• Héctor Suárez

    Será cosa de discutirlo, pero yo pienso que los mejores momentos de Héctor Suárez quedaron en el cine. Dueño de una expresividad formidable, le bastaba curvar la boca para afirmar el carácter de sus personajes: la sonrisa maliciosa, cargada de intenciones, pronta a volverse un chiflido detrás del caminar de Leticia Perdigón («El Tirantes» de Lagunilla, mi Barrio, de Raúl Araiza), o bien la sonrisa triste, emblema del desvalimiento esperanzado —y por eso tristísimo de ver— en el campesino pobre que se aventura a la ciudad para llenarse la panza del modo que sea (Tránsito, en El Milusos, de Roberto G. Rivera). Y a veces ni siquiera eso: aun en las más pedestres películas de ficheras, a Suárez, con ese rostro esculpido para ser todos los rostros de México, le bastaba poner la quijada, mirar de reojo, alzar la barbilla, y todo quedaba clarísimo.

    Claro, seguramente ocupará más espacio en nuestra memoria su trabajo televisivo. Siempre es problemático que el arte se arrogue funciones de vigilante moral, que es lo que a Héctor Suárez lo tentó en programas como ¿Qué nos pasa? Sin embargo, su justificación está en el tiempo en que hizo lo que hizo —es decir: cuando brilló más como comediante, en el terreno de la crítica humorística de nuestros peores vicios. Luego del temblor del 85, fracasada la «renovación moral» de Miguel de la Madrid y como para darle la bienvenida a Salinas, ese programa vehiculó nuestra desesperación, nos la volvió risible y nos hizo manejables las nociones de «corrupción» e «impunidad» que tanto habrían de servirnos en los años venideros. (Poco antes, El Milusos había equivalido a un curso intensivo de sociología para toda una generación).

    Artífice de tipos tan innegables  como inolvidables (el taquero marrano, el vándalo sin motivo, el empleado negado y huevón, la señora hipócrita y mandona, el burócrata intragable), el genio de Héctor Suárez consistió en su comprensión profunda de la realidad. A veces daba la impresión de estar siempre subido al banquito de la superioridad al que les gusta subirse a quienes quieren corregir esa realidad. Pero lo disculpa toda ocasión —y fueron incontables— en que nos hizo soltar la carcajada y chillar de la risa.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 4 de junio de 2020


  • Otro mundo

    La película Yesterday, de Danny Boyle, juega con la posibilidad pasmosa de que los Beatles jamás hubieran existido. O, más bien, de que sólo hubiera una persona en el mundo que conociera su música. La historia sigue los pasos de esa persona, un cantante más bien chafa que, gracias a que se sabe el repertorio del cuarteto, vertiginosamente alcanza el estrellato y ve al mundo rendirse a sus pies. Lo bueno que tienen los universos alternos al nuestro es que no podríamos percatarnos de su existencia, y que, si llegamos a hacerlo, nadie nos va a creer, y por tanto no son problema. Antes bien: quizás sea lo mejor, que no nos crean —y de ahí que el cantante de Yesterday pueda triunfar con esa música formidable y ajena.

    Hay algunos momentos en la película que llegan a ser muy desasosegantes —o lo fueron para mí—, más incluso que la posibilidad de que nunca nadie hubiera oído aquellas canciones. No queda clara la razón —o no me lo quedó a mí—, pero el protagonista descubre, de pronto, que en ese mundo, la gente no fuma. Ni sabe qué es eso. O que no existe la Coca-Cola. No parecen obedecer, esos hechos, a ninguna necesidad de la historia. Pero descubrirlo imprime una extrañeza todavía más irremediable a la vivencia de esa ¿irrealidad? Como si, por esos detalles, ese mundo fuera más definitivo, más inapelable.

    Algo así experimenté hace un par de días, al caer en cuenta, simultáneamente, de que ya mayo está por terminar, y, además, de que terminará sin que haya tenido lugar la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. No sólo eso —son obvias las razones de que no se haya organizado este año—: lo más inquietante es que nadie haya parecido darse cuenta. Me puse a buscar información, algún aviso, alguna publicación en la prensa, o por parte de los organizadores. Y nada. Es, ¡ay!, como si nunca hubiera existido.

