Autor: José Israel Carranza (Página 1 de 8)

Adiós, Chabelo

Es posible que la fe que profesábamos en la inmortalidad de Chabelo se debiera principalmente a que nuestra imaginación resolvía así el incesante enigma que hay en un niño que dejó de crecer. ¿Estaba impedido de hacerlo por alguna razón sobrehumana, o se trataba de una decisión deliberada, como la del personaje de Günter Grass? Del Judío Errante al Conde de Saint Germain, pasando por Fidel Velázquez y otros no tan líricos prófugos del cementerio, las explicaciones de la inmortalidad suelen ser oscuras y se pierden en la noche de los tiempos. En el caso de Xavier López, sin embargo, no hay mayor misterio: todo parece indicar que esa niñez eterna se originó en un chiste de su pareja cómica, Ramiro Gamboa (quien sería más tarde el Tío Gamboín). O sí hay misterio, como en toda epifanía: ¿cómo supo el joven actor que la genialidad consistía en conservar la voz tipluda y vestir para siempre con chorcitos?

       Aquella fe, sin embargo, era peculiarmente consciente de su carácter ilusorio. Sabíamos que Chabelo era inmortal de mientras, y con el paso de los años fue cobrando forma el juego nacional consistente en ver quiénes iban cayendo antes que este campeón del azaroso deporte de la supervivencia. Por eso, cuando ayer le tocó el turno fue como una interrupción odiosa, el final que ya sabemos que llegará pero no nos gusta creerlo. La cuenta de Twitter @chabeloviviomas, dedicada a llevar el puntual registro de los famosos que se le adelantaron a nuestro héroe, se vio obligada a emitir su último tuit, a la vez absurdo y cargado de sentido: «Chabelo vivirá más que Xavier López Chabelo…». Y el duelo, previsiblemente, ha transcurrido como una incontenible profusión de chistes y memes, en una amplia gama que cubre desde la bobería hasta la crueldad, pero creo que en general impregnados de un azoro que mucho tiene de cariño y de sentimiento común de pérdida. Está bien que haya tanto chiste, no sólo porque es un comediante el que así extrañamos, sino también porque, cuando la inundación baje y otras cosas nos ocupen en nuestra frenética tramitación de la actualidad, quedará el arte: el trabajo del inusitado y dotadísimo creador que fue Chabelo, o Xavier López, uno y el mismo, a tal grado fundidos que no había forma de saber quién era Jekyll y quién Hyde —era muy desconcertante verlo fuera del personaje, con su voz de señor, en papeles como el del genio en Pepito y la lámpara maravillosa, o el del coronel en El complot mongol.

       Hay algo injusto en el hecho de que gran parte del recuerdo que una o dos generaciones tienen de Chabelo provenga sobre todo de su programa En familia. Es cierto que tenía su mérito esa feria dominical hecha de rituales no por reiterados menos eficaces, fórmulas probadas para la incantación de un público de niños y adultos. Dejando a un lado la medida en que alentó, durante casi medio siglo, el consumo desmesurado de porquerías entre los mexicanos, es preciso reconocer que la fabricación de una tradición no es poca cosa, y más si esa tradición está hecha con los materiales de la payasada insulsa, el entretenimiento pedestre, la humillación de la gente y las ansiedades no siempre satisfechas de una vida amueblada por Troncoso y alimentada por Marinela. Pero En familia, insisto, es lo que menos va a terminar importando de lo logrado por Chabelo. Porque por encima de eso está su admirable capacidad para hacer reír, cosa que estoy seguro de que siempre logró, tanto en el cine como en la televisión.

       Van a estar saliéndonos estos días, por ejemplo, los videos de aquella escena de El extra en la que Chabelo hace de niño manchado y abusivo y Cantinflas trata de ponerlo en paz, pero con miedo, claro. O el sketch de un programa llamado El show de los cotorros, de 1972, en el que Chabelo está terco en que quiere que Héctor Lechuga le venda un boleto para ir a Disneylandia. O el de otro programa, quién sabe cómo se llamaría o de qué año habrá sido, en el que Chabelo es un niño llamado Pitoytoy y hace desatinar a sus tíos y a la visita (Lechuga, El Borras, El Comanche). O sus apariciones como Pujitos sobre las rodillas de César Costa, o los empujones y los zapes con Alejandro Suárez, en La carabina de Ambrosio… O las escenas en que hacía berrinche y se privaba… No hace mucho, se hizo viral un video del tiktokero @Jezzinien el que contaba cómo, cuando le preguntaron en Londres quién sería el equivalente mexicano de la reina Isabel II, él pensó de inmediato en Chabelo (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño); poco después alguien más quiso saber quién sería la figura más importante de la televisión mexicana, y entonces Jezzini pensó en El Chavo del Ocho (y tuvo que explicar: un señor que se viste de niño). Yo quisiera confiar en que está garantizado que las generaciones venideras sigan enterándose, y riéndose, de lo que fue tan importante para quienes ya casi vamos pidiendo la cuenta.

Es triste cuando el oficio de columnista se vuelve, cada vez más a menudo, el de redactor de necrológicas. Hace una semana estaba acordándome de López Tarso, hoy de Chabelo. Supongo que no hay más remedio, y en todo caso estas despedidas sirven para recrear los mundos que se borran con ellas. Tal vez por eso necesitamos continuamente inmortales, así sean provisionales: para no ir borrándonos tan pronto nosotros también.

J. I. Carranza

Mural, 26 de marzo de 2023

Tachaduras

Hace unos años, antes de que lo convirtieran casi por completo en un órgano de propaganda del régimen, el Canal Once incluía en su programación infantil varias maravillas: producciones mexicanas y extranjeras que mostraban formas de vida distintas, que abrían generosos accesos a la curiosidad científica, que alentaban a los pequeños televidentes a la vivencia del arte, que promovían reflexiones sobre la justicia, la libertad, la solidaridad… Era evidente que esa programación tenía su eje en un respeto absoluto por la inteligencia de niñas y niños. Algo sobrevive, es cierto: veo que aún se transmite, por ejemplo, la serie mexicana Kipatla, orientada a hacer ver la importancia de que todas las personas tengan los mismos derechos, o la británica Operación Ouch, sobre medicina, salud, cuidado de uno mismo y de los demás). Pero el programa que recuerdo con más admiración era Historias horribles.

