• El miedo al tedio

    Estamos, por lo pronto, en el momento de las sugerencias, de las peticiones. Por las buenas, todavía. Apelando a nuestro supuesto sentido de responsabilidad con los demás; aludiendo, pero sin nombrarlo, a un civismo que, por rudimentario que sea, ya tuvo que haberse activado en cada ciudadano. El gobernador dice felicitarnos por hacerle caso: acto seguido, alarga el plazo y vuelve a pedirnos (todavía con palabras suavecitas, por más que suenen a ladridos de perro amarrado) que nos aguantemos tantito más. Si vemos las experiencias de otros países —donde, no obstante, el contagio y la mortandad han prosperado—, a estas invitaciones siguieron las conminaciones, y luego las admoniciones, y luego los toques de queda, el confinamiento forzoso, la suspensión de las garantías individuales, la acción policiaca contra los necios.

    ¿Era un proverbio árabe? «Espera lo mejor, pero prepárate para lo peor». Tengo la sospecha de que, habituada como está a vivir en lo inimaginable (la realidad psicótica y ensangrentada de todos los días en este país), la sociedad mexicana no es apta en absoluto para creer que lo peor está por venir. Tan hemos dejado de creer en que algún día recuperaríamos la cordura (y en este país habría justicia, libertad, paz y futuro), que ya tampoco sabemos reconocer cuando estamos encaminándonos al abismo. Tampoco es que sepamos mucho para dónde hacernos, en este angosto desfiladero que corre a lo largo del barranco interminable que es la precariedad de la existencia para millones y más millones.

    Una señal de nuestro descreimiento: ante la perspectiva de que el confinamiento o la restricción de movimientos se prolonguen, lo que más parecemos temer es el tedio. No el contagio, no que los seres queridos se mueran, no que nosotros mismos caigamos; no la monstruosa crisis económica que ya está abalanzándose sobre nuestras siguientes décadas. No: lo que nos asusta es llegar a aburrirnos. ¡Ah, las legiones de mamás y papás que dan de alaridos porque al tercer o cuarto día ya no saben qué hacer en casa con sus hijos, más que enloquecerlos y dejar que los enloquezcan! Eso: queremos que esto se acabe porque es muy aburrido. Ojalá que sólo esa amenaza nos rondara.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 26 de marzo de 2020


  • Cálculo

    Ah, las bufonerías cotidianas del habitante de Palacio Nacional. Es cierto que pueden parecer evidencias de insania o consecuencias de alguna alteración inducida de la actividad cerebral: esos silencios en que los ojitos divagan como buscando saber si esto es un sueño o qué diablos, la mano derecha revoloteando sin control, la quijada pendiente mientras esa actividad cerebral se reanuda, a veces con una risita de abuelito siniestro descubierto in fraganti.

    Si no viviéramos hoy una emergencia sanitaria que está paralizando al mundo y que, amén de dejar una estela de mortandad todavía incalculable, puede destruir las economías de muchos países, entre ellos México, tal vez tendría interés emprender un estudio de ese sentido del humor que mueve al titular del Ejecutivo a protagonizar de modos siempre inesperados las malhadadas mañaneras. ¿Hasta dónde el presidente encuentra divertida la realidad, tanto como para payasear con ella, o a partir de qué punto le resulta tan insoportable que se pone a menearla con ocurrencias y estupideces como la de ayer —lo de sus amuletos y estampitas—, pues está convencido de que lo que necesitamos sus gobernados es divertirnos? Y, llevando más lejos los interrogantes que animaran ese estudio, ¿qué mueve a quienes detentan el poder político a bromear, incluso cuando el terror y la desesperación y la rabia los cercan?

    Sospecho que, al menos en el caso mexicano, hay un cálculo afinado de los efectos que traen consigo estas gansadas e, incluso, de los modos en que esa figura lamentable de anciano extraviado y delirante se incrusta en nuestra atención, ya induciéndonos a la perplejidad más violenta, ya sugiriéndonos que acaso sea digno de compasión o de lástima. Ayer mismo, para no ir más lejos: mientras la enfermedad sigue devorando las esperanzas de contenerla en países con muchísimos más recursos que el nuestro, y mientras las Bolsas seguían tronando y el peso era abatido por el dólar, y, sobre todo, mientras los legisladores mexicanos aprobaban las reformas con las que podrán permanecer en sus curules hasta 2030 —nota que, por supuesto, quedó perdida muy detrás de la de los «guardaespaldas» que el señor Presidente presumió que lo cuidan.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 19 de marzo de 2020


