Las épicas mayores se fraguan en las batallas de lo habitual. Por ejemplo, cuando una novedad irrumpe en el apacible terreno de lo predecible, cuando enfrentamos un trastorno radical de lo que dábamos por hecho (y más radical entre menos conspicuo parezca) y nuestra capacidad de adaptación pone en marcha una transformación irreversible y el mundo ya no será lo que hasta entonces fue. (Adaptación, digo, porque la realidad es muy terca y siempre acaba triunfando sobre nuestras necedades).

Hablo, claro está, del fin de las bolsas de plástico en el súper. Empezaron por escasear: en lugar de las panzonas, inobjetables siempre, un día ya nomás hubo de las chiquitas e ineptas, que a lo sumo sirven para guardar los klínex moquientos en el coche. En la mal llamada «tienda de conveniencia» de la esquina (mal llamada así, digo, porque nada nos conviene a quienes acudimos a ella: el surtido es pobre, los precios altos, los cajeros mulas y nunca tienen cambio), un día ya ni siquiera eso obtuve, y hube de regresar a casa haciendo malabares con las cocas y las papas y los cigarros y unos puerquitos del niño verde (por cierto, ¡cómo se ha reducido el tamaño de estos panes! O es eso, o es que están empleando demasiado celofán para envolverlos). Desde esa vez, tengo que llevar mi bolsa de tela, aunque a menudo me percato a medio camino de que la olvidé, y me debato: ¿me devuelvo por ella, o me resigno a cargar a rais todas las cochinadas que voy a comprar?

Luego, en el súper, ya tampoco hubo. Y fueron tales las dificultades en que nos vimos, que aprendimos la lección: nunca debemos olvidarnos de llevar bolsas de tela. No debería ser complicado adoptar el hábito, básicamente porque tenemos cientos de bolsas, sobre todo de las que dan en la FIL (para eso sirve la FIL, para surtirse de bolsas de tela). Pero lo es: sólo ya que estamos formados en la caja caemos en la cuenta de que se nos olvidaron otra vez. ¿Por qué? Porque, al ver que se extinguen las bolsas de plástico, en realidad estamos presenciando una variante del fin del mundo: del mundo que conocíamos y que, con nosotros o sin nosotros, quién sabe para dónde va. Ese desasosiego es, en el fondo, lo verdaderamente arduo de vencer.

 

J. I. Carranza

Mural, 19 de septiembre de 2019