hecho de que parece haber alguien abriéndole a la llave del gas para que la flama crezca y en el gigantesco comal que es la ciudad vayamos tostándonos por todos lados. Las noches se acortan, y qué bueno, porque las vuelve insoportables el calor, pero los días alargan sus sopores y sus hervores secos. Y la única explicación parece ser que haya festivales de kínder con niñas y niños vueltos abejitas o flores (a mi niña una vez su mamá le hizo un traje de jacaranda de papel maché: el disfraz más fabuloso, pero se estaba asando) ¿Ligera, la primavera? Qué va a ser.
J. I. Carranza
Mural, 23 de marzo de 2025.
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Cinco años
Empezó el viernes 13 de marzo de 2020. No sé, sin embargo, si ese día fue el último de las clases o el primero del encierro. Yo había estado frente a mi grupo en la universidad el jueves 12, y seguramente mis estudiantes y yo confiábamos en que volveríamos a encontrarnos el martes 17, luego del asueto del 16 (Juárez). O no teníamos por qué confiar: dábamos por hecho que así sería, con la sencilla certeza que infunde a lo que vivimos el decurso de lo cotidiano. Pero no volvimos a vernos. Las clases de mi niña, en tercero de primaria, también se interrumpieron, y tampoco volvió a ver a sus maestras ni a sus amigos. Por alguna razón —acaso la sencilla ignorancia de lo que vivimos en el decurso de lo cotidiano— , todo este tiempo he creído que ese viernes 13 la niña ya no fue a la escuela, pero lo más probable es que yo la haya llevado por la mañana, que su mamá o yo o ambos la hayamos recogido poco después de las dos de la tarde, que también hayamos creído que después del lunes feriado íbamos a seguir en lo que estábamos… Pero ¿antes de ese viernes Alfaro había mandado que se suspendieran las clases? ¿O fue ese mismo día? ¿O fue en algún momento del fin de semana (asueto anexo), y amanecimos el martes ya sin acceso a nuestras rutinas?
(Ah, Alfaro: sus desplantes enjundiosos con los que parecía convencido de que la realidad iba a obedecerlo dócilmente; cómo dispuso que los jaliscienses nos adelantáramos al avance de la peste y nos recluyéramos dos semanas —según él iban a ser solamente dos semanas— antes que el resto del país para tomar ventaja, —y esa ventaja sólo existía en su imaginación ignorante y ensoberbecida y ridícula—, y cómo luego iba prolongando el plazo del encierro como si negociara con el virus y fuera dándole prórrogas, lamentable y patético).
El viernes 13, como sea, todo paró y todo empezó. Muchas personas que sufrieron manifestaciones agresivas del contagio y sobrevivieron han referido que una de las secuelas, por lo visto perdurables si no es que vitalicias, es una suerte de neblina que dificulta distinguir la memoria de días, de semanas, de meses que se pierden, aparentemente sin remedio; también aparta o escamotea, esa neblina, palabras y conceptos que antes estuvieron siempre al alcance y eran manejables sin problema alguno, u ofusca la inteligencia al querer abastecerla con nuevos conocimientos, o confunde e imprime una suerte de irrealidad a la vivencia del instante… Creo que, en alguna medida, la especie humana en su conjunto sigue atravesando una neblina parecida —o es la misma—, pues de proponérselo resulta muy complicado o imposible recrear, con el solo recurso de la memoria, lo que empezó cuando paró todo. Tenemos, sí, vivencias imborrables, la mayoría tristes o dolorosas o aterradoras o desoladoras, consecuencias directas de nuestro miedo y del asombro que se refrendaba día a día ante la magnitud de nuestra fragilidad y nuestra indefensión, como individuos y como sociedad. (Para mí, la peor de esas vivencias fue cuando tuve que ir decirle a mi mamá, sin quitarme el cubrebocas y temeroso de estar poniéndola en riesgo, en noviembre —¿u octubre?— de ese primer año, que mi hermano se había muerto en el hospital adonde lo llevaron sus hijos, contagiado, para no volver a verlo. Ni ellos abrazaron a su papá ni yo pude abrazar a mi mamá al decirle, tampoco cuando asistió al funeral desde mi iPad, tampoco muchos meses después que siguió tramitando el duelo en la soledad infranqueable de su casa). Pero a la par de todas esas vivencias hay también una profusión de impresiones soñadas o entrevistas en una suerte de delirio o fiebre que se prolongaba insensiblemente a lo largo de meses y más meses y no parecía tener fin: qué hacíamos, cómo arrancaba cada día y cómo terminaba, de qué hablábamos, cómo nos entreteníamos, qué leímos (en verano de aquel año yo leí La montaña mágica, de Mann, y el balcón de nuestro departamento daba al valle de Davos y enfrente estaban los Alpes y el silencio de la ciudad era el mismo del sanatorio donde convalecía Hans Castorp y no sé qué tanto de eso soñé ni qué tanto ocurrió en serio). Rompecabezas, juegos, estiramientos, los millones de horas que pasamos conectados (así volví a estar con mis alumnos, mi niña con sus amigos y con esas heroínas angélicas que fueron sus maestras). Cada noche, al apagar las luces, yo veía a lo lejos las ventanas iluminadas del edificio de las Suites Bernini: llegó el momento en que creí identificar mensajes cifrados en la disposición de esas ventanas, premoniciones o advertencias. Y sabía que yo era el elegido para comprender eso que me decían y que sólo yo sabría. A otro día, el encierro continuaba.
