Autor: Verónica Nieva (Página 4 de 18)

Cool

Leí el breve artículo donde una colaboradora de Time Out celebra algunos atractivos de la Colonia Americana, básicamente bares, cafés, galerías y la plaza del Expiatorio. También menciona las artesanías que se venden en el camellón de Chapultepec, más bares, y finalmente el Festival Internacional de Cine (razón por la que recomienda venir en marzo). Son tres párrafos rápidos, entusiastas, surtidos con hipervínculos para que el lector complete la información visitando las páginas web de los lugares descritos. El artículo encabeza el listado que la publicación hizo con los 51 vecindarios más cool en el mundo. No se dice explícitamente —no queda claro si los vecindarios están presentados en orden de importancia—, pero, al figurar con el número 1, lo que se entiende es que la Americana está por encima de todos los demás (el número 51 es una colonia de Puerto Vallarta, pero esa distinción ya nadie la peló).

      En la introducción del listado, los editores de Time Out explican que, como cada año, encuestaron a miles de habitantes de ciudades de todo el mundo, y que combinaron los resultados con «aportaciones de expertos de nuestra red global de editores y escritores locales». El término cool es algo problemático, estaremos de acuerdo: suele traducirse al español como «genial», pero no es precisamente eso. ¿«Chido» sirve? ¿«Padrísimo»? ¿«Chingón»? No lo creo: tal vez no dispongamos de un equivalente exacto, y, sin embargo, me parece que no es muy difícil hacerse una idea de lo que significa. Con todo, se agradece que los editores precisen qué fue lo que se propusieron identificar: lugares «increíbles», propicios para la cultura y el ocio, con vida animada, accesibles, etcétera. Al final afirman: «Son excelentes áreas para vivir, visitar y quedarse. Son lugares que mezclan lo mejor de la vieja y la nueva escuela. Los lugareños los aman, y tú también lo harás».

      Evidentemente, ni los editores ni la redactora del artículo se han resbalado nunca al pisar una vomitada afuera de una cantina en Chapultepec.

      Lo cierto es que no tengo razones valederas para objetar las recomendaciones del artículo: para empezar, no conozco la mayor parte de los antros que mienta (lo siento, ya jamás voy a conocer nada parecido: si algún sentido tiene envejecer es dejar de correr el riesgo de meterse a cualquier pocilga). Pero, además, creo que fue escrito con sincera admiración, a partir de los méritos que la redactora le encontró a la Americana. Después de todo, las guías de viaje se hacen así, centrándose en lo bonito, lo divertido, lo que le resulta asombroso al explorador. Al consultar una guía, un turista quiere encontrar resúmenes emocionantes que le faciliten dar con los puntos más interesantes del lugar, para conocerlos en el tiempo limitado de que dispone y de acuerdo con su presupuesto. Una reseña como ésta no es una valoración crítica que contemple aspectos históricos, sociológicos, económicos, etcétera. Y, ultimadamente, el periodismo que se ocupa del ocio (viajes, gastronomía, diversión) tiene un amplio margen para fabricar ilusiones con la materia prima que le suministra la realidad. No mentiras, quiero ser claro; pero sí anhelos, ensoñaciones, fantasías. Así que creo que la elección de Time Out no es atacable, ni mucho menos. ¿Habrá habido, como se ha dicho, un «cabildeo» por parte de empresarios y funcionarios con intereses en la zona para conseguir la mención tan honrosa en este ranking? No creo que vayamos a saberlo, pero tampoco importa demasiado: a fin de cuentas, si fuera el caso, hay estrategias de promoción turística más torpes y menos redituables, como pegarle calcomanías con el nombre de Jalisco al casco de Checo Pérez.

      Lo que sí es preocupante es lo que puedan hacer —o dejar de hacer— quienes se cuelgan este «logro», empezando por el Alcalde Lemus (tan cool, él), a quien le encantan estos alardes, que siempre aprovecha en favor de su propio prestigio. Cuando cundió la noticia de que la Colonia Americana era considerada como poco menos que el paraíso en la Tierra, la reacción natural de los tapatíos fue descreer y burlarnos. ¿Con la inseguridad imperante, tanta robadera y tanta matadera? (Se vería rara en Time Out una foto de la Glorieta de los Desaparecidos). ¿Con los cerros de basura, el desmadre insoportable, las rentas de locos, la imparable gentrificación, la proliferación de torres estúpidas y vacías, el abandono desvergonzado de la infraestructura, la constante destrucción del patrimonio arquitectónico, con tanto maldito tráfico y contaminación…? Que, de un tiempo para acá, hayan brotado por doquier cafecitos pretensiosos con meseros mamilas no compensa todo eso. Así que no nos lo íbamos a tomar en serio.

      Pero el peligro es que esta declaratoria sirva como pretexto para que se deje de trabajar en la mejoría de las condiciones de vida de la zona… y de toda la ciudad, de una vez: si ya Guadalajara puede presumir que tiene la colonia más maravillosa de la galaxia, ¿de qué nos quejamos? Con semejantes porras, los políticos pueden sacudirse las manos, decir «¡Misión cumplida!», desentenderse y pasar a otras cosas (por ejemplo, su propia carrera), con lo que ello puede repercutir en la asignación de recursos y la vigilancia de que se haga todo lo que hace falta y siempre urge —y que a lo mejor no es tan cool.

J. I. Carranza

Mural, 16 de octubre de 2022.

David

El último artículo que David Huerta escribió para el periódico El Universal, y que envió a su editor un día antes de morir, era la alegre celebración de un nuevo libro sobre la poesía de Luis de Góngora, a quien tenía como referente principalísimo: «En opinión de unos cuantos lectores, entre los que me cuento, leer los poemas del cordobés Luis de Góngora y Argote (1561-1627) es una de las experiencias por las que la vida vale la pena de ser vivida». El penúltimo artículo, publicado en el mismo periódico el 22 de septiembre, fue una encendida defensa del escritor Guillermo Sheridan, vilipendiado por la rabia del Presidente de la República. «Unhombre poderoso», escribió entonces el poeta, «se afana en insultar y descalificar a un individuo cuyo solo instrumento de trabajo, la pluma proverbial, no debería molestarlo en absoluto».

      Creo que las motivaciones de uno y otro artículo sirven bien para resumir el talante de David: por una parte, el valor supremo que concedía a la poesía como la inteligencia mejor de lo que somos y lo que hacemos aquí; por otra, la necesidad irrenunciable de pronunciarse ante los excesos del poder. En ambas caras de la misma moneda vital están las palabras, y para qué nos sirven quedó expuesto, de modo conmovedor y memorable, en el discurso de David al recibir el Premio FIL en 2019, titulado «El mejor poema del mundo». Dijo entonces de la poesía que es «espejo de todo contrapoder»; del poema, que es «el opuesto perfecto del obtuso, lerdo y estéril monólogo del poder»; del arte, recordando a Joseph Conrad, que su propósito es «hacerle la más alta justicia al universo visible, iluminando la verdad diversa que subyace en cada fenómeno, en cada presencia. Justicia, ley: en el centro, el brillo fecundo de la verdad».