    Ya en varias ocasiones he declarado aquí el cariño que le tengo a esa feria, la más antigua del país, y cómo le debo haberme vuelto lector. Ahora no sé qué hacer con este descubrimiento. Ya sé que no es así, y que seremos muchos los tapatíos que la extrañamos. Pero sí me sentí un poco como el cantante de la película: como si sólo yo en el mundo me acordara de ella.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 28 de mayo de 2020


  • Zoom

    Hace dos días, un acusado de narcotráfico en Singapur fue condenado a muerte vía Zoom. Es decir: delante de una computadora, en la cárcel, escuchó la sentencia, resuelta por un tribunal cuyos integrantes se encontraban en lugares distintos, aunque todos reunidos —junto con la defensa y el reo mismo y acaso algunos espectadores— en el mosaico de rostros de la pantalla. Es el primer caso de un juicio con semejante desenlace que tiene lugar así. El caso cobró relevancia gracias a la protesta elevada por Amnistía Internacional ante lo inhumano del hecho, si bien a los participantes, incluido el abogado defensor, les pareció apenas una medida práctica.

    Es posible que los efectos más dramáticos de la pandemia en lo que somos tengan que ver —por lo pronto— con las adaptaciones aceleradas que hemos debido hacer a nuestras formas de comunicarnos. Desde las orquestas y coros multitudinarios que consiguen entenderse de maravilla hasta los noticieros y las tertulias televisivas que tienen lugar en las incesantes pantallas divididas, pasando por todas las imposiciones del trabajo oficinesco que puede hacerse en casa, las clases en todos los niveles, las ceremonias religiosas, los partidos de futbol… Nuestras vidas, en gran medida, se han transformado en una sucesión de pantallas a las que «entramos» y de las que «salimos» sin tregua. ¿Y cómo somos en ese frenesí?

    Es bien sabido que uno es capaz de hacer o decir en Twitter o en Facebook lo que jamás haría en persona. ¿En Zoom y similares también? Hasta donde voy percatándome, creo que el trato está ahí aceitado por una franqueza que difícilmente fluye en otras circunstancias. No sé si sea porque sea democrático el hecho de vernos reducidos a esos espacios en igualdad de condiciones, o bien porque siempre está a nuestro alcance silenciar gente, silenciarnos a nosotros mismos, apagar y largarnos, pero me da la impresión de que nos sentimos impelidos, no tanto a hacer lo que nunca haríamos «en vivo» (no le vas a decir «cerdo» a tu jefe porque, después de todo, ahí tienes su carota enfrente), pero sí a ahorrarnos rodeos, pérdidas de tiempo, comedimientos y zalamerías, babosadas. Al grano, todo. Como bien lo sabe ya aquel reo de Singapur.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 21 de mayo de 2020


  • En el encierro

    Poder recluirse mientras la peste asuela al mundo es un privilegio. Y que una vasta proporción de la humanidad siga exponiéndose al contagio, por necesidad o por ignorancia, desactiva por insensata toda protesta que podamos proferir ante la necesidad de encerrarnos. Los grados de insensatez de estas protestas varían: no es lo mismo la queja de quien padezca por el hacinamiento o por otras condiciones que hagan invivible la cuarentena, que la queja de quien ya se hartó de tener que pasársela en su amplio jardín y zambulléndose en su alberca. Las únicas lamentaciones admisibles serán las de quien tiene que estar en compañía de alguien violento, o las de quienes sufren el aislamiento como soledad y abandono irremediables. De ahí en más, a quienes podemos quedarnos en casa más nos valdría apreciarlo.

    ¿Que el tedio es mucho? Chesterton afirmaba que el único pecado imperdonable es el aburrimiento. Y, aunque ahora parezca fácil caer en ese pecado, lo cierto es que abundan las posibilidades de evitar la tentación. La oferta de entretenimiento, de educación y cultura, puede ser enorme. Pero no hace falta señalar lo evidente; sí en cambio, acaso, lo descabellado de pensar que este tiempo debería aprovecharse para producir más, para rendir mejor. Doy un ejemplo.

    La otra noche, mi hijita quería ver la entrega de los Kids’ Choice Awards. Era un acontecimiento de importancia superlativa para una niña de nueve años; además, la ceremonia tenía la peculiaridad de que, como manda la pandemia, todos los galardonados se conectarían desde sus casas. Incluso habría un enlace con la Estación Espacial Internacional. El problema es que iba a ser a las 9 de la noche del martes. «¡A dormir!», dispusimos, aceptando sin más el deber de despertar temprano el miércoles para «ir a la escuela» (vía Zoom). «¡No vas a querer levantarte!».

