• Palabritas

    Como si el resultado no estuviera siendo lo suficientemente deprimente, en el medio tiempo del Chivas-Puebla, el sábado pasado, me llevé una sorpresa bastante amargosa. Fue en un anuncio comercial: la voz que animaba a elegir cierta marca de cerveza repitió varias veces palabras que, hasta donde yo me quedé, estaban proscritas de la televisión abierta. Mi primera reacción fue de viejo escandalizado: «En mis tiempos», me descubrí diciéndome, «ya les habría caído Gobernación». Luego supuse que Gobernación ya ni siquiera eso puede —si no ha podido hacer gobernable este país desde hace sexenios, cuantimenos esto—; también imaginé que las leyes habrán cambiado, y concluí, en fin, que «mis tiempos» ya están demasiado lejanos para querer usarlos como referencia para el presente.

    Pero no fue eso lo que lamenté. No añoro que el Estado pretenda contener, o de plano reprima, como antaño, lo que pueda considerar atentado contra la moral y las buenas costumbres; antes, al contrario, celebraré que se abstenga de intervenir en esos asuntos, y por ello he deplorado la nueva cruzada moral que la llamada «Cuarta Transformación» ha querido imponer desde el púlpito de Palacio Nacional. No: lo que me pesó fue que las palabras gruesas, las «malas palabras», ahora hayan pasado a formar parte del lenguaje publicitario. Que, con tal de suscitar una apariencia de empatía con el público consumidor, los creativos de las agencias ahora echen mano de voces que antes estaban reservadas para la vida real, ésa que era posible distinguir, por ejemplo, del mundo ilusorio de la televisión gracias justamente a que el lenguaje era diferente de un lado y otro de la pantalla.

    Y es que pasa esto: al sonar en los anuncios, esas palabras van a perder su naturalidad, su fuerza, su utilidad invaluable. Que ahora puedan usarse con fines tan pedestres como vender cerveza significa que ya están desactivadas y son inertes, y no sólo para insultar, que eso ya es una gran pérdida, sino también para precisar lo que sólo con ellas es posible. O era: ¿ahora cuáles son las malas palabras? ¿Ya no existen? ¿Y qué vamos a hacer sin ellas? ¿Cómo maldecir sin que parezca que estamos haciendo eco de una campaña publicitaria?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 25 de abril de 2019


  • Tanto para esto

    Aunque es evidente que falta mucho, todavía, para dar por terminadas las obras del Paseo Alcalde, lo que por ahora se ve permite ir haciéndose una idea del modo en que el centro de la ciudad habrá sido alterado por esa obra. De entrada, da la impresión de que la lentitud exasperante de los trabajos es absurda en razón de los resultados: al margen de los desafíos que haya encontrado el paso de la tuneladora famosa, desde la Normal y hasta la Plaza de la Bandera, al volver peatonal el tramo de superficie desde aquella glorieta hasta San Francisco se desaprovechó una oportunidad magnífica, ya no digamos de embellecerlo, sino al menos de darle dignidad. No se trataba, podría pensarse, únicamente de sacar a los vehículos de la avenida Alcalde-16 de Septiembre: era la ocasión de que floreciera ahí, del mejor modo, la vida a pie que los reemplazara. Y lo que se hizo, más bien, fue desplegar una serie de ocurrencias lamentables.

    (Dije antes que la lentitud de la obra podría parecer absurda. Corrijo: en una realidad como la mexicana, la proliferación del desastre es siempre perfectamente explicable por causas como la ineptitud y la deshonestidad de las autoridades en turno y la impunidad que premiará las dagas que hagan. Así que nada de absurdo: la Línea 3 del Tren Ligero es un óptimo resumen de esa lógica impecable).