      (Caigo en la cuenta de que éste es uno de los artículos que más trabajo me han costado; lo he empezado y deshecho varias veces, estoy seguro de que no he dado con el tono que quiero —e ignoro cuál podría ser ese tono—, me asedia el temor de no hacerle justicia a David y me pregunto, después de todo, qué necesidad hay de mis palabras luego de las muchas con que muchos, apenas se supo de su muerte, se sintieron llamados a expresar el inesperado sentimiento de orfandad que se cernió sobre nuestros días. ¡Qué cantidad de vidas tocó David, cuánta gratitud y añoranza! Y qué impresionante pensar en todos los amigos que lo somos gracias, principalmente, a la intermediación de este hombre que pasó por nuestras vidas, tal vez como profesor, como editor, como lector… Pero, bueno, espero que unas palabras más alentadas por esta gratitud no estorben, y me anima pensar que David, con su generosidad inmensa, sabría disculpar mis vacilaciones).

      Admirable en los caminos que supo abrir para la poesía —la que él escribió, una obra capital en el orbe de habla hispana, pero también la que nos dio a entender a través de sus ensayos y en el prolongado ejercicio de su magisterio—, David Huerta fue también ejemplar en el cumplimiento de la responsabilidad cívica que asumió desde muy joven, como combatiente de primera línea y como voz de las causas que más importan y urgen —entre el 68 y Ayotzinapa, y hasta ahora, firme y valiente al plantarle cara a la farsa siniestra que, desde Palacio Nacional, nos acerca cada vez más el abismo.

      Estos días he estado recordando una muestra de la singular forma de resistencia o disidencia que le tocó en suerte, cuando tácitamente se volvió un poeta proscrito por el régimen, ese régimen que David pronto había empezado a criticar apenas iba mostrando su cara real: justo en aquella edición de la FIL en que recibió el premio, me di una vuelta por el stand del Fondo de Cultura Económica, institución ya para entonces obsequiada al capricho del comisario encargado de destrozarlo (es voluntad del régimen que no quede rastro del pasado adversario, aun cuando ello suponga llevarse entre las patas una institución señera de la cultura mexicana, como ha venido sucediendo con el Fondo). Al contrario de lo que me imaginé, no estaban a la vista los dos magníficos volúmenes de La mancha en el espejo, la reunión de los poemas que David escribió entre 1972 y 2011; pero al fin los hallé, arrumbados en un rincón, con lo que me pareció desdén o saña. La poesía del autor laureado en la Feria se había ocultado del alcance de sus lectores. Y no creo que fuera casualidad.

      (Veo, también, que me acerco a las líneas finales y quedo sin decir mucho de lo que querría: tal vez me lo ha impedido la tristeza, o bien el estupor de no saber qué hacer con esta ausencia. Recuerdos maravillados de conversaciones, sobre todo, en Guanajuato, en Taxco, en la Ciudad de México, aquí mismo. Y, siempre, en esas conversaciones, lecciones imprescriptibles: de literatura, de amistad, de entereza moral ante la injusticia y, más que de repudio a la estupidez, de búsqueda de la belleza, de la sabiduría, de la felicidad y del amor. Y el aprendizaje sostenido en la lectura de sus libros: ahora mismo tengo al lado Las hojas, que reúne los ensayos que mensualmente publicó, a lo largo de diez años, en la Revista de la Universidad de México, acaso el acceso óptimo a su comprensión de la poesía. Pero ahora debo terminar, de cualquier modo, así que lo hago sólo declarando: qué fortuna haber estado en su órbita).

J. I. Carranza

Mural, 9 de octubre de 2022.

El escritorio

¿Importa que sea un desbarajuste el escritorio donde trabaja el Presidente? No, no importa. Aunque las razones de que se mostrara ese espacio, así como las reacciones que buscaba provocar esa imagen, sí revisten algún interés para continuar completando, en la medida de lo posible, la comprensión de este tiempo disparatado.

      Pero vayamos por partes. Todo empezó con alguno de los temblores que hay todos los días en este país espantado (¿Cuántos llevamos? Yo ya perdí la cuenta: estuvo el del 19 de septiembre, que a todo mundo sobrecogió porque la fecha fatídica le imprimió un carácter más aterrador, por lo inverosímil: no nomás corremos el riesgo de morir aplastados, sino además todo parece indicar que los dioses nos odian. Luego hubo otro, ¿el miércoles? Más o menos a la misma hora, creo recordar, pero sólo lo creo porque también hubo uno más, ¿el viernes?, ¡y otro u otros dos alguna madrugada de éstas, cuando despertamos porque la cama se zangoloteaba y tuvimos que ver —vernos— a todos los vecinos en pijama y en calzones! ¿Y ya, fueron todos?). Acaso porque creen que así conviene a su prestigio, o bien porque temen que todo mundo sospecha siempre de su holgazanería y su incapacidad de respuesta, a los políticos siempre les ha encantado salir retratados, dizque casual u oportunamente, en actitud de estar trabajando. López Portillo, por ejemplo, se llenaba a propósito las botas de lodo cuando iba a inaugurar una obra, y salía sudoroso y con las patillas despeinadas, como si él hubiera cargado los costales de cemento. O hay una foto de Lázaro Cárdenas metido en un chiquero, rodeado de puercos, como si estuviera escogiendo uno para las carnitas de ese día. Bueno, pues especialmente en casos de emergencia, no basta con saber qué órdenes da el Presidente, sino que además hay que verlo supuestamente dando esas órdenes. Así que eso quiso: una foto como Hombre al Mando.

      Y la foto lo mostraba en un rincón tilichento, desordenado, incómodo (no se ve que pueda estirar las patas a gusto), con varios elementos llamativos —ni modo, es el Presidente, uno se imaginaría que hay en Palacio al menos alguien que sacude o levanta los vasos para lavarlos, alguien que riega las plantitas—: papeles y libros amontonados, una computadora de color exótico con post-its pegados (o sea que no sabe usarla), alguna artesanía, un retrato de Madero, una jícara… Pronto, al difundirse esa imagen, los leales defensores de López Obrador adujeron, y con razón, que siempre ha habido espíritus ilustres que no se distinguen precisamente por pulcros y cuyos espacios de trabajo son caóticos: Einstein sentado detrás de una montaña de papeles, o Monsiváis en su muladar de libros, periódicos y gatos, con el sillón destripado. Un paseo por Pinterest puede brindar incontables ejemplos más. Y habría que pensar, también, en lo que cada quien tiene y hace. Yo, por ejemplo, no tengo cara para criticar al Presidente si en mi escritorio hay un cerro de libros que debieron volver a sus libreros hace meses, además de los ceniceros sin vaciar en varios días, una revoltura de papeles, cuadernos, lápices sin punta, marcadores secos, plumas inservibles, cables, clips, moneditas, por lo general la taza del café del día anterior… (También en Pinterest he ido haciendo una colección de imágenes de escritorios ordenados: algún día me lo propondré en serio).