  • La peste

    Junto con una pandemia como la que se avecina… Pero qué estoy diciendo: la pandemia ya llegó; otra cosa es que no queramos darnos cuenta: bien cabe imaginarse, en los pasillos y los recovecos de Palacio Nacional, a los secretarios de Salud, de Educación, de Hacienda, tirándose de los pelos y tratando de hacerle entender a su jefe la urgencia de tomar medidas, y el jefe con sus risitas socarronas y sus calmas y sus momentos de pasmo (¡qué espectáculo atroz, ése, cuando, en las mañaneras, se queda con los ojitos vidriosos perdidos en un punto del vacío, la boca abierta, sin expresión, nomás dejando que su bracito se agite como espantando moscas conservadoras!)… Los secretarios, decía, desesperando por hacer que México, como pueda, siga el ejemplo de otros países (mientras escribo esto, India anuncia que prohíbe la entrada de todo extranjero), y aquél, sin embargo, al tanto de que el desastre inminente tendrá como primera víctima la popularidad de su Transformación, pues todo lo van a hacer con las patas, empezando por el manejo de la información (recordemos cómo nos traían como locos hace un año, con el gasolinazo: aquel desconcierto y aquella incertidumbre van a parecer apenas el simulacro del desconcierto y la incertidumbre que nos esperan)… Aquél, decía, más preocupado por lo que se dice de él que por lo que la realidad trae consigo, estará dándoles largas: ¿para qué poner controles en puertos y aeropuertos, para qué abastecer hospitales y alistar al Ejército y a la Guardia Nacional, para qué ir preparando a los maestros y a los estudiantes para que acaben el año sin tener que ir a la escuela, para qué tomar providencias ante la calamidad económica que tenemos por delante? Si en lo que hay que trabajar es en implantar en las masas la convicción de que México, hasta ahora, y quién sabe por qué —pero qué importa saber— está salvándose de quedar infestado.

    Las peores pestes empiezan siempre por no creer en ellas. Parece que la novela de Albert Camus donde se corrobora eso está escaseando ya: a ver si no se acaba primero que el papel higiénico, o que el agua embotellada. O antes que ese bien que pronto va a escasear y tanta falta va a hacer, y que se llama cordura.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 12 de marzo de 2020


  • Invisibles

    Ahora ha trocado en burla su desdén por la causa de las mujeres —lo que equivale a decir: su desdén por los cientos de miles de mujeres discriminadas, excluidas, oprimidas, vejadas, intimidadas, amenazadas, agredidas, acosadas, cazadas, golpeadas, violentadas, torturadas, mutiladas, violadas, desaparecidas, asesinadas; lo que equivale a decir, su desdén por las mujeres. Cínico y guasón (y rabioso: ya veremos los efectos del incremento sostenido de su ira), afirmó, primero, que el día en que las mujeres habían programado un paro nacional, él iba a estar vendiendo los billetes de su lotería ofensiva y ridícula. Luego se «corrigió»: dijo que el paro «ni lo tenía en mente». Se la pasa jugando, payaseando.

    Entre otras cosas, lo que tiene de muy significativo el paro del 9 de marzo es que con él las mujeres buscarán ausentarse de la vida para enfatizar así cómo, para esta realidad enemiga, son invisibles y no cuentan. Bien, pues él es el primero que está confirmándolo: ni las ve ni las oye ni se le ha ocurrido hacerlo. Tampoco a quienes lo asesoran —o, si sí, no les ha hecho caso. Tan no le importan que sigue en lo suyo: llevar nuestra conversación oligofrénica siempre hacia donde él quiere.

    En «Una habitación propia», su luminoso ensayo de 1929, Virginia Woolf observó que una de las razones del desprecio ancestral de los hombres por las mujeres es que éstas encarnan la posibilidad de disminuir o desmentir el sentimiento de superioridad masculino. Esto, huelga decirlo, se verifica lo mismo en el ámbito privado que en el público, y es particularmente notorio en las conductas de los hombres poderosos: «…tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse». ¿Por qué el habitante de Palacio Nacional está obstinado en su desdén? Siguiendo a Woolf, podría responderse que es por «la enorme importancia que tiene para un patriarca, que debe conquistar, que debe gobernar, el creer que un gran número de personas, la mitad de la especie humana, son por naturaleza inferiores a él. Debe de ser, en realidad, una de las fuentes más importantes de su poder».

    Eso cree, seguramente.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de marzo de 2020


  • ¡Ustedes! ¡Cállense!