       Se trataba de una producción también británica que enseñaba Historia, pero centrándose en sus aspectos más repulsivos, descarnados, sangrientos y mortíferos. Los protagonistas de los relatos (es decir, los protagonistas de la Historia) eran exhibidos con especial atención en sus defectos más odiosos o temibles, en toda su maldad o su ridiculez, orates o monstruos o imbéciles poseídos por la codicia, por la locura que da el poder, por la superstición o por la sed de venganza. Las recreaciones de los episodios históricos, a cargo de un elenco muy dotado, estaban urdidas con un humor renegrido e infalible y no escatimaban datos sobre todo tipo de vilezas de que es capaz el ser humano. En fin, una chulada que nos encantaba ver con nuestra niña, que para entonces tenía unos seis o siete años. (A veces, su mamá y yo nos preguntábamos si aquello no estaba demasiado manchado, para decirlo con toda propiedad. Pero la risa de la criatura nunca se trocó en espanto).

       He estado acordándome de Historias horribles a raíz de lo que ha pasado recientemente con los libros de Roald Dahl (¡otro británico!). Lo cuento rápido para quien no se haya enterado —los escándalos en literatura son siempre relativos y rara vez tienen mucha resonancia—: resulta que la editorial de esos libros (Puffin), entre los que se cuentan Charlie y la fábrica de chocolateMatildaLas brujas, entre muchos otros, se puso a espulgar las expresiones o palabras que puedan considerarse ofensivas y a reemplazarlas por otras más aceptables. O a suprimirlas. Términos que aluden a características corporales de los personajes, principalmente: quien era «fea» ya no lo será más; quien era «gordo» ahora será «enorme», etcétera. Luego de que saliera a la luz, la noticia activó los previsibles debates en torno a los límites de la paranoia y los excesos de la llamada corrección política, así como acerca del menosprecio de la inteligencia de los lectores más jóvenes, la hipocresía de los adultos que pretenden proteger a esos lectores de un mundo que esos mismos adultos envilecen todos los días, o ese malentendido recurrente que es la supuesta inviolabilidad de las obras de arte.

      Autores como Salman Rushdie (quien algo sabe de libros considerados ofensivos) se manifestaron pronto contra lo que estaba haciendo la editorial —con la anuencia de los herederos de Dahl, hay que precisarlo: ¿quieren asegurar que el autor siga siendo legible de acuerdo con la sensibilidad de los tiempos que corren?—. Y la cosa creció hasta que la reina Camila tronó y exclamó, luego de darle un traguito al té en su club de lectura y de componer una sonrisa terminante y seguramente escalofriante: «Ya estuvo bueno», expresión que para sus súbditos debe de equivaler a una colérica conminación a ponerle un alto a la censura. Porque de eso se trata, a fin de cuentas: de una nueva erupción de lo que J. M. Coetzee ha definido como «la pasión por censurar», sólo que hoy esa pasión ya está abrazándola ventajosamente el mercado, tanto como siempre habían venido haciéndolo los políticos y los fanáticos de cualquier signo. Y, para censurar mejor, las editoriales —y algunos angustiados autores también: la peor forma de la censura es la autocensura— contratan «sensitivity readers» para que adviertan a tiempo sobre cualquier contenido potencialmente majadero, cruel, susceptible de ser leído como injurioso o humillante: son los nuevos inquisidores, pero a sueldo (en la estupenda serie sueca Amor y anarquía —en Netflix— se puede apreciar cómo funcionan).

Sospecho que en estos debates suele perderse de vista que ningún libro es inatacable del todo y siempre habrá lecturas que le encuentren algo objetable o reprobable, pero al mismo tiempo todo libro, desde el momento mismo en que sale a la luz, es definitivo: ya dijo lo que dijo, y no hay remedio. La censura siempre apuesta contra la memoria y por eso es siempre preocupante e inadmisible, pues lo único que somos es memoria —aunque esté hecha de barbaridades—. Historias horribles incluía un segmento llamado «Muertes estúpidas» que contaba los finales absurdos o grotescos de personajes célebres y acababa con una cancioncita inolvidable: «Muertes estúpidas, / ¡y el próximo eres tú!». Eso siempre acaba por poner todo en su sitio: no hay muerte que no sea estúpida, y para allá vamos todos, pese a nuestra arrogancia y nuestras ansias de pureza. Mejor entenderlo desde chiquitos.

J. I. Carranza

Mural, 26 de febrero de 2023.

Artificios

Como un anticipo de lo que todavía tardaría algo más en asombrarnos (estábamos muy entretenidos sobreviviendo a la pandemia), en 2019 se estrenó en varias ciudades del mundo la versión «completada» de la Sinfonía inconclusa de Schubert (que, evidentemente, ya no podría llamarse así). El logro corrió por cuenta de un smartphone inspirado que, aun cuando pudo idear por sí solo los motivos principales para lo que «faltaba», necesitó sin embargo de la colaboración de un compositor no artificial (humano). Más que otra cosa un alarde publicitario que buscaba alabar las virtudes del aparatejo y de su fabricante, para la «composición» de lo que Schubert ya no quiso o no pudo hacer —suele aducirse que se lo impidió la sífilis— hubo que alimentar el algoritmo (creo que así se dice) con abundante información acerca de los patrones del compositor y también de aquellos otros músicos cuyas obras pudieron influir en alguna medida en la del austriaco; con todo y eso, la partitura que el telefonito produjo debió pulirse y ajustarse para que el resultado fuera pasable.

       Ignoro si se ha intentado de nuevo, pero, si no ha sido así, seguramente es porque no valdría la pena. Como se ha podido ver en los últimos meses, las aplicaciones de la llamada inteligencia artificial van extendiéndose a cada vez más campos, pero el del arte no parece ser particularmente relevante. Sí, claro: podríamos jugar a descubrir qué poesía habría escrito Ramón López Velarde de no haberse abreviado su vida a la edad de Cristo, pero no se ve que tenga mucho sentido proponérselo, más allá de una curiosidad ociosa y morbosa. O no faltará quien ya esté suministrándole a la máquina los insumos necesarios para que regurgite el segundo libro de la Poética de Aristóteles, aquella obra cuyo asunto habría sido la comedia y la risa y que, precisamente por ocuparse de eso, habría sido proscrita radicalmente por la Iglesia católica —uno de los asuntos centrales de ese prodigio de novela que es El nombre de la rosa, de Umberto Eco—. Muy bien, si así es, y también si hay computadoras que ya estén pintando lo que no pintó cualquier gran pintor o trazando los planos que ya no se le ocurrieron al irrepetible arquitecto. Pero la pregunta que sigue siendo difícil de responder es: ¿para qué? 