    Un ejemplo: la remodelación de los jardines de Aranzazú y San Francisco (y esto por no hablar de los graves daños estructurales que ha sufrido este último templo, como otros edificios de la zona). Los que eran espacios vivibles, gratos aun en medio del tráfico de las calles y del ruido, fueron despojados de buena parte de su arbolado y de sus prados, así como de todas las bancas y jardineras. A cambio de éstas, quedaron, para sentarse, sólo unas tripas cúbicas de cemento, lejos de toda sombra, que no tardarán en estar desportilladas y grafiteadas. También hay, por Corona, una pérgola pelona, con unas mesas también de cemento, al rayo del sol. Nadie se sienta en esos adefesios.

    Seguramente la pregunta no es a quién se le ocurrió —ya se sabe que saberlo no sirve para nada—, sino quién y cuándo y cómo tendría que remediarlo. Si es que se remedia algún día.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 18 de abril de 2019


  • ¡Vámonos!

    Hubo un tiempo en que pensé que las vacaciones están sobrevaloradas. Seguramente me hallaba mal de la cabeza, pero sospecho que era así como me resignaba al constatar lo fugaces que pueden ser. Las espera uno con tanto anhelo, y se terminan tan rápido, que las ilusiones previas siempre quedan defraudadas. Y ya se sabe: nuestras decepciones se alimentan de los excesos de nuestra ingenuidad. A lo mejor eso quería decir. Luego entendí que esa calidad de espejismo que las vacaciones tienen debería corresponder mejor al tiempo que transcurre fuera de ellas: el tiempo de la rutina, de los pendientes, de los compromisos, de las prisas. Dicho de otro modo: los días de asueto no deberían ser los que parezcan anómalos, excepcionales, sino los del trabajo. La vida normal debería ser como la que encontramos al hacer una pausa: lo verdaderamente descabellado empieza cuando tenemos que volver a madrugar y a correr.

    Ahora: las vacaciones podrán estar muy bien, hasta que se vuelven aburridas. Entonces se vuelven una condena. Esto, que pudimos tener clarísimo en la infancia, podemos perderlo de vista en otras etapas de la vida, en particular aquella a la que se arriba luego de haber descubierto que es preferible dormir antes que entretenerse. Si, ya instalado en esta etapa, se tiene al lado a una creatura que observa cómo uno se arrebuja en el fondo oscuro de su bostezo, echado a pesar de que —como decía mi papá— «ya los perros buscan sombra», conviene tomar medidas. Hay que actuar para evitar que la paternidad fracase en ese terreno —ya fracasará en otros—, y levantarse y moverse. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos de paseo? ¿A dónde? (Estoy pensando en vacaciones que no depararán ningún viaje: las que se tiene previsto pasar en la ciudad, dizque aprovechando que ésta se queda tranquila, aunque eso nunca es del todo cierto). ¿Cuenta la farmacia como paseo? Lo más seguro es que, mientras más conciencia cobre la creatura de la realidad que habita, menos sencillo sea convencerla de que el viaje a pagar el cable sea una aventura extraordinaria.

    Pero puede serlo: todo depende de convencerse de que así tendría que ser. Al banco, a la ferretería, ¡al súper! Después de todo, ¡son vacaciones!

     

    J. I. Carranza

    Mural, 11 de abril de 2019


  • El proyectote

    Sorprende, hasta cierto punto, que el anuncio que hizo el Presidente del nuevo complejo cultural en que se transformará el Bosque de Chapultepec haya pasado por delante de nuestra atención pasmada sin demasiado escándalo. Por supuesto, la demencial actualidad noticiosa nos tiene demasiado atareados con incontables ocasiones para vivir atónitos. Pero este anuncio, sospecho, acaso ha parecido inofensivo por su naturaleza: en parte porque se admite tácitamente que lo que se haga por la cultura ha de ser, en principio, bueno que se haga; pero también porque la cultura acaba siendo siempre una materia extraña de la que no se sabe qué pensar, y porque en el fondo a nadie le importa gran cosa.

