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Ay, hijo ingrato
En su ímpetu democratizador de la lectura, el flamante encargado de despacho e inminente director del Fondo de Cultura Económica ha promulgado su intención de revisar la participación que esa editorial debería tener en la FIL de Guadalajara. Encontró injustificables los que llamó «gastos inútiles, fastuosos» que ahí se habrían hecho, y que según sus cuentas sumarían 9 millones de pesos en la edición pasada. Ni tarda ni perezosa (aunque sí sorprendida: no la veía venir), la FIL se pronunció para enmendarle las cuentas (según la feria, lo que erogó el FCE habrían sido casi tres millones y medio de pesos) y también para explicar que cada editorial gasta lo que quiere y, además, que no es cierto que, como dijo Taibo, haya salones vacíos (aquí habría que recordar cómo la feria sabe maniobrar para rellenarlos: apenas se ve que a los presentadores de un libro no habrá nadie que los pele, milagrosamente llegan hordas de estudiantes a evitarlo).
Acaso no le falte razón al mandamás del Fondo si se propone cuidar los dineros públicos con que éste funciona. Eso estaría muy bien, y ya tendrían que estar haciéndolo todas las instancias gubernamentales que, generosas con lo que no es suyo (es nuestro), sueltan billetizas para eventos tan vistosos como la FIL. Pero llama la atención, por un lado, que apenas hasta que se ha visto en una posición oficial de poder (ya detentaba un poder tácito en la cultura mexicana desde mucho antes de diciembre), el novelista y formador de cuadros del lopezobradorismo y hoy funcionario se extrañe de lo que pasa en una feria del libro de la que él tanto se ha beneficiado como participante consuetudinario. Ahí soltó, para no ir muy lejos, aquel exabrupto que tanta resonancia alcanzó. Este extrañamiento de hoy es elocuente por cuanto puede significar a propósito del distanciamiento entre la FIL y quien manda en ella y el gobierno federal. ¿Qué más seguirá?
Y, por otro lado, también cabe señalar como una ironía que alguien tan mimado por una feria cuyo nivel como festival cultural se ha rebajado tanto —incluyendo siempre en su programa a los infaltables como el funcionario de marras— ahora se le haya volteado así. Ha de sentirse muy feo.
J. I. Carranza
Mural, 14 de febrero de 2019
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Pifia o no pifia
¿La Doctora se equivocó? Se me hace que no, que pudo haber carraspeado tantito, corregir de inmediato, incluso pedir que volvieran a grabar. Quizás el audio del video sí lo alteraron, para hacerla quedar en ridículo, y luego, claro, empezó a esparcirse de modo muy natural en ese caudal de caca que son las redes, porque, qué diablos, cambiarle así el nombre al poeta, para que quedara tan malsonante, iba a funcionar. Y he querido acordarme de quién llegó a decirle al poeta «Mamando Nervio»: ¿fue Luis Spota, que alguna vez rebautizó majaderamente a Salvador Novo como «Nalgador Sobo»? ¿O fue Renato Leduc? ¡O Alí Chumacero, que también se las gastaba así con la carrilla! No me acuerdo, pero desde que oí cómo le habría dicho la Doctora —de ser verdad que fue así—, me pareció que estaba recirculando un viejo chiste maldoso… que ¿quién habrá querido revivir?
Pongamos que no se equivocó, que la Doctora pronunció bien y luego alguien le metió mano al audio. En tal caso, claro, es injusta la mofa generalizada. No fue injusta la que cundió cuando aquel tonto dijo «José Luis Borgues», o cuando aquella otra le dijo quién sabe cómo a Rabindranath Tagore, ni cuando el tonto de más acá no se acordó de los tres libros… Como sea, habría que apuntar cómo una pifia como la que se atribuye a la Doctora llega a llamar tanto la atención. Es comprensible, por tratarse de quien se trata. Pero también hay, por un lado, un encono considerable (síntoma de la animadversión grande que ha ido ganándose por estar donde está), y, por otro, está la devoción también desproporcionada de quienes la defienden (que mucho han de sentir que tienen que defenderla). Creo que una cosa y otra tienen que ver con el papel que ha asumido, detentando una innegable injerencia en los rumbos que la cultura habrá de tomar en la administración encabezada por su esposo. Ahí está lo que, a todas luces, parece haber sido la imposición de su sinodal en la Dirección General de Bibliotecas, con la inmediata defenestración de Daniel Goldin, que tiene más méritos y respeto que el susodicho —y vaya que esa defenestración ha merecido repudio.
En cualquier caso, podríamos estar atentos a cosas más graves en este país en llamas.
