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37 años

Leo el artículo que escribió el novelista Antonio Muñoz Molina a raíz de su visita a Guadalajara para participar en la Feria Internacional del Libro. No ha sido su primera vez, sabe de qué se trata, a dónde llega. Como otras muchas «personalidades» agasajadas por la Feria, por sus editoriales, por la Universidad de Guadalajara, las condiciones de su estancia fueron de privilegio: habitación en las alturas del hotel vecino a la Expo, restaurantes lujosos —cuyo fulgor lo deslumbra tanto como el de las gasolineras—, traslados en «todoterrenos que parecen hechos a la escala de las autopistas de Texas». Y lo impresionan en especial los contrastes que advierte y los que tiene que conformarse con imaginar: «no podré comprender bien el enigma de la ciudad porque me dicen que no es seguro para un forastero pasear por ella». Es un testimonio que importa, creo, porque Muñoz Molina es un escritor muy atendible (uno de esos que sí vale la pena que inviten a la FIL, vaya), pero también por su honestidad —y a ver si vuelven a invitarlo—: el autor sabe que, fuera de esa circunstancia privilegiada, la realidad de Guadalajara está hecha en gran medida de desigualdad, injusticia, violencia, desesperanza.

      Y de jóvenes, que es el otro asombro que experimenta al ver «la juventud de la mayor parte del público» en la FIL. Es cierto. Aunque, luego de pensarlo un poco, concluyo que no tiene por qué ser asombroso: el mundo siempre ha sido y seguirá siendo de los jóvenes, y otra cosa es que uno se sorprenda al constatarlo, cosa que ocurre cuando terminó de extinguirse la última brasa de la propia juventud y no queda sino empezar a remover las cenizas y salir de escena. 

      Me pasó el viernes, para no ir tan lejos. Insensato de mí, quise destinar esa mañana a ver libros, sin caer en cuenta de que aquello estaría atestado por miles de escolares frenéticos, una espesa atmósfera de olores enchilosos y gritería ensordecedora, como no había vuelto a verse desde antes de la pandemia (quiero creer que ahí quedé inmunizado contra todos los virus conocidos y por conocer). Y en una pausa para tomarme un cafecito, en lo alto de las gradas del pabellón de la Unión Europea, me dio por recordar la primera vez que fui a la FIL.

      Fue en la primera edición, en 1987, y llegué en uno de los camiones que para tal efecto habían bajadolos del Comité —es decir, un secuestro a manos de los facinerosos que detentaban la representación estudiantil de la Escuela Vocacional—. La práctica del baje poco después caería en desuso, con las últimas boqueadas de la Federación de Estudiantes de Guadalajara, pero entonces todavía no resultaba demasiado extraña: se detenía a los camiones, se bajaba a la gente, subíamos los que íbamos para la FIL, y si en el camino se cruzaba un repartidor de papitas o de refrescos, pues baje también. En cierta ocasión en que los camioneros se opusieron a seguir siendo despojados, vi al director de la Voca salir con una pistola en alto a ponerlos en paz.

      Algo debe de haber mejorado el mundo si hoy los preparatorianos y los secundarianos llegan a la FIL de otras formas, por más que vayan acarreados y los autobuses que los llevan hagan enloquecer esa zona de la ciudad sin que nada ni nadie parezca poder impedirlo. Formaditos, echando relajo pero no demasiado, hasta uniformes llevan, y mal que bien les hacen caso a sus maestros. Y justo en esa diferencia pensaba el viernes, recordando cómo aquella primera visita mía fue posible gracias a un puñado de delincuentes, que seguramente obedecían la orden de llenar la Expo a como diera lugar… cosa que me llevó a reparar en cómo los orígenes porriles y gangsteriles del llorado fundador de la Feria ya van siendo borrados de la memoria histórica, como imagino que es inevitable. Qué significativo, por ejemplo, ha sido el cierre del duelo, si es que habría que tomar por tal el homenaje polifónico al Licenciado: por todo lo que se dijo, pero también por todo lo que ya nunca se va a decir —y eso que se tuvo la participación del indiscreto y poco pudoroso Juan José Frangie, que nomás faltó que contara lo que se decían el Licenciado y él en el vapor.

      Todas estas revolturas pensaba yo el viernes, delante de aquella juventud masiva que asombró a Muñoz Molina, un componente fundamental del misterio que representa la realidad mexicana: una fuerza que coexiste con las numerosas caras de la desgracia nacional. Las muchachas y los muchachos que fueron a la FIL este año, ¿con qué salieron, con qué recuerdo se quedaron? ¿Van a volver el año entrante? ¿Hacia dónde van, qué sueñan, qué los mueve, que hay que quitar de su camino cuanto antes para que no les estorbe? (Seguramente es uno quien primero tendría que hacerse a un lado). ¿Leen? ¿Qué? ¿Qué llegaron contando ese día a sus casas? ¿Hubo quién los escuchara? ¿O no tenían nada que contar? Ojalá haya sido un día divertido, de mucho desmadre y muchas risas (¡y sin clases, que es lo mejor!). Pero ¿qué forma va a adquirir en su memoria, aparte de las risas y el desmadre? ¿De qué va a acordarse, cuando vuelva a la FIL dentro de treinta y siete años, una de esas estudiantes de prepa que fue antier con sus amigas y se tomó algunas fotos y compró un libro y consiguió que se lo firmara su autor y luego regresó a su escuela y a su casa y a empezar a vivir esos treinta y siete años?

J. I. Carranza

Mural, 3 de diciembre de 2023.