    Será, en palabras de López Obrador, «el proyecto artístico y cultural más importante del mundo en cuanto a arte». Ochocientas hectáreas en las que se «articularán» los espacios museísticos ya existentes, más otros que se creen (un «museo de la diversidad», entre ellos). Como suele pasar cuando el Cuarto Transformador promulga las ocurrencias más desmesuradas de su gestión, los costos de ésta, y también los estudios que tendrían que avalarla (por qué hace falta, cuáles serán sus beneficios), son datos tan insignificantes que no hace falta darlos a conocer. O que no se conocen. Lo que sí se sabe es que en la concepción del proyecto está la mano de Gabriel Orozco. Y ya esa presencia hace recordar otra obra faraónica, la Biblioteca Vasconcelos en que se centró la «preocupación» de la administración de Vicente Fox, donde aún pende el esqueleto de ballena firmado por el artista veracruzano que ahora está por hacer de las suyas una vez más. ¿Así como Fox quiso entonces perpetuar su memoria ahora pretende hacerlo López Obrador?

    En todo caso, queda claro algo: aquello de la descentralización, en el terreno de la cultura, se limitó a mandar la Secretaría correspondiente a Tlaxcala. Pues, en lugar de atender necesidades reales de toda la República, se ha preferido este «proyecto del sexenio» para la capital —donde se concentra la parte más importante de la infraestructura cultural del país. Ya veremos, de aquí a unos años, en cuánto nos va a salir el chiste. Y para qué va a terminar sirviendo.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 4 de abril de 2019


  • Humanidad doliente

     

    En la fachada del Hospital Civil de Guadalajara se lee la dedicatoria que, al conectar en la memoria histórica esa obra con su fundador, continúa dándole el sentido profundo que ha tenido para la existencia de esta ciudad: «Fr. Antonio Alcalde a la humanidad doliente». El recuerdo del benefactor queda, en esas letras, fijado por su interés en que esa humanidad hallara ahí socorro, alivio, refugio: el Hospital es para ella.

    Pocos de cuantos han tenido en sus manos el poder de hacer algo por la gente de esta tierra se han ocupado de un modo tan admirable por quienes sufren más. Y no es difícil imaginar que, si Alcalde viera los colmos de dolor y de horror que tantas personas han de padecer en este presente enloquecido, pondría cuanto antes manos a la obra por remediar lo que ocurre. Al contrario de incontables autoridades que han dejado prosperar esta descomposición, ya sea por ineptitud, porque así ha convenido a su codicia o por mera perversidad, Alcalde, para empezar, se uniría compasivamente a quienes sufren: a las víctimas de todas las atrocidades por las que cada día amanecemos más ensangrentados que el anterior; a las madres y los padres y los hijos y los hermanos y los cónyuges y los amigos de los más de siete mil desaparecidos de Jalisco por los que el Estado ha de reconocer que no ha sabido hacer nada. A todo ese dolor inimaginable, Alcalde sumaría el suyo, sin dudarlo.

    Pero hay una parte de esta sociedad, hipócrita, cruel, egoísta y mezquina, que quizás se merezca que no tengamos un Fray Antonio Alcalde para que nos cuide. Digo esto a raíz de lo que hizo el escultor Alfredo López Casanova con la estatua del fraile en la Rotonda. Dejando de lado que el arte ha de ser subversión, o no ser nada, y que todo autor tiene potestad para que su obra diga lo que le venga en gana (¡échenle un ojito a todos los mensajes que Orozco cifró en sus murales!), qué impresionante cómo esa parte de la sociedad, que pega de gritos por las leyendas inscritas en la estatua de Alcalde, sea por completo incapaz de indignarse así por tres muchachos que, hace un año, fueron devorados por la maldad más absoluta. Qué lejos está, esa biempensantía tapatía, de la humanidad doliente.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 28 de marzo de 2019


  • Pequeñas librerías

    En un reciente artículo traducido para un suplemento cultural mexicano, y originalmente publicado en el Corriere della Sera, el escritor italiano Roberto Calasso reflexionaba acerca de cómo, ante la expansión del modelo impuesto por Amazon, las grandes cadenas de librerías se ven cada vez más amenazadas por el hecho de que «no son suficientemente grandes»: en la disyuntiva entre ir a buscar un libro en los anaqueles infinitos de una librería gigantesca, y hacerlo sirviéndose de un teclado y una pantalla, los lectores tienden a facilitarse la vida —y, evidentemente, los costos que representa para una gran librería sostener un inventario enorme llegan a ser irrecuperables.