    Nada como los cambios que sufre nuestro uso del lenguaje para hacernos una idea del verdadero estado de las cosas —con «verdadero» quiero decir: que no depende de nuestras suposiciones, y menos de las figuraciones de quienes pasan por «expertos». Aventuro dos ejemplos que quizás vengan a cuento cuando el acontecer demencial de este país asesino parece haberse vuelto absolutamente indiscernible:

    Por un lado, está la tendencia a servirse de la segunda persona —del plural, sobre todo, aunque a veces también del singular— al manifestarse los individuos en las redes sociales. «Ustedes», suelen empezar muchos tuits y posts que me encuentro todo el tiempo: «ustedes creen que…», o «ustedes son quienes…», o «ustedes querían esto…», o «es culpa de ustedes…». ¿Y quiénes componen ese «ustedes»? Todo mundo menos uno mismo, de tal forma que quien escribe parece arrinconado en su soledad inmensa ante un universo enemigo al que tiene el deber de estar acusando o escarneciendo  —un escritor afamado, a quien silencié porque acabó por hartarme, se la pasa (o pasaba) dirigiéndose a un como amiguito imaginario al que se goza (o gozaba) en zaherir, con soliloquios del tipo «Pobre de ti, que te crees…»—. El otro caso es el del predominio del modo imperativo: ¡qué mandoncitos nos hemos vuelto! «¡Cállense!», «¡Hagan!», «¡No hagan!», «¡Hablen!», «¡Esto es lo que deben pensar!», «¡Lee esto!», «¡Compórtate de este modo!», «¡Oye esto!», «¡Trágate esto!». Así que, cada que me meto al alcantarillado de las redes, acabo agobiado por las órdenes que todo mundo se la pasa dándome, o bien increpado por quienes se dirigen a mí (o bien a un «ustedes» que, supongo, me incluye).

    ¿Y qué podrá significar esto? Tengo una sospecha: que, en la desventurada y escasa inteligencia que tenemos de lo que sucede, entre nuestro pasmo y nuestro horror y en la estupidez en que chapoteamos todos los días, estamos acabando por volvernos locos. Y por eso hablamos solos («¡Sí, tú, a ti te estoy hablando!»). Y tan locos estamos, que creemos que la realidad, esa terca indomable, va a tener que plegarse a nuestra voluntad y obedecer lo que le decimos. ¡Y nos admiramos del profeta orate y sus decálogos y sus ternuras!

     

    J. I. Carranza

    Mural, 20 de febrero de 2020


  • La crítica

    En un luminoso ensayo titulado «¿Qué es la crítica literaria?», Antonio Alatorre explica de modo que parece irrefutable en qué consiste esa experiencia enriquecida de encuentro con las obras (lo que dice, claro, puede extenderse a los dominios del arte en general, más allá de la literatura). Y afirma que la crítica, en la medida en que guía a otros para que hagan sus propios descubrimientos, es siempre ayuda; también, conforme propicia el encuentro con quienes podemos intercambiar apreciaciones para afinar las nuestras, «se nutre en el diálogo». Y, por último, que su ejercicio también es siempre una forma sostenida de aprendizaje.

    Ayuda, diálogo, aprendizaje. Por eso Alatorre era un enorme crítico, un sabio cuyo conocimiento, en su grandeza, sólo era equiparable con el tamaño de su humildad al proponerse lograr eso: enseñar, conversar, aprender. He estado recordando ese ensayo a raíz del escándalo protagonizado por la crítica de arte más famosa de la lamentable escena mexicana, la que, por lo visto, ha pasado de las palabras a los hechos, destrozando materialmente y ya no sólo con sus columnas rabiosas aquello que no le gusta (asegura ella misma, y más de algún testigo, que no tocó la obra y que ésta habría estallado solita, al verla acercarse, ¿autodestruyéndose antes de que la crítica, en su furia, la hiciera pedazos en su siguiente columna? En todo caso, es un hecho que se acercó mucho, más de lo que se toleraría de cualquier creatura malcriada en una galería o en un museo, y también es claro que sí tuvo la intención de interactuar con la obra, colocándole una lata de refresco a un ladito o encima: ¡vaya forma vanguardista de pronunciarse!).

    No extraña ver cómo ha prosperado la notoriedad de esta crítica, dada como es a proferir sus juicios, y sobre todo sus prejuicios, en estilo cuajado con exabruptos, generalizaciones y humor fallido. Y con convicciones inamovibles que da la impresión de pretender que rijan los rumbos del arte contemporáneo, básicamente porque lo que no encuadre con esas convicciones no está dispuesta a conceder que sea arte —ni dispuesta a que nadie lo vea así. Qué se le va a hacer: lo cierto es que tampoco extraña que mucha gente le haga caso.