Libreros

Tarde, como por lo general va ocurriéndome con todo, descubro las plataformas de streaming de libros. Seguramente la mayor parte de mis lectores —gente de razón, bien informada, actualizada— sabe ya qué es eso, pero por si hay alguien que aún no se entere, son empresas como Netflix y similares, sólo que con libros en lugar de películas y series. (Y no nomás libros: también cómics o pódcasts o audiolibros, pero ese universo sigue resultándome ajeno). No son bibliotecas ni librerías, aunque uno hace en dichas plataformas más o menos lo mismo que se hace en unas y otras, con la diferencia de que no adquieres los libros ni te los prestan. ¿Se alquilan? No sé si sea el verbo correcto… Lo mismo que Netflix y similares, el acceso se obtiene mediante el pago de una suscripción que pone a tu alcance todo el catálogo; la diferencia con otras vías de distribución de libros electrónicos es que no te quedas con ellos (aunque ahí siguen para cuando los necesites). Bueno, el caso es que yo sabía, sí, de su existencia —Bookmate, la que empecé a usar, se fundó en 2010—, aunque no me había asomado a ver qué pasaba ahí. Y ya fui, por fin.

       (Reparo en que el párrafo anterior cobró forma a partir de una especie de culpa o vergüenza por llegar tarde adonde, se supone, ya todo mundo tuvo que haber llegado. Como si importara llegar antes a nada. En general, la acumulación de años vividos va aligerándonos de las prisas por ser pioneros, por ganar carreritas ociosas, y habría que apreciar cómo nos vemos así librados de ansiedades infructuosas, a salvo de cargar con más frustraciones que las que ya de por sí nos esperan camino de la tumba).

       Y fui más bien por casualidad, porque hace unos días, cuando se presentaron los preliminares de lo que traerá la Unión Europea a la próxima edición de la FIL, mi amiga @Ana_Luelmo, gran lectora, publicó en un tuit la «estantería» que ha venido haciendo, precisamente en Bookmate, con libros de autores europeos a cuyo juicio vale la pena leer. Entiendo que esta publicación tiene el propósito de animar a quien explore esa «estantería» para que se ponga en sintonía con lo que pasará en la FIL. Pero también —y creo que aquí está lo mejor del asunto— advertí, o quise creer, que el gesto de compartir así los hallazgos y las recomendaciones, tan natural entre las personas que leen, se ve facilitado y, por así decirlo, potenciado gracias al funcionamiento de la plataforma, que brinda herramientas para que quienes leemos nos encontremos y compartamos. Cosa que no necesariamente pasa, o no de modo tan espontáneo, en una biblioteca ni en una librería (ni en una feria del libro, si a ésas vamos).

       Total, que ahí me la he pasado. Casi enseguida me suscribí (el costo por mes es el de un café y una dona en un lugar someramente mamuco), empecé a «seguir» la «estantería» de mi amiga, fui ya armando las mías. Y me puse a leer.

       Ahora bien: como no hay felicidad sin angustia, resulta que justo la semana pasada, en casa, mandamos a hacer un librero bastante monstruosito, por sus dimensiones, con la esperanza de poner al menos una solución provisional al caos derivado de la proliferación incesante de libros que han ido amontonándose donde no deben: en cualquier rincón, sobre y debajo de muebles y mesas, en el suelo, torres cada vez más temerarias. Lo peor es que ese caos hace que la biblioteca sea inmanejable: estamos llenos de libros, pero como no sabemos cuáles son ni dónde están, es como si no tuviéramos ni uno solo. El librerote encargado, de pared a pared y del piso al techo, nos ilusiona pensar que va a ayudarnos a imponer el orden que ya desesperó a todos los demás libreros que hemos ido amontonando. Pero lo inquietante del asunto es que fuera justamente eso lo que se nos ocurrió, abrir espacio para más libros, antes que ninguna otra solución: por ejemplo deshacernos de todos los que no nos hacen falta, los odiosos o los vergonzantes, los inservibles o los deteriorados, los infames o los repetidos, los que nadie sabe de dónde llegaron o aquellos cuyas materias son impenetrables, los indescifrablemente exóticos, los feos y los malos y los que nomás estorban, los que han permanecido retractilados a lo largo de los años porque jamás nadie va a abrirlos… No, ni nos lo planteamos. Ni tampoco, desde luego, nos pasó por la cabeza dejar de acumular más.

       Por lo mismo por lo que cada vez más frecuentemente llego tarde a las novedades, ahora pienso que difícilmente acabaría por mudar del todo mi vida lectora al streaming: para qué. Como dice la canción que canta Bob Dylan, «Why try to change me now?». Además, está el encanto imprescriptible de la materialidad de la experiencia: esa justificación sentimental o sensorial de quienes nos aferramos a pasar una tarde curioseando en una librería o a visitar con toda calma una biblioteca para ver qué descubrimiento nos está deparado. (Pienso sobre todo en las librerías independientes, pues las grandes cadenas están cada vez más atestadas de basura y las novedades que tienen son las mismas que puede uno hallarse en Bookmate o similares, y pienso también en las bibliotecas públicas, que es adonde habrá que ir a refugiarse cuando llegue el fin del mundo, porque ahí ese fin no va a llegar). ¿Y se podrá alternar una vida y otra? Confío en que sí.

El carpintero, pues, ya está manos a la obra. Chamba no le va a faltar.

J. I. Carranza

Mural, 2 de julio de 2023.

