Hace dos días, un acusado de narcotráfico en Singapur fue condenado a muerte vía Zoom. Es decir: delante de una computadora, en la cárcel, escuchó la sentencia, resuelta por un tribunal cuyos integrantes se encontraban en lugares distintos, aunque todos reunidos —junto con la defensa y el reo mismo y acaso algunos espectadores— en el mosaico de rostros de la pantalla. Es el primer caso de un juicio con semejante desenlace que tiene lugar así. El caso cobró relevancia gracias a la protesta elevada por Amnistía Internacional ante lo inhumano del hecho, si bien a los participantes, incluido el abogado defensor, les pareció apenas una medida práctica.

Es posible que los efectos más dramáticos de la pandemia en lo que somos tengan que ver —por lo pronto— con las adaptaciones aceleradas que hemos debido hacer a nuestras formas de comunicarnos. Desde las orquestas y coros multitudinarios que consiguen entenderse de maravilla hasta los noticieros y las tertulias televisivas que tienen lugar en las incesantes pantallas divididas, pasando por todas las imposiciones del trabajo oficinesco que puede hacerse en casa, las clases en todos los niveles, las ceremonias religiosas, los partidos de futbol… Nuestras vidas, en gran medida, se han transformado en una sucesión de pantallas a las que «entramos» y de las que «salimos» sin tregua. ¿Y cómo somos en ese frenesí?

Es bien sabido que uno es capaz de hacer o decir en Twitter o en Facebook lo que jamás haría en persona. ¿En Zoom y similares también? Hasta donde voy percatándome, creo que el trato está ahí aceitado por una franqueza que difícilmente fluye en otras circunstancias. No sé si sea porque sea democrático el hecho de vernos reducidos a esos espacios en igualdad de condiciones, o bien porque siempre está a nuestro alcance silenciar gente, silenciarnos a nosotros mismos, apagar y largarnos, pero me da la impresión de que nos sentimos impelidos, no tanto a hacer lo que nunca haríamos «en vivo» (no le vas a decir «cerdo» a tu jefe porque, después de todo, ahí tienes su carota enfrente), pero sí a ahorrarnos rodeos, pérdidas de tiempo, comedimientos y zalamerías, babosadas. Al grano, todo. Como bien lo sabe ya aquel reo de Singapur.

 

J. I. Carranza

Mural, 21 de mayo de 2020