    Pues qué diablos. Unos minutos luego de enviarla a la cama, fui y la levanté y nos pusimos delante de la tele. ¡Qué deberes ni qué obsesión imperiosa de cumplirlos ni qué nada! En el encierro, lo más importante está siendo, además de salvar la vida, hacer que siga valiendo la pena. Y la felicidad de una niña de nueve años es una forma insuperable de conseguirlo.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 14 de mayo de 2020


  • «Nueva normalidad»

    Las situaciones de extrema incertidumbre engendran abundantes expertos espontáneos e incontables profetas. Como los primeros pronto quedan desmentidos por el curso de los acontecimientos, basta con desalojarlos de nuestra atención. Los segundos, sin embargo, al lanzar más lejos las redes de su ciencia infusa, pueden ser más peligrosos: en lo que llega el tiempo de que se cumplan (aunque no vayan a cumplirse) sus vaticinios, pueden ganar creyentes, influir en la toma de decisiones, reorientar voluntades y nublar el juicio de quienes podrían estar construyendo posibilidades mejores que las que avizoran.

    Una noción que ahora mismo está de moda entre los émulos de Nostradamus es «nueva normalidad». Es una fórmula que encapsula tres creencias: la primera, que la normalidad existe; la segunda, que existe al menos en dos versiones (la «nueva» y la que ya no es «nueva»); y tercera, que, luego de la pandemia y las crisis que ha traído aparejadas, estamos por asistir al arribo de la versión «nueva», pues la normalidad que conocíamos ya no servirá más. Sin tener que entrar en honduras metafísicas, seguramente bastaría con tratar de precisar en qué diablos consiste la normalidad para comprobar que es imposible creer en su existencia.

    En México, por ejemplo, ¿es normal que sea más probable ser asesinado que enfermar del virus maldito? Que la prevalencia de la atrocidad en las vidas de millones de personas (violencia, injusticia, hambre, ignorancia, miedo, etcétera) se haya sostenido a lo largo de mucho tiempo (desde tiempos de Moctezuma Ilhuicamina, vamos diciendo, por ponerle una fecha) no quiere decir que eso sea admisible como normalidad. Como tampoco el hecho de que efectivamente lo admitamos como tal. (Es como la gente impuntual, atrabancada, impertinente o marrana, que se excusa diciendo: «¡Ay, perdón, es que así soy yo!». ¡Que seas como seas no quiere decir que eso esté bien!, habría que responder).

    Por lo demás, la perturbación de lo habitual que está teniendo lugar, con las consecuencias trágicas que ha traído consigo, ¿podría obsequiarnos con un mundo más bonito y solidario, de almas limpias, gobiernos honestos, sociedades justas y trabajo feliz? Como si nos lo mereciéramos.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 7 de mayo de 2020


  • ¿El fin del Fonca? (II)

    En un momento en que hay asuntos más urgentes a los cuales prestar atención (la pandemia, nada menos), la 4T encontró de rebote cómo cumplir su cometido de exterminar lo que, según su juicio resentido, era una herencia salinista, es decir, maldita. Así que vino el famoso decreto presidencial para la extinción de los fideicomisos, y resultó que, como el Fonca era precisamente uno, de un plumazo quedó proscrito. A la secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, le tocó representar el papel de quien se aventaba a salvar al ahogado, pero éste ya se había hundido hasta el fondo.

    No obstante esta maniobra (o simulación), la secretaria emergió asegurando que el ahogado ahora iba a estar más vivo que nunca. Es decir: que, al matar al Fonca, estaban dándole nueva vida, más segura, más plena. Y entonces menudearon las abstrusas explicaciones burocráticas para justificar lo hecho. Como ya es costumbre en la 4T, en la embestida —que comenzó el año pasado— contra el Fonca, todo es enredado y confuso. De creer a la secretaria y al mismo Presidente de la República (¡uf!), los estímulos a la creación artística están garantizados hasta el fin de los tiempos. Podría ser. También podría ser todo lo contrario: que un nuevo empujón sumerja al estorbo en las aguas definitivas del olvido y nadie alcance ya jamás a rescatarlo.

    En todo caso, lo que hasta ahora ha sido muy significativo, más allá de las torpezas burocráticas y jurídicas de la 4T, es la aversión de algunos de sus protagonistas a todo lo que huela a cultura en este país. Empezando por la socarrona y rencorosa e ignorante secretaria de la Función Pública, que, a poco de consumarse la extinción del Fonca tal como lo conocíamos, tuvo a bien teclear su sorna en tuits que mostraban su calaña: primero, se sumó al coro de quienes han acusado a esta institución, desde sus orígenes, de ser un coto de intelectuales comprados cuyas bocas habrían estado rellenadas con billetes para que no dieran lata; luego, al ver la reacción de la comunidad, todavía se mofó, la secretaria Sandoval: «Serénense artistas».