Las noticias: en el mundo y en la ciudad, el imperio imparable de la muerte. Los hospitales, los miles de tumbas excavadas previsoramente en los cementerios, la cacería de tanques de oxígeno, las imágenes de los pueblos que iban quedando desiertos, las grandes metrópolis vaciadas, las incontables formas del disparate que fue haciéndonos improvisar el temor, los millones de historias, las esperanzas y las oleadas que nos azotaban. Mi maestro David Huerta me decía, angustiado, como si hablara de una maldición bíblica: «¿Qué es esto que nos cayó encima?».
Hace cinco años. Y de algún modo, también, es como si nunca hubiera pasado.
J. I. Carranza
Mural, 9 de marzo de 2025.
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Primaveras
Es fácil ceder a la tentación del lirismo, de la efusión de las impresiones provocadas meramente por la luz y por percibirla. Las primaveras tapatías, en sus suavísimas explosiones, animan a eso, a ponerle a su descubrimiento las palabras predecibles, consabidas, frecuentemente incapaces de maravilla, y sin embargo útiles para encauzar nuestro asombro inevitable. La primera, este año, era en realidad un par: dos árboles juntos en un camellón del Periférico, como esperando para cruzar entre los tráileres y los autos y la gente que a su vez cruzaba para llegar a una estación del camión que pasa ahí (metrobús, peribús, macrobús, como se le diga). Y, al verla, al verlas, no pude evitar exclamar: «¡La primera primavera!», acaso porque así me lo exigen siempre ellas en sus propias exclamaciones, mejores que las mías desde luego y que las de cualquiera.
Pero eso fue hace unas tres semanas. Algo ha sucedido en los ritmos de floración de los últimos años, debido quizás al desquiciamiento de las estaciones, de sus temperaturas, o tal vez a las condiciones atmosféricas de esta ciudad que en su desmesura imparable va sufriendo cambios metabólicos u hormonales y por ello muta todo el tiempo y la vida en ella se comporta de modos cada vez más impredecibles. O, si no es que esos ritmos en realidad se han alterado, es posible también que la población de primaveras (y jacarandas, que vendrán enseguida, y al final los tabachines) se haya incrementado de tal forma que su presencia entre nuestras rutinas y nuestras prisas, nuestra distracción y nuestras neurosis, se ha vuelto cada vez más insoslayable, y es por ello que notamos más que antes (todo es siempre más que antes) cómo, a diferencia de lo que pasaba antes, hoy las primaveras no esperan a veces ni siquiera a que diciembre acabe de cerrar para emprender lo que les corresponde, sacándose quién sabe de dónde esos puñados de amarillo algo más enfático que el amarillo de las torres de Catedral. No esperan, pues, como si las apresurara una impaciencia o un ansia (sabrán tal vez algo que nosotros no), y a lo largo de todo enero van encendiéndose y apagándose, por todos los rumbos, haciéndonos saber que ahí estaban desde quién sabe cuándo, sólo que no nos habíamos dado cuenta, y luego otras, y otras más, en las calles donde suelen hacer sus más vistosas peregrinaciones (La Paz, la Calzada Independencia, Américas, etcétera), pero también en esquinas dónde jamás habríamos imaginado que les gustaría pararse, o a media cuadra, o en un jardín o en el centro de una manzana, y siempre es como si por la noche hubiera llegado una nave espacial a instalarlas y a prenderlas, inesperadas y algo absurdas en su trato con el paisaje: un baldío habitado por la roña, al lado un edificio que sólo sostiene el olvido, la fachada un asco de roturas y pintas, la banqueta despedazada, la basura, el tráfico y el humo, y en medio de todo eso, de pronto y de un modo inmerecido, una primavera alzada sobre sí misma como una gigantesca cubetada de pintura amarilla que queda suspendida por encima de todo y hace que toda aquella fealdad y miseria, al menos mientras uno va pasando por ahí, se vuelva invisible —no es así, nunca: como dijo Nabokov del arte, su mejor definición es que consiste en la suma de belleza y piedad, piedad porque la belleza siempre muere; las primaveras y su arte también.
El caso es que, debido a esas alteraciones en sus tiempos, en los últimos años (o así ha sido siempre y yo apenas voy dándome cuenta) las primaveras florecen dos veces. No todas a la vez, pero sí todas, en el momento que les da la gana, parece. Aquella, aquellas del Periférico, antier constaté que ya vienen de nuevo; llevaban unos días con las ramas limpias, en silencio, pero ya antier estaban dificultándome entender el color del cielo detrás de esas ramas, el gris de las nubes de las lluvias de estos días detrás del amarillo taxi (qué desgracia que los taxis tapatíos no tengan más los colores de las torres de Catedral), y seguramente mañana, cuando vuelva a pasar por ahí, serán ellas mismas las nubes insólitas de ese amarillo (y el Pájaro de Goeritz, qué pocas ganas de volar con ese bermellón y sin su amarillo de tantísimos años; Guadalajara debería ser toda amarillo primavera, sus edificios mejores y los peores también, sus camiones y sus trenes y las estaciones de unos y otros y sus luminarias y sus botes de basura y el mobiliario en sus jardines y sus fuentes y sus bicicletas y sus monumentos).
