El último artículo que David Huerta escribió para el periódico El Universal, y que envió a su editor un día antes de morir, era la alegre celebración de un nuevo libro sobre la poesía de Luis de Góngora, a quien tenía como referente principalísimo: «En opinión de unos cuantos lectores, entre los que me cuento, leer los poemas del cordobés Luis de Góngora y Argote (1561-1627) es una de las experiencias por las que la vida vale la pena de ser vivida». El penúltimo artículo, publicado en el mismo periódico el 22 de septiembre, fue una encendida defensa del escritor Guillermo Sheridan, vilipendiado por la rabia del Presidente de la República. «Unhombre poderoso», escribió entonces el poeta, «se afana en insultar y descalificar a un individuo cuyo solo instrumento de trabajo, la pluma proverbial, no debería molestarlo en absoluto».

      Creo que las motivaciones de uno y otro artículo sirven bien para resumir el talante de David: por una parte, el valor supremo que concedía a la poesía como la inteligencia mejor de lo que somos y lo que hacemos aquí; por otra, la necesidad irrenunciable de pronunciarse ante los excesos del poder. En ambas caras de la misma moneda vital están las palabras, y para qué nos sirven quedó expuesto, de modo conmovedor y memorable, en el discurso de David al recibir el Premio FIL en 2019, titulado «El mejor poema del mundo». Dijo entonces de la poesía que es «espejo de todo contrapoder»; del poema, que es «el opuesto perfecto del obtuso, lerdo y estéril monólogo del poder»; del arte, recordando a Joseph Conrad, que su propósito es «hacerle la más alta justicia al universo visible, iluminando la verdad diversa que subyace en cada fenómeno, en cada presencia. Justicia, ley: en el centro, el brillo fecundo de la verdad».

      (Caigo en la cuenta de que éste es uno de los artículos que más trabajo me han costado; lo he empezado y deshecho varias veces, estoy seguro de que no he dado con el tono que quiero —e ignoro cuál podría ser ese tono—, me asedia el temor de no hacerle justicia a David y me pregunto, después de todo, qué necesidad hay de mis palabras luego de las muchas con que muchos, apenas se supo de su muerte, se sintieron llamados a expresar el inesperado sentimiento de orfandad que se cernió sobre nuestros días. ¡Qué cantidad de vidas tocó David, cuánta gratitud y añoranza! Y qué impresionante pensar en todos los amigos que lo somos gracias, principalmente, a la intermediación de este hombre que pasó por nuestras vidas, tal vez como profesor, como editor, como lector… Pero, bueno, espero que unas palabras más alentadas por esta gratitud no estorben, y me anima pensar que David, con su generosidad inmensa, sabría disculpar mis vacilaciones).

      Admirable en los caminos que supo abrir para la poesía —la que él escribió, una obra capital en el orbe de habla hispana, pero también la que nos dio a entender a través de sus ensayos y en el prolongado ejercicio de su magisterio—, David Huerta fue también ejemplar en el cumplimiento de la responsabilidad cívica que asumió desde muy joven, como combatiente de primera línea y como voz de las causas que más importan y urgen —entre el 68 y Ayotzinapa, y hasta ahora, firme y valiente al plantarle cara a la farsa siniestra que, desde Palacio Nacional, nos acerca cada vez más el abismo.

      Estos días he estado recordando una muestra de la singular forma de resistencia o disidencia que le tocó en suerte, cuando tácitamente se volvió un poeta proscrito por el régimen, ese régimen que David pronto había empezado a criticar apenas iba mostrando su cara real: justo en aquella edición de la FIL en que recibió el premio, me di una vuelta por el stand del Fondo de Cultura Económica, institución ya para entonces obsequiada al capricho del comisario encargado de destrozarlo (es voluntad del régimen que no quede rastro del pasado adversario, aun cuando ello suponga llevarse entre las patas una institución señera de la cultura mexicana, como ha venido sucediendo con el Fondo). Al contrario de lo que me imaginé, no estaban a la vista los dos magníficos volúmenes de La mancha en el espejo, la reunión de los poemas que David escribió entre 1972 y 2011; pero al fin los hallé, arrumbados en un rincón, con lo que me pareció desdén o saña. La poesía del autor laureado en la Feria se había ocultado del alcance de sus lectores. Y no creo que fuera casualidad.

      (Veo, también, que me acerco a las líneas finales y quedo sin decir mucho de lo que querría: tal vez me lo ha impedido la tristeza, o bien el estupor de no saber qué hacer con esta ausencia. Recuerdos maravillados de conversaciones, sobre todo, en Guanajuato, en Taxco, en la Ciudad de México, aquí mismo. Y, siempre, en esas conversaciones, lecciones imprescriptibles: de literatura, de amistad, de entereza moral ante la injusticia y, más que de repudio a la estupidez, de búsqueda de la belleza, de la sabiduría, de la felicidad y del amor. Y el aprendizaje sostenido en la lectura de sus libros: ahora mismo tengo al lado Las hojas, que reúne los ensayos que mensualmente publicó, a lo largo de diez años, en la Revista de la Universidad de México, acaso el acceso óptimo a su comprensión de la poesía. Pero ahora debo terminar, de cualquier modo, así que lo hago sólo declarando: qué fortuna haber estado en su órbita).

J. I. Carranza

Mural, 9 de octubre de 2022.