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Luego del dragón
Vi casi completo el episodio más reciente (bastante sangrientito, para mi gusto) y pedazos de los dos anteriores. Creo. Claro, no entendí gran cosa, pero sí entendí. Me falta mucha información acerca de las abstrusas genealogías y sus entrecruzamientos, y estoy lejos de conocer las razones de tantos enconos y ambiciones e intrigas; asimismo, ignoro casi todo —no: todo— respecto a la evolución que cada personaje habrá tenido. Que si fulana antes no era así, que qué le pasó, que por qué se volvió loca de repente, y luego el otro pusilánime, que por qué no ha actuado como cabría esperar… No entiendo, pues, las razones de la diégesis ni tampoco he hecho por averiguar su naturaleza simbólica —si la tiene—; me intrigó, en algún momento, la dimensión teológica que acaso tendría el relato (ya me explicaron que sí: que, a su modo, los individuos y los grupos sostienen algún comercio con ciertas formas de la divinidad). En suma: lo que vi, lo vi desde la inopia. Sin embargo, alcancé a atisbar algo.
Primero: si los seguidores más fieles están enfurecidos, eso seguramente se debe a que han encontrado inaceptable una serie de inconsistencias mayúsculas, sobre todo en lo que atañe a la naturaleza de ciertos personajes principales. Me parece comprensible. Pero también pienso: ¿pues qué esperaban? Se trata de una historia que ha ido siendo contada en función de las preferencias de la vastísima audiencia que ha alcanzado. Porque así se hace ahora la narrativa más redituable (sea en la tele, en el cine o en la novela): se escribe lo que la multitud quiere ver (o leer). ¿Y cuándo han sabido las multitudes preferir lo mejor? Yo vaticino que el final, al margen de lo que cuente, va a ser un éxito clamoroso, aun cuando deje a esas multitudes insatisfechas. Y es que lo que importa no es que los espectadores queden contentos: importa que vean la maldita serie. ¿No están de acuerdo con los últimos giros? De todos modos ahí van a estar, atentísimos.
Y segundo: lo más espectacular de esta historia es que está concebida para que se olvide de inmediato. Para que no queden ni cenizas luego de que arrase con ella el dragón de nuestra distracción, que enseguida hallará con qué más entretenerse.
J. I. Carranza
Mural, 16 de mayo de 2019
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¿Siempre es mejor?
He descubierto, con alguna aprensión, que uno debe administrarse en la exhibición de sus recuerdos cuando éstos proceden de épocas remotas. Primero, porque nada denuncia mejor cómo vamos llegando a la edad provecta. Pero, sobre todo, porque es grande el riesgo de que cada vez menos gente entienda lo que uno quiere decir. Gente que quede viva, quiero decir. O jóvenes. Hace poco, en clase, les nombré a mis alumnos a Fidel Velázquez, según yo para hacer una comparación chistosa. Pasmo general: ¿de quién diablos les estaba hablando? Pero me espanté de verdad cuando pasó lo mismo con Verónica Castro (fue antes de que La Casa de las Flores la sacara del sarcófago).
Esto viene a cuento porque quise empezar este artículo recordando cómo, hace miles de años, salía en la tele la orquesta de Venus Rey, concretamente en el programa de Madaleno y Paco Stanley… Pero me la pensé porque ahí iba yo otra vez, con mis referencias crípticas, y es que luego la vida se va en eso, en estar explicando los contenidos de la propia memoria. El caso es que aquella orquesta, cuyo conductor era el líder vitalicio del sindicato de músicos (lo recuerdo con sus lentes oscuros, del estilo de los que llevaba el compañero Fidel), siempre soltaba un grito de guerra que obedecía, me imagino, a la necesidad de que no les faltara chamba a todos los integrantes del sindicato. Decía, Venus Rey: «Porque la música en vivo…», y sus músicos le respondían: «¡Siempre es mejor!».