No hace falta que signifiquen nada, pero a pesar de ello —o gracias a ello, quizá— son más importantes que incontables cosas en el universo. O deberían serlo, para que les prestemos la debida atención, que nunca será suficiente. No hablo de los cuidados que precisan (habrá quien tenga esa responsabilidad, supongo: gobiernos, ciudadanos), sino en términos de lo que advertir sus inefables proposiciones puede suponer para mejorarnos súbitamente la existencia. Contemplación o experiencia estética, si se quiere, o bien, más sencillamente, alzar la vista más allá de nuestros torpes pasos y ver que ahí hay, un año más, una primavera tapatía. Deslumbrante. Sea que seamos dignos o no de ella. Y sólo porque sí, o acaso sin porqué: como la rosa del poema de Angelus Silesius que citaba Borges, también la primavera tapatía «florece porque florece».
J. I. Carranza
Mural, 23 de febrero de 2025.
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Extinción
Podría pensarse que el Ingeniero ya está viejo y se le han ido acabando las fuerzas. Lo cierto, sin embargo, es que nunca se ha distinguido precisamente por su audacia o su ímpetu innovador: más bien ha ido siempre a lo seguro, acomodándose a duras penas a los cambios o dejando que se convierta en chatarra lo que habría podido servir un poco más. Pareció, alguna vez, que tenía miras históricas: cuando invirtió en la rehabilitación de varias decenas de manzanas en el centro de la Ciudad de México, buscando salvar sus edificios de las ruinas (o hacerlos rentables, más bien)… Pero ahora muchos de esos edificios están convirtiéndose otra vez en ruinas, y las manzanas en cuestión se han ido volviendo bodegas del nuevo imperio mundial chino. El museo que construyó para gloria de su difunta esposa y la suya propia, si bien pone al alcance de los mortales tesoros considerables —hay que reconocérselo, que no haya guardado esos tesoros bajo llave o no se haya limitado a traficar con ellos—, sugiere que mucho de lo que caracteriza a la historia y la personalidad del personaje es el tener por tener.
Hace unos días, el Ingeniero se puso a echarle malo a los sesudos críticos del modo en que ha hecho su fortuna. Los tildó de imbéciles, los acusó de no saber lo que todo el mundo sabe: que esa fortuna empezó a agigantarse de modo vertiginoso gracias a una mezcla de astucia con suerte, pero también debido al favoritismo del Presidente, que le abrió al Ingeniero cancha para que se hiciera sin demasiadas complicaciones con buena parte de lo que al Estado le venía resultando un lastre. Todos lo vimos, habría que recordarle al Ingeniero. Pero qué caso tiene. No debe de ser sencillo tramitar en el ego el desplome del primer lugar al décimo sexto en la lista de los Más Ricos del Mundo, por más que al Ingeniero sigan abriéndole las puertas de Palacio cada que le da la gana, o siempre que cada Presidente de los últimos siete ha necesitado consultarle algo o arrimársele para transmitir una sensación de estabilidad y confianza. Disciplinado y poco dado a alebrestar con declaraciones salidas de tono o movimientos repentinos o desplantes, el Ingeniero ha sido en realidad sumamente complaciente con el estado de las cosas en el País, sin que parezca importarle un comino la descomposición incesante de dicho estado de las cosas. O será —claro, qué estoy diciendo, por qué iba a alarmarse— que ha sabido aprovecharse siempre de las circunstancias, en provecho de sus intereses, como hacen por lo general sus pares desde que el mundo es mundo y unos tienen más que otros. El caso, con todo, es que el Ingeniero siempre ha sido poco afecto a nada que no sea cumplir con lo que le toca: tener más que nadie en este país donde tantos tienen nada o menos que nada.
Traigo al Ingeniero en mente por lo que ha estado pasando con uno de sus Negocios, la cadena de Tiendas que son a la vez cafés y restaurantes y farmacias y bares y librerías y puestos de revistas y donde hay venta de televisores y cámaras y maletas y perfumes y relojes y chocolates y pan y juguetes y plumas y secadoras para el pelo y boinas y chales y pantimedias y ajedreces y chicles y navajas y bolsos y productos cosméticos y dermatológicos y lentes oscuros y condones y bolsas para regalo y tarjetas de felicitación y peluches y esculturas horrendas para poner en los escritorios de profesionistas de pésimo gusto y encendedores y cigarros y puros y etcétera. Tiendas que son maquetas o resúmenes del universo —no en balde decía Carlos Monsiváis que, llegado el Apocalipsis, él iría a meterse ahí—, y que además han formado parte, principalmente por su comportamiento como Cafés, de la cultura nacional desde hace más de un siglo, siendo sede de acontecimientos históricos —la célebre foto de los zapatistas que desayunan en la barra del primero de esos Cafés, el conocido como de Los Azulejos—, pero además abiertos a la ocurrencia de los millones de encuentros de toda naturaleza, desde los amorosos a los de negocios (si es que no son lo mismo), protagonizados por millones de mexicanos con la suerte de tener al menos unos pesos para pagarse una taza del desprestigiadísimo café que ahí sirven, y abiertos también a la mera posibilidad de que uno esté ahí, y lea o escriba o no haga nada, y entonces la vida meramente se produzca, como debe pasar en los más altos momentos de la civilización.
Bueno, pues el Ingeniero parece tener el propósito de dejar que estas Tiendas y Cafés se caigan, se vuelvan polvo, se extingan. Un recuento de X muestra cómo en los últimos pocos años han cerrado ya una docena tan sólo en la Ciudad de México. En Guadalajara, también en poco tiempo, vimos desaparecer los dos que había en Juárez y 16 de septiembre (uno donde antes estaba el Woolworth), el de Plaza Bonita, el de Plaza Pabellón, el de Américas. Y los que quedan son cada vez más una desgracia: con escaso personal, instalaciones lamentables, horarios recortados… Parece evidente que el Ingeniero no está dispuesto a destinarles un centavo para levantarlos tantito, para devolverles la dignidad, y que está dejando sencillamente que den de sí. Y es lamentable —algún día contaré in extenso mi historia con estos sitios; hoy casi sólo voy a comprar puros—. ¿El Ingeniero ya decidió dejar morir este Negocio? Lo más seguro es que sí.
