Vemos, en un noticiero televisivo, que el ayatola Jamenei da un mensaje, y a su lado hay un retrato del ayatola Jomeini: junto al actual líder supremo de Irán, el rostro invariable e inconfundible del líder de la Revolución Islámica gracias a la cual el primero está ahí. Y ese retrato es el mismo que, entre las confusiones de mi memoria, irrumpió en mi atención infantil, probablemente por medio del periódico Excélsior, que llegaba todos los días a la hora de la comida, o de la revista Impacto, que a veces mi papá compraba y cuyo atractivo principal consistía —para mí, quiero decir— en el hecho de que metía el mundo a la casa a través de fotos que no publicaban otros impresos: así como recuerdo la efigie de Jomeini triunfal en 1979, también distingo con toda nitidez el perfil de Paulo VI en su féretro unos meses antes, por ejemplo. Seguramente a mis siete años no entendía gran cosa, pero por alguna razón las imágenes como aquéllas se estamparon indeleblemente en mi recuerdo y quizá me facilitaron más adelante ir comprendiendo algo de eso que así cobraba forma y que se llama historia.

      En «La búsqueda del presente», el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz refiere un acontecimiento decisivo en su vida, que acaso definió su vocación como poeta y como pensador. Cuenta que, de niño, un día estaba jugando en el jardín de la casa de su abuelo; «Tendría unos seis años y una de mis primas, un poco mayor que yo, me enseñó una revista norteamericana con una fotografía de soldados desfilando por una gran avenida, probablemente de Nueva York. “Vuelven de la guerra”, me dijo». La anécdota encapsula el momento preciso en que el niño Paz es apartado del mundo inocente y feliz de los juegos, las lecturas y las imaginaciones que han venido haciendo de su infancia «un presente sin fisuras». «Esas pocas palabras me turbaron como si anunciasen el fin del mundo o el segundo advenimiento de Cristo», sigue recordando. «Sabía, vagamente, que allá lejos, unos años antes, había terminado una guerra y que los soldados desfilaban para celebrar su victoria; para mí aquella guerra había pasado en otro tiempo, no ahora ni aquí. La foto me desmentía. Me sentí, literalmente, desalojado del presente».

      Mientras está en la televisión el retrato de Jomeini, aprovecho para darle a mi niña —es la hora de la comida— algunas informaciones que más bien estoy sacando del cajón para mí, para averiguar qué significan o significaron, y para ver si ayudan a tramitar de algún modo lo que hoy ocurre y que es, de nuevo, la inminencia del apocalipsis, que recurrentemente se recicla con palabras parecidas y odios inextinguibles y villanos similares, por lo desmesurados y lo grotescos. Probablemente también en aquel periódico o aquella revista vi por primera vez, y luego muchas veces en ese 1979, las alhajadas y fastuosas figuras del Sha de Irán y de su mujer, la emperatriz Farah, removidos del trono desde donde reinaban sobre un pasado hecho a la vez de presuntuosa tradición (su dinastía sólo había empezado en 1925) y de corrupción ominosa. Arrojados a un exilio errático, fueron dando tumbos y, mientras Giscard d’Estaing no dejó que aterrizara en Francia el avión que el propio Sha iba pilotando, López Portillo los recibió gustoso primero (le habrá encantado codearse con esa realeza), pero luego los echó de una patada porque a Carter no le había parecido bien aquel gesto. ¿La mansión que ocuparon estaba en Cuernavaca, en Acapulco? Aquí ya mi confusión se espesa y no sé bien para dónde continuar. Sólo recuerdo que poco después al Sha lo mató el cáncer, que Farah siguió saliendo en la prensa del corazón un buen rato, que Irán volvió a ser el nombre de una tierra lejana y extraña, y que sólo de cuando en cuando ocuparía de nuevo los titulares gracias a las guerras y a la ojeriza de los gringos y de Israel.

      Pero hay algo más: de pronto recuerdo a Salman Rushdie, el salvaje ataque que sufrió hace casi tres años, y caigo en la cuenta (como si hiciera falta caer en la cuenta) de que ese hombre enturbantado y ceñudo que preside el mensaje de su sucesor es el mismo que mandó matar al escritor, y que aquella orden tardó 33 años en alcanzarlo —felizmente no se cumplió, Rushdie perdió un ojo y sufrió otras gravísimas heridas, pero vivió y no fue acallado—. Los años sí pasan en balde, a veces. Casi medio siglo y el retrato de Jomeini ahí sigue, presenciando lo que hoy ocurre.

      Octavio Paz afirma que todos hemos experimentado una expulsión del presente como la que evoca en su discurso. Para él, la vida transcurrió como un empecinamiento incesante por recuperar aquel territorio perdido, y en alguna medida así nos sucede a todos cada que queremos encontrar algún sentido para lo que hemos ido dejando atrás. Pero lo que creemos saber y haber entendido, a la postre, sirve de poco ante la fuerza avasalladora de la realidad y de la historia. Hacia el final de su discurso, Paz alude a la poesía como la sola posibilidad de encontrar el camino. Lo dice de un modo ciertamente enigmático, pero acaso sólo así sea como puede formularse: «¿Qué sabemos del presente? Nada o casi nada. Pero los poetas saben algo: el presente es el manantial de las presencias».

      Luego el noticiero cambia a otro asunto, seguimos comiendo, pasamos a hablar de lo cerca que están las vacaciones.

J. I. Carranza

Mural, 22 de junio de 2025.