      Ahora bien: lo cierto es que, al tratarse de espacios privados, necesariamente hay una correspondencia entre su configuración y lo que hay en la cabeza de quienes los habitan. En el caso del escritorio de López Obrador, por ejemplo, parece significativo que tenga al menos tres reproducciones de sí mismo rodeándolo: dos fotos y un monito. Pero, más allá de eso, también es cierto que lo que se ve no revela nada sorprendente ni nuevo: los libros y los papeles hacinados se parecen mucho a sus improvisaciones discursivas en las «mañaneras», cuando brinca de un asunto a otro, trae a cuento datos históricos —que muchas veces no vienen a cuento—, se acuerda de alguna anécdota, suelta algún chiste rancio y sin gracia o algún sarcasmo o algún refrán… Vamos, que así como ese despacho desorganizado, empolvado, lleno de cosas inútiles, sin gusto, tristón, ha de estar amueblada la cabecita del Presidente. Pero eso ya lo sabíamos.

       No importa, pues, lo que se ve en la foto. Pero sí importa que parezca importar. Quiero decir: entre tantos y tan acuciantes asuntos de la vida del país, la exhibición de lo que políticos y funcionarios hacen busca concitar nuestra atención siempre y sólo en beneficio de su proyección mediática, y aunque esto no es en absoluto nuevo, sí es de temerse que estará ocurriendo cada vez más. Trátese de Marcelo Ebrard poniendo a bailar a Evo Morales, de Claudia Sheinbaum cantando porquerías o de Enrique Alfaro dizque yendo a visitar al Papa (¡válgame!), el imperio de la frivolidad se expande formidablemente a través de redes y medios que antes no había. Y eso es garantía de que estaremos ocupándonos cada vez menos de lo verdaderamente urgente, grave, alarmante o fundamental. Ahora mismo dudo si este artículo a partir del desmadre que tiene López Obrador en su escritorio es justificable o prescindible.

      Creo que será mejor que agarre el plumero y me ponga a sacudir y a arreglar tantito mi propio escritorio.

Mural, 25 de septiembre de 2022.

De fantasmas

No llegué a conocer al tío Haro. Murió dos años antes de que yo naciera, y sólo dispongo de una fotografía donde aparece con un traje oscuro, sentado, con expresión de azoro cansado o de aturdimiento. Su rostro recuerda el de los últimos tiempos de John Huston, pero con el pelo negro y sin barba, y el peso de los hombros y la boca entreabierta sugieren un abatimiento irreversible. Tengo también un puñado de anécdotas en las que figura avejentado por el Parkinson, como un comerciante mezquino (vendía medicinas, y tenía la costumbre de remover una gragea de cada tubo para rellenar otros y sacar así más ganancia) o como un marido celoso. Su semblanza triste la redondea el hecho de que no podía tener hijos, cosa que lo amargaba. El vacío del que procedía —nadie sabe de dónde era, cómo conoció a mi tía, por qué se casaron— se comunica con el vacío en el que reingresó a su muerte: poco menos de un año después, mi tía se casó con un hombre alegre y entrañable, tuvieron dos hijos, no hizo falta que del tío Haro quedara más que el olvido y aquella fotografía en blanco y negro, que no sé por qué conservo.

      No llegué a conocer al tío Haro, pero a menudo me encuentro con él. En la calle, haciendo fila en el banco, en un café.

      Para desdicha de nuestra imaginación, es tan fácil creer en fantasmas como dejar de creer. Aunque toda aparición sea susceptible de explicarse, podemos preferir la versión sobrenatural. Pero también podemos colocarnos del otro lado de la credulidad: todo quedará claro una vez encajadas las causas. Nuestra imaginación se encuentra sujeta a la voluntad, y eso empobrece la calidad de nuestras estupefacciones, a la vez que quita mérito a toda agudeza racional que pongamos en práctica para evitarlas.

      En el fantasma del tío Haro he elegido creer y no creer al mismo tiempo. Encuentro improcedente la posibilidad de la metempsicosis, porque es absurdo que un alma escoja para seguir deambulando un recipiente idéntico al que ha abandonado, y en especial un recipiente como éste, igual de flaco y desgarbado y deslucido que el original, un cuerpo que es permanente desplome, al que el traje le pesa tanto como el ánimo. Una transmigración así sólo podría ser un castigo, y ante la desolación que nimba la foto del tío Haro pienso que ya tuvo suficiente con lo que pagó en vida —si algo correspondía que pagara, no soy quién para saberlo—. ¿O será que sólo decidió omitirse de la existencia que llevaba? Al modo de Wakefield, el protagonista del cuento de Hawthorne: un hombre que abandona su vida, se muda a una calle de distancia y observa desde ahí cómo aquella vida transcurre sin él. En el caso del tío Haro, esa conjetura está estorbada por el problema de la edad: de tratarse del mismo hombre, debería tener unos ciento diez años, y no los sesenta que aparenta. No obstante, creo en él como fantasma. No tengo más remedio. Ayer volví a verlo: las manos en los bolsillos, a paso calmo, como impulsado por su propio desaliento.

      Al lado de esta certidumbre ocupa su lugar la contraria, acorde al orden natural de las cosas: todo consiste en un parecido asombroso entre dos hombres separados por el tiempo y por la muerte de uno de ellos. Estamos sobrados de razones para todo, aunque a veces parezcan escasear bastará algo de empecinamiento para dar con ellas, pero por lo general vienen ya envueltas taimadamente en nuestros desconciertos y nuestros estupores: sólo hay que esperar a que éstos se disipen. De acuerdo: el hombre en el que he creído reconocer al tío Haro es apenas la reproducción fiel de éste. Pero ¿por qué se repitieron precisamente estos rasgos, esta complexión, este aire vencido e incluso este atuendo? Ambos con esa expresión vagamente perpleja de quien está siempre en retirada, borrándose, sin saber muy bien qué deja atrás.