J. I. Carranza
Mural, 16 de febrero de 2025.
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La Vía
Cuando se creó, hace más de veinte años, la Vía RecreActiva enfrentó la previsible resistencia de muchos que se indignaron al suponer que los coches quedarían privados de las calles por donde siempre habían rodado. Tomó algún tiempo para que los tapatíos comprendiéramos que la calle sin coches no es lo mismo que los coches sin calles, pues esto último jamás sucedió: a lo largo de todo este tiempo, nomás ha sido cosa de dar algún rodeo y de ingeniárselas para hallar más calles, que es lo que sobra en esta ciudad —casi tanto como los coches y menos que las ganas de que nada cambie nunca demasiado: Guadalajara, conservadora en tantos sentidos, también lo es en lo que respecta a sus modos de moverse, generalmente para mal.
Tal vez porque las virtudes de aquella innovación fueron pronto patentes, los tapatíos fuimos acomodándonos sin demasiados conflictos a la reorganización vial de nuestras mañanas de domingo. La Vía, así, creció y creció, y su funcionamiento se acopló asombrosamente bien a nuestro entendimiento de la ciudad durante esas seis horas a la semana, al grado de que hoy parecería impensable restarle kilómetros al trazo de esa feliz anomalía. Porque en eso radica, yo sospecho, una de las razones principales de la amplia aceptación de que goza la Vía: en el hecho de que podemos encontrar en ella una agradecible suspensión del fastidio cotidiano que es la saturación de vehículos, y además porque nos obsequia cada semana la oportunidad de ir a velocidades más humanas, a pie o en bici o en patines, que aquellas de vértigo o de tortuga tarada que se viven en medio del tráfico neurótico y los embotellamientos imbéciles. Podemos, además, confiarnos a la ocurrencia reiterada de esa ilusión: el trafical del viernes por la noche o el del sábado por la mañana son menos insoportables si nos figuramos que, en esa misma avenida por la que vamos, el domingo estarán esperándonos la expansión del silencio y la luz para que hagamos lo que nos dé la gana: caminar, trotar, pedalear, echarse sobre un pastito, con suerte hallarse a un tejuinero, bailar, jugar a algo, sacar al perro, etcétera. Y, sobre todo, ver cómo la gente también va haciendo lo que se le antoja y que en la mayoría de los casos eso que hace la gente está bien.
Hay excepciones, claro: los patines eléctricos u otros vehículos más parecidos a motos en los que circulan individuos o muy haraganes o muy abusivos, perturbando los ritmos naturales de peatones y bicis y patines o patinetas; también los ciclistas que creen que están disputando una etapa del Tour de France y surcan la calle con temeridad estúpida, o aquellos que muchas veces en enjambres van haciendo acrobacias o meras payasadas vertiginosas, como si les urgiera darse en la madre —y a menudo lo consiguen, incluso llevándose de corbata o chocando con alguien que va en santa paz—. Pero creo que son los únicos casos de mal uso de la Vía, y, por lo que se ha dicho ahora, cuando se anunció la nueva imagen de ésta y la organización de más actividades lúdicas, deportivas y culturales, parece que ya los van a ir metiendo en cintura: ojalá. Y es que uno de los aspectos más sorprendentes de ese espacio y ese tiempo es que la gran mayoría de sus usuarios parecemos conducirnos por una suerte de pacto civil en el que priva la convicción colectiva de colaborar para que todo vuelva a salir bien cada vez, al margen de toda regla o toda autoridad: como si fuéramos permanente y tácitamente al tanto de la excepcionalidad que presenciamos y vivimos, libres de prisas y aligerados de rabias, y sencillamente paseamos, lo cual en el fondo es rarísimo cuando se hace de modo unánime y en multitud.
Ya alguna vez he señalado aquí cómo la Vía RecreActiva posibilita una de las más indudables formas de vivencia democrática de la ciudad: al poner a su alcance traslaciones de otra manera difícilmente realizables, Guadalajara vuelve así a ser por entero de todos sus habitantes, libres de ir si quieren (y si les alcanzan las fuerzas) desde Tetlán hasta el Parque Metropolitano, o desde la Glorieta del Obrero hasta Atemajac, o desde Colomos hasta San Pedro, etcétera. Pero, además, esa restitución de lo público del espacio público propicia un reconocimiento mejor del paisaje que tenemos cuando aquella libertad de movimiento se ve restringida por las limitaciones que impone la vida de todos los días —más allá de las mañanas de domingo, quiero decir—: cuando no somos paseantes sino, otra vez, peatones, pasajeros del transporte público, automovilistas o ciclistas, y vamos y venimos porque tenemos que ir y venir, de acá para allá, en los agobios de lo habitual y debiendo ocuparnos de lo nuestro, como todos los demás. La Vía sirve, en este sentido, para recordarnos cómo es Guadalajara, y para facilitarnos imaginar cómo también podría ser.
Seguramente será parecido en otras ciudades en las que se ha implementado algo así. Y estoy al tanto de las conveniencias políticas que la cosa implica. Pero a mí me gusta pensar que, en nuestro caso, y al margen de las decisiones de gobierno y de dichas conveniencias, quienes vivimos en esta Zona Metropolitana, con tan sólo salir a las distintas rutas, tenemos al alcance lo que nadie en el mundo: una ciudad inesperadamente vivible, que así sabe reconciliarse consigo misma y en la que es una gran suerte estar.
