No llegué a conocer al tío Haro. Murió dos años antes de que yo naciera, y sólo dispongo de una fotografía donde aparece con un traje oscuro, sentado, con expresión de azoro cansado o de aturdimiento. Su rostro recuerda el de los últimos tiempos de John Huston, pero con el pelo negro y sin barba, y el peso de los hombros y la boca entreabierta sugieren un abatimiento irreversible. Tengo también un puñado de anécdotas en las que figura avejentado por el Parkinson, como un comerciante mezquino (vendía medicinas, y tenía la costumbre de remover una gragea de cada tubo para rellenar otros y sacar así más ganancia) o como un marido celoso. Su semblanza triste la redondea el hecho de que no podía tener hijos, cosa que lo amargaba. El vacío del que procedía —nadie sabe de dónde era, cómo conoció a mi tía, por qué se casaron— se comunica con el vacío en el que reingresó a su muerte: poco menos de un año después, mi tía se casó con un hombre alegre y entrañable, tuvieron dos hijos, no hizo falta que del tío Haro quedara más que el olvido y aquella fotografía en blanco y negro, que no sé por qué conservo.

      No llegué a conocer al tío Haro, pero a menudo me encuentro con él. En la calle, haciendo fila en el banco, en un café.

      Para desdicha de nuestra imaginación, es tan fácil creer en fantasmas como dejar de creer. Aunque toda aparición sea susceptible de explicarse, podemos preferir la versión sobrenatural. Pero también podemos colocarnos del otro lado de la credulidad: todo quedará claro una vez encajadas las causas. Nuestra imaginación se encuentra sujeta a la voluntad, y eso empobrece la calidad de nuestras estupefacciones, a la vez que quita mérito a toda agudeza racional que pongamos en práctica para evitarlas.

      En el fantasma del tío Haro he elegido creer y no creer al mismo tiempo. Encuentro improcedente la posibilidad de la metempsicosis, porque es absurdo que un alma escoja para seguir deambulando un recipiente idéntico al que ha abandonado, y en especial un recipiente como éste, igual de flaco y desgarbado y deslucido que el original, un cuerpo que es permanente desplome, al que el traje le pesa tanto como el ánimo. Una transmigración así sólo podría ser un castigo, y ante la desolación que nimba la foto del tío Haro pienso que ya tuvo suficiente con lo que pagó en vida —si algo correspondía que pagara, no soy quién para saberlo—. ¿O será que sólo decidió omitirse de la existencia que llevaba? Al modo de Wakefield, el protagonista del cuento de Hawthorne: un hombre que abandona su vida, se muda a una calle de distancia y observa desde ahí cómo aquella vida transcurre sin él. En el caso del tío Haro, esa conjetura está estorbada por el problema de la edad: de tratarse del mismo hombre, debería tener unos ciento diez años, y no los sesenta que aparenta. No obstante, creo en él como fantasma. No tengo más remedio. Ayer volví a verlo: las manos en los bolsillos, a paso calmo, como impulsado por su propio desaliento.

      Al lado de esta certidumbre ocupa su lugar la contraria, acorde al orden natural de las cosas: todo consiste en un parecido asombroso entre dos hombres separados por el tiempo y por la muerte de uno de ellos. Estamos sobrados de razones para todo, aunque a veces parezcan escasear bastará algo de empecinamiento para dar con ellas, pero por lo general vienen ya envueltas taimadamente en nuestros desconciertos y nuestros estupores: sólo hay que esperar a que éstos se disipen. De acuerdo: el hombre en el que he creído reconocer al tío Haro es apenas la reproducción fiel de éste. Pero ¿por qué se repitieron precisamente estos rasgos, esta complexión, este aire vencido e incluso este atuendo? Ambos con esa expresión vagamente perpleja de quien está siempre en retirada, borrándose, sin saber muy bien qué deja atrás.

      El hombre que ayer vi cuando salía de un Oxxo no envejece. De ser un fantasma, no hay mayor misterio: habrá de conservar el mismo aspecto hasta el final de los tiempos, o hasta que prescriban las cuentas pendientes que no lo dejan irse. Pero, si no lo es, ¿por qué no ha sufrido ningún deterioro? No sé gran cosa de vampiros, pero que ande a plena luz del día desaconseja esa explicación; además, alguna vez lo he visto entrar al templo de La Soledad. Siempre solo, quizá sea un solterón o un viudo, o simplemente un individuo inepto para sostener vínculos. Sospecho que vive en una casona del rumbo. No lo he visto salir de ahí, pero no me extrañaría: como si la casa, por las mañanas, lo produjera, y en las noches lo admitiera de regreso para hacerlo desaparecer. Debe de ser rico, o al menos estar lo bastante desahogado como para permitirse los paseos largos y los largos ratos sin hacer nada en el café. Confieso que he llegado a seguirlo de cerca para detectar algún temblor que delate el Parkinson: sin resultados.

            Yo entiendo que, al hallarse así anclado en sí mismo, este hombre termina de ser idéntico al tío Haro (o termina de ser él) porque los dos están fuera del ilusorio presente. El tiempo constantemente está deteniéndose, sólo que no siempre sabemos percatarnos. Lo demuestra la fotografía del tío Haro y su reproducción ambulante, este hombre del que únicamente puede decirse que está vivo porque anda por la calle, a salvo ambos de que el tiempo prosiga y se los lleve.

Mural, 18 de septiembre de 2022.