      El hombre que ayer vi cuando salía de un Oxxo no envejece. De ser un fantasma, no hay mayor misterio: habrá de conservar el mismo aspecto hasta el final de los tiempos, o hasta que prescriban las cuentas pendientes que no lo dejan irse. Pero, si no lo es, ¿por qué no ha sufrido ningún deterioro? No sé gran cosa de vampiros, pero que ande a plena luz del día desaconseja esa explicación; además, alguna vez lo he visto entrar al templo de La Soledad. Siempre solo, quizá sea un solterón o un viudo, o simplemente un individuo inepto para sostener vínculos. Sospecho que vive en una casona del rumbo. No lo he visto salir de ahí, pero no me extrañaría: como si la casa, por las mañanas, lo produjera, y en las noches lo admitiera de regreso para hacerlo desaparecer. Debe de ser rico, o al menos estar lo bastante desahogado como para permitirse los paseos largos y los largos ratos sin hacer nada en el café. Confieso que he llegado a seguirlo de cerca para detectar algún temblor que delate el Parkinson: sin resultados.

            Yo entiendo que, al hallarse así anclado en sí mismo, este hombre termina de ser idéntico al tío Haro (o termina de ser él) porque los dos están fuera del ilusorio presente. El tiempo constantemente está deteniéndose, sólo que no siempre sabemos percatarnos. Lo demuestra la fotografía del tío Haro y su reproducción ambulante, este hombre del que únicamente puede decirse que está vivo porque anda por la calle, a salvo ambos de que el tiempo prosiga y se los lleve.

Mural, 18 de septiembre de 2022.

Fascinación

«Los comunistas británicos han llamado a la abolición de todos los poderes e instituciones de la monarquía tras la muerte de la reina». Un poco hastiado de navegar en el mar de lamentaciones monocordes que inundó la prensa internacional desde el mediodía del jueves, el viernes por la mañana di con la edición del Morning Star, periódico rojísimo de Londres que funciona como una cooperativa sostenida por sus lectores («No puedes comprar una revolución, pero puedes apoyar al único diario británico que lucha por una»). Desde luego, su portada omitió toda alusión a la muerte de Isabel II y prefirió destacar como contenido principal una acuciosa e implacable crítica a la política energética de la nueva primera ministra, Liz Truss. Adentro, sin embargo, estaba esa nota que empecé citando: «En una declaración, el Partido Comunista ha dicho que Elizabeth Windsor murió “dejando el reino que gobernó más pobre, con mayores disparidades en riqueza e ingresos, especulación obscena y evasión de impuestos, y con sus agresivas actividades imperialistas en pleno desarrollo, incluida una guerra por el poder en Europa”».

      Luego, por no dejar, fui a asomarme al sitio web de Granma, el legendario órgano del Partido Comunista Cubano, que informaba: «Decreta el Presidente de la República duelo oficial en Cuba».

      Por súbita que fuera, no puede decirse que la muerte en Balmoral haya sido inesperada. Que se lo pregunten al nuevo rey, que habrá pasado bastantes añitos frotándose las manos (¿qué le pasa en las manos, por cierto, que tiene los dedos tan alarmantemente hinchados? ¿Está enfermo, o es el fruto de nunca haber usado esas reales manos para ningún trabajo?). No obstante, resulta asombroso el efecto de esquizofrenia global que se desencadenó, dividiendo tajantemente al mundo entre quienes se entregaron a la lloradera y quienes aprovecharon la ocasión para cobrar viejas cuentas. Con razones o sin ellas, unos y otros, pero de modo incontenible en ambos sentidos. ¿Tan querida y tan odiada era y es la soberana finada? No parece seguro: más bien es que se le ocurrió morirse en el tiempo de las comunicaciones vertiginosas, cuando cualquiera con una conexión al alcance se siente llamado a manifestar enseguida su estridente sentir.

      Entre la locutora de una estación de radio en México que se puso a moquear al aire, estorbada por la conmoción, como si se le hubiera muerto la abuela, y los argentinos exultantes que destaparon al aire una botella de champaña para festejar de modo deliciosamente procaz (no he vuelto a hallar el video, parece que alguien lo tumbó: lástima, porque era una joya redonda de la invectiva), la producción imparable de memes logró un agradecible equilibrio entre los desolados y los rencorosos. El sentido del humor siempre nos regresa a ver las cosas con perspectiva. Pero, aun así, las reacciones exhibidas sugerían una suerte de alucinación colectiva que, para hablar del caso mexicano, acaso revele mucho de lo que somos.

      Quiero decir: ¿de verdad tanto nos importaba la reina, o todo es consecuencia de haber vivido expuestos, por generaciones, al bombardeo de la prensa rosa, con su profusión de historias predecibles y por lo general insulsas? Una tuitera observó que semejante fascinación es consecuencia de haber pasado tantas horas leyendo la revista Vanidades en el baño. Será eso o, como me inclino a pensar, más bien se trata de una pulsión monárquica reciamente incrustada en la psique nacional, desde el tiempo de los tlatoanis, pasando por el de los virreyes y el de los dos emperadores, el Porfiriato, luego los gobernantes omnímodos y todopoderosos que nos legó la Revolución y hasta hoy, cuando la nación se goza en regirse desde Palacio Nacional. Acaso lo que creemos tener de republicanos sólo opere en una dimensión meramente nominal, si no es que decorativa, y más bien nos aferremos subrepticiamente a la querencia por el poder absoluto reconcentrado en un individuo elegido por los dioses y por tanto digno de toda veneración y toda obediencia.

      Una vez, hace años, conversaba con un holandés y la plática era tan tonta que me condujo a preguntarle cómo les iba con su reina. Se le iluminó la cara y empezó a cantar sus alabanzas. Tal vez me cayó gordo verlo tan satisfecho (y estábamos en Ámsterdam, además: todo bonito, limpio, lleno de bicicletas y arroyitos, todo muy sangrón), así que lo interrumpí: «Pues nosotros», le dije, pensando en el Cerro de las Campanas, «al último monarca que tuvimos mejor lo fusilamos». El súbdito de Beatriz —la reina en ese entonces— me miró con horror y la plática por fin terminó. Siempre me he arrepentido de esa salida: ¿él qué culpa tenía de mis revolturas presuntamente patrióticas?

      Lo cierto es que la atención que le dispensamos al asunto tiene mucho que ver con nuestra conformación histórica. Han circulado estos días los recuerdos de las visitas que Isabel II hizo a México, flanqueada por un sudoroso Echeverría (¿no que muy rojo?) o por el inane De la Madrid, pero sobre todo expuesta a la adoración de multitudes que la vitoreaban en los desfiles en coche descubierto, como sólo se ha visto que sucede con los papas (otra especie de autócratas que nos encanta agasajar). ¿Y si nos ponemos de acuerdo con los comunistas británicos para que nos manden a la monarquía para acá, de una vez?