J. I. Carranza
Mural, 9 de febrero de 2025.
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A escobazos
No ha dejado de pasar la basura, y aunque no debería asombrar, pues la basura tiene que pasar siempre, el hecho sí tiene algo de extraordinario en vista de los pronósticos nefastos que muchos hicieron cuando la Alcaldesa tapatía Verónica Delgadillo ya no renovó la concesión a la empresa que tan mal trabajo hacía. Hasta ahora, los camiones del Ayuntamiento están cumpliendo y no se desencadenó la crisis que se temía, lo cual está muy bien.
Bien también estuvo la observación de la Alcaldesa cuando, al echar a andar su estrategia, alentó a que en lugar de decir «Ahí vienen los de la basura», digamos mejor «Ahí vienen los de la limpieza»: al aludir así al efecto que deja a su paso el personal que brinda el servicio, se reconoce más claramente la importancia de dicho servicio y centramos nuestra atención en la solución antes que en el problema. Ojalá ocurra y lleguemos a cambiar; es cierto que está muy arraigada en la vivencia de lo cotidiano la identificación entre el problema y su solución —ahora mismo, de modo automático, empecé este artículo refiriéndome al paso de la basura—, y acaso por ello se nos dificulte tanto reconocer dónde termina una cosa y empieza otra, es decir: cómo arreglárnoslas para que la solución no equivalga simbólicamente y aun literalmente al problema, que así empeora: de la basura uno nunca quiere saber gran cosa, urge siempre deshacerse de ella, nos las arreglamos a lo sumo para que sea problema de alguien más, y así las soluciones duraderas nunca se hacen realidad.
Al ver los camiones relucientes del Ayuntamiento tapatío caí en la cuenta de que jamás había pensado en algo tan obvio: ¿por qué los camiones de basura tendrían que estar siempre sucios? Por un atavismo incuestionado, quizá, o por la mera fuerza de la costumbre, toda la vida me había parecido inobjetablemente normal ver circular por las calles de mi ciudad esas moles de inmundicia y pestilencia, pringosas por todos lados y que desprenden toda suerte de deyecciones y humo… cuando en realidad toda «unidad», como se dice, bien podría ser lavada con regularidad. O eso creo desde mi ingenuidad y mi ignorancia, pero también a partir de un recuerdo muy concreto que también estos días se me ha revelado, a propósito de las tensiones entre el emporcamiento y el aseo de nuestra vida cotidiana; seguramente habrá lectores que también tengan memoria de algo así.
En los años setenta, ochenta, cuando vivíamos en el barrio de las Nueve Esquinas, todas las mañanas, muy temprano, mi papá sacaba la basura de la casa para entregársela al hombre que pasaba empujando un tambo con rueditas: no sé si existan aún vehículos así, hechos con barriles de lámina a los que se les había retirado la tapa y montados sobre una sencilla armazón de cuyo manillar pendía una bolsa grande de plástico en la que iban acumulándose materiales aprovechables —todavía no se usaban términos como «reciclaje» o «biodegradable»—: latas, vidrio, cartones, algún otro tesoro que el barrendero se guardaba para sí a fin de venderlo y sacar un provecho. El barrendero: así llamábamos al empleado de limpia (limpia, aseo: lo que hoy Delgadillo recomienda que llamemos «limpieza») que iba deteniéndose a recoger la basura de cada casa de Galeana —le tocaría recorrer también otras calles, imagino: Colón, Ocampo, Donato Guerra, tal vez entre La Paz y Juárez, y las que las cruzan: de Nueva Galicia a López Cotilla, un área muy grande, sin duda se la repartían entre varios—, pero que también barría las calles con su escoba de popote, y a cambio de ambas tareas recibía propinas de los vecinos (mi papá siempre se apuraba de tener a la mano esa propina), además de un conocimiento muy claro y preciso del funcionamiento del barrio —o esa impresión conservo porque el barrendero de mi calle era muy simpático y chismoso y platicón, un señor flaco, correoso, sonriente, que recuerdo con toda nitidez poniéndole el sonido de sus escobazos a las mañanas y llevándose discretamente nuestra basura, con la que nunca tuvimos que batallar.
Evoco esa figura para insistir en la dignidad del oficio y del servicio. Porque el trabajo del barrendero, al dejar la calle limpia, era justamente lo contrario de todo lo que suele asociarse con la basura, que es invariablemente emblema de nuestras peores posibilidades, como sociedad y como individuos. Mucho antes de que fueran asentándose en la educación las nociones de conciencia ecológica que hoy suelen asociarse a nuestra relación con los residuos que generamos, dicha relación estaba principalmente modulada por la atención a las responsabilidades cívicas elementales que todos tenemos en pro de la vida en armonía y el respeto al derecho ajeno: tirar basura, pues, era una incivilidad, una patanería, signo de pésima educación y de inexistente consideración por los demás. Sigue siéndolo, por supuesto, pero no estoy tan seguro de que sigamos viéndolo así.
Yo querría confiar en que los buenos resultados que va dando el sistema de recolección de basura implementado por Delgadillo se sostengan, y que se recoja además toda la basura tirada en banquetas, camellones, jardines, baldíos, edificios abandonados, etcétera. Y, si no es mucho pedir —no lo es, nomás lo digo así porque así se dice—, que se considere también barrer la ciudad: cada calle, a escobazos, todos los días. Como antes.
