Estoy leyendo la nueva novela de Enrique Serna, El vendedor de silencio. Aun sin conocer el final que la redondee, mi experiencia ha sido más que satisfactoria gracias, claro, a que Serna es un formidable escritor, dotado de gran pericia para la ingeniería narrativa y, además, de un oído muy afinado para imprimir verosimilitud a los parlamentos de sus personajes así como a la voz que va dando cuenta de la vida y los hechos del protagonista, Carlos Denegri. Sin embargo, más allá de esos modos en que mi inteligencia de la novela se recompensada y, a menudo, asombrada, debo decir que también está siendo una experiencia desoladora, y varias veces he debido cerrar el libro con la panza revuelta (cosa que también cuenta como mérito de Serna: lo que sucede cuando una lectura te descompone porque su autor así se lo propuso).

La novela cuenta cómo Denegri fue tenido, durante un buen tiempo, como el periodista más brillante de México. Popular y querido, logró hazañas que exigían temeridad, lucidez y un sentido histórico del oficio. Pero también fue el más abyecto: acomodaticio, mezquino, hipócrita, incapaz de ninguna lealtad, vengativo, cobarde y mendaz, veía ante todo por la prosperidad de su fama y de sus negocios como extorsionador, y no se arredraba para despedazar reputaciones y vidas, así como tampoco para arrastrarse bajo las voluntades de los poderosos en turno: principalmente los políticos que hicieron del México posrevolucionario una propiedad particular para hacer lo que les viniera en gana. Como personaje monstruoso, Denegri también es un misógino miserable, violento, abusivo, que sería patético y digno de lástima si no fuera dejando tantas víctimas a su paso, y que sería ridículo y hasta absurdo si no fuera emblema de tantos machitos que hay como él.

Así que leer esta novela supone sumergirse en la psique perturbada de un hombre repulsivo, pero también en la conciencia dañada y quizás irremediable de una nación cuyo lamentable sino ha sido trazado por personajes como Denegri y sus clientes y sus secuaces. Espanta, qué va. Y espanta, sobre todo, porque el México que se retrata ahí no nos queda tan lejos. O, más bien, es este mismo en el que estamos parados.

 

J. I. Carranza

Mural, 26 de septiembre de 2019