    A partir de ése y otros razonamientos, el también editor —uno de los más sabios que existen— esbozaba una esperanza para las librerías pequeñas, aquellas que no tienen la intención de acaparar el mercado, y, en particular, las que se centran en la oferta de literatura. «Para esta librería, sólo se abre un camino: enfocarse en algo que no se puede obtener de una manera electrónica: contacto físico con el libro y calidad». Calasso discurre luego acerca de esa noción resbaladiza, «calidad», pero concluye que, en una librería, puede tener que ver con el lugar mismo: «La librería tendrá que presentarse como un lugar donde se tienen ganas de entrar».

    En Guadalajara, en cosa de semanas, dos bellas librerías pequeñas, enfocadas en la literatura infantil, anunciaron que cierran. Eran, qué duda cabe, lugares en los que era maravilloso entrar, y quedarse. No conozco las circunstancias de esos cierres, pero no me resulta difícil imaginar que están relacionadas con la inviabilidad económica que suele acechar contra proyectos semejantes. Y yo pienso en los alardes del aparato estatal cultural para dizque promover la lectura: el abaratamiento insensato de los libros y la soberbia que hay en desentenderse de las causas estructurales de la pésima relación que los mexicanos tenemos con la lectura. ¿No valdría más apoyar a quienes dedican sus vidas, por ejemplo, a abrir pequeñas librerías?

    Lo que dice Calasso suena muy bien, claro. Lo malo es que esa sensatez se evapora al entrar en contacto con la realidad mexicana.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 21 de marzo de 2019


  • Un vacío enorme (y III)

    Forum Cultural Guanajuato, en la ciudad de León, donde tuvieron lugar las presentaciones de los becarios de Artes Escénicas, Música y Letras, entre otras disciplinas, durante el último encuentro del programa Jóvenes Creadores.

     

    La llamada Cuarta Transformación embistió contra el Fonca designando a un escritor para que lo dirigiera (habiendo gestores culturales de sobrados talentos y funcionarios con probada experiencia) e instruyéndolo —pues no cabe suponer que haya sido su sola inspiración la que lo movió— para que reestructurara el organismo de raíz. Esto quiere decir: habría que cambiar los modos de brindar apoyos a los creadores artísticos (individuos y agrupaciones), en virtud de ciertas figuraciones de lo que debería ser un aparato gubernamental cultural incluyente y democrático. Lo cierto es que, más que esas figuraciones, lo que prevaleció en esa intención del Secretario Ejecutivo del Fonca (o en quienes lo empujaron a tomar las medidas que empezó a tomar) fue la imaginación de que había dispendios injustificables (como los que supondría la organización de los encuentros de Jóvenes Creadores) y prácticas viciadas. O, sencillamente, los movió la gana de marcar su llegada con la ideación y la ejecución de nuevas políticas, acordes a los ímpetus que resuenan desde Palacio Nacional.

    Como sea, el escritor metido a funcionario empezó por correr a trabajadores que hacían bien su chamba, canceló los primeros encuentros de Jóvenes Creadores, pospuso la publicación de resultados del programa México a Escena, postergó la publicación de otras convocatorias… Y fue adelantando, como si deveras hubiera estado trabajando en un diagnóstico serio, que en su momento daría a conocer la nueva forma de operar del Fonca. No llegó a eso: tras la consulta del jueves pasado a la que el Fonca se vio obligado a abrir a la comunidad artística, y que fue una muestra suficiente de desorganización e improvisación, y a la que el funcionario escritor no asistió, acabó siendo defenestrado hace un par de días. Mientras, siguen sin chamba los que la perdieron, siguen las convocatorias en suspenso, los becarios en activo están en la incertidumbre.