(Foto: Dian Barajas / Milenio).
J. I. Carranza
Mural, 2 de febrero de 2025.
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La obispa y el nazi
La toma de posesión de Trump («inauguración», le dicen los gringos, como si estuvieran estrenando algo del todo novedoso, como si se mudaran a otro lado y recién fueran llegando y lo de antes dejara por completo de contar), con lo previsible que fue, dada la catadura conocida del personaje y los anticipos que sobradamente había dado, obsequió sin embargo numerosas ocasiones de asombro que conviene repasar. Y conviene, digo, porque en la aceleración incesante del acontecer noticioso tienden a disiparse pronto toda impresión de lo visto y todo evidente signo de lo que está por venir —o estamos más bien ya en ello, y no siempre nos percatamos justo por ir arrebatados en la dicha aceleración que nos confunde y pierde.
Se ha señalado ya bastante, pero no deja de ser uno de los aspectos más relevantes de la ceremonia: la exhibición que de sí misma hizo la plutocracia, el grupúsculo de megamillonetas que Trump quiso tener al lado y que detentan buena parte de los medios con que trabajamos, nos comunicamos, pensamos y sentimos. Cuando era niño, oí más de una vez la leyenda de la fórmula de la Coca-Cola: ultrasecretísima, sólo la conocían tres individuos, cada uno de los cuales sabía sólo una parte, y jamás podían estar al mismo tiempo en el mismo lugar. Así que eso recordé al ver semejante reunión: en manos de ese montón de hombres sonrientes, más o menos patéticos si el adjetivo tuviera sentido tratándose de quienes poseen semejantes fortunas, están el presente y el futuro de lo que somos como civilización. ¿Y si se hubiera caído el techo en ese momento, o algo parecido, y se hubieran esfumado todos al mismo tiempo de esta tierra? Se ha observado, también, que acaso no todos habían acudido igual de gozosos que el nazi Musk, sino más bien obligados por la circunstancia histórica: impedidos irremediablemente para darle la espalda al nuevo poder y al nuevo orden —aquello de «inauguración», sí, va cobrando más sentido—. Pero, en todo caso, fueron incapaces de faltar.
(Sobre el nazi Musk, ése sí encarnación de una forma de patetismo inédita, el imbécil más exitoso del mundo, o bien sencillamente un perverso: llama la atención la resistencia a creer lo que se vio y su mensaje, y es que ni fue un gesto involuntario, ni tenía intención inocente —enviar su corazoncito fétido a la multitud—, ni tampoco es que Musk sufra alguna condición ni haya estado demasiado contento, como niño que no sabe lo que hace. El Sieg Heil es inequívocamente eso, no se luce con una demostración así quien no busca ser reconocido como lo que es. Y con un nazi no cabe la posibilidad de malentendidos, razón por lo cual no se busca comprenderlos ni se discute con ellos. Lo que corresponde es, siempre, reventarles cuanto antes el hocico).
El comedimiento, la camaradería incluso que mostraban los prominentes políticos sentados a espaldas de Trump, empezando por el deplorable Biden y pasando por el salaz Clinton, el mensito Bush, el desfachatado Obama y hasta la estreñida Harris, cada quien muy compuesto e incluso alegre (menos Harris, de seguro no podía con la carga de haber sido tan inepta para impedir aquello), aplaudiendo en algunos momentos y, en todo caso, avalando con su mera presencia lo que ocurría, podrá contar como una de las pruebas mejores de que la política es impensable sin el ejercicio esmerado de la hipocresía y la mendacidad. Ay, sí, presidente Trump, qué milagro que viene por aquí, ¿no gusta pasar a tomar una tacita de té? Que le vaya muy bien, ¿eh?, que todo le salga como usted quiere, y lo que se le ofrezca aquí estamos, venga un abrazo, cómo no, besitos, muá, muá.
Porque el hecho es que cada uno de esos «opositores» pudo haber optado por no ir. Y aun más: si en verdad estuvieran del otro lado de la mentira y de la abyección, que con su indolencia y su conveniencia han dejado pasar sin obstáculos en realidad insalvables, todos los supuestos objetores de Trump y de sus esbirros no deberían haber estado ahí. Pero ahí estaban, risa y risa, tan tranquilos, como si nada debieran.
Por eso fue tan importante lo que sucedió al otro día, cuando Trump fue a un servicio religioso en la Catedral Nacional y ahí la obispa Mariann Edgar Budde, en una altísima manifestación de valentía y decencia, no se calló ninguna de las admoniciones que tenía preparadas para el racista y homofóbico nuevo presidente, que por su parte no se ahorró torcer la boca desdeñosa. Al interceder en su sermón por las personas migrantes y por quienes integran la comunidad LBGTIQ+, la obispa sencillamente —y nada menos— dijo lo que se tiene que decir, pero que nadie más le ha dicho en su cara a Trump: no los políticos, desde luego, pero tampoco los periodistas, complacientes por lo general, ni ninguna otra figura que cuente. Sí, sobran los detractores, incluso muy famosos o visibles, que le mandan decir cosas todo el tiempo. Pero ¿en su cara? Sólo la ejemplarísima obispa Budde.
Cuando Henry David Thoreau fue encarcelado en 1846 debido a que se negó a pagar impuestos porque no quería financiar así la intervención de Estados Unidos en México ni sostener un régimen esclavista, un día fue a visitarlo a la prisión Ralph Waldo Emerson, ya uno de los forjadores más prominentes de la conciencia estadounidense. «¿Por qué estás aquí?», le preguntó. «¿Y tú por qué no estás?», le contestó Thoreau.
