Poco después de que Liz Truss se convirtiera en Primera Ministra del Reino Unido, el periódico The Daily Star compró una lechuga, le dibujó ojitos y sonrisa y una peluca y la dejó ante una cámara encendida que transmitía en vivo su deterioro. La apuesta era que la lechuga duraría más tiempo que Truss, y ya sabemos quién ganó. Hoy es cada vez más posible vaticinar los giros de la realidad gracias a que la flagrante estupidez de los poderosos es más visible y elemental, no tiene dobleces ni misterio, y así ya alguien compró otra lechuga y la puso a competir contra Twitter. Nuevamente la apuesta parece segura, a partir de que Elon Musk tomara el mando y empezara a lucirse y a hacer dagas, como el villano de cómic que le encanta ser.

      ¿Qué perdería el mundo si Twitter dejara de operar, o bien si se transforma como Musk pretende? Para responder a esto, convendrá empezar por preguntarse a quién le importa Twitter y por qué. (Yo quisiera adelantar mi insignificante sentir como usuario desde hace unos doce años: ojalá que Twitter truene, y ojalá que truene feo, que se apague de un día para otro, que se lo trague un agujero negro o que le caiga una bomba nuclear,  de tal forma que una mañana no muy lejana, cuando millones nos despertemos, al tomar el celular casi inmediatamente después de abrir los ojos y picarle a la maldita cosa, ésta ya no jale y no se abra, o que se abra y encontremos aquello desierto, desolado, como un estadio vacío y siniestro luego de una estampida. Y que entonces, luego de algunos minutos de perplejidad y aturdimiento, cinco o diez, suficientes como para reconocer que es el final y es irrevocable, podamos seguir adelante con nuestra vida sin volver a ocuparnos del asunto. Eso quisiera yo).

      Por principio de cuentas, Twitter sólo le importa a quien está en Twitter. En mi experiencia, tengo la sospecha de que cada vez hay menos personas vivas y reales ahí, o bien el algoritmo así ha querido que lo perciba. Entre la infinidad de informaciones insulsas surtidas por la infinidad de fuentes que sigo y no sigo, más los anuncios que apedrean mi pantalla todo el tiempo, es cada vez más raro hallarme con alguien que sé que resuella, que tiene una identidad y una historia, además de algo interesante que decir. Claro: todavía hay quienes se obstinan a tal grado en seguir ahí que el algoritmo les da chance de circular un poco más. Imagino que a esos obstinados les importará no verse obligados a buscarse otro jacal.

      También les importa a los medios, porque Twitter les facilita el trabajo, no sólo ahorrándoles el gasto de recursos que deberían destinar a investigar en serio las noticias, sino también aligerándoles la carga de proponerse lecturas críticas de la realidad y la responsabilidad de tomar posiciones: la prensa que se ha convertido en caja de resonancia de las redes se limita a dar constancia de las tendencias y a corretear los temas en boga, en especial los que imponen los políticos, y así esa prensa (que, por suerte, no es toda) se abstiene de comprometerse más —y así subsiste también, todo hay que decirlo, en este tiempo de penuria que, por lo visto, ya nunca se acabará.

      Desde luego, que Twitter siga existiendo les importa también, y quizá sobre todo, a los políticos, que han encontrado ahí sus vocerías más eficaces; además porque creen (o les conviene creer) que Twitter cuenta como una representación fiable de la sociedad en la que buscan prosperar para seguir medrando. En esa suposición fundan sus lecturas tramposas y sus siguientes estafas, se victimizan y atacan, mueven sus costosos ejércitos de bots para mentir y deshonrar y dañar y vengarse, alardean de sus inexistentes hazañas y se defienden cuando salen a la luz sus más notorias miserias (otras permanecerán soterradas e impunes por los siglos de los siglos).

      Y, por último, Twitter y similares son vitales también para los analistas y estudiosos que han hecho un modus vivendi o una industria cultural del escrutinio de la vida en las redes, área del conocimiento que, desde mi ignorante y anticuado punto de vista, tiene mucho de fantástico y linda con la ciencia ficción. Dicho sea de paso, sólo a quienes pueblan estos gremios me ha tocado ver que se sumen, con entusiasmo o ya con melancolía, a la aseveración que hizo Musk cuando vio que la clientela se empezaba a largar de su antro: que Twitter es «el lugar más interesante de internet». Podrá no ser falso para quienes sinceramente lo creen, pero ello se debe al narcisismo que explica que uno siga ahí, soltando sus naderías al mundo y enfrascándose en disputar con los demás la propia y colosal irrelevancia.

      Para animarme a tomar la decisión de una vez, cerrar mi cuenta, dejar de perder el tiempo y mejor, por ejemplo, ponerme a trabajar, mi esposa me ha hecho ver que, si algún mérito tiene Musk, es el de haberse ganado tan rápidamente el aborrecimiento casi unánime del mundo (hay excepciones y sigue teniendo fans, pero éstos son como Trump o Salinas Pliego). Es cierto, y sería muy bonito el movimiento global de mandarlo a la goma. Pero, mientras eso ocurre, si insistimos en preguntarnos qué perdería el mundo, bastará con sacar la cabeza fuera de nuestra caparazón y plantearle la posibilidad a cualquier persona real que pase por la calle para corroborar que nada se va a perder.

J. I. Carranza

Mural, 6 de noviembre de 2022