El Licenciado

¿Eran previsibles las reacciones al suicidio del Licenciado? Tal vez no tenga sentido planteárselo así, en vista de lo imprevisible del hecho. Transcurrida una semana, y por más que hayamos ido asimilando la noticia, ésta no deja de parecer inverosímil y así la recordaremos siempre, con su brutalidad inapelable. Toda muerte es un escándalo y también el refrendo puntual de nuestra inagotable trivialidad: tanto poder para terminar así…

       Resulta útil, sin embargo, examinar el tono general de esas reacciones, pues acaso así nos acerquemos a la explicación de que una figura como la del Licenciado haya sido posible en nuestra aturdida realidad. Entre las declaraciones concretas de gratitud —por ejemplo las de sus colaboradores directos— y los elogios desmedidos y arrebatados —como las cursis florituras de escritores frecuentemente agasajados en la FIL, llorosos tal vez porque presienten el fin de esos días de vino y rosas—, la despedida se ha decantado por la celebración de los logros del Licenciado en el campo de la cultura, en primer lugar, y enseguida por lo que hizo para extender las capacidades de la Universidad de Guadalajara, desde que fue rector y a lo largo de todo el tiempo en que siguió comandando al grupo cuya fuerza y perdurabilidad se asentaron desde aquel rectorado. El gestor cultural capaz de proezas de las que todos nos hemos beneficiado, por un lado, y por otro el universitario visionario bajo cuyas conducción y vigilancia amorosas la institución creció y prosperó.

       Esas dos facetas le tienen asegurada al Licenciado la canonización laica que suele otorgarse a quienes acaban por quedar limpios de todo pecado: en el bronce de todo prócer se funden en partes iguales la memoria y el olvido. No es de extrañar, por eso, que las numerosas recordaciones que hemos leído estos días hagan el recuento de las obras y repitan lo importantes que son para la vida cultural de Guadalajara y de México y del universo entero, y al mismo tiempo admitan que el hombre detrás de esas obras pudo tener «claroscuros» o tener un «estilo» particular de ejercer su poder, pero como rebajando esos claroscuros y ese estilo a meras circunstancias incidentales y restándoles importancia. Sí, bueno, parecen decirnos esas recordaciones: el Licenciado provenía de un pasado turbio, hizo y deshizo valiéndose de una considerable opacidad, se granjeó lealtades y las puso al servicio de sus intereses (de su «visión») mediante un sistema de componendas y favores y castigos en el que muchos aceptaron participar por así convenir a sus propias carreras y fines, y él y los suyos dispusieron de la Universidad de Guadalajara como si se tratara de una empresa familiar, además de todo lo cual la vida pública del estado de Jalisco ha estado en gran medida supeditada a las conveniencias y a los contubernios y a las disputas de los querientes y malquerientes del Licenciado… ¡pero creó la FIL! ¡Qué sería de Guadalajara sin la FIL! ¡Quién como él, con esa altura de miras! Etcétera.

       Es cierto que la actuación del Licenciado —su astucia, su intuición, su laboriosidad— fue decisiva para el desarrollo de todo eso que hoy se le reconoce. Pero conviene preguntarse por qué esa actuación hubo de configurar un sistema absolutista en cuyo centro ese solo hombre debía ser obedecido —y temido y reverenciado—, so pena de quedar radicalmente fuera de dicho sistema —poco se ha recordado estos días la intentona de Carlos Briseño de romper con los usos y costumbres de la UdeG—. En el ya largo conflicto entre la Universidad y el gobierno de Enrique Alfaro, el rector Villanueva no tuvo empacho en declarar, a mediados de 2021, que el Licenciado no tenía el control de la UdeG, y fue seguramente una de las cumbres de la simulación a que estamos tan habituados en esta tierra. Muchas veces, con muchos universitarios, la plática abordaba la gran interrogante: ¿y qué va a pasar cuando el Licenciado ya no esté? ¿«Después de mí, el diluvio»? Como bien ha observado Hermenegildo Olguín, junto con unos cuantos periodistas tapatíos un buen conocedor de toda esta historia, el suicidio del Licenciado fue su último acto político. ¿Por qué se ha planteado con toda naturalidad si debió dejar un heredero o las instrucciones precisas para que sus sobrevivientes supieran qué hacer?

El sentimiento de orfandad que sobrevuela se corresponde bien con la inmadurez democrática de esta sociedad, de la que la Universidad de Guadalajara es una maqueta, que precisa dejarse tutelar por líderes o caudillos o caciques —Federico Campbell, otro consentido de la FIL, llamó al Licenciado «el Cacique Bueno»—, a cuya voluntad se pliega y a los que retribuye con embeleso y veneración y sumisión, haciéndose de la vista gorda e ignorante, o a propósito desentendida, de que las cosas podrían ser distintas. De que, por ejemplo, buena parte de la Universidad de Guadalajara no debería malvivir en condiciones de indignidad, mientras al mismo tiempo prospera el legado del Licenciado. ¿Irá a cambiar algo de aquí en adelante? Habrá que ver, primero, en qué para la rebatinga que se va a desatar: el mensaje de unidad que se ha querido enviar suena un poco a aquella declaración de Villanueva: a simulación o a candor. O tal vez estén esperando todavía las órdenes de ultratumba. ¿Quién nos dice que no van a llegar?

J. I. Carranza

Mural, 9 de abril de 2023.