Bueno, pues me acordé de esto el otro día, en la Vía RecreActiva, cuando tuve la mala pata de estar un rato cerca de un violinista que, instalado en el camellón de Chapultepec con altavoces gigantes y sobre una tarima, torturaba el domingo con tonadas horrendas que su instrumento montaba sobre grabaciones elegidas quién sabe cómo —una era «We Will Rock You», de Queen. Era entusiasta, el violinista, y quizás no tan malo. Pero el problema es que la música se imponga así, a fuerzas, sobre un público involuntario que no puede escapar de su alcance, y a tan alto volumen. Así que recordé la consigna aquella de la orquesta de Venus Rey, y me dije: «Pues no, la música en vivo no siempre es mejor». Cuando uno no quiere oírla, al menos, no lo es.
J. I. Carranza
Mural, 9 de mayo de 2019
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Primer Encuentro
Según lo que el Fonca comunicó mediante sus redes, y también según la cobertura periodística que hubo, fue un éxito el Primer Encuentro de Jóvenes Creadores celebrado la semana pasada en Papantla, Veracruz. Ya no se iba a hacer, ese encuentro, debido al desastre ocasionado en la fugaz administración de Mario Bellatin: según su percepción, esas reuniones entre becarios y tutores eran un despilfarro, así que corrió a la gente que las organizaba. Luego de que desairara el diálogo con la comunidad artística, el funcionario fue defenestrado, y quien llegó a reemplazarlo ha tratado de remediar el tiradero: ya se lanzaron las convocatorias retrasadas y se publicaron los resultados del programa México a Escena, y también se armó a toda prisa el encuentro —con la consecuencia de que muchos no pudieron asistir.
Bien, pues yo fui, y tengo dos cositas que decir al respecto. Primero, que ciertamente la comunidad papantlense pudo disfrutar de algunas actividades organizadas como una forma de conectar el trabajo de quienes se benefician del Fonca con la sociedad: música, cine, teatro y espectáculos infantiles en espacios públicos. Pongamos que eso está bien. Pero también hubo esto: como los vientos que soplan desde Palacio Nacional orientan las políticas culturales hacia un supuesto redescubrimiento o reivindicación de las raíces, el hecho de que el encuentro fuera en el Centro de las Artes Indígenas vecino a la zona arqueológica del Tajín obedeció a la intención de poner en contacto a los jóvenes becarios con los creadores totonacas que ahí trabajan, y aunque eso desde luego puede tener sentido, hay que señalar el carácter de puesta en escena que adquieren estas iniciativas para la «Cuarta Transformación». Ya lo vimos en el montaje del 1 de diciembre de 2018 en el Zócalo: los discursos, los rituales y las ceremonias de los que la nueva administración se aprovecha para alardear de lo que hace, antes que ponerse a hacer las cosas correctamente. Porque lo cierto es que el encuentro fue un ejemplo de desorganización, improvisaciones y ocurrencias, las condiciones para trabajar fueron ínfimas y quedó claro que falta mucho para remediar el desastre. Como en todo el país, vaya.
J. I. Carranza
Mural, 2 de mayo de 2019
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Palabritas
Como si el resultado no estuviera siendo lo suficientemente deprimente, en el medio tiempo del Chivas-Puebla, el sábado pasado, me llevé una sorpresa bastante amargosa. Fue en un anuncio comercial: la voz que animaba a elegir cierta marca de cerveza repitió varias veces palabras que, hasta donde yo me quedé, estaban proscritas de la televisión abierta. Mi primera reacción fue de viejo escandalizado: «En mis tiempos», me descubrí diciéndome, «ya les habría caído Gobernación». Luego supuse que Gobernación ya ni siquiera eso puede —si no ha podido hacer gobernable este país desde hace sexenios, cuantimenos esto—; también imaginé que las leyes habrán cambiado, y concluí, en fin, que «mis tiempos» ya están demasiado lejanos para querer usarlos como referencia para el presente.