       No habría que preocuparse, tampoco, de que, al margen de cuanto puedan hacer a partir de lo que hicieron los creadores del pasado, las máquinas vayan también proponiéndose toda la creación artística que les venga en gana. Si va a venderse en la glorieta Chapalita, a mí me da mismo que la pintura del payasito triste y repelente la haya hecho una señora o un robot. Creo que no tiene caso temer que la tecnología sea capaz, algún día, de imaginar algo más acabado, más conmovedor, más deslumbrante y más perdurable que lo que hayan concebido las generaciones a lo largo de los siglos: si eso pasa, bienvenido sea. Después de todo, a lo mejor ya es hora de que vuelva a haber un Bach, y qué importa que surja facilitado por una computadora: sería muy necio lamentarlo y abstenerse de oír la música que compusiera nomás porque ésta no salió de un señor de carne y hueso.

       Una de las inquietudes frecuentes a este respecto —sigo pensando en lo que se supone que tendría que ser cualidad indispensable de la creación artística— tiene que ver con la posibilidad de que la inteligencia artificial llegue o no a experimentar algo parecido a las emociones humanas. ¿Y si así pasa, qué consecuencias podría haber? Sólo, quizá, tendríamos más ocasiones de quejarnos de los demás, nomás que ahora esos «demás» serían robots o estarían flotando en el éter informático. Se ampliarían nuestras capacidades de enojarnos, impacientarnos, ofendernos o apenarnos, y tal vez también las de perdonar, soportar, admirar y hasta amar. ¿Y? Alguna vez, cuando voy en el coche y le pido al teléfono (no, no se lo pido: se lo ordeno) que toque música, no sé, de Lorenzo de Monteclaro, y se tarda algunos segundos y vuelvo a pedírselo, el teléfono (o la voz de quien vive dentro) me responde algo así como «¡Estoy en eso!», con un tono de fastidio, si no es que de odio ancilar, y al fin termina por desistir de seguir buscando o bien pone cualquier otra cosa que le suena (algo de Cornelio Reyna, por ejemplo). Ya me he sorprendido reprendiendo al aparato o insultándolo («¡Ah! Bueno, pon lo que quieras, inútil»), y eso me reafirma que todo trato que sostengamos con la inteligencia artificial por fuerza tendrá que seguir siendo humano. Miserablemente.

Es posible que una de las aplicaciones mejores que podrían idearse para la inteligencia artificial sea la que reemplace a nuestras deficientes prácticas de eso que entendemos por democracia, en especial en cuanto se refiere a los procesos electorales. Se alimenta el algoritmo con las necesidades de una nación, se lo pone enseguida a escoger a los individuos idóneos para satisfacer esas necesidades, condicionándolo a que se abstenga de considerar a los corruptos y los imbéciles (va a estar difícil, pero mejor que hacerlo a mano), y santo remedio: lo que nos ahorraríamos no sólo de dinero para pintar bardas y pagar bots, sino también de disgustos y vergüenzas. Tengo confianza en que así pasará: seguramente ya la inteligencia artificial está trabajando para descubrir de qué podrá servirnos en verdad.

J. I. Carranza

Mural, 19 de febrero de 2023.

La Alemana

Hace unos días me salió al paso la fotografía del restaurante La Alemana que alguien publicó en una red: algo empañada, pero no demasiado antigua, seguramente tomada en los penúltimos tiempos de ese restorán que, creo, muchos tapatíos de las generaciones penúltimas y antepenúltimas reconocemos al instante con el solo nombre —quienes ahora estén en las inmediaciones de la mayoría de edad difícilmente tendrán un recuerdo del lugar, acaso los llevaron de muy niños, o si llegaron a ir púberes o adolescentes y se acuerdan, esa memoria se habrá borrado por infausta o inservible—. La publicación estaba en uno de esos foros de conversaciones muy ociosas a veces, a menudo crispadas (nunca falta el majadero), y de cuando en cuando ilustrativas (nombres, fechas, explicaciones, curiosidades), que son los grupos de tapatíos memoriosos o nostálgicos, gente dedicada a hojear incesantemente el álbum de lo que fue y ya no es (y con seguridad nunca volverá a ser).

    Alguien, pues, evocó La Alemana, y la mayoría de las respuestas pronto hicieron eco a esa evocación, coincidiendo en celebrar los encantos desaparecidos y en deplorar la decadencia que desembocó en el cierre del negocio y el abandono del local. ¿Cuándo fue ese cierre? La última vez que anduve por ahí fue en diciembre, cuando aprovechamos las vacaciones para ir a atestiguar cómo estaba alzándose El Palomarde Barragán en 16 de Septiembre y Leandro Valle, y para ir hasta ahí caminamos desde el estacionamiento del Woolworth (me gusta usar estas contraseñas de tapatiez intrincada), de modo que tras pasar junto a Aranzazú (acento en la última sílaba) el descubrimiento fue ciertamente abrupto e impresionante: ventanas rotas, basura, mugre, una ruina que ya parecía haber estado acumulándose desde hacía tiempo, pero en esta ciudad no se sabe: de una semana para otra un lugar puede quedar devastado, arrasado, como si hubieran pasado años.

    Penúltimos y antepenúltimos pudimos disfrutar ahí de lo que ofrecía un establecimiento que, sin ser lujoso ni espectacular, sí se sostenía en una elemental dignidad cuyos cimientos tenían cerca de un siglo de profundidad. Llamado alguna vez Kunhardt, el tramo de Miguel Blanco donde se ubicaba La Alemana permitía a sus comensales tener un paisaje enriquecido por las formas de Aranzazú y San Francisco (la acera de éste poblada por unos frondosos laureles de la India que en mala hora talaron), y también por las casonas vecinas de los tequileros que, según me contaba mi papá, habían competido por ver quién construía la más elegante: en una funciona una recaudadora, y tal vez sólo gracias a eso se ha salvado de que la tumben, y en la otra estaba El Lido, otro restaurante entrañable, especialmente para desvelados y crudos —cada que nos encontramos, o sea cada mil años, mi amigo Daniel de la Fuente, periodista de Monterrey, se acuerda siempre de las veces que recalamos ahí en las altas horas, cuando venía a cubrir la FIL—: otra dicha clausurada, salvo para esa extraña forma de la ilusión que es el recuerdo.

    La milanesa, los tacos de sesos, el filete Mignon, los champiñones al ajillo, los hígados de pollo con tocino… Y las chabelas, desde luego, con su espuma y los brillos que les metía el sol de la tarde, una vez que despegaban de la magnífica barra de madera negra labrada (¿dónde habrá quedado?). ¡Y las ahogadas! Era fama que en La Alemana podía encontrarse la ahogada más aproximada a la original, y aunque no fuera estrictamente así, lo cierto es que yo, al menos, no he conocido nada que se acerque a su singularidad exquisita. No sé si siempre estuvieron, pero al menos en los penúltimos tiempos hubo un dúo conformado por un pianista (un piano desafinado y afónico) y un chelista que a mí me daban la impresión de que se aborrecían pero no tenían más remedio que soportarse para que mal que bien les salieran los valses. En fin: mi propia evocación por fuerza tiene que interrumpirse cuando fue claro que La Alemana ya había entrado en sus últimos tiempos: la cocina empeoró trágicamente, el servicio se envileció, hicieron algunas reformas para «modernizar» el local (hicieron terraza la planta alta) y acabaron convirtiéndolo en una cantina rascuache, cochina, ruidosa y vergonzante. Aquella dignidad se había esfumado mucho antes. Y la clientela seguramente se fue desterrando. O muriendo. De modo que parece natural el final cuyos restos ahora se ven al pasar por ahí.