Mural, 11 de septiembre de 2022.

Urgencia

Empezaba agosto, o todavía no acababa de terminarse julio, y ya habíamos descubierto, en una plaza comercial, el primer puesto de chucherías patrias: banderitas, cornetas, rehiletes tricolores. No se nos hizo muy raro, o al menos no tanto como ver, un par de semanas después, que en el supermercado ya tenían pan de muerto. A mediados de agosto. Ignoro si esto ocurrirá sólo en los supermercados y si las panaderías tradicionales también ya estarán así surtidas. Voy a ir a revisar.

      (Dicho sea de paso, en lo tocante al pan de muerto nada tengo contra su venta anticipada; al contrario, si por mí fuera, deberían venderlo todo el año, en todos lados, en sus presentaciones más conservadoras y también en las más audaces, relleno de chocolate o cajeta o crema pastelera; lo mismo pienso de las empanadas de cuaresma y de las roscas de Reyes. En ninguno de los tres casos tiene sentido esperar a que el año dé la vuelta. O lo tendrá, supongo, sólo en virtud de una mercadotecnia tal vez ya un poco caduca: supeditar la oferta a la ocurrencia de determinadas fiestas sólo termina por privarnos de esa oferta a quienes igualmente la disfrutaríamos aun cuando las fiestas no nos importen gran cosa. Entiendo que piensan lo mismo quienes hallan deleitosa la cerveza Nochebuena, por cierto, según reportes de felices tuiteros, ya también disponible desde finales del mes pasado).

      Ya nos resultó francamente excesivo, algunos días después, encontrarnos con que una tienda departamental había dispuesto un amplio surtido de arbolitos, luces, santacloses, renos y demás: gigantescos abetos artificiales, decorados con colores más bien repulsivos y chillantes (parece que la temporada viene recargada con tonos rosas, morados, azul turquesa y verde gargajo), series de foquitos y monigotes para el techo, millones de esferas, etcétera. Nos miramos con azoro, y yo guardé la fecha: fue el jueves 25 de agosto, cuatro meses antes de Navidad. Ya no nos pareció tan extraño ver poco después, en esa misma salida, en una papelería, el anuncio de que tenían a la venta agendas 2023.

      Ante todas estas señales de ansiosa anticipación del futuro, yo he tratado de explicarme por dos vías lo que sucede —porque algo debe estar sucediéndonos como sociedad: no es nomás que al gerente de la tienda se le haya ocurrido sacar el inventario navideño, o que al panadero del súper le haya dado la gana ponerse a hacer pan de muerto—. Para la primera vía dispongo de esta metáfora: hace poco, al prender el coche por la mañana, sentí que el pedal del freno no bajaba, y pronto hallaron la causa en el taller: se había roto la manguerita que sale del depósito del líquido de frenos. Pero lo importante es esto: para llegar al taller, a unas cuadras, tuve que irme muy poco a poquito, pisando el freno con todas mis fuerzas (algo alcanzaba a agarrar), y quién sabe qué pasó que el motor fue acelerándose cada vez más, como si el coche quisiera zafarse, liberarse, salir volando. Llegué al taller aterrado.

      Algo así me imagino que nos ha sucedido con la pandemia. Tras las restricciones de movimiento impuestas por los confinamientos, al principio, y enseguida por el temor al contagio, una vez que nuestra aprensión empezó a ceder (razonablemente o no) nos vimos ávidos de recuperar el tiempo perdido y eso ha conducido a una aceleración descontrolada de los ritmos, en todos los órdenes de la vida, especialmente en los núcleos urbanos. Ya alguna vez observé aquí cómo, en el reingreso a la «presencialidad», las calles parecían llenas de locos furiosos lanzados a toda velocidad de un embotellamiento al siguiente. Como mi pobre coche, luego de ir frenándonos todo ese tiempo acabamos revolucionados de más, tanto como para que ya estemos viviendo las fiestas patrias, Halloween (ésa me faltaba: ya hay fantasmitas y calabazas por doquier, y una vecina incluso empezó a colgar sus adornos esperpénticos), el Día de Muertos, Navidad y Año Nuevo, todo junto al mismo tiempo.

      La segunda explicación a mi alcance se relaciona con la patética u ominosa realidad política de este país chiflado. Hace muchos años, en los tiempos más recios del PRI en el poder, lo normal era que se empezara a especular acerca de los «tapados» cuando mucho un año antes de la siguiente elección presidencial, y que el habitante de Los Pinos dirigiera su dedo todopoderoso hacia el ungido —para destaparlo— unos meses antes, los suficientes para que hiciera una campaña estándar y acabara arrasando. Hoy, en cambio, el presidente que hizo campaña por 18 años quiso que su sexenio empezara a acabarse desde tres años antes de su final, poniendo a jugar a sus lamentables «corcholatas» (pobres diablos, por qué consienten que les digan así). Hay razones para esto, desde luego, empezando por la necesidad que el movimiento en el poder tiene de asegurarse su permanencia saturando cada espacio y cada minuto de la vida pública. Pero yo pienso que tanta anticipación está relacionada con esa frenética urgencia de que todo pase rápido, ya, ahora mismo. El presente se ha vuelto cada vez más prescindible, estamos pensando en 2024 como si fuera a empezar mañana, volamos hacia un futuro del que nada sabemos, pero que quizá sea preferible a esto que tenemos ahora. Si hay arbolitos de Navidad desde agosto, acaso sea porque nos urge salir de aquí cuanto antes.

Mural, 4 de septiembre de 2022.

En bici

¿Cómo nos vemos los tapatíos en bicicleta? Están, por una parte, quienes pedalean persuadidos de que es el medio de transporte idóneo, dotado con virtudes irrefutables: ecológico, económico, saludable. Su multiplicación por las calles de la ciudad —en ciertas zonas: hay algunas a las que jamás se atreverían— obedece a una decisión soberana y, en buena medida, el solo hecho de desplazarse así equivale, para estos entusiastas, a una afirmación de principios; de ahí que sean, por lo general, muy conscientes de los derechos atingentes a esa elección suya: consideran que ir en bici es una prerrogativa ciudadana indisputable, y tienen razón casi siempre (la pierden cuando van por la banqueta, poniendo en peligro a los peatones, o siempre que se ponen en peligro a sí mismos y a los demás, por ejemplo al ir en sentido contrario, pasándose altos, metiéndose en túneles vehiculares o en carriles exclusivos para otros vehículos, etcétera). Algunos se convierten en activistas, o bien en evangelistas, y, de nuevo, casi siempre sus argumentos son atendibles (dejan de serlo cuando se tornan expresiones de una fe fúrica que desconoce necesidades y derechos de quienes no pueden trasladarse en bicicleta).

