Empezaba agosto, o todavía no acababa de terminarse julio, y ya habíamos descubierto, en una plaza comercial, el primer puesto de chucherías patrias: banderitas, cornetas, rehiletes tricolores. No se nos hizo muy raro, o al menos no tanto como ver, un par de semanas después, que en el supermercado ya tenían pan de muerto. A mediados de agosto. Ignoro si esto ocurrirá sólo en los supermercados y si las panaderías tradicionales también ya estarán así surtidas. Voy a ir a revisar.

      (Dicho sea de paso, en lo tocante al pan de muerto nada tengo contra su venta anticipada; al contrario, si por mí fuera, deberían venderlo todo el año, en todos lados, en sus presentaciones más conservadoras y también en las más audaces, relleno de chocolate o cajeta o crema pastelera; lo mismo pienso de las empanadas de cuaresma y de las roscas de Reyes. En ninguno de los tres casos tiene sentido esperar a que el año dé la vuelta. O lo tendrá, supongo, sólo en virtud de una mercadotecnia tal vez ya un poco caduca: supeditar la oferta a la ocurrencia de determinadas fiestas sólo termina por privarnos de esa oferta a quienes igualmente la disfrutaríamos aun cuando las fiestas no nos importen gran cosa. Entiendo que piensan lo mismo quienes hallan deleitosa la cerveza Nochebuena, por cierto, según reportes de felices tuiteros, ya también disponible desde finales del mes pasado).

      Ya nos resultó francamente excesivo, algunos días después, encontrarnos con que una tienda departamental había dispuesto un amplio surtido de arbolitos, luces, santacloses, renos y demás: gigantescos abetos artificiales, decorados con colores más bien repulsivos y chillantes (parece que la temporada viene recargada con tonos rosas, morados, azul turquesa y verde gargajo), series de foquitos y monigotes para el techo, millones de esferas, etcétera. Nos miramos con azoro, y yo guardé la fecha: fue el jueves 25 de agosto, cuatro meses antes de Navidad. Ya no nos pareció tan extraño ver poco después, en esa misma salida, en una papelería, el anuncio de que tenían a la venta agendas 2023.

      Ante todas estas señales de ansiosa anticipación del futuro, yo he tratado de explicarme por dos vías lo que sucede —porque algo debe estar sucediéndonos como sociedad: no es nomás que al gerente de la tienda se le haya ocurrido sacar el inventario navideño, o que al panadero del súper le haya dado la gana ponerse a hacer pan de muerto—. Para la primera vía dispongo de esta metáfora: hace poco, al prender el coche por la mañana, sentí que el pedal del freno no bajaba, y pronto hallaron la causa en el taller: se había roto la manguerita que sale del depósito del líquido de frenos. Pero lo importante es esto: para llegar al taller, a unas cuadras, tuve que irme muy poco a poquito, pisando el freno con todas mis fuerzas (algo alcanzaba a agarrar), y quién sabe qué pasó que el motor fue acelerándose cada vez más, como si el coche quisiera zafarse, liberarse, salir volando. Llegué al taller aterrado.

      Algo así me imagino que nos ha sucedido con la pandemia. Tras las restricciones de movimiento impuestas por los confinamientos, al principio, y enseguida por el temor al contagio, una vez que nuestra aprensión empezó a ceder (razonablemente o no) nos vimos ávidos de recuperar el tiempo perdido y eso ha conducido a una aceleración descontrolada de los ritmos, en todos los órdenes de la vida, especialmente en los núcleos urbanos. Ya alguna vez observé aquí cómo, en el reingreso a la «presencialidad», las calles parecían llenas de locos furiosos lanzados a toda velocidad de un embotellamiento al siguiente. Como mi pobre coche, luego de ir frenándonos todo ese tiempo acabamos revolucionados de más, tanto como para que ya estemos viviendo las fiestas patrias, Halloween (ésa me faltaba: ya hay fantasmitas y calabazas por doquier, y una vecina incluso empezó a colgar sus adornos esperpénticos), el Día de Muertos, Navidad y Año Nuevo, todo junto al mismo tiempo.

      La segunda explicación a mi alcance se relaciona con la patética u ominosa realidad política de este país chiflado. Hace muchos años, en los tiempos más recios del PRI en el poder, lo normal era que se empezara a especular acerca de los «tapados» cuando mucho un año antes de la siguiente elección presidencial, y que el habitante de Los Pinos dirigiera su dedo todopoderoso hacia el ungido —para destaparlo— unos meses antes, los suficientes para que hiciera una campaña estándar y acabara arrasando. Hoy, en cambio, el presidente que hizo campaña por 18 años quiso que su sexenio empezara a acabarse desde tres años antes de su final, poniendo a jugar a sus lamentables «corcholatas» (pobres diablos, por qué consienten que les digan así). Hay razones para esto, desde luego, empezando por la necesidad que el movimiento en el poder tiene de asegurarse su permanencia saturando cada espacio y cada minuto de la vida pública. Pero yo pienso que tanta anticipación está relacionada con esa frenética urgencia de que todo pase rápido, ya, ahora mismo. El presente se ha vuelto cada vez más prescindible, estamos pensando en 2024 como si fuera a empezar mañana, volamos hacia un futuro del que nada sabemos, pero que quizá sea preferible a esto que tenemos ahora. Si hay arbolitos de Navidad desde agosto, acaso sea porque nos urge salir de aquí cuanto antes.

Mural, 4 de septiembre de 2022.