    Por diversas razones, entre las que se cuentan la historia de ese restorán y, también, cómo funcionó durante tanto tiempo como un espacio propicio para esas felicidades concretas que son comer rico, encontrarse, brindar (y penúltimos y antepenúltimos atesoramos las ocasiones en que tuvimos ahí esas felicidades), La Alemana era un elemento indispensable de la vivencia de Guadalajara, significativo para los oriundos y presumible a los fuereños. Hasta que no lo fue más: algo tuvo que salir mal y no hubo ya modo de remediarlo. Supongo que nada es para siempre. Pero pienso si el hecho de que haya pérdidas como ésta —que nadie lamentó con la suficiente enjundia como para tratar de impedirla— no será también una parte constitutiva de lo que significa vivir hoy en esta ciudad. Tal vez Guadalajara, ultimadamente, no quiera saber gran cosa de lo que fue. Y, si es así, ojalá sepa bien lo que puede ser.

(Sobre la foto: mejor una imagen de El Lido, pues lo que queda de La Alemana es muy triste de ver).

J. I. Carranza

Mural, 12 de febrero de 2023.

No dormirse

No hace falta auxiliarse con un profuso andamiaje teórico para convenir en que, aunque son siempre abundantes las malas noticias que hallamos al echar un vistazo a la prensa —o a las redes con contenidos noticiosos—, ello no implica necesariamente que todo sea así. Que los medios prefieran poner más atención —y, por tanto, orillarnos a ponerla— en hechos que juzgamos lamentables, reprobables o repugnantes se debe a que por lo general esos hechos son también fascinantes: de un modo retorcido o hasta sórdido nos deleitamos en conocerlos y nos resultan así irresistibles, por intolerables que en realidad sean. Pero aunque no sea así la totalidad de la vida que pretenden resumir esas condensaciones de lo cínico, lo vil, lo estúpido y lo siniestro de sus protagonistas, lo cierto es que cada día se baten récords y se producen combinaciones inéditas de lo malo con lo peor, al grado en que parece innegable que estamos fracasando como especie.

       Digo lo anterior al tratar de pensar en lo que significan las noticias recientes acerca de grupos de jóvenes —casi niños o niños— que, supuestamente, habrían dado en empastillarse con ansiolíticos hasta ponerse en riesgo de morir, según esto en aras de responder a un «reto» circulante en redes (se acusa a TikTok, principalmente). De una imbecilidad pasmosa, el juego consistiría en tomar pastillas para dormir y no dormirse, el ganador sería el que caiga al último y, supongo, también estaría contemplada como parte de la recompensa la notoriedad que ganarían los participantes al grabarse en video y subirlo a esa red (u otras, no sé).

       Deliberadamente, en la descripción anterior utilicé el condicional simple que a mí me enseñaron que en periodismo se usa siempre que se quiere dar cuenta de algo todavía no comprobado. Porque el hecho es que no he podido dar con un un solo video del reto famoso, lo que me hace sospechar de que las intoxicaciones recientes se expliquen como han querido explicárnoslas. Y tampoco he encontrado informaciones de casos similares en otros países, cosa bastante rara cuando se habla de un fenómeno «viral», adjetivo que se desentiende de nacionalidades y fronteras. Admito, naturalmente, la posibilidad de que mis hábitos de navegación en internet, y en particular en las redes, me hayan excluido de los alcances de los algoritmos que acaso sí han puesto cerca de los jóvenes empastillados el desafío de marras, incitándolos para que lo hagan suyo y premiándolos si participan. Tal vez por mi edad, por mis intereses, por el conjunto de mi circunstancia vital —las máquinas saben de nuestras vidas más que nosotros mismos—, ese mundo me quede infinitamente lejos. Pero el hecho es que el tono general de las noticias y las interpretaciones que adjuntan (conclusiones apresuradas, económicas: los grupos de secundarianos vieron un video baboso y quisieron emularlo sin calcular las consecuencias) es parejo en la prensa mexicana —tal vez también el algoritmo me esté privando de lo que se dice, si se dice algo, en la prensa de otros países: cuando mucho, me he topado con repeticiones de lo que se informa desde México—. Y tampoco he encontrado con ningún indicio de que nadie, ni periodistas ni autoridades, vaya a querer profundizar.

       ¿Y entonces? ¿El reto del clonazepam existe o no? Yo, al menos, no he tenido forma de comprobarlo. No digo, desde luego, que hayan sido mentira los reportes de los jóvenes, casi niños, desmayados, temblorosos o vomitados, sus padres alarmados, sus profesores atarantados y temerosos, etcétera —por suerte, hasta donde sé, no ha habido muertos—. Pero sí creo que es cada vez más difícil enterarse de las causas verdaderas de los hechos, y que en lugar del trabajo que entrañaría proponerse un esclarecimiento puntual de esas causas y de su entramado, se termina por preferir un puñado de suposiciones suficientemente macizas como para ponerlas en duda, pues además hay que pasar cuanto antes a la siguiente noticia hecha de estupidez o maldad, de desvergüenza o miseria, de depravación o ridiculez, y quién va a tener tiempo de detenerse en averiguar qué es lo que realmente sucedió cada vez.

       A lo anterior hay que sumar lo conveniente que puede ser, para diferentes actores de la vida pública de este país aturdido, aquello de lo que estamos ocupándonos todo el tiempo, en nuestra atolondrada tramitación de lo que acapara los titulares, así sea sólo por unos cuantos días (el sabor de la semana o el mes, vamos). Ya deberíamos tenerlo aprendido desde la época del Chupacabras, al menos. Pero se nos olvida. ¿De qué hemos estado dejando de hablar por hablar del famoso reto viral? Acaso una forma más provechosa de leer los periódicos y escuchar los noticieros consista en identificar todo aquello que, a veces de un día para otro, desapareció de sus contenidos injustificablemente. ¿Por qué cambiamos de tema así, con tanta celeridad? ¿Cuáles asuntos serios o graves de los últimos meses han sido hechos a un lado, con qué fines, con qué consecuencias, en beneficio de quién? ¿Y vamos a seguir atareándonos únicamente con lo que la actualidad noticiosa decide ponernos enfrente?