J. I. Carranza
Mural, 23 de enero de 2025.
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Vendepatrias
A quienes crecimos oyendo hablar de la deuda externa no nos habría extrañado que México, o al menos un pedazo, un día amaneciera convertido en parte de Estados Unidos. Fuente de todas las desgracias del país, impedimento irremediable para proponerse ningún desarrollo y mucho menos ninguna prosperidad, la deuda externa surtía a los políticos de pretextos, a la iniciativa privada de razones para la autoconmiseración eterna y a los líderes sindicales de justificaciones para no hacer nada por sus agremiados; como mito fundacional, en la maldición de la deuda se amalgamaban nuestra larga historia de desaciertos, la corrupción endémica de los gobiernos emanados de la Revolución (antes no: había quien afirmaba que con don Porfirio eran los otros países los que nos debían dinero) y una vaga noción de fatalidad o sencilla y vulgar mala suerte. Junto con el temor incesante a la amenaza nuclear, a las hambrunas que devastaban África, al avance del comunismo, a la derrota de los valores morales y a otras calamidades que llegaban a adquirir tintes apocalípticos en las ingenuas narrativas de la época, la prensa sensacionalista de los años setenta y ochenta sembraba nuestro futuro con puras malas noticias. Y la deuda externa siempre estaba ahí como fondo, y en sus sombras la sonriente figura del Tío Sam que se frotaba las manos para dejarse caer sobre nuestro México lindo y querido.
Clandestino destino, una simpática película de Jaime Humberto Hermosillo de 1987, jugaba con esas paranoias: la acción se situaba en el año 2000 —¿qué tanto hace que esa fecha nos resultaba lejanísima?—, cuando por culpa de la deuda externa, justamente, México había tenido que ceder, una vez más, más de la mitad de su territorio a los malvados gringos. Para los tapatíos que vimos el estreno —luego se volvería uno de esos títulos inconseguibles, de los que hay tantos en el cine independiente: como si nunca hubieran existido—, lo más divertido era que en esa nueva geografía la frontera se había recorrido hasta quedar por los rumbos de Plaza Patria, concretamente en el fraccionamiento Jacarandas, donde está el obelisco. Cuando la película se filmó eran los tiempos del más intenso temor por la propagación del sida, así que la trama imagina también que se ha impuesto una represión sexual intolerable, de manera que hay un grupo que lucha al mismo tiempo por la recuperación del territorio nacional y por la libertad perdida.
A veinticinco años del temible año 2000, y a casi cuarenta de la película de Hermosillo, de los rescoldos de aquel futuro ficticio bien pueden ir levantándose nuevas imaginaciones para nuestra figuración de lo que está por venir. Otras “narrativas”, como se estila decir ahora, han sustituido a la de la deuda externa para justificar nuestros atorones y nuestros desvíos: las dagas de los gobiernos del periodo neoliberal (que algo hay de eso, pero no es nomás eso), la guerra contra el narco, las truculencias de los grupos conservadores contra la llamada Cuarta Transformación —el conjunto de mitos, supersticiones, ilusiones y fiascos que domina el relato de nuestro presente—, etcétera. Pero lo que no ha cambiado es la sonrisa del Tío Sam, que siempre está refulgiendo por encima de todo. (Es curioso: cada que escribo “Tío Sam” se me presenta el dibujo de Rius: un gringo alto, flaco, dientón, pecoso, con su barbita de chivo y los ojos de loco, de chistera y frac, al mismo tiempo ridículo e intimidante). Y ahora ello ocurre por cortesía de Donald Trump, quien no ha tenido empacho en expresar su deseo de que México se vuelva parte de Estados Unidos.
¿Y no, de muchas formas, es lo que siempre hemos querido? Para regresar a aquellos mediados de los ochenta, el anhelo se concretaba en la proliferación de la fayuca y la fascinación que promovía; las antenas parabólicas nos mostraban la existencia de un universo más grande que lo que nos dejaba ver Jacobo, y en gran medida la contracultura en México luego del 68 cobró forma según los modelos del Otro Lado. Con la primera firma del Tratado de Libre Comercio, lo que causaba aquellos encandilamientos pasó a formar parte del paisaje cotidiano, y paulatinamente las ciudades mexicanas fueron asemejándose cada vez más a las gabachas. Hoy en día, la expansión de internet y el comercio global han completado esa asimilación, y aunque nos preciemos de preservar tradiciones y espacios libres de la influencia, basta dar con unos pasos para constatar que la transformación es casi total e irreversible. Si, de buenas a primeras, nos convertimos en el estado 52 (el 51 va a ser Canadá), ¿qué cambiaría?
Hay un cuento delirante de Francisco Hinojosa en el que dos astutos negociantes llegan un día con el Presidente de la República y le ofrecen una buena lana para que les venda el país. No parece mal negocio, y luego de consultarlo con su gabinete y con los otros poderes, el Presidente cierra la transacción. Ya luego los compradores se ven metidos en numerosos problemas, pero el chiste es que una medida así podrá ser todo lo que se quiera (reprobable, inadmisible, imperdonable, traición a la patria y demás), pero no es en absoluto inverosímil. Después de todo, ya lo hicimos una vez: Santa Anna, quién sabe, a lo mejor se vio tímido: si hubiera vendido el territorio completo a lo mejor otro gallo nos cantaría.
J. I. Carranza
Mural, 19 de enero de 2025.
