Los intercambios de insultos entre el Presidente y sus adversarios, ya una tradición cansona, son deplorables no tanto porque exhiban los modos perversos en que entienden la cosa pública uno y otros: eso ya es sabido y está lejos de sorprender. Nos hemos habituado a que las tribunas más sonoras de la nación estén ocupadas por lastimosos oportunistas vociferantes desinteresados en absoluto de los más graves y urgentes problemas de este presente asesino: ya quisiéramos que una mitad de las energías destinadas a pelearse por la cosa electoral se dedicaran, mejor, a ayudar a las madres que escarban para dar con los huesos de sus hijos, antes de que sigan matándolas. Por ejemplo.

Son nefastos, además, esos pleitos, por la medida en que exhiben a sus protagonistas en su irreparable ineptitud para urdir ningún argumento, alérgicos como son a toda sutileza retórica, preverbales y balbucientes, sarnosos y rabiosos o ardidos y vengativos, capaces sólo de elementales mecanismos de ofensa directa y sin gracia. Que el Presidente llame a los otros «cretinos», que una diputada le responda poniéndole la canción de Paquita, etcétera, denuncia la estupidez flagrante de un lado y otro, su vulgaridad pringosa y su carencia de voluntad creativa, indicio inequívoco de que la falta de imaginación acabará de hundir a este país.

¿Tendría que erradicarse la injuria de los discursos, los debates y las confrontaciones? Jamás: pretenderlo equivale a desear una supresión de la libertad, pero además es imposible. Sin embargo, lo que sí cabe es soñar con una discusión pública en la que las ganas de joder al enemigo trasluzcan inteligencia y sensibilidad, un mínimo de cultura, destreza en el uso de las posibilidades del lenguaje. Y, sobre todo, sentido de la ironía, esa herramienta indispensable para ver más allá del chiquero en el que uno hoza y se revuelca. La mejor malevolencia discursiva puede prestar un considerable servicio a la patria, aceitando los engranajes del juicio, más allá de la mera animadversión y el encono.  

Borges apuntó que la injuria tiene la obligación de ser memorable. Además, concretamente en lo referente a la imposición de términos con los que se busque caracterizar al adversario (motes o calificativos), el dicho no ha de conformarse con agraviar: también ha de ser inobjetable, comprensible de inmediato y pegadizo. Y aunque ciertamente hay un componente de violencia en el hecho de endilgarle a alguien un distintivo socarrón, queriendo así ridiculizarlo y escarnecerlo, el «buen malhumor» (Borges otra vez) debe diferenciarse del insulto porque éste es inequívoco, no tiene otro fin que zaherir, mientras el primero ante todo busca concitar la complicidad de otros usuarios, su risa (por sañuda que pueda ser), y ello de algún modo honra a su merecedor.

Permítaseme insistir un poco más en mi argumento: a diferencia del insulto llano, el apodo entraña un merecimiento, ganárselo implica haber sido objeto de la consideración de alguien, que lo tuvo a uno lo bastante en cuenta como para hacerle el obsequio de un nombre, lo que no es poca cosa, por aborrecible que tal nombre sea. Recibir un insulto es fácil, no tiene mérito: el surtido de voces al alcance para insultar es limitado, recurrir a ellas revela pobreza de ingenio. Si Ulises pudo ostentarse como Nadie, todos podemos hacer lo propio reconociéndonos como Pendejo. Pero sólo habrá un individuo en el universo a quien corresponda, con toda propiedad, ser el blanco de una injuria original, atinada y hasta brillante.

Algo tiene de ruindad injuriar: de acuerdo. Al enfatizar así las debilidades de los demás, facilitando que se los avergüence, se añaden unas gotas de veneno al trato social, en menoscabo de formas acaso más civiles, y por tanto preferibles, de conducirnos unos con otros; además, no es improbable que al rebautizar con alevosía alguien estemos precaviéndonos contra nuestras propias miserias, y en cierto modo delatándolas. Ser un desdichado, entre otras cosas, es querer que el prójimo también lo sea.

Y habría mucho que agregar sobre las disyuntivas morales y cívicas de la práctica. Pero lo que a mí me interesa es lo que toda buena injuria tiene de fabricación poética, como dispositivo para cuya eficacia se requiere una oportuna agudeza que detecte sentidos antes insospechables y los funda en emblemas inapelables y eternos: por su originalidad, pero también por su exactitud asombrosa. Son frutos delicados de la atención, ante todo (eso que tanto nos falta).

En un mundo ideal donde imperaran el respeto y la procuración de la concordia, las injurias no podrían caber. Pero en tanto ese mundo no exista —y va para largo—, lo que tenemos es una realidad en la que las relaciones están moduladas, antes que por la observancia de principios abstractos, por la subjetividad de los individuos que las protagonizamos, y al pretender lo contrario se corre el riesgo de incurrir en postulaciones más o menos ingenuas cuyos efectos, lejos de conseguir ninguna armonía, enturbian esas relaciones y las desnaturalizan. Por ejemplo, la llamada corrección política —cuya instilación en el lenguaje cotidiano acarrea tantos malentendidos—, o lo que a menudo ésta termina siendo: hipocresía sin más.

Ojalá algún día los políticos mexicanos sepan injuriarse bien. Al menos.

J. I. Carranza

Mural, 13 de noviembre de 2022