       Será, supongo, cuestión de proponerse estar lo más despiertos posibles Porque —y esto sí es innegable, y no solamente en un reto tarado— siempre el que se duerme primero pierde.

J. I. Carranza

Mural, 5 de febrero de 2023.

Bailar y leer

Hace cerca de veinte años, en mayo de 2003, el escritor Alessandro Baricco pronunció en la Feria del Libro de Turín un discurso titulado «Queridos jóvenes, es mejor no leer». No se trataba de soliviantar a los jóvenes bajo el supuesto, siempre infundado, de que son seres elementales que reaccionan con automatismos predecibles e invariables: si les dices que hagan algo, harán lo contrario, suelen pensar muchos adultos obtusos (y elementales y predecibles), y nunca es así. «No tengo ninguna duda que el placer de leer», empezaba diciendo Baricco, «así como la cultura del libro, está fuertemente relacionado a una derrota. A una herida y a una derrota. […] Leer es siempre la revancha de alguien que en la vida fue ofendido, herido. Me parece que leer libros es una manera inteligentísima de perder […] Sé que la gente de libros es, por lo general, gente que sufre». Había, pues, que tomar en un sentido literal esa conminación del novelista y ensayista.

       El martes pasado, en la visita que hizo al ITESO para conversar nuevamente con jóvenes que leen, le pregunté a Baricco por qué había dicho aquello. Es un asunto que me importa particularmente, como le dije entonces, porque da la casualidad de que ese discurso es, nada menos, el punto de partida de los cursos de literatura que imparto en esa universidad: cada semestre, me sirvo de las palabras de Baricco para promover una reflexión acerca de la importancia de descargar a la literatura de responsabilidades que no le corresponden (esas preconcepciones «advenedizas y espurias» ante las que Antonio Alatorre recomendaba estar alertas). La respuesta del italiano fue: «Lo que pensaba es que si tienes 16 años, es mejor si vas a bailar. Sólo esto. Yo a los 16 leía libros, pero era un error. Lo ideal sería saber leer y bailar. Pero, en la duda, mejor bailar». Agregó que más adelante, cuando tienes 22, 25 años, si sigues sólo bailando, ahí hay un problema, pues «los libros ayudan a entrar a la vida». 

       En su discurso de 2003, la sugerencia de Baricco se desprendía de una reflexión que, me parece, hoy es aún más relevante que entonces, vista la velocidad con que ha cambiado el mundo y lo irreversibles que son determinados cambios en nuestra forma de percibir la realidad y entendernos, a nosotros mismos o entre todos. La transmisión de lo que juzgamos importante a quienes van llegando a este mundo vertiginoso frecuentemente fracasa debido a que somos incapaces, quienes estamos aquí desde antes, de reconocer la nueva «geografía del sentido» que los recién llegados descubren por su cuenta, y también porque nos aferramos a creer que aquello que nos resulta vital e indudable bien puede no serlo para los habitantes de esa nueva geografía. Esa incapacidad, tal vez una forma de la fatalidad en el decurso de las generaciones, también termina por condenarnos a comprender menos lo que ocurre: el salitre del prejuicio y la necedad estropea nuestras mejores convicciones, y así nos encaminamos a la salida sin entender ya gran cosa, perdiéndonos además de quién sabe cuáles posibilidades que ya nunca vamos a saber descubrir.

       «Cuando, en resumidas cuentas, no puedo explicar a los jóvenes […] por qué creo que El hombre sin atributos, de Musil, es un libro que hay que leer», agregaba Baricco; «cuando advierto que me canso cada vez más, que cada vez tengo menos credibilidad, y que no logro convencerlos, no sólo quiere decir que no soy lo suficientemente bueno. Sugiere también que, en la nueva geografía que está naciendo, El hombre sin atributos no es un libro importante». No es imposible, desde luego. ¿Y qué es lo importante ahora?

       Hace poco me encontré en TikTok con @lufloro1; en Twitter es @lufloro, Lufloro Panadero, «escritor, locutor de radio y decimero», según reza ahí. Conocedor avezado de la versificación en lengua española (no en balde lo de «decimero»), tiene una considerable cantidad de videos publicados en los que se dedica a explicar, con claridad asombrosa, admirable capacidad de síntesis, agradecible sentido del humor y, sobre todo, con agudeza y sensibilidad, las complejas operaciones intelectuales y artísticas que hay detrás de la concepción de poemas y canciones, desde Sor Juana y Xavier Villaurrutia hasta Shakira o Los Tucanes de Tijuana, o desde Juan Gelman y San Juan de la Cruz hasta el examen acucioso de los secretos técnicos de «Chilanga Banda», de Jaime López, o de «Una gatita que le gusta el mambo». Con cientos de miles de interacciones y likes (el de la gatita tiene casi medio millón), cada video es una explicación al mismo tiempo rigurosa y fascinante de algo que tal vez muchos usuarios de TikTok difícilmente llegarían a encontrarse de no ser así. Y algo sin duda importante, si convenimos en que la poesía lo es —@lufloro1 y sus seguidores parecen estar de acuerdo en eso—. (Hay otros casos, como el de @nochaveznada, ensayista y lingüista de gran lucidez y pertinencia, que me inclinan a pensar que TikTok está haciendo más por la juventud de los mexicanos que lo que ha hecho la Secretaría de Educación Pública en toda su existencia).

       En su plática del martes, Baricco también se puso a hablar de la Ilíada. Y el silencio maravillado del público que lo escuchaba era la demostración, quise creer, de que lo verdaderamente importante siempre encontrará la forma de prevalecer.

J. I. Carranza

Mural, 29 de enero de 2023.

¿Un cigarrito?

¿Se van a extinguir los fumadores? Más de alguna vez, ante la multiplicación y endurecimiento de las medidas con que la autoridad —a veces con autoritarismo— busca inhibir el consumo de tabaco, he pensado que los fumadores son la única plaga que se extermina a sí misma, por lo tanto sólo basta tener algo de paciencia para que el mundo termine por verse liberado de ellos. Entiendo, naturalmente, que esta solución se ve impedida por el surgimiento de nuevas generaciones de fumadores, e imagino que tal surgimiento es incesante y seguramente creciente: de ahí que las medidas en cuestión parezcan insuficientes siempre y tengan que ser reforzadas por otras, cada vez más drásticas.

