Hubo un tiempo en que pensé que las vacaciones están sobrevaloradas. Seguramente me hallaba mal de la cabeza, pero sospecho que era así como me resignaba al constatar lo fugaces que pueden ser. Las espera uno con tanto anhelo, y se terminan tan rápido, que las ilusiones previas siempre quedan defraudadas. Y ya se sabe: nuestras decepciones se alimentan de los excesos de nuestra ingenuidad. A lo mejor eso quería decir. Luego entendí que esa calidad de espejismo que las vacaciones tienen debería corresponder mejor al tiempo que transcurre fuera de ellas: el tiempo de la rutina, de los pendientes, de los compromisos, de las prisas. Dicho de otro modo: los días de asueto no deberían ser los que parezcan anómalos, excepcionales, sino los del trabajo. La vida normal debería ser como la que encontramos al hacer una pausa: lo verdaderamente descabellado empieza cuando tenemos que volver a madrugar y a correr.

Ahora: las vacaciones podrán estar muy bien, hasta que se vuelven aburridas. Entonces se vuelven una condena. Esto, que pudimos tener clarísimo en la infancia, podemos perderlo de vista en otras etapas de la vida, en particular aquella a la que se arriba luego de haber descubierto que es preferible dormir antes que entretenerse. Si, ya instalado en esta etapa, se tiene al lado a una creatura que observa cómo uno se arrebuja en el fondo oscuro de su bostezo, echado a pesar de que —como decía mi papá— «ya los perros buscan sombra», conviene tomar medidas. Hay que actuar para evitar que la paternidad fracase en ese terreno —ya fracasará en otros—, y levantarse y moverse. ¿Qué hacemos? ¿Nos vamos de paseo? ¿A dónde? (Estoy pensando en vacaciones que no depararán ningún viaje: las que se tiene previsto pasar en la ciudad, dizque aprovechando que ésta se queda tranquila, aunque eso nunca es del todo cierto). ¿Cuenta la farmacia como paseo? Lo más seguro es que, mientras más conciencia cobre la creatura de la realidad que habita, menos sencillo sea convencerla de que el viaje a pagar el cable sea una aventura extraordinaria.

Pero puede serlo: todo depende de convencerse de que así tendría que ser. Al banco, a la ferretería, ¡al súper! Después de todo, ¡son vacaciones!

 

J. I. Carranza

Mural, 11 de abril de 2019