¿Importa que sea un desbarajuste el escritorio donde trabaja el Presidente? No, no importa. Aunque las razones de que se mostrara ese espacio, así como las reacciones que buscaba provocar esa imagen, sí revisten algún interés para continuar completando, en la medida de lo posible, la comprensión de este tiempo disparatado.

      Pero vayamos por partes. Todo empezó con alguno de los temblores que hay todos los días en este país espantado (¿Cuántos llevamos? Yo ya perdí la cuenta: estuvo el del 19 de septiembre, que a todo mundo sobrecogió porque la fecha fatídica le imprimió un carácter más aterrador, por lo inverosímil: no nomás corremos el riesgo de morir aplastados, sino además todo parece indicar que los dioses nos odian. Luego hubo otro, ¿el miércoles? Más o menos a la misma hora, creo recordar, pero sólo lo creo porque también hubo uno más, ¿el viernes?, ¡y otro u otros dos alguna madrugada de éstas, cuando despertamos porque la cama se zangoloteaba y tuvimos que ver —vernos— a todos los vecinos en pijama y en calzones! ¿Y ya, fueron todos?). Acaso porque creen que así conviene a su prestigio, o bien porque temen que todo mundo sospecha siempre de su holgazanería y su incapacidad de respuesta, a los políticos siempre les ha encantado salir retratados, dizque casual u oportunamente, en actitud de estar trabajando. López Portillo, por ejemplo, se llenaba a propósito las botas de lodo cuando iba a inaugurar una obra, y salía sudoroso y con las patillas despeinadas, como si él hubiera cargado los costales de cemento. O hay una foto de Lázaro Cárdenas metido en un chiquero, rodeado de puercos, como si estuviera escogiendo uno para las carnitas de ese día. Bueno, pues especialmente en casos de emergencia, no basta con saber qué órdenes da el Presidente, sino que además hay que verlo supuestamente dando esas órdenes. Así que eso quiso: una foto como Hombre al Mando.

      Y la foto lo mostraba en un rincón tilichento, desordenado, incómodo (no se ve que pueda estirar las patas a gusto), con varios elementos llamativos —ni modo, es el Presidente, uno se imaginaría que hay en Palacio al menos alguien que sacude o levanta los vasos para lavarlos, alguien que riega las plantitas—: papeles y libros amontonados, una computadora de color exótico con post-its pegados (o sea que no sabe usarla), alguna artesanía, un retrato de Madero, una jícara… Pronto, al difundirse esa imagen, los leales defensores de López Obrador adujeron, y con razón, que siempre ha habido espíritus ilustres que no se distinguen precisamente por pulcros y cuyos espacios de trabajo son caóticos: Einstein sentado detrás de una montaña de papeles, o Monsiváis en su muladar de libros, periódicos y gatos, con el sillón destripado. Un paseo por Pinterest puede brindar incontables ejemplos más. Y habría que pensar, también, en lo que cada quien tiene y hace. Yo, por ejemplo, no tengo cara para criticar al Presidente si en mi escritorio hay un cerro de libros que debieron volver a sus libreros hace meses, además de los ceniceros sin vaciar en varios días, una revoltura de papeles, cuadernos, lápices sin punta, marcadores secos, plumas inservibles, cables, clips, moneditas, por lo general la taza del café del día anterior… (También en Pinterest he ido haciendo una colección de imágenes de escritorios ordenados: algún día me lo propondré en serio).

      Ahora bien: lo cierto es que, al tratarse de espacios privados, necesariamente hay una correspondencia entre su configuración y lo que hay en la cabeza de quienes los habitan. En el caso del escritorio de López Obrador, por ejemplo, parece significativo que tenga al menos tres reproducciones de sí mismo rodeándolo: dos fotos y un monito. Pero, más allá de eso, también es cierto que lo que se ve no revela nada sorprendente ni nuevo: los libros y los papeles hacinados se parecen mucho a sus improvisaciones discursivas en las «mañaneras», cuando brinca de un asunto a otro, trae a cuento datos históricos —que muchas veces no vienen a cuento—, se acuerda de alguna anécdota, suelta algún chiste rancio y sin gracia o algún sarcasmo o algún refrán… Vamos, que así como ese despacho desorganizado, empolvado, lleno de cosas inútiles, sin gusto, tristón, ha de estar amueblada la cabecita del Presidente. Pero eso ya lo sabíamos.

       No importa, pues, lo que se ve en la foto. Pero sí importa que parezca importar. Quiero decir: entre tantos y tan acuciantes asuntos de la vida del país, la exhibición de lo que políticos y funcionarios hacen busca concitar nuestra atención siempre y sólo en beneficio de su proyección mediática, y aunque esto no es en absoluto nuevo, sí es de temerse que estará ocurriendo cada vez más. Trátese de Marcelo Ebrard poniendo a bailar a Evo Morales, de Claudia Sheinbaum cantando porquerías o de Enrique Alfaro dizque yendo a visitar al Papa (¡válgame!), el imperio de la frivolidad se expande formidablemente a través de redes y medios que antes no había. Y eso es garantía de que estaremos ocupándonos cada vez menos de lo verdaderamente urgente, grave, alarmante o fundamental. Ahora mismo dudo si este artículo a partir del desmadre que tiene López Obrador en su escritorio es justificable o prescindible.

      Creo que será mejor que agarre el plumero y me ponga a sacudir y a arreglar tantito mi propio escritorio.

Mural, 25 de septiembre de 2022.