       No sé si será ya una consecuencia directa de las restricciones más recientes, que han entrado en vigor estos días, pero tengo la impresión de que hay cada vez más personas fumando por las calles, mientras caminan, mientras van de un lugar donde no pueden fumar a otro donde tampoco podrán. De la parada del camión a la puerta del trabajo, por ejemplo; desde la salida de una oficina donde hicieron algún trámite hasta el estacionamiento donde dejaron el coche; mientras salen por unos tacos, en la pausa del mediodía, de ida y vuelta. Fumadores en movimiento constante, apresurados y solos, o en grupos que no conversan, pues se ha vuelto ya sumamente difícil disfrutar de un cigarro y, al mismo tiempo, de un momento de quietud, de sosiego: es como si fueran huyendo, máquinas impulsadas por la ansiedad y la angustia, arrojando el humo de su inmerecido avergonzamiento.

       Y además están, claro, las dificultades que se han impuesto a los fumadores, y a quienes los surten, para el comercio de «productos de tabaco» —un comercio, hay que recordarlo, que no es ilegal, aunque ahora deba ser casi clandestino—. Evidentemente, no se calcularon las consecuencias que los vendedores padecerán al tener que ocultar así su mercancía. Y no estoy pensando en las tiendas que mueven grandes volúmenes: don Mario, del puesto de periódicos de Morelos y Américas, me decía el domingo pasado cuánto le va a perder por el simple hecho de ya no poder tener a la vista las cajetillas para vender cigarros sueltos: una parte muy importante de sus ingresos diarios. Esta economía de la vergüenza va a hacer estragos en tienditas y minoristas como mi amigo. Pero, además, si al entorpecer así las vidas de quienes quieren comprar cigarros se busca disuadirlos por hartazgo, eso es por lo menos una ingenuidad ridícula: no habrá fastidio suficiente que haga a un fumador desistir de conseguir lo que necesita. Si lo sabré yo, que en mis tiempos más alarmantes de fumador fui capaz de recorrer kilómetros, en la noche, bajo la lluvia y gripiento, con tal de hallar una maldita tienda abierta. Y nunca me di por vencido.

       Ante este panorama de creciente proscripción, persecución, hostigamiento y castigo moral, me han entrado unas ganas locas de volver a fumar, nomás para poder oponerme con todo derecho a tanto pavor y tanta insensatez. Se me quitan enseguida, debo decir, apenas recuerdo la suerte que tuve de haber podido abandonar el vicio de un día para otro, unos meses antes de que empezara la pandemia, y al ver el desasosiego enorme que enfrenta una amiga por el solo hecho de estar proponiéndose dejar de fumar en un futuro ya no tan lejano. Todavía me aviento, de vez en cuando, un puro (cuando me planteé volverme fumador de puros, lo consulté con mi esposa y me respondió en el acto con dos argumentos estupendos e inobjetables: «Pues viejo ya estás y hocicón siempre has sido»), pero, al margen de eso, creo que he cumplido con el propósito de no dar jamás la espalda a mis antiguos compañeros de esclavitud, de no volverme un virtuoso del aire puro (que en eso se convierten muchos exfumadores: gente odiosa) y de no contribuir a envenenarles la vida con el desprecio, la condena y el reproche que la sociedad suele depararles, a mi modo de ver excesiva e injustamente: ya bastante tiene un fumador para sufrir.

       Como toda conducta humana, el tabaquismo es susceptible de juzgarse en términos morales, pero malamente es ésa la perspectiva que tiende a prevalecer, por encima de cualesquiera otras razones. Y la acusación más recurrente en estos términos procede de quienes, sin ser fumadores, dicen verse obligados a respirar el humo de quienes sí fuman. Es comprensible, esa acusación, y relativamente sencilla de remediar su causa: con algo de elemental sentido común, los fumadores y los no fumadores pueden estar siempre separados. Pero la supresión casi absoluta de las zonas de fumar ha llevado las cosas demasiado lejos, y es un indicio de la hipocresía o la esquizofrenia que priman en el supuesto cuidado de la salud pública: aunque también mate gente, y envilezca el trato social, y además genere múltiples violencias e incuantificables pérdidas económicas, arruine las vidas de las personas y sus efectos en la sociedad sean, en suma, más catastróficos que los que tiene el tabaco, el alcohol goza de una aceptación incomparable y está lejos de enfrentar semejantes histerias.

       Es triste, es cruel. No voy a prender un cigarro ahorita, pero qué ganas. Es, supongo, una causa perdida. Pero en este presente descabellado y cada vez más insufrible, quizá las causas perdidas sean las únicas que valga la pena defender.

J. I. Carranza

Mural, 22 de enero de 2023.

López Mateos

Cada día hábil he de verme en las mismas, como otros miles: un trayecto de ida y otro de regreso por la avenida López Mateos, por lo general en horas de gran afluencia de vehículos —aun cuando me proponga eludir esa saturación, casi siempre acaba alcanzándome—, y a veces también en días inhábiles, cuando por fuerza hay que tomar esa vía porque elegir otra lleva a un desvío excesivo o simplemente es imposible —y esos días inhábiles la aglomeración suele empeorar, supongo que debido a que la avenida es ingreso y salida de la ciudad—. De la Minerva al Periférico, a veces más para allá o más para acá, y desde que volvió a acelerarse el ritmo que había ralentizado la pandemia, los trayectos van sumando minutos sin que parezca que pueda ser de otra forma.

       Debo reconocer, antes de continuar, que cualquier queja de mi parte en este asunto queda de inmediato desactivada y es ridícula y odiosa por el hecho de que esa vivencia cotidiana de la avenida la hago en mi coche, solo, como un cretino egoísta que ha sido incapaz de organizarse con ningún colega para compartir el auto, reacio además a dar aventón, de tal forma que mi ir y venir de cada día agrega un vehículo más al caos, cosa que acaso podría evitar (no sé si la neurosis sea excusa suficiente para no hacerlo, creo que es mi caso, pero no voy a extenderme sobre ello). Al ver a las pequeñas multitudes de personas que esperan el camión, o que ya van a bordo, con todo lo que de torturante tiene en esta ciudad desventurada el uso del perverso sistema de transporte público que millones padecen cada día, cualquier estúpida incomodidad que yo experimente al ir en mi coche se vuelve insignificante y de pretender expresarla más me valdría callarme el hocico y dar gracias. Y pienso que lo mismo vale para cualquier otro automovilista particular: somos los que menos tendríamos que quejarnos.