Pero no fue eso lo que lamenté. No añoro que el Estado pretenda contener, o de plano reprima, como antaño, lo que pueda considerar atentado contra la moral y las buenas costumbres; antes, al contrario, celebraré que se abstenga de intervenir en esos asuntos, y por ello he deplorado la nueva cruzada moral que la llamada «Cuarta Transformación» ha querido imponer desde el púlpito de Palacio Nacional. No: lo que me pesó fue que las palabras gruesas, las «malas palabras», ahora hayan pasado a formar parte del lenguaje publicitario. Que, con tal de suscitar una apariencia de empatía con el público consumidor, los creativos de las agencias ahora echen mano de voces que antes estaban reservadas para la vida real, ésa que era posible distinguir, por ejemplo, del mundo ilusorio de la televisión gracias justamente a que el lenguaje era diferente de un lado y otro de la pantalla.
Y es que pasa esto: al sonar en los anuncios, esas palabras van a perder su naturalidad, su fuerza, su utilidad invaluable. Que ahora puedan usarse con fines tan pedestres como vender cerveza significa que ya están desactivadas y son inertes, y no sólo para insultar, que eso ya es una gran pérdida, sino también para precisar lo que sólo con ellas es posible. O era: ¿ahora cuáles son las malas palabras? ¿Ya no existen? ¿Y qué vamos a hacer sin ellas? ¿Cómo maldecir sin que parezca que estamos haciendo eco de una campaña publicitaria?
J. I. Carranza
Mural, 25 de abril de 2019
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Tanto para esto
Aunque es evidente que falta mucho, todavía, para dar por terminadas las obras del Paseo Alcalde, lo que por ahora se ve permite ir haciéndose una idea del modo en que el centro de la ciudad habrá sido alterado por esa obra. De entrada, da la impresión de que la lentitud exasperante de los trabajos es absurda en razón de los resultados: al margen de los desafíos que haya encontrado el paso de la tuneladora famosa, desde la Normal y hasta la Plaza de la Bandera, al volver peatonal el tramo de superficie desde aquella glorieta hasta San Francisco se desaprovechó una oportunidad magnífica, ya no digamos de embellecerlo, sino al menos de darle dignidad. No se trataba, podría pensarse, únicamente de sacar a los vehículos de la avenida Alcalde-16 de Septiembre: era la ocasión de que floreciera ahí, del mejor modo, la vida a pie que los reemplazara. Y lo que se hizo, más bien, fue desplegar una serie de ocurrencias lamentables.
(Dije antes que la lentitud de la obra podría parecer absurda. Corrijo: en una realidad como la mexicana, la proliferación del desastre es siempre perfectamente explicable por causas como la ineptitud y la deshonestidad de las autoridades en turno y la impunidad que premiará las dagas que hagan. Así que nada de absurdo: la Línea 3 del Tren Ligero es un óptimo resumen de esa lógica impecable).
Un ejemplo: la remodelación de los jardines de Aranzazú y San Francisco (y esto por no hablar de los graves daños estructurales que ha sufrido este último templo, como otros edificios de la zona). Los que eran espacios vivibles, gratos aun en medio del tráfico de las calles y del ruido, fueron despojados de buena parte de su arbolado y de sus prados, así como de todas las bancas y jardineras. A cambio de éstas, quedaron, para sentarse, sólo unas tripas cúbicas de cemento, lejos de toda sombra, que no tardarán en estar desportilladas y grafiteadas. También hay, por Corona, una pérgola pelona, con unas mesas también de cemento, al rayo del sol. Nadie se sienta en esos adefesios.
Seguramente la pregunta no es a quién se le ocurrió —ya se sabe que saberlo no sirve para nada—, sino quién y cuándo y cómo tendría que remediarlo. Si es que se remedia algún día.
J. I. Carranza
Mural, 18 de abril de 2019
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¡Vámonos!