    ¿Tendrá remedio lo que está pasando? Ojalá que sí: las meteduras de pata han sido tales que no corregirlas se antoja imposible. La historia del Fonca, con los incontables servicios que ha rendido a la cultura de este país, no merece terminarse así, a fuerza de ocurrencias.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 14 de marzo de 2019


  • Un vacío enorme (II)

    Aspecto de la exposición de los becarios del Programa Jóvenes Creadores en el encuentro organizado en León, Gto., en noviembre de 2018.

     

    En el huracán que supuestamente transformará al país, y cuyos vientos se originan en Palacio Nacional, las instituciones del Estado dedicadas a la cultura van siendo de las primeras en sacudirse. Los cambios abruptos, que no parecen tener detrás un trabajo de diagnóstico serio y profundo, da la impresión de que tienen una de dos explicaciones: o los encargados nuevos están emulando las formas de proceder del Presidente, y toman así decisiones arrebatadas e inspiradas por una suerte de iluminación moral para enderezar lo que, a su juicio personalísimo, está torcido, o bien tienen la encomienda de ir desmantelando lo que había, aunque funcionara, pues las transformaciones colosales han de incluir la supresión de los vestigios del pasado.

    El Fonca, que por estas fechas cumple tres décadas de haberse creado (sí, en el sexenio de Salinas, ¡uy!), ha estado muchas veces en el centro de una discusión que nunca ha ido a ninguna parte. Se ha acusado de parasitismo a los creadores que beneficia, y a sus funcionarios y a los integrantes de las comisiones que otorgan los apoyos, de toda clase de prácticas corruptas por las cuales los dineros que ahí se manejan estarían sirviendo siempre a ciertas mafiecillas: complicidades y favoritismos a los que, según esas acusaciones, habría que culpar de haber tarado la libertad intelectual del país en beneficio de los gobiernos en turno, del signo que sean. (En este sexenio viene mucho pensar en términos de mafias, y quizás por eso estas acusaciones contra el Fonca han resurgido con vigor. Aquí debo dar mi propio testimonio, para lo que valga. Como seleccionador y como tutor, tanto en el Programa Edmundo Valadés de Apoyo a la Edición de Revistas Independientes —ya extinto— como en el Programa Jóvenes Creadores, me quedó clarísimo que era imposible hacer trampa. Así que las maquinaciones con que fantasean quienes acusan al Fonca de favorecer a quienes no lo merecen, según el capricho o la conveniencia de los jurados, carecen de fundamento. Y estoy seguro de que, al menos hasta que han llegado las nuevas autoridades, el Fonca era una de las pocas cosas que funcionaban inobjetablemente en este país desastroso). (Acabamos la próxima semana).

     

    J. I. Carranza

    Mural, 7 de marzo de 2019


  • Un vacío enorme (I)

    Presentación de las antologías de Letras y Novela Gráfica en el pasado Encuentro de Jóvenes Creadores del Fonca, llevado a cabo en León, Gto., en noviembre de 2018

    Presentación de las antologías de Letras y Novela Gráfica en el pasado Encuentro de Jóvenes Creadores del Fonca, llevado a cabo en León, Gto., en noviembre de 2018

    Hace muchos años, en una de las ocasiones en que tuve la fortuna de tener la beca del programa Jóvenes Creadores del Fonca, camino a uno de los encuentros que se organizan para que los becarios trabajen con sus tutores y entre ellos, se me ocurrió calcular lo que significaría que desaparecieran los camiones que nos llevaban. (Eran tiempos más pacíficos, mucho antes de los horrores que hoy vemos: yo, ingenuamente, apenas imaginaba que esos camiones eran abducidos por extraterrestres, o algo parecido). Y supuse —lo digo no porque yo fuera ahí, sino por el asombro que me causaba ver tal multitud de artistas reunidos— que la consecuencia obvia sería un vacío gigantesco en la cultura mexicana, un empobrecimiento irreparable en la medida en que esa cultura se vería privada de los frutos de todos esos talentos en formación, de sus entusiasmos y sus preocupaciones, de sus búsquedas y sus hallazgos.