       Y ahora voy a decir otra cosa que también puede sonar detestable —otra vez veo a la gente en la parada del camión, temprano, bajo la lluvia, y el camión que no llega, y cuando llegue va a venir atestado—: yo renunciaría al uso cotidiano del automóvil si el transporte público no fuera el horror que es, que siempre ha sido, el que sufrí toda la vida hasta que pude tener mi primer coche. Si tuviera la certeza de que voy a llegar a tiempo, de que el viaje será confortable y seguro —y ahora veo a la gente al mediodía, bajo el solazo, esperando el camión, que vendrá otra vez tarde y otra vez atestado, e irá jugando carreritas con otros camiones y con la muerte—. Así que voy y vengo en mi coche, principalmente, porque puedo hacerlo. Y pienso en cuántos de quienes esperan el camión bajo el sol o en la lluvia también lo harían si pudieran. Creo que esto, por deplorable que sea, es también muy obvio: el desastre diario de la movilidad de López Mateos tiene una causa evidente, que es el exceso de vehículos particulares, y este exceso se debe a la inexistencia de un sistema de transporte colectivo verdaderamente público, suficiente, confiable, seguro, cómodo, digno, práctico y accesible.

       Dicho lo anterior, lo cierto es que ese desastre es más desesperante en la medida en que uno cobra conciencia de que es a la vez víctima y culpable del problema. Peor que perder el tiempo atascado en un embotellamiento es la certidumbre de que esa pérdida, ese desperdicio de vida, tiene solución, pero no existe la voluntad de ponerla en práctica por parte de las autoridades en turno, que antes piensan en aprovechar para sacar tajada, medrando por la vía de afianzar «ideas» que terminarán beneficiando económicamente a unos cuantos coludidos (como un segundo piso: la mejor forma de que el embotellamiento se duplique). Qué ganas dan de ver a esas autoridades sudando en un camión a las dos de la tarde, con el coche descompuesto en el túnel, involucrados en un choque laminero o esperando a que avance la fila kilométrica para terminar de hacer en ochenta minutos lo que debería tomar sólo veinte; qué bonito sería ver a esas autoridades a pie por donde no hay banquetas, o en bici, jugándose la vida al lado de los tráileres enloquecidos, o con la camioneta arruinada en una inundación o esperando para poder cruzar de una acera a otra, con la criatura de la mano, sorteando los bólidos en una dirección y otra, ya tarde y con la angustia de quien sabe que ya no alcanzó a llegar… Etcétera.

       Por eso dan también ganas, en la consulta pública en curso —supuesta iniciativa del gobierno del estado para, supuestamente, dar con soluciones al problema en esa avenida—, de proponer ideas radicales o desorbitadas: que se vacíe la avenida para siempre, por ejemplo, y se excave en su totalidad, de tal manera que en su lugar corra un canal, desde la glorieta de Colón y hasta San Agustín, si acaso con algunas trajineras y lanchitas, para ir a pescar; que la vuelvan pista de baile, o pista de carreras de caballos, o una gigantesca pista de boliche; que sea poblada solamente por árboles, un enorme bosque alargado hecho con el silencio que quedará en lugar de la gente y de los coches y los camiones. En cualquier caso, aun las ocurrencias más descabelladas parecen más probables que las que deberían ponerse en práctica: lo que tendría que ser es, por lo general, lo último en lo que se piensa. O lo último que se tiene verdadera intención de hacer.

J. I. Carranza

Mural, 15 de enero de 2023.

Plagio

¿Qué tuvo que haber pasado? No parece complicado imaginarlo: ante la acusación de haber plagiado su tesis de licenciatura —un hecho absolutamente deleznable y deshonroso, pero además materia de delito, por mucho que sea un delito que ya ha prescrito—, la aspirante a presidir uno de los tres Poderes de la Unión, el que ha de velar por que las leyes se cumplan, tuvo que haber sido hecha a un lado automáticamente y su aspiración debió quedar suspendida en el acto; la maquinaria que estaba en movimiento para conducirla a ese sitial supremo tuvo que haberse detenido en seco, en pro de garantizar la institucionalidad y la respetabilidad absoluta que ese Poder tendría que detentar. Asimismo, y en razón de que la acusación estaba acompañada de evidencias incontrovertibles, pronto verificables por todo aquel que se hubiera propuesto corroborar por cuenta propia la ocurrencia del plagio (evidencias evidentísimas, digamos), la acusada tuvo que haber renunciado no sólo a sus intenciones de ser la juzgadora principal de la República, sino también a todo beneficio profesional y personal y político derivado de haber llevado una carrera fundada en un fraude —como hasta el momento parece indudable que ha sido, habida cuenta, para no ir más lejos, de que el director de la Facultad de Derecho de la UNAM ha declarado que ya llevan detectadas cuatro tesis similares a la que la acusada presentó para obtener su título—. Además, los partidarios del encumbramiento en cuestión, empezando por el titular del Ejecutivo federal, simpatizante de la encumbrada por razones flagrantes de conveniencia política, tuvieron al menos que haberse abstenido por completo de seguir impulsándola, dejando así a la Ley actuar para que tuvieran lugar las consecuencias lógicas del caso. Y la nación en su conjunto tuvo que haber experimentado ese sentimiento ya tan raro, y quizás tan inútil en nuestra realidad desesperada, que es la vergüenza.

      Pero las imaginaciones como ésta son un exceso cuando lo obvio o lo lógico se ha vuelto del todo improcedente, el Estado de derecho es una entelequia en la que resulta ridículo seguir creyendo y la mendacidad y el descaro han reemplazado a la legalidad y a la decencia al punto de que nos hemos olvidado de qué diablos eran y para qué podían servir. Y ya vimos lo que ha pasado: aun cuando el encumbramiento haya sido frenado, por lo pronto, en el último momento, el solo hecho de que haya estado tan cerca de producirse dice mucho acerca del formidable nivel de cinismo que hemos alcanzado, pues, por escandaloso que tendría que ser, el episodio en el fondo no llegará a tener ninguna repercusión real y, sobre todo, terminará resultándonos de lo más normal. Querer lo contrario —que la ministra renuncie, que pida disculpas, que su obstinado porrista de Palacio le dé la espalda en nombre de la honestidad con que hace gárgaras todas las mañanas, que los demás ministros la bajen de donde todavía está, que los legisladores se pronuncien y trabajen para evitar que algo así vuelva a ocurrir, etcétera— es pecar de ilusos. En México, querer que las cosas sean como tienen que ser es una fantasía y nada más.            

     Lo ocurrido tiene significados patentes y que no son novedad: que la conveniencia política está por encima de la honestidad, por ejemplo, y también que más allá de la solvencia moral importa profesar lealtad incondicional. Tampoco será insólito (qué es insólito ya en este país) el hecho de que el episodio salga pronto de nuestro interés, como seguramente sucederá: vivimos orillados al olvido rápido, pues enseguida nuestra aturdida atención se verá sobresaltada por un nuevo desfiguro, una nueva tropelía, por la próxima bajeza o la siguiente estupidez que nos aguarda a la vuelta de la esquina, por los inevitables miserables que también nos atarearán para nada, como no sea para hastiarnos —a veces pienso que ésa es una estrategia maestra del discurso oficial, la recurrencia incesante de la sandez y la hipocresía que cuajan cada mañana en las mismas invectivas, en las mismas cretinas excusas (la comparación machacona con el pasado), en los mismos aspavientos y sus risitas sarnosas, en las mismas afirmaciones celebratorias de la propia probidad del movimiento y su líder («No somos iguales»), a fin de acabar produciendo un estado de embotamiento generalizado e irreversible.