    Ésas tenemos. El Fonca ya no existe. Pero sí. ¿Cómo? Quién sabe. ¿Y qué le espera? Nada permite albergar buenos augurios. Misión cumplida.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 30 de abril de 2020


  • ¿El fin del Fonca? (I)

    A comienzos de 2019, la entonces debutante 4T embistió, del modo más brutal, contra una de las contadísimas instancias del aparato cultural mexicano que funcionaban bien. Al poner al frente del Fonca al escritor Mario Bellatin, ocurrente entusiasta y funcionario inepto, el gobierno de López Obrador también dispuso que se corriera a buena parte del personal que trabajaba ahí —y sabía trabajar—; pronto se logró un enfrentamiento crispado con buena parte de la comunidad artística que no estaba dispuesta a presenciar sin más el desmontaje de una institución de la que ha emanado, a lo largo de tres décadas, buena parte de la creación más relevante de este país. Bellatin, displicente, luego de haber hecho su desastre (¿por encargo de quién?), fue defenestrado. Pero el daño estaba hecho.

    Hace justo un año —luego de anunciarse, primero, que se cancelaba—, se celebró el primer encuentro de la generación 2018-2019 del Programa Jóvenes Creadores, en Papantla. A mí me tocó ir, en mi papel de tutor de la disciplina de Ensayo. Por una parte, había que festejar que aquel encuentro se hubiera logrado —los encuentros no sólo son parte fundamental del programa, sino que también llegan a ser estaciones centrales en la experiencia profesional y vital de sus beneficiarios—; por otra parte, era muy pesaroso presenciar el desastre que la nueva administración había hecho. Hubo, en 2019, dos encuentros más: uno en Puebla (y entonces se dio una nueva andanada contra el Fonca, ahora en forma de una campaña difamatoria de Notimex que quería poner en entredicho el prestigio de creadores principalísimos), y finalmente el tercero en Los Pinos, en noviembre pasado. Tanto gusto nos dio llegar a éste, luego de aquel año de incertidumbre, que los participantes casi dábamos la crisis por superada. En la presentación de la antología de Letras, al tener un micrófono delante, me pareció necesario recomendar que no se nos olvidara: el Fonca seguía en peligro, en cualquier momento acabarían con él.

    Para regocijo de sus detractores, eso acaba de pasar. ¿O qué diablos ha sucedido? (Y muy en tiempos en que nuestra atención, necesariamente, tiene que estar puesta en otra parte. Le seguimos la semana que entra).

     

    J. I. Carranza

    Mural, 23 de abril de 2020


  • El silencio preferible

    Es difícil, y sobre todo cuando hay que encerrarse y el tedio o la neurosis acechan, resistir la tentación de hacer conjeturas que expliquen lo que pasa, o bien profecías que alumbren el rumbo que tomarán los acontecimientos. Entusiasma forjar argumentos que a nadie se le han ocurrido antes, o que nuestro pobre entendimiento se vea sacudido de pronto por una revelación. Pero, aunque en la incertidumbre del momento esa tentación sea poderosa, por lo menos habría que abstenerse de divulgar esos hallazgos al mundo. A nadie le hacen falta nuestras suspicacias ni nuestra sabiduría.

    Salvo que detentemos un grado superlativo y experiencia admirable en el campo de la epidemiología, aunque también sería de agradecerse que contáramos con un premio Nobel en Economía: salvo que lo que tengamos que decir tenga sentido práctico y sirva para salvar a la humanidad, más nos valdría guardarnos nuestras opiniones, librarnos de hacer el ridículo con nuestros vaticinios y dejar de afligir a los semejantes asomados a nuestros muros o a nuestros timelines con más razones para la desesperación, el miedo y la confusión. Para eso ya tenemos a los políticos.

    (Dicho sea de paso, ¡qué terquedad la de algunos, como el gobernador de Jalisco, en insistir que lo concerniente a esta crisis no es «un tema político»! ¿Pues qué es, entonces? Tanto se han enfangado, los profesionales de ese gremio, que los asusta descubrirse dedicándose a eso a lo que se dedican. Lo que hay que ver: políticos que afirman no estar haciendo política. Han de querer que los veamos como almas caritativas a las que no tendría que suponérseles ninguna intención oculta).

    Un efecto asombroso del confinamiento en estos días es la afirmación del silencio. Ya se anticipa desde la mañana, y cuando cae la tarde se extiende sobre la ciudad de un modo inverosímil, que termina de espesar la consistencia de sueño extraño que tienen estos días. Por las noches, o más bien en las madrugadas, ya varias veces me ha despertado con alguna violencia ese silencio, y tengo entonces que levantarme a presenciarlo. Puede ser espantoso. Pero, en comparación con el rumor ensordecedor de nuestras conjeturas y nuestras profecías, es preferible.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 16 de abril de 2020


  • ¿Cómo? ¡Así!