J. I. Carranza
Mural, 7 de febrero de 2019
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¡Hay que leer!
Parece por lo menos intrigante que, si la lectura es cosa tan buena como se dice, haga falta estar haciéndole tanta promoción todo el tiempo. Se insiste, una vez y otra, en los diversos provechos que podrían gozar quienes la adoptaran como un hábito —si bien no suele hablarse de los efectos adversos que pueden sufrir quienes ya leen: soledad, desengaño, recelo, alucinaciones, incapacidad creciente de acomodarse a la famosa realidad, fracturas de la armonía familiar, vista cansada, pérdida de poder adquisitivo, etcétera—. ¡Hay que leer!, y en esta consigna parece latir la certeza de que, al agarrar un libro y dedicarle algunos minutos, las personas y sus vidas habrán de mejorar como por ensalmo, de que la Patria se salvará y ya no habrá corrupción ni huachicol, y no sólo abandonaremos los últimos oprobiosos lugares en los rankings internacionales, sino que además seremos ciudadanos más justos y respetuosos y felices y todo será pura sabrosura.
Cansa, esa cantaleta que vuelve cada tanto. Ahora viene acompañada por la intención, del flamante encargado del despacho del FCE, de abaratar los libros (y no nomás los que hace la editorial bajo su responsabilidad), y del gobierno federal de construir más y más librerías por todo el territorio nacional. Y la cantaleta vuelve, me da por pensar, porque es fácil entonarla y porque con ella se eluden asuntos siempre más graves y urgentes que ni el hábito de la lectura ni el perfeccionamiento moral de la sociedad arreglarían por sí solos. Ni el hambre ni las balaceras ni las fosas clandestinas ni el saqueo del país van a remediarse con cerros de libros de a diez pesos.
Por lo demás, como siempre, no se dice nunca qué es lo que habría que leer y por qué (¿las «locuras» del susodicho?). Y se soslaya que, a fin de cuentas, por más que se abaraten los libros —y así los regalaran—, quien no quiere ni puede leer ni le interesa sencillamente no va a hacerlo. Por el inveterado desastre educativo que todavía habrá de lastrar a este país a lo largo de varias generaciones, gracias al cual la lectura es una actividad tan mal comprendida, por una parte, y también porque la lectura, como último reducto de libertad, es cosa personalísima.
J. I. Carranza
Mural, 31 de enero de 2019
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¿Hacer historia?
No he visto la afamada película. ¿Pienso verla? Sí, pero no sé cuándo. No me urge mucho, vaya. Y es que da la impresión de que es urgente verla, de que se incurre en falta grave de no hacerlo, de que se incumple un deber patriótico —el Presidente de la República, al felicitar al director, admitió que no la había visto, pero que le habían comentado «que estaba buena». O bien, parece que mientras corran los días y uno siga perdiéndosela, estará privándose injustificablemente de una experiencia estremecedora.
Además, está la andanada de premios y las nominaciones para que reciba más premios. Muy bien, que gane, tampoco me inquieta tanto, pues tampoco he visto las películas contra las que compite. ¡Ah, pero es que está haciendo historia! Momento: ¿será de veras así, o será que este año la competencia no estuvo muy reñida? No lo sé, aclaro, no sé nada, pero se me ocurre que hace falta un poco de perspectiva histórica cada que se afirma que algo o alguien está «haciendo historia».
Para empezar: el cine mexicano ha producido, a lo largo de muchísimos años, numerosas películas formidables que, por unas razones u otras, fueron ignoradas por la crítica que concede galardones. O el mercado no había mandado que desde Hollywood se volviera la vista sobre lo que se filmaba en el sur, o para los directores de antaño era absolutamente imposible que se les abriera ninguna de las puertas por las que pasan los de hoy, o los canales de distribución eran otros (no existía internet, no existía Netflix, que habría gastado hasta 20 millones de dólares en promover la película en cuestión), o no había razones políticas como las que hoy acaso pesan… Por lo que fuera, la suerte que corre hoy la afamada película obedece a las circunstancias en que ha nacido. ¿De haberse filmado hace diez o veinte años le habría ido así de bien? Luis Buñuel, Luis Alcoriza, Ismael Rodríguez, Arturo Ripstein, y un largo etcétera de cineastas prodigiosos —entre los que yo incluiría al Cuarón de la originalísima Sólo con tu pareja— nunca tuvieron tantos reflectores encima, y, para que sus creaciones ciertamente hicieran historia, no los necesitaron.
Quizás lo mejor sea verla cuando ya nadie esté hablando de ella.