    Años después, cuando me ha tocado ser tutor de ese programa, he dado otra forma a esa imaginación. En un país asolado por el miedo y en el que cada ciudad encierra peligros insospechables para todos, los encuentros de Jóvenes Creadores tienen siempre un carácter de insólita resistencia —aunque no libre de amenazas: en Guerrero, por ejemplo, bien advertidos estábamos los participantes de cuidarnos mucho, pues la libertad de antaño sencillamente dejó de existir—. Y, con todo, no parecía posible que todo eso desapareciera.

    Hasta que llegó la llamada Cuarta Transformación.

    Pasa esto: en la andanada del nuevo gobierno contra las prácticas de los regímenes anteriores, trátese de huachicoleros, administración supuestamente fraudulenta de guarderías, organizaciones de la sociedad civil, etcétera (si bien no se ve que ocurra gran cosa contra líderes sindicales de corrupta prosapia, blanqueadores de capitales, exgobernantes que gozan y seguirán gozando de impunidad, y usos y costumbres del latrocinio a gran escala en todas sus variantes), el sector cultural de la administración pública va siendo uno de los terrenos en que más desastres están ocurriendo, y, en concreto, es de temerse que de aquel programa sólo quede un vacío de verdad irremediable. (Seguimos la semana que entra).

     

    J. I. Carranza

    Mural, 28 de febrero de 2019


  • Después de Roma

     

    Es sabido que los óscares son los premios más importantes por las repercusiones que tienen para las películas que los ganan (que se aseguran así públicos más vastos) y para los individuos que participan en ellas (que, por lo general, habrán de recibir en adelante más y mejores ofertas para trabajar). Son premios que antes que sancionar la excelencia artística de las obras, o consagrar a los realizadores y a los intérpretes por sus méritos también artísticos, lo que brindan es una notoriedad mayúscula y perdurable de la que ganadores y productores se benefician grandemente. Otros galardones, a cambio de esa notoriedad, lo que dan es prestigio y respetabilidad, y asientan canónicamente las razones de que una película o una dirección o una actuación deban considerarse en términos de su calidad y su relevancia como obras de arte antes que otra cosa.

    Como sea, este domingo vamos a estar muy pendientes de la suerte que corran Roma, su director, sus actrices y sus colaboradores nominados. Nunca una película mexicana había llamado así la atención de la Academia estadounidense, y aunque ya eso es extraordinario, habría que ir preguntándose qué significará en realidad. Por ejemplo —y esto, desde luego, nos lo podrán ir esclareciendo los críticos serios—, ¿qué tan justa es la competencia? Si Roma hubiera competido contra otras películas, ¿habría tenido las mismas oportunidades que tiene? O bien, lo más obvio: ¿cuál puede ser el trasfondo político que, detrás de las razones eminentemente artísticas, podrá haber para que Cuarón y compañía hayan corrido con esta suerte?

    No se trata de ser aguafiestas: si ganan Yalitza Aparicio o Marina de Tavira o Cuarón o cualquier involucrado en Roma, a mí me va a alegrar, claro (si bien por razones parecidas a las que tengo cuando gana la Selección: puro gusto de que mucha gente aquí esté contenta). Pero sí creo que habría que ir tratando de discernir los verdaderos significados. Como el que pueda haber para el cine nacional, de ahora en adelante, en estos tiempos de incertidumbre y cuando tan necesario es que se filmen las mejores películas —si es cierto que a través del cine, y del arte en general, podemos entender mejor la realidad.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 21 de febrero de 2019