Por mudables que sean las moralidades al uso y volátiles los motivos para adscribirse a unas u otras, por diverso que sea el espectro de posiciones cívicas o políticas disponibles para orientar la propia visión del mundo, y por deficientes que lleguen a ser algunas de estas posiciones; por atrofiadas que estén nuestras facultades, como individuos y como sociedad, para distinguir el bien del mal, y por descompuesta, en fin, que parezca y esté la realidad, habrá esperanza mientras el fanatismo se mantenga a raya. Pero, una vez que el fanatismo irrumpe —o, habría que decir, ataca—, toda posibilidad de remontar el desastre es cancelada: la realidad queda no sólo estropeada, sino radicalmente vaciada de sentido, y acaso lo único a nuestro alcance sea el estupor. O esa forma violenta de estupor que es el miedo.
Algo así ha venido a recordarnos el salvaje asalto perpetrado contra Salman Rushdie, el viernes pasado en Nueva York. Sobreviviente, hasta ese día, de una de las más crudas expresiones de intolerancia religiosa que un ser humano pueda sufrir —no sólo la recompensa por su cabeza, sino principalmente el mandato teocrático de exterminarlo—, el novelista ha sido también, a su pesar, una figura emblemática de la libertad de expresión, entendida como venimos entendiéndola desde la Ilustración. (Aquel pesar hubo de trocarse en valor civil al paso de los años, y Rushdie abrazó la causa de modo ejemplar, llevando adelante una activa vida pública, con la custodia de Scotland Yard o sin ella). Cuando escribo estas líneas, la condición de Rushdie es crítica, luego de las intervenciones quirúrgicas de emergencia a que fue sometido; su agente literario, el célebre Andrew Wylie, ha afirmado: «Las noticias no son buenas: Salman probablemente perderá un ojo; los nervios en su brazo sufrieron cortes y su hígado quedó dañado por las puñaladas». No se han revelado aún los móviles del agresor, inmediatamente detenido en la escena del crimen, pero no es difícil suponer que el puñal que empleó haya buscado cumplir con aquel mandato de hace más de treinta y tres años. Pocas cosas tan pacientes como el odio.
(Por alguna razón que ahora mismo se me escapa, ese demorado viaje del puñal me trae a la mente un cuento de Borges, «El milagro secreto», y me animo a referirlo aquí amparándome en el hecho de que, al fondo de toda esta desgracia, se encuentra la literatura. En el paredón donde está a punto de ser fusilado, Jaromir Hladík, un escritor, pide a Dios que le conceda el tiempo para terminar la obra que no puede dejar inconclusa. El universo, entonces, para: «Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso». El pensamiento del condenado, sin embargo, no se detiene, y gracias a ello puede trabajar denodadamente en la culminación de su trabajo. Al fin, leemos, «Dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó». Tal vez, como en el caso de Hladík, haya una ironía desmedida en esa supervivencia de Rushdie a lo largo de todo este tiempo).
«Mis amigos se ríen de mí porque en los tiempos que corren sigo siendo optimista», afirmó Rushdie en una entrevista de 2020, cuando acababa de publicar su novela Quijote —«Muchos me dicen que es mi libro más divertido»—, poco después de haber contraído covid y en un momento de su vida (y de la vida del mundo) en que la sentencia a muerte del ayatola Jomeini (y el mundo en el que fue lanzada) parecían haber quedado en el olvido. Unos años antes, en 2017, el novelista había actuado en un episodio de la serie Curb Your Enthusiasm, interpretándose a sí mismo en el trance de brindar consejos como escritor perseguido al personaje de Larry David, que estaba en las mismas por haber escrito y producido el musical Fatwa!, basado nada menos que en la propia historia de Rushdie.
Lo peor del fanatismo es que nada hay que pueda hacerle frente. Y la voluntad de razonar menos que nada. Además, como observó el ensayista inglés Christopher Hitchens (otro defensor inclaudicable de la libertad y de la búsqueda de la verdad), cada vez más nuestra hipocresía le abre caminos y le permite prosperar. Cuando la condena a Rushdie, Hitchens se escandalizaba de que hubiera quienes quisieran justificarla haciendo ver al novelista como infractor del supuesto derecho de los lectores de Los versos satánicos a no ser ofendidos. En lugar de sumarse a la indignación por la condena, muchos escritores e intelectuales prefirieron abstenerse, preguntándose —hipócritamente— si Rushdie no habría sido imprudente o insensible.
En los videos del ataque se puede ver al público que había acudido a la presentación de Rushdie: atónitas, inmóviles, muchas sin siquiera levantarse de sus butacas, las personas presencian lo que ocurre en un silencio sólo explicable por el aturdimiento. Mientras algunos corren a socorrer al herido y otros prenden al asesino, un hombre, en primera fila, permanece sentado, aparentemente tranquilo, con las piernas extendidas y los brazos cruzados, como si la presentación prosiguiera sin contratiempos. Seguramente está congelado ante esa manifestación suprema de la sinrazón.
Mural, 14 de agosto de 2022.