J. I. Carranza
Mural, 24 de enero de 2019
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La cartilla
En México y otros países, leerle a alguien la cartilla significa hacerle ver sus deberes y, tácitamente, advertirlo acerca de las consecuencias de que no los cumpla. Es una expresión muy probablemente originada en la fundación, en 1844, de la Guardia Civil española, para la que el II Duque de Ahumada redactó un código de conducta, base del actual reglamento de ese cuerpo. El uso que hoy damos a la expresión lleva implícitos los sentidos de reprimenda y amenaza: si te leen la cartilla es porque ya la infringiste, y a la siguiente que hagas así te va a ir.
Bueno, pues al Presidente de la República le dio por leernos la cartilla. Lleva rato haciéndolo, claro: en gran medida, ha trabajado el carisma que sus fieles le encuentran con un discurso, maniqueo y no pocas veces santurrón, que funciona a fuerza de absolutos morales y simplificaciones de la realidad; también con gestos propios de un ministro espiritual (perdón, amor, buena fe) cuya autoridad dimana de su propia supuesta integridad. Y la que nos viene a leer es la Cartilla moral de Alfonso Reyes, un texto más bien empolvado, amén de soporífero, que condensa un puñado de obviedades para cualquiera que haya tenido una clase de civismo en la vida (o bien, que haya ido alguna vez a la doctrina).
Pobre don Alfonso: no son sus páginas mejores. (A mí me cae muy bien como ensayista cuando lo mueve el sentido del humor). Al margen de eso, ¿qué significa esta publicación? En la nota de presentación, López Obrador deplora «la pérdida de valores culturales, morales y espirituales» que ha provocado el actual estado de las cosas en México. Acaso no le falte razón. Pero uno querría que esos valores empezaran a restablecerse arreglando el desastre educativo, haciendo valer las leyes, metiendo a la cárcel a tanta rata, y no queriendo que nos aprendamos un catecismo. Es pura cursilería, y la cursilería es pura forma hueca, puro vacío.
Pero le hicimos caso al Presidente y en familia nos pusimos a tratar el tema (así dice que hagamos, como padre magnánimo y regañoncito). Y lo dejamos por la paz cuando mi esposa me dijo: «Esto es para que lo lean las mamás de los huachicoleros, uno qué». A ver si ellas sí le tienen paciencia.
J. I. Carranza
Mural, 17 de enero de 2019
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Síndrome de abstinencia
Ese imbatible profeta del presente que fue Kurt Vonnegut ya advertía, en un ensayo de hace quince años, acerca de las consecuencias funestas que acarrearía vernos privados de los combustibles fósiles a los que somos adictos. Con la lucidez de que lo dotaba su alto sentido de la ironía, el autor de Matadero cinco observaba cómo el gobierno estadounidense había declarado la guerra a las drogas —faltaba un par de años para que el gobierno mexicano hiciera otro tanto— cuando había otras sustancias legales mucho más adictivas y perniciosas: el alcohol y la gasolina. Y con tal de asegurar el aprovisionamiento de esta última, George W. Bush, alcohólico —como quién sabe quién acá en México—, estaba librando otra guerra, contra el mundo árabe. El caso es que Vonnegut daba la voz de alerta sobre lo que se vendría por nuestra dependencia a «la droga más adictiva y destructora de todas, y de la que más se abusa»: un síndrome de abstinencia que, cuando la escasez sea absoluta, seguramente comenzará de modo muy parecido a lo que hemos visto estos días.
¿Qué debió ocurrir para que el arranque de 2019 en México fuera como despertar en Mad Max? Jamás lo sabremos bien (es decir, no lo sabremos), pero conocer las causas —en este país de impunidad eso jamás sirve para que se haga justicia— es menos útil que tomar providencias ante los modos en que se está «manejando» esta crisis. Si no está a nuestro alcance la verdad, por lo menos deberíamos poder contar con un mínimo de certidumbre, pero el desabasto de ésta crece al mismo ritmo que el de la gasolina, y ni uno ni otro se ve cuándo vayan a parar.
Así que hay que tomar nota, pues, de que el nuevo gobierno federal tiene una propensión manifiesta a distorsionar la verdad mediante el uso de fórmulas y eufemismos. La vieja conocida terquedad de no usar las palabras para lo que sirven. Y, ante eso, ¿cómo podremos surtirnos de palabras que no mientan? Ojalá hubiera más profetas con la puntería de Vonnegut. Pero ésa es otra consecuencia de esta emergencia: la profusión de intérpretes falaces y de agoreros perversos y la multiplicación de las multitudes que, en el trance de satisfacer nuestra adicción, no sabemos ni para dónde voltear.