Ya en enero

El periodo de desacelere y progresiva holganza conocido como Puente Guadalupe-Reyes, cuando ya es perfectamente legítimo ir aventando los pendientes menos apremiantes para el año que entra y responder a todo «Lo vemos en enero», en Guadalajara más bien tendría que abrirse desde que la FIL se apaga y va disipándose la resaca de su frenesí. Nos esperan, es cierto, otros días de prisas angustiosas, gastadera insensata, comilonas asesinas y demás conductas perniciosas. Pero la borrachera de las posadas, la Navidad y las vacaciones, como sea se sobrelleva y hasta tiene su encanto. O lo tiene para mí, al menos: ya sé que en esta materia sólo puede hablarse a título personal, y no tengo empacho en reconocer que me alegra ver las nochebuenas en la Minerva, los coches con cuernitos melolengos y el arbolote iluminado en Plaza del Sol. Después de todo, en tiempos de aflicción e incertidumbre, cuando ni siquiera la Selección fue capaz de darnos ni una mínima ilusión, cualquier pretexto para la alegría cuenta mucho y, por principio, no habría que repudiarlo.

      Una vez que terminó de irse la considerable población flotante que tiene Guadalajara durante los días de la FIL, cuando ya el tráfico en Mariano Otero y Las Rosas se redujo un uno por ciento y estamos en otra cosa, el recuerdo de lo ocurrido en la Expo y sus inmediaciones va disipándose como la niebla de los sueños. Es, supongo, inevitable, pero también muy extraño: en las vísperas de la feria, y mientras ésta tiene lugar —sobre todo durante los primeros días—, da la impresión de que están pasando cosas importantísimas, tremebundas, históricas. Los ánimos se condensan en una especie de delirio que entremezcla el entusiasmo y la expectativa, la urgencia y la exaltación, y de pronto ya estamos en un desenfreno tan injustificable como irresistible. Doy un ejemplo: con varios meses de anticipación, un editor local me invitó a participar en la presentación de un libro. Acepté, gustoso, pues admiro al autor, pienso que es una figura importante de la literatura contemporánea y me iba a encantar conocerlo. Así que recibí el PDF (tuve que pedírselo al editor varios semanas después de que me invitara, porque nomás no me lo enviaba: se le había olvidado) y me puse a leer. Cuando llegó el gran día, el editor no sólo había omitido reservar el espacio para la presentación, sino también hacerle promoción para que el público asistiera, e incluso imprimir el libro. El autor, que había viajado desde lejos, llegó puntual a la cita, y yo también, y nomás nos mirábamos sin saber qué hacer, porque al editor también se le había olvidado ir. La justificación que este editor intentaba venderme para disculparse, cuando lo llamé por teléfono para preguntarle qué onda, era: «Es que ya ves cómo se pone todo con la FIL», como si se tratara de un tiempo enloquecido que a fuerzas hay que atravesar y que deja tonta a la gente. (La cosa se arregló sobre la marcha, y de cualquier modo el autor y yo pudimos sostener una rica conversación ante un público que quién sabe de dónde salió. Pero el episodio fue sumamente enojoso: una acumulación de desatenciones, falta de respeto, malhechuras, irresponsabilidad y desvergüenzas. Y luego se quejan los editores independientes de lo mucho que dizque tienen que batallar para sobrevivir: si al menos trataran bien a sus autores y a sus lectores, quizá les iría algo mejor. Pero prefieren hacerse las víctimas, o echarle la culpa siempre a algo más).

      Pero ya que estos días pasan, sobreviene una calma al mismo tiempo agradecible y un poco afligente. El primer problema, en la casa de ustedes, es saber qué vamos a hacer con las cantidades de nuevos libros que llegaron a vivir con nosotros. ¡Ah, pero ahí andábamos, en la venta nocturna de la FIL, dándonos vuelo! Hacía años que no me tocaba ir en esa ocasión, por cierto, así que lo que vi la noche del viernes fue muy impresionante: cuánto dinero gasta tantísima gente comprando libros carísimos en la feria: cuando yo mismo ya llevaba veinticinco minutos haciendo cola para pagar dos mil 300 pesos por tres libritos me dije: «¿Qué diablos estoy haciendo?». El asunto es que, cuando estos nuevos inquilinos ya se amontonan sobre la mesa del comedor, en el sofá, encima del tanque del retrete, es cuando caemos en la cuenta de que ya no tienen dónde caber. El otro día, una amiga me quería vender unos cuadros maravillosos que me hacían mucha ilusión. Pero un instante de lucidez me hizo caer en la cuenta de que en la casa no tenemos paredes para colgarlos, porque todas están ocupadas con libreros. Y esta situación únicamente admite soluciones dramáticas, como una mudanza (las mudanzas con libros deberían contar como un castigo del infierno) o una donación a una biblioteca pública (pero qué pesaroso debe de ser el trance de elegir qué se queda y qué se va: nunca me he resignado a verme en ésas, y no sé si podría: por eso mejor me espero a que mis deudos se hagan cargo). Uno se siente tentado a admirar al que le prendió fuego a la Biblioteca de Alejandría.            

      Estos desasosiegos se compensan con la progresión del silencio. En la medida en que uno se abstenga de zambullirse en centros comerciales o de ir al centro (si uno vive en el centro no sé qué pueda hacerse: supongo que encerrarse a piedra y lodo), la ralentización de todo va extendiendo una calma a la que mucho ayuda el hecho de que los días sean más cortos: cuando uno menos lo espera, ya hay que tapar al canario, cerrar las ventanas, alimentar a los peces y apagar las luces, salvo una, la del lugar favorito para leer. Los ecos del barullo que quedó atrás van acallándose y, salvo por las ocasiones en que consintamos convivir, por obligación o por gusto, este cambio de ritmo cae siempre muy bien. Ya en enero podremos ver en qué nos quedamos y por dónde habrá que seguirle.