      Por otro lado, están aquellos ciclistas que lo son sin necesidad de ninguna deliberación, sencillamente porque tienen que serlo: por lo general, trabajadores a quienes les queda bien ir y venir así, como pueden y por donde pueden —ellos sí se atreven a moverse por zonas carentes de la infraestructura que los otros ciclistas disfrutan o exigen—, desentendidos de que su conducta sea susceptible de interpretarse en términos cívicos o morales. Para ellos, optar por la bicicleta ha sido consecuencia, si acaso, de algún razonamiento elemental y práctico, pero lo más seguro es que ni siquiera hayan tenido que optar: la bici es meramente un elemento más de su forma de vida, de la naturaleza de sus oficios, de sus modos particulares de vivencia del espacio público que hay entre los puntos donde desarrollan sus actividades. (Es posible, desde luego, que muchos de estos ciclistas en ocasiones pausen el uso instrumental de su vehículo para disfrutar, cuando hay modo, de un uso recreativo: en los días de descanso, por ejemplo, para dar un paseo, o hasta para participar en alguna competencia).

      Y estamos, por último, los tapatíos que nomás rodamos de vez en cuando, en espacios destinados al ciclismo como actividad lúdica —un parque, la Vía RecreActiva—, y para quienes la bici no es medio de transporte en la vida de todos los días. A nosotros tampoco nos tienen con mucho cuidado las implicaciones sociológicas o urbanísticas de nuestra existencia.

      Por supuesto, la clasificación podría ser más exhaustiva si incluimos a los deportistas, los repartidores, los policías, los rateros, etcétera: todas las variantes que tienen, cada una, sus motivaciones y especificidades distintas. Pero todos podrán distribuirse, a fin de cuentas, entre quienes andamos en bici porque queremos y quienes tienen que hacerlo. Ahora bien: lo triste, en una ciudad como Guadalajara, es que unos y otros conformamos un sector minoritario de la población. El grueso de los habitantes de esta metrópoli excesiva, desaforada, frenética y agobiante, se mueve, por necesidad o por gusto, de otras formas. Como ha venido siendo desde hace muchos años, y como seguramente seguirá ocurriendo por muchos años más.

      Según ha observado Juan José Doñán (ciclista veterano, por cierto), hubo un tiempo, las primeras décadas del siglo 20, en que Guadalajara estuvo llena de bicicletas: «Durante varios años, bicla y tranvía compartieron civilizadamente las calles tapatías, al lado de otro medio de transporte que había dejado atrás su mejor época (el coche de caballos) para convertirse paulatinamente en un objeto típico (la calandria) y de otro más que poco a poco se fue volviendo el dueño de las calles (el automotor)». Cada vez más al alcance de las clases populares, señala Doñán, el uso de la bicicleta fue extendiéndose hasta que a la sociedad tapatía, prejuiciosa y pretensiosa como siempre ha sido (estos adjetivos los pongo yo, no Doñán), le pareció indigno: «Es entonces cuando el biciclo empieza a convertirse en objeto de burlas. Se lo presenta como un estorbo de su majestad el automóvil y proliferan los chistes de desdén clasista […] mucho pesaba en el ánimo de los tapatíos la posibilidad de que su ciudad fuera considerada “un pueblo bicicletero”». El cronista recuerda incluso que, a principios de los años setenta, «el jefe del Departamento de Tránsito […] prohibió a los ciclistas entrar al centro de la ciudad, cosa que mucho le agradecieron los concesionarios del transporte público y los conductores». Evidentemente, las desmesuras que ha alcanzado la ciudad deben mucho al imperio del automotor. Y por eso estamos como estamos.

      Ahora que va a empezar a funcionar, por la avenida Hidalgo, el carril exclusivo para trolebuses, autobuses y bicis, acaso sea la ocasión óptima para que esos prejuicios ya vayan quedando atrás. La convivencia no tendría que ser muy difícil: de lo que se trata, en principio, es de que nadie vaya a resultar malherido o muerto. Yo querría creer que eso tendría que bastar para que el experimento funcione. Y si no sale bien, será que no tenemos remedio. Ni perdón.

Mural, 28 de agosto de 2022.

Pitidos

Según entiendo, el término «neurosis» ha ido siendo desechado por la ciencia en razón de su ambigüedad y porque su uso acabó sirviendo para despachar generalizaciones inservibles, de tal manera que hoy es preferible hablar de «trastornos», cada vez más diferenciados entre sí en razón de la especificidad de su origen y de sus manifestaciones. Mucho trabajo, imagino, tendrán por delante los estudiosos del comportamiento y de la salud mental dedicados a nombrar con toda exactitud las incontables e insospechadas formas en que la vida actual sabe trastornarnos. Pero, al margen de que esos nombres algún día lleguen a asentarse en la experiencia cotidiana, más allá de la comprensión exclusiva de los especialistas, los neuróticos de siempre tenemos un sinfín de oportunidades para multiplicarnos y prosperar, aunque ya no sepamos bien cómo nos llamamos.

      Recientemente leí, en una sección de la revista Wired destinada a confortar a las almas angustiadas por culpa de la tecnología (más precisamente: por las nuevas formas de conducta generadas por nuestra interacción con la tecnología en las sociedades urbanas), la puntillosa, sorprendente, profunda y luminosa respuesta que daba Meghan O’Gieblyn, articulista a cargo de la sección, a alguien que firmaba como «Energía Nerviosa» y se quejaba de lo siguiente: la ansiedad insoportable que le causa, en una conversación de mensajería instantánea (WhatsApp, pongamos), ver que su interlocutor empieza a responder —debajo de su nombre aparece la leyenda «escribiendo…»—, ¡y luego no envía nada! «¡¿Qué iba a decirme?!», clamaba «Energía Nerviosa», «¿es correcto que se lo pregunte?».

      Seguramente somos millones los esclavos de WhatsApp que podemos reconocernos en esa situación y ese desasosiego. Estás chateando con alguien, sobre cualquier cosa. De pronto, ves que ese alguien ya está contestando, pero a la hora de la hora borra lo que te iba a decir. ¿Se arrepintió? ¿Por qué? ¿Juzgó que su mensaje no era claro y va a reformularlo? ¿Ya no va a agregar nada más? «Tal vez», sugería O’Gieblyn en su exhaustivo y admirable examen del asunto, «esa persona estaba a punto de decirte lo que piensa de ti, y en el último momento reconsideró». El problema es éste: en una conversación cara a cara, cuando tu interlocutor abre la boca y luego se arrepiente y la cierra —y es perfectamente natural que le preguntes: «¿Qué, qué me ibas a decir?»—, las palabras nunca llegaron a materializarse; en cambio, en una conversación textual, las palabras escritas y luego borradas «en cierto sentido fueron pronunciadas», existieron. Esas palabras, al menos por unos instantes, fueron una realidad concreta. Eso es lo desquiciante.