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Cabañuelas
Aunque nunca hay que creerle todo, pues a veces fantasea o recurre a fuentes poco fiables, el ChatGPT tiene el encanto de responder no sólo con aplomo, sino también con una suerte de sincero entusiasmo por lo que dice: como si le diera mucho gusto proporcionar tan veloz y decididamente sus respuestas, aunque en ocasiones sean patrañas. No es recomendable usarlo como oráculo ni dar por buenas sus informaciones sin contrastarlas con otras; pero por lo general suele tener alguna gracia lo que arroja. Como esto que me encontré al ponerlo a averiguar sobre las cabañuelas, el método de predicción del clima que antaño los tapatíos solíamos tener muy en cuenta, por impreciso que terminara siendo, y que consiste en asumir que el tiempo que hará cada mes corresponderá al que haga cada uno de los primeros doce días del año —sospecho que la descomposición del clima en el planeta ha ido estropeando la eficacia del método al paso de los años, y también que por ello ha ido olvidándose.
Dice, mi sabelotodo interlocutor, que se trata de una práctica presente no sólo en Guadalajara y Los Altos, sino también en otras regiones de México: el norte, el centro, el sureste, principalmente, y asegura que en Yucatán hay también cabañuelas en agosto, conocidas como «cabañuelas de regreso». Agrega que existen en Centroamérica y en países como Ecuador, Colombia, Paraguay y Argentina, y que ello se explica porque la usanza viene de España. Pero lo mejor es esto: el nombre procede de la tradición judía, concretamente de la Fiesta de los Tabernáculos, en la que se recuerdan las viviendas improvisadas de que se sirvieron los hebreos a su paso por el desierto tras la salida de Egipto. ¡De manera que el chipi chipi de los últimos días sobre mi ciudad tiene una historia tan larga y rica!, empiezo a maravillarme… Sin embargo, al pedirle fuentes, el merolico que ha estado respondiéndome ofrece una disculpa, admite que no tiene ninguna fuente respetable. Yo, por mi cuenta, hago una veloz pesquisa y encuentro que más bien el ChatGPT estuvo revolviendo las cosas: tomó algo de la definición de María Moliner, lo aderezó con lo que dice el Tesoro de la Lengua Española de Sebastián de Covarrubias, lo condimentó con algo del Diccionario de Autoridades de 1726… Así que más o menos quedo donde empecé: en la costumbre tapatía, que es lo que conozco y me consta. Y en su verificación estos días.
Y todo esto porque he estado pensando en el menudo. Pasó lo siguiente: ayer, sábado, salió en la tele (la tele local, yo tengo la culpa, quién me manda prenderle a la menor ocasión y dejar sintonizado un noticiero local, justamente, como si no hubiera un millón de canales más que ver, no sé para qué pago el cable y el internet si siempre acabo viendo eso, los noticieros locales o bien Jaboncito y Agua) una reportera que transmitía en vivo desde una menudería, entiendo que para antojar a los televidentes y, por tanto, acercarle clientes a la seño que entrevistaba junto a las ollas humeantes y el comal con las gordas gordísimas. Quedé hipnotizado al ver cómo servían el caldo (rojo) en esos platos de cerámica vidriada y bordes orlados, cómo le echaban los trozos de ranilla o libro o callo o casitas (casitas, cabañitas, cabañuelas), cómo se los llevaban a las mesas mientras la seño seguía echando tortillas, y cómo también llenaban ollas para la gente que pedía para llevar, formada en la banqueta —gran disyuntiva: en el frío lluvioso de las cabañuelas tapatías, y puesto que hay que decidirse temprano, pues pronto se acaba, ¿salir de la cama y lanzarse a la menudería para comer ahí, o mejor mandar al chamaco con una olla de peltre, para que no le vaya a dar a uno el chiflón? ¿Y si se le tira?
Pero, al querer tomar nota para lanzarnos hoy, domingo —cueste lo que cueste, arrostrar el frío y la llovizna mojatontos—, ¡la reportera nunca dio la dirección! O yo no presté atención si la dijo, pero ya no la repitió. Como que me quedé con la idea de que es en la Colonia del Fresno, pero no estoy seguro. Total, me consolé al apagar la tele, lo cierto es que en Guadalajara pasa con el menudo lo mismo que con las tortas ahogadas: no puede haber un lugar donde esté malo, porque hay tanta competencia que una menudería insípida o chafa no podría durar. Y es que la menudería tapatía es uno de los privilegios más decisivos que supone vivir en esta ciudad, una gastronomía admirablemente democrática en la sencillez de sus principios y en la forma en que nos iguala en el disfrute elemental. A mí, que tan gordo me cae estar en manada, me encanta en cambio ir a las menuderías banqueteras donde te sientas en tablones y hay que pasarse el platito con los limones y la cebolla picada y la sal de grano y el chile de árbol o la salsa de chile de árbol, ¡y el orégano, ese aroma comestible! Con café de olla, desde luego —la señora de la Menudería Van Dyck, menudo nombre, en Mezquitán y Eulogio Parra, siempre nos tentaba al final con un mollete dulce, irresistible: ¿todavía estará?
Total: una reportera que dio la información mocha; el ChatGPT que me metió en más dudas de las que me resolvió. Y todo en el frillito calador de las cabañuelas tapatías. Esto lo escribo ayer, sábado; hoy domingo toca madrugar para ir por un platazo grande de puro callo: ¿al de Cruz del Sur, al de Santa Tere…?
J. I. Carranza
Mural, 16 de enero de 2025.