J. I. Carranza

Mural, 4 de diciembre de 2022

Nubarrones

Para la edición 2023 de la FIL, en México el ambiente político va a estar todavía más enturbiado que hoy. Lo que nos queda de concordia estará resquebrajándose gracias a la soberbia de unos y las ansias de revancha de otros, y si a eso sumamos que la paz no tiene para cuándo llegar y la violencia y la inseguridad y la inflación no tienen para cuándo irse, el horizonte se ve bastante renegrido. ¿Se trabaja ya, en la Universidad de Guadalajara —es decir, en los cuarteles del Licenciado—, para garantizar que la feria resista los embates de sus enemigos declarados? Porque lo más seguro es que van a arreciar. Entre la tirria maniática del presidente de la República y los rencores fúricos del gobernador del estado, no va a ser nomás cosa de recabar declaraciones melosas e insustanciales de los intelectuales que apoyan a la FIL (qué revueltos tiene los cables López Obrador, por cierto, que llama «intelectuales orgánicos» a los que se oponen a su movimiento, cuando más bien ese término les conviene a quienes integran su coro devoto).

       Tal vez las razones para la supervivencia de la feria estén dadas, antes que por su carácter como festival cultural y como foro multiusos para el debate, por el interés comercial de los expositores que vienen a vender libros y de los editores que acuden para negociar derechos de publicación. Mientras su participación siga resultándoles rentable, qué tendrían que importar los pleitos de los políticos: que se den con todo, siempre y cuando el dinero no deje de moverse. Hoy, por cierto, se presenta El rey del cash.

      Quiero creer que este viernes de venta nocturna valdrá la pena sumergirse en el tumulto. El público comprador no falla, y yo sostengo que si hay expositores que se quejen de no haber vendido mucho, habrá sido porque no quisieron. O habrá que ver qué entienden por «mucho»: ¿un libro de mil 200 pesos o seis de 200? Ojo, nada más, con quienes inflan los precios para luego dizque dar un descuento de feria: no está de más comparar siempre con lo que cuestan los libros en Amazon y similares.

      Agradezco que este año no nos hayan rociado con orégano y que hayamos podido movernos más libremente, aun con los riesgos que eso supone todavía. También, que muchos políticos —como las corcholatas y demás bichos— se hayan abstenido de apersonarse. El programa, como siempre a estas alturas, va aguadándose cada vez más, pero no importa demasiado: la visita rendirá mejor si se dedica preferiblemente a descubrir libros (como siempre, lo más asombroso puede estar entre los libros infantiles). O pintándose las manos con garabatitos, o sacándose la foto del recuerdo con el cráneo de dragón, o comiéndose un helado gigante, o echándose en la alfombra de la zona de descanso, nomás para ver a la gente que pasa, corre y corre. Es lo que yo voy a hacer.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 1 de diciembre de 2022

¿Capital de qué?

Si, ya desentendida de toda restricción pandémica, esta feria está transcurriendo como manda la tradición, hoy es el último día en que podrá aprovecharse una relativa calma, antes de que mañana las caravanas de camiones descarguen a los miles de estudiantes habituales. De aquí en adelante, esto va a parecer la marcha de la 4T, así que conviene tomarlo en cuenta, sobre todo si uno quiere ir a ver y buscar libros. También el programa de actividades se aligera un poco. Entre lo más atractivo estará, creo, el Encuentro Internacional de Cuentistas, que por lo general ofrece ocasiones muy agradecibles de descubrimiento.

      A propósito de este encuentro, y del servicio real que puede rendir la feria a los lectores, en particular a los más jóvenes, está disponible en línea una antología gratuita de los autores que participarán, para ir conociéndolos más en detalle: https://issuu.com/filguadalajara/docs/encuentro_internacional_cuentistas_22. Lo destaco porque se trata de un recurso que redondea el sentido de la actividad, y creo que debería dársele más difusión: el acceso está medio escondidillo en el sitio web de la FIL, y si no fuera porque me encontré un código QR en el programa impreso que se distribuye en la Expo, no me habría enterado.

      Es llamativo, pasando a otro asunto, cómo parece haberse olvidado en feria el hecho de que Guadalajara es la Capital Mundial del Libro. Sí, hay un stand desolado con unas cuantas sillitas cerca del ingreso principal, y en el sitio de la FIL un link a algo llamado udglectora.com, al parecer una programación especial de la Universidad con pretexto de eso de la Capital: una cosa muy raquítica y evidentemente dejada en el abandono. Pero nada más. ¿Qué habrá pasado? Tanto argüende que había, tanto que se hablaba de que la distinción se la había ganado la ciudad, en buena medida, por albergar una feria del libro tan importante; el Licenciado, para no ir más lejos, bien que estuvo en la aparatosa ceremonia de arranque en el Cabañas, rebosante, en un lugar preeminente…

       Mi primera conjetura automática fue que, como se trata de algo que organiza el Ayuntamiento tapatío, y al alcalde Lemus y a cualquier otra persona naranja Alfaro les ha prohibido tener nada que ver con la FIL, si iba a hacerse algo, sencillamente se cebó. Pero más bien da la impresión de que algo se rompió desde hace ya un buen rato, y que la feria se armó sin tener en cuenta, en absoluto, el nombramiento y lo que implicaba. Es como un olvido a propósito. Y no deja de ser una confirmación de nuestra triste realidad: Guadalajara es una ciudad con una feria grandota (quién sabe si la mejor, como siempre nos dicen y nunca nos demuestran), en la que los libros medio importan sólo durante nueve días al año. Y ya: lo demás es pura ocurrencia, puro discurso hueco y pura pretensión.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 30 de noviembre de 2022

Zopilotes

Algunos stands, que otros años ocupaban superficies generosas, ahora se volvieron chiquitos y dan tristeza; en otros, hicieron alianzas entre varias editoriales para apretujarse en unos cuantos metros cuadrados, y unos más sencillamente ya no se pusieron. Me sorprendió, por ejemplo, la ausencia de editoriales religiosas, que siempre han sido tan taquilleras: salvo por una, prácticamente es imposible comprarse un catecismo o una medallita en la FIL. Además, en el área internacional, hay varios lugares con letrero y todo, pero vacíos: como si a la mera hora hubieran preferido evitarse el gasto.