      ¿Cuántas ocasiones de nuevas neurosis abre la intromisión de la mensajería instantánea en nuestra existencia? Mi surtido es amplio, y no parece que vaya a detenerse pronto. Empieza, claro, por la proliferación de notificaciones: los pitidos, timbres, zumbidos, letreros, globitos, que avisan de la llegada de nuevos mensajes, casi nunca urgentes, pero siempre anunciados como si el mundo dependiera de que se los atienda enseguida. Ahora bien: esa cacofonía de lo inaplazable a menudo puede ser aun más enloquecedora gracias a los corresponsales incapaces de armar frases, que envían por separado cada dos o tres palabras que teclean: (pitido) «Hola» (pitido) «Está lloviendo» (pitido) «Ya no alcanzo» (pitido) «A llegar» (pitido) «Mejor mañana» (pitido) «Te busco».

      Como todo puede empeorar siempre, dispongo por supuesto de la aplicación de escritorio, para que los pitidos no nomás me suenen en el celular, sino también en la computadora, y también para tratar de sostener dos o tres o siete conversaciones al mismo tiempo —y ver en todas que alguien está «escribiendo…»—. Si algún día se desata la conflagración nuclear que arrase con todo, va a ser como consecuencia de que alguien se equivocó de chat, entre todos los que tenía abiertos al mismo tiempo. Pero además, desde luego, están los desconsiderados que desconocen el reloj y envían mensajes de trabajo a deshoras, en días inhábiles, enemigos de toda esperanza de descanso, o los que no se contienen para esparcir mensajes frecuentemente innecesarios o absurdos, ocurrencias inoportunas, sólo explicables por el hecho de que tienen el celular a la mano y por tanto nos suponen disponibles. La maldición de la mensajería instantánea es, precisamente, la que tendría que ser su mayor virtud: la prontitud con que nos pone en contacto —aunque sea ilusoriamente, aunque del otro lado tu corresponsal vea que llegó tu mensaje y no tenga la menor intención de responderte—. Por esa prontitud, sospecho, la mera llamada telefónica se convirtió en una infracción detestable de la etiqueta que hoy en día modula el trato social: antes de marcarle a alguien, hay que mandarle un mensaje, a ver si acepta que lo llames; ergo, mejor prescinde de la llamada y bombardéalo con mil mensajes.

      Los grupos en los que te incluyen sin consultarte, el tráfico indiscriminado de naderías que los inunda, el temor constante de llegar a perderse de algo verdaderamente importante entre toda esa basura. ¡Y los audios! ¡Tener que interrumpirlo todo para escuchar lo que te mandaron, sencillamente porque no les dio la gana de teclear! El etcétera es interminable. ¿Será irremediable también?

Mural, 21 de agosto de 2022.

Fanatismo

Por mudables que sean las moralidades al uso y volátiles los motivos para adscribirse a unas u otras, por diverso que sea el espectro de posiciones cívicas o políticas disponibles para orientar la propia visión del mundo, y por deficientes que lleguen a ser algunas de estas posiciones; por atrofiadas que estén nuestras facultades, como individuos y como sociedad, para distinguir el bien del mal, y por descompuesta, en fin, que parezca y esté la realidad, habrá esperanza mientras el fanatismo se mantenga a raya. Pero, una vez que el fanatismo irrumpe —o, habría que decir, ataca—, toda posibilidad de remontar el desastre es cancelada: la realidad queda no sólo estropeada, sino radicalmente vaciada de sentido, y acaso lo único a nuestro alcance sea el estupor. O esa forma violenta de estupor que es el miedo.

      Algo así ha venido a recordarnos el salvaje asalto perpetrado contra Salman Rushdie, el viernes pasado en Nueva York. Sobreviviente, hasta ese día, de una de las más crudas expresiones de intolerancia religiosa que un ser humano pueda sufrir —no sólo la recompensa por su cabeza, sino principalmente el mandato teocrático de exterminarlo—, el novelista ha sido también, a su pesar, una figura emblemática de la libertad de expresión, entendida como venimos entendiéndola desde la Ilustración. (Aquel pesar hubo de trocarse en valor civil al paso de los años, y Rushdie abrazó la causa de modo ejemplar, llevando adelante una activa vida pública, con la custodia de Scotland Yard o sin ella). Cuando escribo estas líneas, la condición de Rushdie es crítica, luego de las intervenciones quirúrgicas de emergencia a que fue sometido; su agente literario, el célebre Andrew Wylie, ha afirmado: «Las noticias no son buenas: Salman probablemente perderá un ojo; los nervios en su brazo sufrieron cortes y su hígado quedó dañado por las puñaladas». No se han revelado aún los móviles del agresor, inmediatamente detenido en la escena del crimen, pero no es difícil suponer que el puñal que empleó haya buscado cumplir con aquel mandato de hace más de treinta y tres años. Pocas cosas tan pacientes como el odio.

      (Por alguna razón que ahora mismo se me escapa, ese demorado viaje del puñal me trae a la mente un cuento de Borges, «El milagro secreto», y me animo a referirlo aquí amparándome en el hecho de que, al fondo de toda esta desgracia, se encuentra la literatura. En el paredón donde está a punto de ser fusilado, Jaromir Hladík, un escritor, pide a Dios que le conceda el tiempo para terminar la obra que no puede dejar inconclusa. El universo, entonces, para: «Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso». El pensamiento del condenado, sin embargo, no se detiene, y gracias a ello puede trabajar denodadamente en la culminación de su trabajo. Al fin, leemos, «Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó». Tal vez, como en el caso de Hladík, haya una ironía desmedida en esa supervivencia de Rushdie a lo largo de todo este tiempo).

      «Mis amigos se ríen de mí porque en los tiempos que corren sigo siendo optimista», afirmó Rushdie en una entrevista de 2020, cuando acababa de publicar su novela Quijote —«Muchos me dicen que es mi libro más divertido»—, poco después de haber contraído covid y en un momento de su vida (y de la vida del mundo) en que la sentencia a muerte del ayatola Jomeini (y el mundo en el que fue lanzada) parecían haber quedado en el olvido. Unos años antes, en 2017, el novelista había actuado en un episodio de la serie Curb Your Enthusiasm, interpretándose a sí mismo en el trance de brindar consejos como escritor perseguido al personaje de Larry David, que estaba en las mismas por haber escrito y producido el musical Fatwa!, basado nada menos que en la propia historia de Rushdie.             