J. I. Carranza
Mural, 10 de enero de 2019
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Dos centros
Fuimos a la Ciudad de México, movidos por la creencia de que el tiempo de vacaciones es idóneo para pasear allá. Y descubrimos enseguida que es una creencia falsa, pues, por más capitalinos que decidan desalojar esos días, nunca serán suficientes como para dejar las calles mínimamente transitables. (No obstante, el día de Navidad sí parecía aquello —el centro histórico— el gigantesco set abandonado de una película apocalíptica: todo cerrado, desolado, inmundo y siniestro). Hicimos algunas de las visitas de rigor: Bellas Artes (para ver la exposición de Kandinsky, que es una maravilla), Catedral (había dentro policías armados que nomás dejaban pasar a quienes iban a misa), a comer quesadillas sin y con queso… Y a Palacio Nacional, en cuyas entrañas descubrimos un insospechable jardín botánico que debe de contar como uno de los acontecimientos más insólitos en la vida de la ciudad. (Muy cordiales, por cierto, todos los policías militares que custodian el recinto, pero tanta obsequiosidad, así tan repentina, tiene algo de ominoso). La calle Madero es una maqueta muy elocuente que representa bien a este país desenfrenado: atestada día y noche, ensordecedora, los extremos de la sociedad que es posible atestiguar ahí conviene tenerlos en cuenta siempre para saber que nuestra realidad particular está inmersa en una muchísimo más compleja y disparatada que a veces se nos olvida.
Luego, ya sin hallar muy bien qué hacer aquí para seguir pasando estos días, fuimos a pasear al centro tapatío. Si uno está en la edad en que es preferible descansar que entretenerse, pero tiene al lado a una creatura para la que el aburrimiento es lo peor que puede haber en vacaciones, hay que resignarse y levantarse de la cama. De manera que tuvimos ocasión de comparar. Y lo cierto es que, ya con esa perspectiva, el corazón de Guadalajara está muy lejos de albergar la ruina y el desastre que pueden encontrarse en el de la Ciudad de México. Aquello es una locura casi irremediable. Aquí todavía puede haber esperanza para que sea un espacio vivible. ¿Qué hace falta? Yo me centraría en un aspecto: la basura. Que el Ayuntamiento limpie todo lo tiene que limpiar. A diario. Y con eso. Para empezar.
J. I. Carranza
Mural, 3 de enero de 2019
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Inocentes
En las reacciones desconcertadas que han ido sucediéndose tras las decisiones con que está debutando el nuevo gobierno federal —un gobierno que, para llegar a serlo, se abanderó en la esperanza y la ilusión, esos alimentos con que tanto engordan la decepción y el chasco— hay un aire generalizado de inocencia resquebrajada. La militarización del país, la ocurrencia imperante como garantía de que en adelante habremos de ir acomodándonos a una economía descabellada, el desdén de siempre —refrendado ahora con cinismo— por la cultura y la educación, la relegación del respeto a los derechos humanos y a los derechos laborales, el tren y las políticas energéticas ecocidas, la inminente depauperación del agro, la opacidad y la arbitrariedad ahora disfrazadas de consultas públicas… Cuanto ha ido conociéndose va suscitando una perplejidad que tiene su antecedente directo en el entusiasmo recabado con tesón por el líder del partido triunfante a lo largo de doce años.
¿En qué medida el resultado de la elección estuvo dictado por la inocencia? Podría pensarse que, tras décadas de presenciar el desastre, la inocencia —entendida como una forma de comprensión de la realidad— habría sido extirpada de la conciencia nacional. Pero ya se vio, entonces, y está viéndose más ahora que revienta por todos lados, que sigue decidiendo de modo determinante nuestra pobre inteligencia de lo que ocurre. Sobran las razones para que hace mucho tiempo la hubiéramos perdido o, al menos, hubiéramos aprendido a estar alertas ante los fracasos a los que siempre nos conduce. Pero no: en la historia reciente, llena de horror y miseria y sangre, nos hemos aferrado a la inocencia y ésta no ha hecho sino depravar más el presente.
Desde que conocí su explicación, siempre me impresionó que la conmemoración de los Santos Inocentes tuviera su origen en una masacre espantosa, y creo que algo hay de siniestro en que sea ocasión de hacer bromas y timos. Ahora, a la vista de lo que pasa, pienso que es el día óptimo para reconocer esa causa de nuestro destino: somos unos inocentes.
Si acaso no es pecar —más— de inocencia, feliz año nuevo. O, al menos, que sea menos cruel que los que nos han traído hasta aquí.
J. I. Carranza
Mural, 27 de diciembre de 2018
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¡Ahora resulta!