      He platicado con tres editores que se felicitan por haber podido estar, pero enseguida empiezan a repasar las penurias que han debido remontar. Encarecimiento del papel, en primer lugar, pero también dificultades para entenderse con el mercado (qué diablos le interesa a la gente) y nula ayuda por parte del Estado. En vista de todo esto, a mí se me ocurre que el modelo mismo de feria del libro ya tendría que revisarse a fondo. Hay libros que he visto venir a la FIL un año tras otro, lo que quiere decir que cada vez tienen que embalarse, hacer el viaje, exponerse, embalarse de nuevo porque a nadie le interesó comprarlos… y quedarse embodegados hasta el año siguiente. ¿Cuánto cuesta eso, y qué sentido tiene?

      Al darle vueltas al programa, corroboro que la FIL elige cada vez una o dos figuras cuya notoriedad, eminentemente comercial, pasa también por ser cultural. Entonces los eventos «estelares» giran en torno a ellas, como si esa notoriedad equivaliera a una auténtica importancia. A veces le han atinado: en otros tiempos, han pasado por aquí autores principales no sólo por la atención mediática que concitan, ni por los intereses que benefician, sino también por el peso real y perdurable de sus obras. Pero, por lo general, quienes más refulgen no son siempre quienes más brillo tienen. Desde luego, se supone que también han de contar las preferencias de los lectores. Y ahí es cuando todo empieza a volverse cuestión de popularidad y complacencias.

      Lo anterior lo pienso al ver quiénes se decidió que encabezaran el programa literario esta vez, con la apertura del Salón Literario Carlos Fuentes —que ése es otro tema: ¿cuándo habrá terminado de pagar la FIL su deuda con Fuentes, como para que deje de estar recordándolo con tal fervor?—. Supongo, en todo caso, que las cosas así son y ya. Hay que fluir.        

     Ayer por la mañana, había una bandada de zopilotes sobrevolando la Expo a muy baja altura. Mi primera reacción fue: «¡Elenita!». Pero, bendito Dios, nada de qué alarmarse. Luego me quedé pensando que esa imagen ominosa también era muy elocuente para simbolizar los aciagos tiempos que atraviesa la feria. Ojalá que, para bien de todos, esos zopilotes se espanten y no vuelvan.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 28 de noviembre de 2022

A cuál más

¿Va a ser la FIL el escenario de la batalla decisiva entre el gobernador de Jalisco y la Universidad de Guadalajara? Por más bravatas, desafíos, acusaciones, muecas y empujones que hemos visto, de un lado y otro, en los últimos días, tal vez lo que habría que preguntarse primero es si en verdad está librándose una guerra: si el ánimo de confrontación está emparejado con la voluntad de llegar, como se dice, hasta las últimas consecuencias (denuncias y juicios políticos, por ejemplo, en virtud de que las invectivas que intercambian los contendientes tienen nombres y apellidos). O si más bien se trata de una exhibición recíproca de supuesto poderío, que sólo envuelve meras ojerizas y ambiciones, sin intenciones auténticas de hacer valer la ley.

      De acuerdo: en los hechos, como hemos visto, el gobernador, gracias a su potestad de facto sobre el Legislativo local, tiene el control de los dineros que la Universidad obtiene del erario (obtiene dineros también de otros modos, por ejemplo cobrando la entrada a la FIL: por poquito que sea, algo ha de contar). Y, en los hechos también, y como también hemos visto y seguiremos viendo, la Universidad puede movilizar a gran parte de su población, que no es poca cosa, para que salga a las calles y se manifieste y le lance porras al rector (es llamativo que el propio rector eche a andar el coro en los mítines, gritándose a sí mismo con el micrófono: «¡No estoy solo!»). Pero, más allá de los recortes y de las marchas contra los recortes, ¿hay una intención real, por parte del gobernador, de arreglar las que, según sus dichos, son las causas del mal uso de los recursos en la UdeG? ¿Y hay una intención real, por parte del rector y del archisabido grupo que rige la existencia de la Universidad, empezando por el Licenciado, de socavar o ponerle freno a lo que, según sus dichos, es el autoritarismo del Ejecutivo estatal?

      No parece probable. Ni de un lado ni de otro se ve que haya más que mala retórica, amagos y fintas, calificativos y desplantes con que se retan y se caricaturizan y dizque se enchilan y chillan y se les traba la quijada. En un puntual hilo de Twitter que publicó el viernes, el periodista Agustín del Castillo (@agdelcastillo) hizo algunas observaciones, a mi modo de ver muy certeras, acerca de las intenciones transexenales del gobernador y del relativo contrapeso que tiene en la UdeG (y del que querría deshacerse). Señala Del Castillo, por ejemplo, que «Alfaro podía haber puesto reglas serias al presupuesto que le da a la UdeG para cerrar llaves a muchos abusos, reforzar obligaciones de servidores públicos, negociar reglas claras para becas de estudios. Pero ésa es una vía institucional. Él quiere ser el héroe de la película». A esto habría que agregar cómo, en su historia reciente (ni tan reciente: ya dura más que el Porfiriato), la Universidad ha sabido acomodarse muy bien al sofisticado sistema de lealtades y connivencias que, bajo un mando omnímodo e inatacable, hace impensable ningún propósito serio de reforma. Y, aunque ciertamente la Universidad de Guadalajara sea una institución indispensable en la vida del estado y del país, y aunque sus frutos sean abundantes y de ellos nos hayamos beneficiado millones, y aunque su vida esté animada por miles de universitarios que trabajan con denuedo, integridad, creatividad y amor por la educación y por la generación de conocimiento y por la necesarísima reflexión crítica, no le interesa a ese sistema cambiar. Así que ni a cuál irle.