    Entre antier y ayer, la calma pastosa de este tiempo inaudito se vio perturbada por cierta información escandalosa que circuló por Twitter, y que a más de alguno habrá hecho temer una catástrofe. Por supuesto: todos estos términos que acabo de usar son excesivos, pues el origen de tal perturbación era la cuenta de una revista mexicana, supuestamente cultural pero cuya vocación, en realidad, es la explotación mercadotécnica (y muy chabacana) de ciertas posibilidades ¿lúdicas? del idioma… Dado que la importancia de la actividad de las redes sociales se calcula en función del alcance de dicha actividad —si no es multitudinario no cuenta—, no hace falta explicar que en este país no existe ninguna revista importante: la ocurrencia en cuestión ameritó una interacción más bien modesta, de unos cuantos cientos de ociosos. Pero de todos modos dio qué pensar.

    Se trataba de una noticia, falsa, según la cual la Academia Mexicana de la Lengua habría suprimido «oficialmente» los signos de apertura de exclamación y de interrogación. Intriga saber las razones que pudo tener quien tuiteó eso a nombre de la revista, si bien, al ver la respuesta cosechada (la misma Academia tuvo que salir a desmentir), la misma cuenta alegó horas después que la intención había sido humorística. En cualquier caso, no es improbable que esa noticia se pensara que alegraría a más de alguno. La prescindencia, deliberada o por ignorancia, de los signos de apertura, es uno de los rasgos más flagrantes del pésimo uso del idioma español, un idioma por cuyas flexibilidad y riqueza expresiva el uso doble de los signos es absolutamente indispensable. Y si alguien quiere que se dejen de usar así, lo querrá sólo por haraganería, y porque no le importa que se entienda o no lo que escribe. (Veamos ahora mismo nuestros mensajes de WhatsApp y hagámonos una idea de lo que habría ganado esa forma de comunicación, y cómo se habrían evitado malentendidos, si el uso correcto prevaleciera. Pero más bien ocurre lo contrario, y es una desgracia).

    ¿Una ociosidad, el tuit en cuestión? Claro. Y peor si uno repara en que hay formas inmensamente mejores de pasar por esta tensa espera. Dejando de asomarse a las redes, para empezar.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 9 de abril de 2020


  • Aislarse

    Un escritor, novelista algo famoso, se ufanaba en entrevista de lo estupendamente que está llevando el encierro. Sí, concedía, habrá a quien le resulte más problemático, pero a él le venía muy bien aislarse, sumergirse en los libros que lee y en los que escribe. Hasta ahí, todo bien: después de todo, es un oficio para el que la soledad y el apartamiento es condición idónea, si no indispensable… Aunque no para todo mundo. El italiano Antonio Tabucchi necesitaba trabajar en medio del bullicio, por ejemplo en un café, pues su imaginación difícilmente podía ponerse en marcha sin oír las voces que lo rodeaban. Acaso porque atenúan la soledad de ese oficio de solista, cafés y cantinas han sido, desde que existen, los espacios naturales para quienes, al acudir a ellos, se aseguran de no desaparecer por completo, devorados por la página en la que se obstinan.

    (A propósito de soledades: en estos días raros han menudeado las recomendaciones para aprovechar la cuarentena leyendo: editoriales, autores, promotores, cuentacuentos, profesores, incluso gente de la farándula o del deporte, hacen circular libros y sugerencias, y, desde luego, tiene mucho de encomiable ese movimiento. Pero el otro día una alumna, con quien he tenido que estar salvando el semestre a la distancia, me hizo ver la que sea quizás la razón más importante para volvernos hacia la literatura: si no podemos encontrarnos con los otros en la calle o en una conversación cara a cara, las páginas de un libro sirven para recordarnos que esos otros ahí siguen).

    Vuelvo a la entrevista del novelista famosito. Todo iba bien, decía, hasta que leí que estaba comparándose con Montaigne. Ya se sabe: encerrarse en la biblioteca, dar la espalda al mundo. Y entonces me cayó pésimamente mal. Primero, porque el apartamiento de Montaigne no fue —como dice la leyenda— definitivo. Hasta sus últimos días siguió entrando y saliendo de su torre. Segundo, porque al meterse a su biblioteca, lo que hizo fue precisamente ingresar plenamente al mundo. (Por cierto, Montaigne fue reelecto alcalde de Burdeos luego de que la primera vez abandonara el cargo huyendo de la peste. Algo habrá hecho bien). Tercero: porque nadie puede ser Montaigne.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 2 de abril de 2020