Según observó Salvador Novo, en el proceso de cocción de la tortilla sobre el comal hay un momento decisivo de intervención divina: cuando la masa debidamente adelgazada y redondeada empieza a inflarse «como si hubiera cobrado vida, como si quisiera volar, ascender, como si Ehécatl [dios del viento] la hubiera insuflado». Es la señal de retirarla «dulcemente del comalli», cuando ya hay una «epidermis», dice Novo, sobre esa «carne de nuestra carne». Una prueba inequívoca de identidad de un mexicano podría consistir en preguntar cuál es el reverso y cuál el anverso de la tortilla: por dónde hay que sostenerla sobre la palma y por dónde se le echa el guiso, vamos. «¡Delante de mí no se hinche!», decía mi papá al darle un manotazo a la tortilla que había hecho así, plena y oronda, su viaje desde la estufa hasta la mesa, humeante, fragante, suavísima, para enseguida hacerla rollito y pasármela, antes de agarrar otra para él.
(Gastrónomo sabio y gran tragón, en varias ocasiones se ocupó Novo de la tortilla, siempre de modo memorable porque siempre, al leerlo, acaba uno con hambre: «Es nuestra comestible cuchara y el seguro tenedor para el cuchillo de nuestros dientes. Cortada en cuatro perfectos triángulos de cateto curvo, ¡qué perfectamente se pliegan a la presión de nuestros dedos a forrar, capturar y enriquecer el sabor del bocado de carne, o el chicharrón guisado, o los frijoles, o el arroz, y el último triángulo recoge hasta el último vestigio de salsa, y desaparece dentro de nuestro deleite!»).
No hace falta abundar en las razones de la imbricación profunda de la tortilla en el ser del mexicano, en las explicaciones que en ella se envuelven acerca de nuestra historia y de lo que somos (y de lo que nos espera); ni tampoco es necesario repasar el papel esencial que, como elemento fundamental de nuestra alimentación a lo largo de los siglos, la tortilla cumple para descifrar las sucesivas configuraciones sociales que nos hemos dado. O no nos hace falta a los mexicanos, mejor dicho, pues en el trance de llenar la panza toda interpretación sobra y todo nos queda clarísimo: la vida sin tortillas sería inimaginable.
Y, sin embargo, ahora mismo, cada vez más estarán siendo los mexicanos que deben empezar a imaginarse esa vida, o que ya están padeciéndola, gracias al encarecimiento imparable de las tortillas: ¡30 pesos el kilo, hace un par de días en algunos estados! Según el periódico El País, en lo que va del año el aumento ha sido de 11 por ciento —la misma nota consigna que, según el Coneval, el consumo anual per capita de tortilla en el medio urbano es de 56.7 kilos, y en el medio rural de 79.5—. Y no parece que la tendencia vaya a cambiar en el futuro cercano. Otras informaciones daban cuenta, en la semana, de la irrupción en el paisaje de tortillas «piratas», desde luego más baratas, pero hechas con maíz de mala calidad, deficientemente nixtamalizado con agua no potable y revuelto con desperdicios de tortillas viejas que no se vendieron.
Por si aún no nos quedaba claro el pasmoso retorno al pasado que estamos viendo (imposición desaforada de la figura presidencial sobre el destino de la patria, espesamiento del nacionalismo más anacrónico y obtuso, ramplonas pretensiones de injerencia en el escenario internacional al más puro estilo de Echeverría, demagogia sin fin para encubrir la ineptitud y la corrupción rampante, asistencialismo electorero en aras de asegurar la eternidad del partido único, etcétera), el inocultable avance de la inflación acaso llegue a ser la corroboración definitiva del desastre. Más aún que el imperio del crimen y la intensificación cotidiana de la zozobra que sufre la población que va siendo víctima de la inseguridad y del miedo —ese espeluznante estado de las cosas al que, por insólito que sea, nos hemos ido habituando—, la progresiva carestía de lo indispensable no podrá ser soslayada durante mucho tiempo. No hay demagogia que alcance para que los supuestos transformadores en el poder consigan hacer como que el hambre no existe.
El precio de la tortilla, pongámoslo así, cuenta como el indicador más fiable para que los mexicanos nos hagamos una idea de la descomposición de la realidad. Podremos no entender mucho de política o de economía, y podremos también seguir enzarzándonos en las confrontaciones estériles con que el régimen nos atarea concienzudamente para que no nos percatemos de sus estropicios, pero sabemos muy bien lo que significa cuando las tortillas suben un día tras otro y cómo cada vez alcanza menos para comprarlas. El otro día, por ejemplo, fuimos a los tacos al pastor adonde hemos ido toda la vida: ¡qué indicio ominoso de los tiempos que corren ver, por primera vez, que nos los dieron con una sola tortilla, y no con dos! Una estrategia de supervivencia del taquero, evidentemente: para que no se le espante la clientela, recurrió a esa medida en lugar de aumentar los precios. ¿Y qué sigue? Se empieza por alejar la tortilla del alcance del pueblo, y se acaba por arruinar lo que todavía nos queda de nación.
Ojalá la única inflación, en materia de tortillas, siguiera siendo aquella que celebraba Novo: esa expansión gozosa de la gorda calientita en el comal, el regalo del aliento del dios, un prodigio sólo superado por la felicidad incomparable de la primera mordida.
Mural, 7 de agosto de 2022.