      Volviendo a la FIL, es una vergüenza que la hayan convertido en un tinglado para su coreografía de rebozazos y berrinches. Todo lo que debería dar sentido a la realización de la feria, empezando por el encuentro entre el público y la cultura, queda salpicado por las rebatingas de los políticos y apestado por sus miserias; la atención que concitan sus fanfarronerías sólo estorba a la que deberíamos prestarle a otras cosas (por ejemplo a los libros), y, peor aún: sus disputas y sus marrullerías, aunque no vayan a cuajar nunca en una sociedad más justamente gobernada ni en una Universidad más democráticamente organizada, sí amenazan con debilitar a la feria y hasta con extinguirla: no se olvide que, más allá del pleito entre el gobernador y el Licenciado, y de las repercusiones que este pleito pueda acarrearle a la viabilidad misma de la FIL, sigue fermentando la tirria personal que el Presidente de la República le tiene: nomás porque no se ha acordado (lo tiene muy ocupado su marchota), pero en cualquier rato da el manotazo para suprimirla. Aunque tal vez no haga falta: ya aquéllos están llevándose a la feria entre las patas.

      Visto de modo optimista, quizá lo mejor que pueda pasarle a la FIL es el desaire de los políticos, que por fin dejarán de usarla como la deplorable pasarela que durante tanto tiempo les ha permitido lucir toda su mendacidad y sus hipocresías. Acaso esté verificándose una fatalidad largamente trabajada: si pasas toda una vida llenándote de porquerías, llegará el día en que tu salud acabe tan maltrecha que debas hacer cambios drásticos en tu estilo de vida —a ver si así, y con algo de suerte, consigues librarla—. Ojalá, por fin, la FIL se deshaga de sus vicios (como acoger tan generosamente a la fauna política) y adopte mejores hábitos. Podría empezar por desparasitarse.

J. I. Carranza

Mural, 27 de noviembre de 2022

Duelo de titanes

Nunca habíamos llegado al arranque de la FIL en un clima de incertidumbre, desazón y zozobra como el que tenemos hoy. Mientras estén terminando de acomodarse los miles de libros en los stands, cuando ya vayan concluyendo los discursos de la inauguración —que seguramente serán encendidos, rompedores, épicos—, y cuando ya la multitud esté tomando pasillos y salones, llegará a su punto culminante la dramática tensión que hemos vivido en los últimos días. ¡Qué despliegue de fuerzas! ¡Cuánta astucia, cuánta furia! ¿Y qué irá a resultar del enfrentamiento final entre los dos bandos? ¿Quién terminará imponiéndose? ¿Qué suerte nos esperará después?

      Hablo, por supuesto, del partido México-Argentina: la única confrontación que importa hoy. Comparado con eso, el espectáculo que supondría ver al Gobernador y al Licenciado empiernados en un ring sería poca cosa. Así que habrá que esperar a que acaben de caer los goles y se decida el destino en Catar para, entonces sí, empezar a vivir la feria. Como sus organizadores han repetido, se tratará de una recuperación de la «normalidad» prepandémica, lo que se traduce en volver a atestar todo el espacio de la Expo con la oferta de libros y chucherías, y también en saturar los diversos programas con miles de actividades, al ritmo frenético habitual.

      Ya no me quejo: más bien, me doy de santos con que siga habiendo FIL, en esta realidad tan adversa, y luego de que acaso estuvimos como especie al borde de la extinción y no nos dimos cuenta. Ahora bien: aunque ciertamente hará falta esforzar la voluntad para encontrar algo novedoso, también la costumbre tiene su encanto, y por eso quizás éste sea el año idóneo para dejarse llevar y que sea lo que Dios quiera. ¿Que te tocó ver por enésima vez una presentación de Poniatowska? ¡Ni modo! ¿Que ibas corriendo al baño y te tropezaste con Pérez Reverte? ¡Qué se le va a hacer! ¿Que te metiste por equivocación a una conferencia de Aguilar Camín, pensando que era Alessandro Baricco? ¡Ya qué! Siempre hay cosas peores en la vida, así que lo mejor será fluir.

      Después de todo, y como siempre, están los libros. Tras casi tres años de penurias, es de esperarse que las editoriales ya estén recuperándose y la oferta que traigan sea atractiva. No será barata, eso sin duda: los costos del papel han encarecido obscenamente los libros, y va a ser muy doloroso nomás quedarse viéndolos. Así que habrá que elegir muy bien: títulos que realmente no estén en ningún otro lado, y comparando siempre precios.         

