Según entiendo, el término «neurosis» ha ido siendo desechado por la ciencia en razón de su ambigüedad y porque su uso acabó sirviendo para despachar generalizaciones inservibles, de tal manera que hoy es preferible hablar de «trastornos», cada vez más diferenciados entre sí en razón de la especificidad de su origen y de sus manifestaciones. Mucho trabajo, imagino, tendrán por delante los estudiosos del comportamiento y de la salud mental dedicados a nombrar con toda exactitud las incontables e insospechadas formas en que la vida actual sabe trastornarnos. Pero, al margen de que esos nombres algún día lleguen a asentarse en la experiencia cotidiana, más allá de la comprensión exclusiva de los especialistas, los neuróticos de siempre tenemos un sinfín de oportunidades para multiplicarnos y prosperar, aunque ya no sepamos bien cómo nos llamamos.

      Recientemente leí, en una sección de la revista Wired destinada a confortar a las almas angustiadas por culpa de la tecnología (más precisamente: por las nuevas formas de conducta generadas por nuestra interacción con la tecnología en las sociedades urbanas), la puntillosa, sorprendente, profunda y luminosa respuesta que daba Meghan O’Gieblyn, articulista a cargo de la sección, a alguien que firmaba como «Energía Nerviosa» y se quejaba de lo siguiente: la ansiedad insoportable que le causa, en una conversación de mensajería instantánea (WhatsApp, pongamos), ver que su interlocutor empieza a responder —debajo de su nombre aparece la leyenda «escribiendo…»—, ¡y luego no envía nada! «¡¿Qué iba a decirme?!», clamaba «Energía Nerviosa», «¿es correcto que se lo pregunte?».

      Seguramente somos millones los esclavos de WhatsApp que podemos reconocernos en esa situación y ese desasosiego. Estás chateando con alguien, sobre cualquier cosa. De pronto, ves que ese alguien ya está contestando, pero a la hora de la hora borra lo que te iba a decir. ¿Se arrepintió? ¿Por qué? ¿Juzgó que su mensaje no era claro y va a reformularlo? ¿Ya no va a agregar nada más? «Tal vez», sugería O’Gieblyn en su exhaustivo y admirable examen del asunto, «esa persona estaba a punto de decirte lo que piensa de ti, y en el último momento reconsideró». El problema es éste: en una conversación cara a cara, cuando tu interlocutor abre la boca y luego se arrepiente y la cierra —y es perfectamente natural que le preguntes: «¿Qué, qué me ibas a decir?»—, las palabras nunca llegaron a materializarse; en cambio, en una conversación textual, las palabras escritas y luego borradas «en cierto sentido fueron pronunciadas», existieron. Esas palabras, al menos por unos instantes, fueron una realidad concreta. Eso es lo desquiciante.

      ¿Cuántas ocasiones de nuevas neurosis abre la intromisión de la mensajería instantánea en nuestra existencia? Mi surtido es amplio, y no parece que vaya a detenerse pronto. Empieza, claro, por la proliferación de notificaciones: los pitidos, timbres, zumbidos, letreros, globitos, que avisan de la llegada de nuevos mensajes, casi nunca urgentes, pero siempre anunciados como si el mundo dependiera de que se los atienda enseguida. Ahora bien: esa cacofonía de lo inaplazable a menudo puede ser aun más enloquecedora gracias a los corresponsales incapaces de armar frases, que envían por separado cada dos o tres palabras que teclean: (pitido) «Hola» (pitido) «Está lloviendo» (pitido) «Ya no alcanzo» (pitido) «A llegar» (pitido) «Mejor mañana» (pitido) «Te busco».

      Como todo puede empeorar siempre, dispongo por supuesto de la aplicación de escritorio, para que los pitidos no nomás me suenen en el celular, sino también en la computadora, y también para tratar de sostener dos o tres o siete conversaciones al mismo tiempo —y ver en todas que alguien está «escribiendo…»—. Si algún día se desata la conflagración nuclear que arrase con todo, va a ser como consecuencia de que alguien se equivocó de chat, entre todos los que tenía abiertos al mismo tiempo. Pero además, desde luego, están los desconsiderados que desconocen el reloj y envían mensajes de trabajo a deshoras, en días inhábiles, enemigos de toda esperanza de descanso, o los que no se contienen para esparcir mensajes frecuentemente innecesarios o absurdos, ocurrencias inoportunas, sólo explicables por el hecho de que tienen el celular a la mano y por tanto nos suponen disponibles. La maldición de la mensajería instantánea es, precisamente, la que tendría que ser su mayor virtud: la prontitud con que nos pone en contacto —aunque sea ilusoriamente, aunque del otro lado tu corresponsal vea que llegó tu mensaje y no tenga la menor intención de responderte—. Por esa prontitud, sospecho, la mera llamada telefónica se convirtió en una infracción detestable de la etiqueta que hoy en día modula el trato social: antes de marcarle a alguien, hay que mandarle un mensaje, a ver si acepta que lo llames; ergo, mejor prescinde de la llamada y bombardéalo con mil mensajes.

      Los grupos en los que te incluyen sin consultarte, el tráfico indiscriminado de naderías que los inunda, el temor constante de llegar a perderse de algo verdaderamente importante entre toda esa basura. ¡Y los audios! ¡Tener que interrumpirlo todo para escuchar lo que te mandaron, sencillamente porque no les dio la gana de teclear! El etcétera es interminable. ¿Será irremediable también?

Mural, 21 de agosto de 2022.