Habrá, seguramente, aproximaciones posibles siempre que se tengan en cuenta numerosos factores, incluidas las oleadas de exacerbación de la violencia atribuible a la actuación de los criminales y la ineptitud o la colusión de los gobernantes en turno; también contarán, quizá, los flujos de los capitales que genera el imperio de la ilegalidad, así como la depravación moral de la sociedad que se beneficia de tales flujos o no quiere verse perjudicada si llegan a estancarse. Y la pura mala suerte, desde luego. Pero lo cierto es que no pueden determinarse con absoluta precisión las probabilidades de verse en medio de una balacera, en los tiempos que corren, en una ciudad como Guadalajara. (Tal vez esa incertidumbre, paradójicamente, sea lo que todavía nos permite salir a la calle y hacer nuestra vida, jugárnosla: mientras nada nos asegure que nos va a tocar…).

      No obstante, sí hay dos cosas indudables. La primera es que esas probabilidades son más elevadas hoy que antes. (¿Y cuándo es antes? Hace tres años, hace nueve, hace veinte, o ayer mismo: cada día es más peligroso que el anterior, a pesar de los infundados alardes de mejoría que los gobernantes prefieren antes que reconocer cómo cada día empeora la inseguridad, para actuar en consecuencia). La segunda, que ya no tiene sentido pensar que la posibilidad de vivir un tiroteo esté determinada por el rumbo donde uno se mueve. Antes, nos gusta creer a los tapatíos, siempre añorantes de las demarcaciones que impuso a la ciudad nuestro inveterado clasismo, había zonas más confiables que otras. Nunca ha sido así del todo, pero eso nos brindaba cierta tranquilidad. Ahora es ridículo suponerlo. Si alguna forma de desigualdad ha quedado abolida en esta sociedad lamentable ha sido la de la violencia y del miedo.

      Lo anterior no quita, dicho sea de paso, que sigamos empeñados en creer que hay rumbos y personas que valen menos que otros, y lo demuestra la atención desproporcionada que los medios y las redes brindaron a los hechos del viernes según los lugares donde se produjeron. Las balaceras de Acueducto y Providencia pronto ganaron resonancia nacional, consternaron a medio mundo, la segunda incluso mereció un par de tuits del gobernador (pobre, tuvo que distraerse de organizar el show de Checo Pérez, que lo tiene tan alborozado). En cambio, otra balacera (y hubo más, como siempre hay más todos los días), pocas horas después de aquéllas, sucedió en Talpita… y ya prácticamente nadie le prestó atención. Como suele pasar en esta ciudad desalmada si los muertos y los heridos caen en donde se cree que es más normal que caigan.

      En todo caso, no es desdeñable en absoluto, por el solo hecho de vivir aquí, la eventualidad de oír disparos y gritos, ver gente corriendo, tener que tirarse al piso, temer por la propia vida y la de quienes estén con uno, tratar de cubrir a los niños, verse despojado del coche, bajar a toda prisa del camión que ya están rociando con gasolina, recibir una bala perdida. Y conviene tomar precauciones. ¿Cuáles? Es difícil decirlo. En esta misma semana, circularon dos videos que ayudan a hacerse una idea de lo delirante de esta realidad: en el primero, un profesor de primaria organizaba un simulacro de tiroteo con sus alumnos —y luego fue sancionado porque supuestamente así les infligía a los niños un estrés dañoso—; en el segundo video, una profesora, también de primaria, resguardaba a sus estudiantes durante una balacera y les ayudaba a conservar la calma. ¿Llegará el día en que, así como hay carteles en lugares públicos que indican qué hacer en caso de sismo o de huracán, haya otros que enseñen los pasos a seguir si se sueltan los fregadazos?

      Acaso en nombre de ideales como la igualdad y la fraternidad (y creo que en una sociedad como la mexicana también tiene que ver la noción de caridad cristiana), a lo largo de generaciones se nos ha enseñado —o se ha tratado de enseñarnos— a no juzgar por las impresiones primeras. El aspecto de las personas, por ejemplo. También estamos muy condicionados, tal vez en nombre del elemental respeto al derecho ajeno, a no prestar demasiada atención a los comportamientos de las personas, mientras no sean ostensiblemente agresivos o preocupantes por cualquier motivo. Y, en principio, estas consideraciones ciertamente son antídotos indispensables contra el prejuicio y la discriminación, razón por la cual ojalá nunca dejemos de practicarlas. Sin embargo, en una circunstancia atroz como la que vivimos, concretamente en esta ciudad asolada por la inseguridad, el miedo, en la que de un momento a otro podemos hallarnos absolutamente indefensos, sí conviene activar un sistema de alertas ante los indicios de peligro: quién llega, qué hace, en qué viene, cómo anda, con quiénes está, como se mueve, qué dice, cómo se ve, qué está pasando alrededor, qué se puede esperar, dónde están los guaruras, dónde están las cámaras, hace cuánto que no pasa una patrulla, etcétera.

      ¿Nos vamos a ir haciendo cada vez más paranoicos? Quizá, pero mejor eso que ingenuos y desprevenidos. Hemos aprendido que es incorrecto dejarse guiar por las apariencias, pero en una ciudad como Guadalajara —y como tantas otras de este país tiroteado, desvalido, en el que nada prospera como la impunidad—, las apariencias engañan cada vez menos. Y algo tenemos que hacer.

J. I. Carranza

Mural, 23 de octubre de 2022.