    En cuanto a la presencia de Sharjah, no sé qué esperar: es una cultura tan distante, y las causas de que haya sido invitada son tan recónditas, que lo mejor será dejarse sorprender. Ojalá, sí, haya por lo menos tacos árabes. Es más: que haya tacos árabes para comer mientras estamos viendo el partido de hoy. Ah, qué felicidad.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 26 de noviembre de 2022

Alatorre

En 1981, como fruto del aparatoso nacionalismo con que José López Portillo pretendía dejar su impronta en la historia de México, se creó por decreto la Comisión de Defensa del Idioma Español. Al año siguiente dejó de existir, cuando lo ridículo de su propósito no sobrevivió el cambio de sexenio y el país tenía cosas más urgentes de qué ocuparse —empezando por el desastre colosal heredado por aquel presidente que se sentía Quetzalcóatl encarnado—. Quienes ya teníamos tantito uso de razón entonces podremos recordar la campaña sangrona con que esa comisión pretendía corregirnos a los mexicanos tentados de usar expresiones «incorrectas» o voces extranjeras, sobre todo anglicismos, en las que se veía una flagrante amenaza a nuestra identidad.

      En una conferencia de 1986, Antonio Alatorre se burló de lo lindo de aquella iniciativa. Invitado por El Colegio de Michoacán, que organizaba un coloquio precisamente sobre el nacionalismo en México, recordó: «La gente de la Comisión, activísima, comenzó por preguntarnos a algunos “pensadores” cómo debería llamarse nuestro idioma. Yo contesté que nuestro idioma tiene nombre desde hace mucho y que se llama español. Carlos Monsiváis contestó más o menos lo mismo, añadiendo que, si tanto urgía rebautizarlo, él proponía que se llamara naco». Con esa forma suprema de la lucidez que es el sentido del humor, Alatorre demostró entonces lo absurdo de ponerse a defender algo que no necesitaba defensa, y denunció también la estupidez subyacente a todo nacionalismo: aún flotaba en el ambiente la idea de que la cultura mexicana había que salvaguardarla de invasiones («Obligar a los jóvenes a leer sólo libros mexicanos sería un intrépido acto de nacionalismo —y una insigne tontería», concluía Alatorre), y lo cierto es que de cuando en cuando esa suposición revive —como ahora mismo sucede: nomás hay que ver el rumbo actual del Fondo de Cultura Económica, el de la Secretaría de Cultura o el de los programas de educación básica.

      He estado acordándome de Antonio Alatorre porque mañana se celebra el centenario de su nacimiento. Y quiero creer, por las publicaciones que en las últimas semanas han estado evocándolo (la revista Luvina, de la Universidad de Guadalajara, por ejemplo, le dedica un rico dossier donde se incluye una extensa entrevista que le hizo Adolfo Castañón), que a casi doce años de su muerte sigue muy presente. Si no es así, habría que proponerse reencontrarse con él: puede hacer mucho bien a nuestra mejor comprensión de la literatura y de la cultura en general, así como a nuestra relación con el idioma que hablamos. Para empezar, ahí está la que quizá sea su obra más importante: Los 1,001 años de la lengua española, la apasionada y apasionante historia donde pone su profusa erudición como filólogo al servicio de una empresa tan admirable como emocionante («Esta historia es, en más de un sentido, la menos académica que se ha escrito», aclara en el prólogo. «Es la menos técnica, la menos profesional», dice, para explicar cómo se propuso ponerla al alcance de los lectores no especializados). Y, también, sus Ensayos sobre crítica literaria, compilación en la que despliega su amorosa vocación de crítico y profesor empeñado en la mayor claridad («He recorrido parcialmente un camino del cual dije que es largo y hermoso», escribe en un ensayo entrañable que enseña cómo leer provechosamente. «En ese camino, detrás de mí —es sólo una manera de decir— veo a los jóvenes, a los inexpertos, a los que todavía no saben leer bien, a los que hacen lecturas ingenuas e inmaduras. A ellos trato de ayudarlos»).

      En una entrevista de 1998, cuando recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, Alatorre le dijo a Antonio Bertrán, de Reforma, que le gustaba usar la palabra «pendejaditas» porque es «muy expresiva», y agregó: «Yo me río de los pulcros». Creo que esa declaración resume óptimamente la actitud de alguien que sabe para qué sirve todo lo que sabe. Conocedor profundo de la lengua y de sus infinitas posibilidades, lo guiaba la certidumbre de que ese conocimiento no puede desvincularse de la vida. Y, como la vida sólo tiene sentido si se hace con los demás, era inmensamente generoso. Me consta, y quiero permitirme una anécdota personal para dejar testimonio:

      Hace un millón de años, en una de las primeras ediciones de la FIL, mi amigo David Izazaga y yo nos animamos a acercarnos con Alatorre para regalarle un bonche de números de un suplemento cultural que hacíamos en el desaparecido periódico El Jalisciense. Nos inspiraba un gran respeto, desde luego, y seguramente pensábamos que iba a mandarnos por un tubo: éramos unos chamacos, por qué tendría que interesarle lo que hacíamos. Para nuestra sorpresa, no sólo nos agradeció calurosamente el regalo, sino que se sentó un buen rato a platicar con nosotros (venía a sostener un diálogo con Juan José Arreola en torno a la figura de Rulfo, era uno de los invitados estelares de la feria), y después de despedirnos lo vimos hojear con sincero interés nuestra publicación. Eso fue por la mañana; a lo largo del día anduvo cargando el paquete, no se deshizo de él en ningún momento (luego nos arrepentimos: ¡desconsiderados!). Y es fecha en que no puedo dejar de conmoverme al recordarlo: ¿quién hace eso?            

Un sabio generoso e irrepetible. Nada menos.

Mural, 24 de julio de 2022.

Foto: Antonio Alatorre cuando estudiaba Derecho en la Universidad Autónoma de Guadalajara, en 1944-1945. (Cortesía de Miguel Ventura).

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