  • Las voces de los muertos

    Ya de salida, sabiéndose cerca del final de una larga vida, George Steiner acordó con el periodista Nuccio Ordine concederle una entrevista cuya publicación únicamente estaría permitida al día siguiente de ese final. La sostuvieron en 2014, y todavía el año pasado el entrevistado regresó a ella para retocar algunas respuestas. Steiner murió el lunes. «Siempre me fascinó la idea», pudimos leer entonces, «de algo que se hará público precisamente cuando yo ya no pueda leerlo en los periódicos. Un mensaje para los que se quedan y una manera de despedirme dejando que se oigan mis últimas palabras».

    A finales del año pasado cumplió medio siglo de muerta Emily Hale, una novia de T. S. Eliot que había entregado a la Universidad de Princeton las más de mil cartas que el poeta le envió a lo largo de 16 años. La instrucción de Hale era que esas cartas se leyeran sólo hasta que hubieran transcurrido estas cinco décadas. Eliot, al tanto de lo que había dispuesto su exnovia, también preparó su viaje al futuro: escribió una aclaración acerca de la naturaleza de esa correspondencia, con la condición de que esa aclaración se hiciera pública al mismo tiempo que las cartas. Es impresionante, esa misiva postrera, por el retrato descarnado que el poeta hace de sí mismo y de las mujeres en su vida.

    La entrevista póstuma de Steiner, sin alcanzar ese dramatismo, también es conmovedora, sobre todo porque confirma de modo inapelable —es la voz de un muerto— cómo este mundo ha quedado empobrecido ahora que ha perdido una inteligencia como la del crítico y profesor que, como pocos en nuestro tiempo, se batió en una denodada batalla por la razón y la belleza, y también por el enriquecimiento moral que puede dimanar de la experiencia artística. Lector profundo, sabio, y ensayista cuya estatura poética demuestra que la mejor crítica también puede, y debe, proponerse la conmoción y la perdurabilidad de las grandes obras, Steiner es una inteligencia infaltable que, para nuestra desgracia, ya está faltándonos —ya desde hace algunos años: estaba viejo, estaba cansado. La aclaración de Eliot —la voz de otro muerto— es estremecedora, también, por el modo en que termina: «Descansemos todos en paz».


  • ¡Lotería!

    De tan predecible que se ha vuelto, podría parecer ya insulso. Pero que no ceje en su limitado repertorio de trucos, que tenga tal fe en sí mismo, que tan decidido esté a no permitir que su entendimiento se nuble por la realidad, todo eso lo vuelve fascinante. Hagamos un lado, por ahora, el perjuicio que causa y las secuelas tremendas que dejará —es difícil, claro: fuera de los muros de Palacio no es sencillo cerrar los ojos ante el desastre—: ¿llegará a haber literatura que aproveche su estampa, sus hechos, la dimensión formidable de sus disparates, las aberraciones que condujeron a instalarlo ahí, la espléndida desenvoltura con que fabrica al vuelo sus mentiras? ¿Hay manera de que una obra supere la creación que ha hecho de sí mismo? Y, en tal caso, ¿qué excesos de la fantasía serían necesarios para ir más allá? ¿O será posible que la imaginación literaria, alguna vez, consiga abrirse camino en las cavernas de su psique —y de la psique nacional— para regresar de ahí con alguna explicación satisfactoria?

    Pienso, por ejemplo, en el modo en que Camus aprovechó al emperador lunático (pero no era que fuera sólo un lunático, en todo caso), para indagar a profundidad en la crueldad, la ambición, la vanidad y la maldad pura; o bien en la tradición de los monstruos retratados o urdidos con menos o más saña o voluntad de comprensión por los novelistas latinoamericanos. ¿Dará para tanto, o no pasará de ser emblema de la ridiculez? Yo querría creerlo. Con el país en llamas y vuelto un alarido de terror, lo que ha discurrido es salir a rifar un avión, y ahí está, como billetero, vendiendo los cachitos. Pero lo malo es que, por risible que a algunos pueda parecernos, hay un vastísimo sector de la población listo a gritar: «¡Más respeto!», y a imponer ese respeto al precio que sea.

    Y me acuerdo de este pasaje de Gao Xingjian, en un ensayo que escribió acerca de la literatura como testimonio de lo real: «La voluntad popular que transforma el compromiso político en imposibilidad de desobediencia obliga a la sumisión inapelable de todos los miembros de la sociedad y puede conducir la nación entera a la locura».

    En ésas estamos, me temo. Y él sigue vendiendo su alucinante lotería.


