En 1981, como fruto del aparatoso nacionalismo con que José López Portillo pretendía dejar su impronta en la historia de México, se creó por decreto la Comisión de Defensa del Idioma Español. Al año siguiente dejó de existir, cuando lo ridículo de su propósito no sobrevivió el cambio de sexenio y el país tenía cosas más urgentes de qué ocuparse —empezando por el desastre colosal heredado por aquel presidente que se sentía Quetzalcóatl encarnado—. Quienes ya teníamos tantito uso de razón entonces podremos recordar la campaña sangrona con que esa comisión pretendía corregirnos a los mexicanos tentados de usar expresiones «incorrectas» o voces extranjeras, sobre todo anglicismos, en las que se veía una flagrante amenaza a nuestra identidad.

      En una conferencia de 1986, Antonio Alatorre se burló de lo lindo de aquella iniciativa. Invitado por El Colegio de Michoacán, que organizaba un coloquio precisamente sobre el nacionalismo en México, recordó: «La gente de la Comisión, activísima, comenzó por preguntarnos a algunos “pensadores” cómo debería llamarse nuestro idioma. Yo contesté que nuestro idioma tiene nombre desde hace mucho y que se llama español. Carlos Monsiváis contestó más o menos lo mismo, añadiendo que, si tanto urgía rebautizarlo, él proponía que se llamara naco». Con esa forma suprema de la lucidez que es el sentido del humor, Alatorre demostró entonces lo absurdo de ponerse a defender algo que no necesitaba defensa, y denunció también la estupidez subyacente a todo nacionalismo: aún flotaba en el ambiente la idea de que la cultura mexicana había que salvaguardarla de invasiones («Obligar a los jóvenes a leer sólo libros mexicanos sería un intrépido acto de nacionalismo —y una insigne tontería», concluía Alatorre), y lo cierto es que de cuando en cuando esa suposición revive —como ahora mismo sucede: nomás hay que ver el rumbo actual del Fondo de Cultura Económica, el de la Secretaría de Cultura o el de los programas de educación básica.

      He estado acordándome de Antonio Alatorre porque mañana se celebra el centenario de su nacimiento. Y quiero creer, por las publicaciones que en las últimas semanas han estado evocándolo (la revista Luvina, de la Universidad de Guadalajara, por ejemplo, le dedica un rico dossier donde se incluye una extensa entrevista que le hizo Adolfo Castañón), que a casi doce años de su muerte sigue muy presente. Si no es así, habría que proponerse reencontrarse con él: puede hacer mucho bien a nuestra mejor comprensión de la literatura y de la cultura en general, así como a nuestra relación con el idioma que hablamos. Para empezar, ahí está la que quizá sea su obra más importante: Los 1,001 años de la lengua española, la apasionada y apasionante historia donde pone su profusa erudición como filólogo al servicio de una empresa tan admirable como emocionante («Esta historia es, en más de un sentido, la menos académica que se ha escrito», aclara en el prólogo. «Es la menos técnica, la menos profesional», dice, para explicar cómo se propuso ponerla al alcance de los lectores no especializados). Y, también, sus Ensayos sobre crítica literaria, compilación en la que despliega su amorosa vocación de crítico y profesor empeñado en la mayor claridad («He recorrido parcialmente un camino del cual dije que es largo y hermoso», escribe en un ensayo entrañable que enseña cómo leer provechosamente. «En ese camino, detrás de mí —es sólo una manera de decir— veo a los jóvenes, a los inexpertos, a los que todavía no saben leer bien, a los que hacen lecturas ingenuas e inmaduras. A ellos trato de ayudarlos»).

      En una entrevista de 1998, cuando recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, Alatorre le dijo a Antonio Bertrán, de Reforma, que le gustaba usar la palabra «pendejaditas» porque es «muy expresiva», y agregó: «Yo me río de los pulcros». Creo que esa declaración resume óptimamente la actitud de alguien que sabe para qué sirve todo lo que sabe. Conocedor profundo de la lengua y de sus infinitas posibilidades, lo guiaba la certidumbre de que ese conocimiento no puede desvincularse de la vida. Y, como la vida sólo tiene sentido si se hace con los demás, era inmensamente generoso. Me consta, y quiero permitirme una anécdota personal para dejar testimonio:

      Hace un millón de años, en una de las primeras ediciones de la FIL, mi amigo David Izazaga y yo nos animamos a acercarnos con Alatorre para regalarle un bonche de números de un suplemento cultural que hacíamos en el desaparecido periódico El Jalisciense. Nos inspiraba un gran respeto, desde luego, y seguramente pensábamos que iba a mandarnos por un tubo: éramos unos chamacos, por qué tendría que interesarle lo que hacíamos. Para nuestra sorpresa, no sólo nos agradeció calurosamente el regalo, sino que se sentó un buen rato a platicar con nosotros (venía a sostener un diálogo con Juan José Arreola en torno a la figura de Rulfo, era uno de los invitados estelares de la feria), y después de despedirnos lo vimos hojear con sincero interés nuestra publicación. Eso fue por la mañana; a lo largo del día anduvo cargando el paquete, no se deshizo de él en ningún momento (luego nos arrepentimos: ¡desconsiderados!). Y es fecha en que no puedo dejar de conmoverme al recordarlo: ¿quién hace eso?            

Un sabio generoso e irrepetible. Nada menos.

Mural, 24 de julio de 2022.

Foto: Antonio Alatorre cuando estudiaba Derecho en la Universidad Autónoma de Guadalajara, en 1944-1945. (Cortesía de Miguel Ventura).