Hubo un tiempo en que pensé que las vacaciones están sobrevaloradas. Seguramente me hallaba mal de la cabeza, pero sospecho que era así como me resignaba al constatar lo fugaces que pueden ser. Las espera uno con tanto anhelo, y se terminan tan rápido, que las ilusiones previas siempre quedan defraudadas. Y ya se sabe: nuestras decepciones se alimentan de los excesos de nuestra ingenuidad. A lo mejor eso quería decir. Luego entendí que esa calidad de espejismo que las vacaciones tienen debería corresponder mejor al tiempo que transcurre fuera de ellas: el tiempo de la rutina, de los pendientes, de los compromisos, de las prisas. Dicho de otro modo: los días de asueto no deberían ser los que parezcan anómalos, excepcionales, sino los del trabajo. La vida normal debería ser como la que encontramos al hacer una pausa: lo verdaderamente descabellado empieza cuando tenemos que volver a madrugar y a correr.
Ahora: las vacaciones podrán estar muy bien, hasta que se vuelven aburridas. Entonces se vuelven una condena. Esto, que pudimos tener clarísimo en la infancia, podemos perderlo de vista en otras etapas de la vida, en particular aquella a la que se arriba luego de haber descubierto que es preferible dormir antes que entretenerse. Si, ya instalado en esta etapa, se tiene al lado a una creatura que observa cómo uno se arrebuja en el fondo oscuro de su bostezo, echado a pesar de que —como decía mi papá— «ya los perros buscan sombra», conviene tomar medidas. Hay que actuar para evitar que la paternidad fracase en ese terreno —ya fracasará en otros—, y levantarse y moverse. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos de paseo? ¿A dónde? (Estoy pensando en vacaciones que no depararán ningún viaje: las que se tiene previsto pasar en la ciudad, dizque aprovechando que ésta se queda tranquila, aunque eso nunca es del todo cierto). ¿Cuenta la farmacia como paseo? Lo más seguro es que, mientras más conciencia cobre la creatura de la realidad que habita, menos sencillo sea convencerla de que el viaje a pagar el cable sea una aventura extraordinaria.
Pero puede serlo: todo depende de convencerse de que así tendría que ser. Al banco, a la ferretería, ¡al súper! Después de todo, ¡son vacaciones!
J. I. Carranza
Mural, 11 de abril de 2019
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El proyectote
Sorprende, hasta cierto punto, que el anuncio que hizo el Presidente del nuevo complejo cultural en que se transformará el Bosque de Chapultepec haya pasado por delante de nuestra atención pasmada sin demasiado escándalo. Por supuesto, la demencial actualidad noticiosa nos tiene demasiado atareados con incontables ocasiones para vivir atónitos. Pero este anuncio, sospecho, acaso ha parecido inofensivo por su naturaleza: en parte porque se admite tácitamente que lo que se haga por la cultura ha de ser, en principio, bueno que se haga; pero también porque la cultura acaba siendo siempre una materia extraña de la que no se sabe qué pensar, y porque en el fondo a nadie le importa gran cosa.
Será, en palabras de López Obrador, «el proyecto artístico y cultural más importante del mundo en cuanto a arte». Ochocientas hectáreas en las que se «articularán» los espacios museísticos ya existentes, más otros que se creen (un «museo de la diversidad», entre ellos). Como suele pasar cuando el Cuarto Transformador promulga las ocurrencias más desmesuradas de su gestión, los costos de ésta, y también los estudios que tendrían que avalarla (por qué hace falta, cuáles serán sus beneficios), son datos tan insignificantes que no hace falta darlos a conocer. O que no se conocen. Lo que sí se sabe es que en la concepción del proyecto está la mano de Gabriel Orozco. Y ya esa presencia hace recordar otra obra faraónica, la Biblioteca Vasconcelos en que se centró la «preocupación» de la administración de Vicente Fox, donde aún pende el esqueleto de ballena firmado por el artista veracruzano que ahora está por hacer de las suyas una vez más. ¿Así como Fox quiso entonces perpetuar su memoria ahora pretende hacerlo López Obrador?