  • Un verdadero independiente

    Filmada en 1987, Clandestino destino imaginaba un futuro que entonces podía parecer parejamente lejano y cercano: el año 2000 era un horizonte de fantasías excesivas y temores apocalípticos, y parecía que teníamos tiempo suficiente (aunque no demasiado) para ir acomodándonos al mundo que nos aguardaba. De esa película recuerdo en particular, porque parecía tan absurdo como posible, que presentaba un México cuya mitad ya habría sido cedida a Estados Unidos para pagar la deuda externa —junto con la amenaza nuclear y la invasión comunista, la deuda externa fue nutriente básico de las pesadillas de quienes salimos de la infancia en los 70 para estrellarnos con los esperpénticos 80.

    La frontera, pues, se había recorrido, y quedaba justo en Guadalajara. Más precisamente, por ahí por Plaza Patria. Había una cierta resistencia civil ante esa nueva realidad, y también la necesidad de reajustar las conductas de la gente ante los desafíos que marcaba el auge del sida: lo que se había ganado de libertad sexual había que gastarlo de a poquito ante el temor del contagio. Recuerdo, también, que era una película muy divertida, y que se permitía un desenfado que luego fue perdiéndose —con Sexo, pudor y lágrimas, y luego con Amores perros, el cine mexicano se volvió más azotado y solemne de lo que llegó a serlo en los dramas peores de la Época de Oro.

    Jaime Humberto Hermosillo, firmante de aquella cinta, y de muchas otras de admirable audacia —y en varios sentidos: formal, temática, política—, fue, quizás, el último realizador cinematográfico que hemos tenido cuyas preocupaciones estuvieron siempre felizmente desentendidas, y por tanto liberadas, de las tiranías del mercado. Un auténtico artista independiente, que supo siempre ingeniárselas para decir lo que le daba la gana con sus películas, y que además fue imparable. A él le debemos mucho quienes nos aficionamos al cine en los tiempos en que nació la Muestra de Guadalajara (eso que mutó en el festival tan extraño con el que ya nada tiene que ver). Ojalá que empecemos a saldar esa deuda impidiendo que su obra se nos olvide —que dudo que pueda pasar: si viste una película suya, seguro algo de ella se quedó contigo para siempre.


  • El mundo amarillo

    Cuando Los Simpson irrumpieron en nuestras vidas, la televisión todavía existía —y en México era especialmente horrenda—, faltaba todavía para que nos absorbiera el hoyo negro de internet y teníamos apenas vagas suposiciones de lo que debía ser la democracia. El miedo al desastre nuclear se disipaba junto con la polvareda que dejó la caída del Muro de Berlín, pero ya lo habíamos trocado por nuevos pavores: al sida, al TLC que ya se fraguaba, al chupacabras en todas sus manifestaciones. El machismo, la homofobia, el racismo y otras pestes infestaban el trato social quizás un poco más que ahora, aunque rara vez eran objeto de repudio, del mismo modo en que la corrupción aceitaba la vida cotidiana pero no nos parecía tan reprobable. ¿Éramos una sociedad más atrasada? Todavía no imaginábamos cómo la realidad se ensangrentaría como lo ha hecho en estos treinta años. ¿Éramos más inocentes? Tal vez el impacto que esa familia causó se explique por esa vía: porque nos invitaba a empezar a sospechar, con alguna malicia, que las cosas no podían estar tan bien como habíamos venido suponiéndolo.

    Es difícil imaginar lo que habrían sido estas tres décadas de no haber tenido a la mano el juicio de Homero para modelar el nuestro. Emblema de nuestros mejores defectos (imbécil, marrullero, encajoso, haragán, glotón, alcoholicazo, egoísta, hipócrita), el paterfamilias más importante desde Noé es también la encarnación de nuestras virtudes peores: un obrero resignado a trabajar para el patrón diabólico con tal de que los suyos tengan para comer, un esposo y un padre al que la culpa lo reconduce siempre a la senda del bien, un hombre para el que el paraíso tendría que estar hecho de chocolate. Hoy tampoco sabríamos qué pensar sin Marge, que es la sensatez sojuzgada; sin estar al tanto de que la realidad está encarnada en Bart —quien es la garantía de que Homero es eterno—, y sin Lisa, prueba viviente de que la tentación de la sensibilidad y de la inteligencia amenaza con volvernos los peores enemigos de nosotros mismos.

    Hace treinta años, daba un poco de miedo el espejo que nos mostraban Los Simpson. Hoy, seguramente, preferiríamos que nuestro mundo fuera más parecido a ese mundo amarillo.