      Cada inicio de semestre, les advierto a mis alumnos que la única razón por la que he llegado a reprobar a alguien, dos estudiantes en cerca de veinte años, es el plagio. Es, creo, algo tan degradante, tan humillante, tan indigno —y tan indignante—, que me parece que despoja de todo sentido y todo propósito a quien pretende servirse de él para salir del paso. El plagiario, además de ratificar su ineptitud o su haraganería, lo que hace es manifestar un enorme desprecio por la educación, por el conocimiento, por sus profesores, por sus compañeros. Habrá quien lo reconvenga diciéndole que, al querer pasarse de listo, en realidad está haciéndose tonto, pues no aprende lo que debería; sin embargo, no estoy tan seguro de que eso lo excuse: más bien es que está probando su naturaleza de estafador, y cómo así puede abrirse camino impunemente. Por eso hay que pararlo sin miramientos. De lo contrario, puede llegar a presidir la Suprema Corte de Justicia.

J. I. Carranza

Mural, 8 de enero de 2023.

Propósito

«Está usted llegando a Puolanka. Todavía puede dar la vuelta». Las horas ociosas de zapping en estos días me obsequian con un breve reportaje, en la televisión alemana, acerca del pueblo finlandés que ha descubierto en el pesimismo la mejor posibilidad para tener un futuro. Con una población principalmente compuesta por mayores de 60 años, el lugar va quedando cada vez más desolado en medio de la inmensidad de los bosques, y hasta hace poco no parecía que nada fuera a evitar su extinción. Sin embargo, al contrario de lo que suelen hacer ahí los jóvenes, que es largarse en cuanto tienen oportunidad, dos decidieron quedarse y fundar la Asociación de Pesimistas de Puolanka. Además de abrir un café donde se reúnen a tramar los peores escenarios, la adopción de esta actitud vital les condujo, se diría que de modo inevitable, al ejercicio del humor, materia prima con la que empezaron a producir videos burlándose de su negro destino, para así ganar notoriedad en internet, luego atraer turismo y, finalmente, despertar el interés de posibles nuevos habitantes que descubren que no está tan mal disfrutar de una densidad de población de una persona por kilómetro cuadrado. 

       ¿Puede quejarse un pesimista cuando las cosas no salen como pensaba? Si falla en sus vaticinios, ¿no está de todos modos fracasando, que es lo que siempre esperó? Parece ser que los pesimistas del mundo tenemos por lo general pocas posibilidades de ver concretadas nuestras más agoreras visiones. A demostrarlo ha dedicado considerables esfuerzos Steven Pinker, autor de libros sumamente útiles para desmentir a quienes descreen de los avances de la justicia, la libertad, la felicidad y la razón en este viejo mundo. No siempre es sencillo estar de acuerdo con Pinker, acaso porque el pesimismo a veces parece ser una parte constitutiva del propio carácter y deshacerse de él es como mocharse una pata; por lo mismo, y porque ahora mismo no es mi asunto, sólo lo dejo mencionado como un tenaz combatiente de todo relato que afirma la proximidad horrorosa de la catástrofe. Pero el caso es que, como lo comprueba el caso de Puolanka, hay ocasiones en que la sola forma de escapar del desastre es abrazándolo. Tal vez así sea como convenga dar estos primeros pasos en este 2023.

       Las mismas horas ociosas ante la tele me llevaron a recordar los recuentos de lo ocurrido en el año, que hace mucho tiempo producía Abraham Zabludovsky. Será porque no disponíamos entonces de los resúmenes con que hoy nos vemos bombardeados (aun sin que se lo pidamos, por ejemplo, las redes ya estuvieron recopilando los álbumes y las listas de todo lo que hicimos, vimos, leímos, tragamos, oímos, etcétera), pero aquellas condensaciones de las noticias más destacadas eran más que apreciables —y estaban muy bien narradas, pienso yo: ¿qué se habrá hecho Abrahamcito?—. Es posible que una de las consecuencias más insidiosas que ha traído consigo la aceleración de la vida en todos sus órdenes, en las últimas décadas, haya sido la progresiva incapacidad para la memoria, y creo que ello se advierte en la fugacidad de los anuarios en línea que no alcanzan a capturar la densidad de lo vivido. Por lo mismo, al estar dándole vueltas a la necesidad o a lo superfluo de hacerse propósitos para el año nuevo (en serio que estos días los he tenido repletos de horas ociosas), llegué más o menos al siguiente razonamiento —y me animo a compartirlo en la esperanza de dar con al menos algún lector tan ocioso como yo, tanto como para que ahora mismo esté leyendo el periódico este domingo, el más inhábil de todos los días del año.

       Es esto: buena parte de los males remediables a nuestro alcance derivan, por encima de cualquier otra razón, del descontrol de la velocidad que llevamos. O la velocidad, más bien, a la que somos obligados por los espejismos que generan incesantemente los medios que utilizamos para comunicarnos y para informarnos. La perversa imposición de la urgencia como razón de ser de todo lo que hacemos y todo lo que queremos. Los jóvenes de Puolanka, ansiosos de sumergirse en una vida que imaginan vibrante y exultante, han sido capaces de dejar desierto uno de los paisajes más hermosos que existen, y sin embargo ahora mismo hay quien, para su fortuna, está redescubriendo ese paisaje, con todo su tiempo y su calma y su silencio, de tal manera que hay esperanza de que algo vuelva a crecer ahí. No sé si me explico.

       Y es que, en estos días, además de ver y extrañar cosas en la tele, también me dio por practicar, a conciencia, a fondo, a costa de dejar a un lado todo el vértigo insulso de redes y mensajerías y demás, los dos verbos con los que armé el propósito que digo: caminar y leer. Con el primer verbo, recuperar la velocidad a la que conviene ir para que las impresiones del camino se fijen en la atención y en la memoria lo suficiente como para que el camino tenga sentido: para no ser uno mismo un mero borrón irreconocible. Y con el segundo, resguardarse cuanto sea posible ante el barullo y la necedad, salvarse del desperdicio de la propia vida que supone prestarle tanta atención a los miserables y a los imbéciles. Ambos verbos son, también, propicios para la memoria, y, en última instancia, para el mejor pesimismo: el que trabaja convencido, en el fondo, de que todo va a salir bien. ¡Feliz año!

J. I. Carranza

Mural, 1 de enero de 2023.

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