En todo caso, queda claro algo: aquello de la descentralización, en el terreno de la cultura, se limitó a mandar la Secretaría correspondiente a Tlaxcala. Pues, en lugar de atender necesidades reales de toda la República, se ha preferido este «proyecto del sexenio» para la capital —donde se concentra la parte más importante de la infraestructura cultural del país. Ya veremos, de aquí a unos años, en cuánto nos va a salir el chiste. Y para qué va a terminar sirviendo.
J. I. Carranza
Mural, 4 de abril de 2019
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Humanidad doliente
En la fachada del Hospital Civil de Guadalajara se lee la dedicatoria que, al conectar en la memoria histórica esa obra con su fundador, continúa dándole el sentido profundo que ha tenido para la existencia de esta ciudad: «Fr. Antonio Alcalde a la humanidad doliente». El recuerdo del benefactor queda, en esas letras, fijado por su interés en que esa humanidad hallara ahí socorro, alivio, refugio: el Hospital es para ella.
Pocos de cuantos han tenido en sus manos el poder de hacer algo por la gente de esta tierra se han ocupado de un modo tan admirable por quienes sufren más. Y no es difícil imaginar que, si Alcalde viera los colmos de dolor y de horror que tantas personas han de padecer en este presente enloquecido, pondría cuanto antes manos a la obra por remediar lo que ocurre. Al contrario de incontables autoridades que han dejado prosperar esta descomposición, ya sea por ineptitud, porque así ha convenido a su codicia o por mera perversidad, Alcalde, para empezar, se uniría compasivamente a quienes sufren: a las víctimas de todas las atrocidades por las que cada día amanecemos más ensangrentados que el anterior; a las madres y los padres y los hijos y los hermanos y los cónyuges y los amigos de los más de siete mil desaparecidos de Jalisco por los que el Estado ha de reconocer que no ha sabido hacer nada. A todo ese dolor inimaginable, Alcalde sumaría el suyo, sin dudarlo.
Pero hay una parte de esta sociedad, hipócrita, cruel, egoísta y mezquina, que quizás se merezca que no tengamos un Fray Antonio Alcalde para que nos cuide. Digo esto a raíz de lo que hizo el escultor Alfredo López Casanova con la estatua del fraile en la Rotonda. Dejando de lado que el arte ha de ser subversión, o no ser nada, y que todo autor tiene potestad para que su obra diga lo que le venga en gana (¡échenle un ojito a todos los mensajes que Orozco cifró en sus murales!), qué impresionante cómo esa parte de la sociedad, que pega de gritos por las leyendas inscritas en la estatua de Alcalde, sea por completo incapaz de indignarse así por tres muchachos que, hace un año, fueron devorados por la maldad más absoluta. Qué lejos está, esa biempensantía tapatía, de la humanidad doliente.
J. I. Carranza
Mural, 28 de marzo de 2019
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JIC en Novedades de Yucatán
La angustiosa exquisitez de leer “Tromso”
Por ROSELY E. QUIJANO LEÓN
Foto por ROSELY E. QUIJANO LEÓN. @RosQuijano
Hace unos días tuve la oportunidad de presentar en la Feria Internacional de la Lectura (Filey) 2019, que hoy finaliza en el Centro de Convenciones Siglo XXI, la novela “Tromso” de José Israel Carranza, historia que definiría como reveladora y angustiante, pues he sentido la impotencia del hombre anónimo que un buen día descubre que las palabras ya no le funcionan para expresarse y que los demás, todos los otros que lo rodean, van dejando de entenderlo.
Esta angustia del protagonista se refleja página a página a través de una prosa pausada, lenta, incesante y dialéctica que nos permite como lectores seguir a este peculiar personaje, conocer su entorno, escuchar sus silencios y respirar la soledad que lo rodea y que nos rodea, porque finalmente frente al libro cuando leemos estamos tan solos como él en un mundo incomprensible, y probablemente vivamos también en una cotidianeidad como la suya que lo absorbe y lo imposibilita a darse a entender, pero sobre todo a entenderse a sí mismo.