      Lo peor del fanatismo es que nada hay que pueda hacerle frente. Y la voluntad de razonar menos que nada. Además, como observó el ensayista inglés Christopher Hitchens (otro defensor inclaudicable de la libertad y de la búsqueda de la verdad), cada vez más nuestra hipocresía le abre caminos y le permite prosperar. Cuando la condena a Rushdie, Hitchens se escandalizaba de que hubiera quienes quisieran justificarla haciendo ver al novelista como infractor del supuesto derecho de los lectores de Los versos satánicos a no ser ofendidos. En lugar de sumarse a la indignación por la condena, muchos escritores e intelectuales prefirieron abstenerse, preguntándose —hipócritamente— si Rushdie no habría sido imprudente o insensible.

En los videos del ataque se puede ver al público que había acudido a la presentación de Rushdie: atónitas, inmóviles, muchas sin siquiera levantarse de sus butacas, las personas presencian lo que ocurre en un silencio sólo explicable por el aturdimiento. Mientras algunos corren a socorrer al herido y otros prenden al asesino, un hombre, en primera fila, permanece sentado, aparentemente tranquilo, con las piernas extendidas y los brazos cruzados, como si la presentación prosiguiera sin contratiempos. Seguramente está congelado ante esa manifestación suprema de la sinrazón.

Mural, 14 de agosto de 2022.

Tortillas

Según observó Salvador Novo, en el proceso de cocción de la tortilla sobre el comal hay un momento decisivo de intervención divina: cuando la masa debidamente adelgazada y redondeada empieza a inflarse «como si hubiera cobrado vida, como si quisiera volar, ascender, como si Ehécatl [dios del viento] la hubiera insuflado». Es la señal de retirarla «dulcemente del comalli», cuando ya hay una «epidermis», dice Novo, sobre esa «carne de nuestra carne». Una prueba inequívoca de identidad de un mexicano podría consistir en preguntar cuál es el reverso y cuál el anverso de la tortilla: por dónde hay que sostenerla sobre la palma y por dónde se le echa el guiso, vamos. «¡Delante de mí no se hinche!», decía mi papá al darle un manotazo a la tortilla que había hecho así, plena y oronda, su viaje desde la estufa hasta la mesa, humeante, fragante, suavísima, para enseguida hacerla rollito y pasármela, antes de agarrar otra para él.

      (Gastrónomo sabio y gran tragón, en varias ocasiones se ocupó Novo de la tortilla, siempre de modo memorable porque siempre, al leerlo, acaba uno con hambre: «Es nuestra comestible cuchara y el seguro tenedor para el cuchillo de nuestros dientes. Cortada en cuatro perfectos triángulos de cateto curvo, ¡qué perfectamente se pliegan a la presión de nuestros dedos a forrar, capturar y enriquecer el sabor del bocado de carne, o el chicharrón guisado, o los frijoles, o el arroz, y el último triángulo recoge hasta el último vestigio de salsa, y desaparece dentro de nuestro deleite!»).

      No hace falta abundar en las razones de la imbricación profunda de la tortilla en el ser del mexicano, en las explicaciones que en ella se envuelven acerca de nuestra historia y de lo que somos (y de lo que nos espera); ni tampoco es necesario repasar el papel esencial que, como elemento fundamental de nuestra alimentación a lo largo de los siglos, la tortilla cumple para descifrar las sucesivas configuraciones sociales que nos hemos dado. O no nos hace falta a los mexicanos, mejor dicho, pues en el trance de llenar la panza toda interpretación sobra y todo nos queda clarísimo: la vida sin tortillas sería inimaginable.

      Y, sin embargo, ahora mismo, cada vez más estarán siendo los mexicanos que deben empezar a imaginarse esa vida, o que ya están padeciéndola, gracias al encarecimiento imparable de las tortillas: ¡30 pesos el kilo, hace un par de días en algunos estados! Según el periódico El País, en lo que va del año el aumento ha sido de 11 por ciento —la misma nota consigna que, según el Coneval, el consumo anual per capita de tortilla en el medio urbano es de 56.7 kilos, y en el medio rural de 79.5—. Y no parece que la tendencia vaya a cambiar en el futuro cercano. Otras informaciones daban cuenta, en la semana, de la irrupción en el paisaje de tortillas «piratas», desde luego más baratas, pero hechas con maíz de mala calidad, deficientemente nixtamalizado con agua no potable y revuelto con desperdicios de tortillas viejas que no se vendieron.

      Por si aún no nos quedaba claro el pasmoso retorno al pasado que estamos viendo (imposición desaforada de la figura presidencial sobre el destino de la patria, espesamiento del nacionalismo más anacrónico y obtuso, ramplonas pretensiones de injerencia en el escenario internacional al más puro estilo de Echeverría, demagogia sin fin para encubrir la ineptitud y la corrupción rampante, asistencialismo electorero en aras de asegurar la eternidad del partido único, etcétera), el inocultable avance de la inflación acaso llegue a ser la corroboración definitiva del desastre. Más aún que el imperio del crimen y la intensificación cotidiana de la zozobra que sufre la población que va siendo víctima de la inseguridad y del miedo —ese espeluznante estado de las cosas al que, por insólito que sea, nos hemos ido habituando—, la progresiva carestía de lo indispensable no podrá ser soslayada durante mucho tiempo. No hay demagogia que alcance para que los supuestos transformadores en el poder consigan hacer como que el hambre no existe.

      El precio de la tortilla, pongámoslo así, cuenta como el indicador más fiable para que los mexicanos nos hagamos una idea de la descomposición de la realidad. Podremos no entender mucho de política o de economía, y podremos también seguir enzarzándonos en las confrontaciones estériles con que el régimen nos atarea concienzudamente para que no nos percatemos de sus estropicios, pero sabemos muy bien lo que significa cuando las tortillas suben un día tras otro y cómo cada vez alcanza menos para comprarlas. El otro día, por ejemplo, fuimos a los tacos al pastor adonde hemos ido toda la vida: ¡qué indicio ominoso de los tiempos que corren ver, por primera vez, que nos los dieron con una sola tortilla, y no con dos! Una estrategia de supervivencia del taquero, evidentemente: para que no se le espante la clientela, recurrió a esa medida en lugar de aumentar los precios. ¿Y qué sigue? Se empieza por alejar la tortilla del alcance del pueblo, y se acaba por arruinar lo que todavía nos queda de nación.

      Ojalá la única inflación, en materia de tortillas, siguiera siendo aquella que celebraba Novo: esa expansión gozosa de la gorda calientita en el comal, el regalo del aliento del dios, un prodigio sólo superado por la felicidad incomparable de la primera mordida.

Mural, 7 de agosto de 2022.

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