La esperanza duró hasta que se vio que los billetes no iban a alcanzar. ¿No alcanzan? Siempre hay, qué duda cabe, y siempre tendrían que alcanzar (pues alcanzan, y sobran, por ejemplo, para la propaganda y la «comunicación social», o para la existencia plena de los partidos políticos), pero el hecho es que, cuando se trata de cultura, ¿por qué diablos tendrían que alcanzar? Es más: se habrá podido asegurar y jurar en campaña que ahora las cosas serían distintas, y que el presupuesto atendería por fin la famosa recomendación de la Unesco, y que todos seríamos felices, pero en realidad nunca hubo la menor intención de que esas promesas fueran a cumplirse alguna vez. ¿Cultura? Sí, claro, lo que quieran… Además: el discurso sobado según el cual se toma a la cultura como ensalmo prodigioso para «restaurar el tejido social» sirve muy bien a las ilusiones que se venden, pues en esa formulita se descargan muchas otras responsabilidades que haría falta asumir con urgencia, pero que son más trabajosas. ¡Cultura para todos! Nomás que, a la hora de sacar los billetes, ya se vio que no.
Defraudados, contristados o furiosos, un piquete de artistas y trabajadores del sector fue a reclamar a los diputados. Su indignación, con todo y que es justa, no deja de ser algo patética. ¿Pues con quién creían que estaban tratando? ¿En qué país creían que estaban? Es un poco triste ver cómo se les derrumba la fantasía de haber llegado a una nueva era en la que habría de imperar la sensatez. Pero sólo un poco: también se lo tienen merecido. Porque hizo falta lo que ahora temen para que se pusieran críticos por fin, porque han dejado pasar tantas incongruencias y tantas estupideces y tanta mentira, para, ahora sí, exaltarse. Y fueron a mostrarle su estupor al diputado stripper (¿y cuando ese diputado fue designado titular de la Comisión de Cultura qué dijeron?). El actor Giménez Cacho se sorprende: «La prioridad de este gobierno no está en la cultura. Entonces todo lo que se dijo al respecto se llama demagogia; si no está soportado por un presupuesto, se convierte en demagogia». Y salieron sin conseguir nada, nomás fueron a hacer muina.
Que se vayan acostumbrando. Y todos nosotros también.
J. I. Carranza
Mural, 20 de diciembre de 2018
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Venta nocturna
Puntualmente, cumplimos con el ritual de ir a una venta nocturna. Como si no tuviéramos memoria, o, más bien, como si la que tenemos no nos sirviera de gran cosa. Hace dos años fue para comprar una impresora, que había tenido el pésimo gusto de amargarnos la Navidad con su suicidio; el año pasado, lo que urgía era comprar una estufa, pues de lo contrario no sólo no habríamos tenido cena navideña, sino probablemente tampoco casa, pues el gas que se fugaba amenazaba con hacernos volar por los aires. Son cuestiones de urgencia, siempre, y siempre en estas fechas. Y esta vez fue la lavadora, que enloqueció por fin. Y allá fuimos, sin recordar que la reposición de la impresora nos había metido a una vorágine espantosa (cuando caímos en la cuenta, llevábamos siete horas metidos en un centro comercial, oyendo los villancicos de Pandora), ni tampoco que la búsqueda de la estufa ya nos había revelado la tomadura de pelo que suelen ser esas «baratas» frenéticas (acabamos hallándola, realmente barata, en otro lado).
Sólo hasta que estábamos ahí nos percatamos de que habíamos caído de nuevo en la treta. Una venta nocturna de una tienda departamental en los días en que el aguinaldo tintinea en el monedero (y anunciada, además, como ¡la última del año!) es la ocasión menos indicada para comprar algo que se necesita: los precios están de tal modo inflados que, aun con el 30 por ciento de descuento, más otro 30, y algo más que pretenda hacerte el vendedor porque le caíste bien, siguen quedando inflados; encima, la mercancía sólo te la entregarán hasta mediados de enero. ¿Y mientras qué íbamos a hacer? ¿Nos íbamos a ir a lavar la ropa al río? Esta perspectiva nos disuadió, y, felizmente, dimos con la solución en otra tienda que no alardeaba de tener grandes ofertas (y donde las lavadoras no costaban lo que un coche) y que en tres días hizo su entrega sin mayores problemas.
Nos salvamos, pero ¿por qué estuvimos a punto de ser estafados? Sigo preguntándomelo. Tal vez porque, en Guadalajara, parte sustancial de la Navidad consiste en asistir a ese ritual agobiante y enloquecer como toda la gente. Y no hay tradición, por absurda que sea, que no tenga su encanto. Por retorcido que sea.
J. I. Carranza
Mural, 13 de diciembre de 2018