Este hombre anónimo vive en una inmensa soledad junto a Oliver que lo mira todos los días y probablemente sea el único que realmente lo entiende; esa soledad que experimentan más personas de las que podamos imaginarnos, así, prácticamente excluido del mundo, ante la falta de que los otros lo entiendan su angustia va creciendo y creciendo entre palabra y palabra que se hilan de inicio a fin en esta historia.
Así, “Tromso” tiene una prosa exquisita por los diferentes ritmos de la acción y la forma en que se van manejando y matizando. Es en el tiempo, el que se relativiza en la narración, donde nos cuestiona la voz narrativa: ¿qué es el ayer, el presente, qué es el futuro? Nos lo preguntamos acaso cotidianamente o somos como el protagonista que vamos viviendo día a día, entre la soledad y la impotencia de no comunicarnos.
Leer a José Israel Carranza en esta novela me ha abierto la puerta para conocerlo a él como escritor, pero también para descubrirme como lectora; es un texto que nos revela mucho de la realidad actual que vivimos, de esta vorágine de información que nos atrapa o nos ciega, justo como bien soñó Sor Juana en su Primero Sueño: “Y por mirarlo todo nada vía”, pues estamos no solo cegados por la marea de datos, información y un sinfín de palabras, sino también estamos quedando sordos a lo que los demás quieren decirnos y a lo que nosotros mismos debemos decirnos.
Hay “un tiempo detenido que viaja inexorablemente hacia la desaparición y el olvido” en este libro, el cual recomiendo como una lectura reto, de las que uno comienza dudando pero termina realmente disfrutando; no dejen de leerla porque prosas como ésta hay pocas, es una prosa delirante y adictiva en la que vale mucho la pena sumergirse.
Novedades Yucatán, 24 de marzo de 2019
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Pequeñas librerías
En un reciente artículo traducido para un suplemento cultural mexicano, y originalmente publicado en el Corriere della Sera, el escritor italiano Roberto Calasso reflexionaba acerca de cómo, ante la expansión del modelo impuesto por Amazon, las grandes cadenas de librerías se ven cada vez más amenazadas por el hecho de que «no son suficientemente grandes»: en la disyuntiva entre ir a buscar un libro en los anaqueles infinitos de una librería gigantesca, y hacerlo sirviéndose de un teclado y una pantalla, los lectores tienden a facilitarse la vida —y, evidentemente, los costos que representa para una gran librería sostener un inventario enorme llegan a ser irrecuperables.
A partir de ése y otros razonamientos, el también editor —uno de los más sabios que existen— esbozaba una esperanza para las librerías pequeñas, aquellas que no tienen la intención de acaparar el mercado, y, en particular, las que se centran en la oferta de literatura. «Para esta librería, sólo se abre un camino: enfocarse en algo que no se puede obtener de una manera electrónica: contacto físico con el libro y calidad». Calasso discurre luego acerca de esa noción resbaladiza, «calidad», pero concluye que, en una librería, puede tener que ver con el lugar mismo: «La librería tendrá que presentarse como un lugar donde se tienen ganas de entrar».
En Guadalajara, en cosa de semanas, dos bellas librerías pequeñas, enfocadas en la literatura infantil, anunciaron que cierran. Eran, qué duda cabe, lugares en los que era maravilloso entrar, y quedarse. No conozco las circunstancias de esos cierres, pero no me resulta difícil imaginar que están relacionadas con la inviabilidad económica que suele acechar contra proyectos semejantes. Y yo pienso en los alardes del aparato estatal cultural para dizque promover la lectura: el abaratamiento insensato de los libros y la soberbia que hay en desentenderse de las causas estructurales de la pésima relación que los mexicanos tenemos con la lectura. ¿No valdría más apoyar a quienes dedican sus vidas, por ejemplo, a abrir pequeñas librerías?
Lo que dice Calasso suena muy bien, claro. Lo malo es que esa sensatez se evapora al entrar en contacto con la realidad mexicana.
J. I. Carranza
Mural, 21 de marzo de 2019