-
Gloria palaciega
En diciembre pasado, poco después de que la nueva administración federal entró en funciones, fuimos a la Ciudad de México. Los enormes retratos de los próceres predilectos del nuevo Presidente, colgados sobre los edificios vecinos al Zócalo, de inmediato hacían sentir que estábamos ya en otro tiempo: instalados ahí como parte del énfasis que la «transformación» en curso pone en sus orígenes históricos, esos retratos promovían evocaciones de las grandes concentraciones en la Plaza Roja de Moscú, o bien de los mítines presididos en el mismo Zócalo por retratos de Fidel Velázquez o los presidentes priistas en turno, especialmente cada primero de mayo. La magnificación de las efigies, habríamos de ir viéndolo en los últimos siete meses, se corresponde con la que está teniendo el promotor principal de esa «transformación». No nos extrañe que pronto se desplieguen lonas gigantescas con su carota en lugar de las de Cárdenas o Zapata.
Visitamos entonces Palacio Nacional. La experiencia fue memorable. Había acceso a zonas que, hasta donde recuerdo, antes estaban clausuradas para el público, y también espacios nuevos, como una magnífica galería, nombrada en memoria de Rafael Tovar y de Teresa, que en ese momento albergaba una soberbia exposición sobre el mundo mixteco. Delante de los murales de Diego Rivera desfilaba una pequeña multitud deslumbrada, y también por los pasillos, los patios… Además, asombrosamente, el trato del personal militar era muy cordial y comedido. Y lo mejor —para nosotros, digo— fue el descubrimiento del jardín botánico que hay en el corazón de Palacio, una suerte de maqueta que representa la flora de la República, de una belleza insospechable. (Había ahí varias decenas de gatos; leí hace poco que a los nuevos funcionarios ya no les pareció seguir teniéndolos ahí y que se desharían de ellos).
Bueno, pues todo aquello está suprimiéndose. Por la austeridad, se dice. Y se ven venir el abandono de los espacios o su reutilización (por ejemplo para oficinas). Pero algo hace sospechar que la razón de fondo tiene que ver con la decisión del Presidente de no sólo despachar ahí, sino también de vivir ahí: como conviene a la gloria que está seguro de tener.
J. I. Carranza
Mural, 4 de julio de 2019
-
Deber del Estado
Lo dicho: por absurdas o ridículas que hayan podido parecer al ser pronunciadas, las declaraciones de la senadora Jesusa Rodríguez contras las becas a la creación artística pronto tuvieron eco, y, al amplificar ese eco la agencia noticiosa del gobierno, quedó claro que se trata de una andanada en toda forma contra el aparato estatal que, hasta que dio comienzo la «transformación» en curso, venía apoyando el trabajo de los creadores en este país. Sí, lo dicho por la senadora sonaba irresponsable, o fruto de la ignorancia (y ni tanto, pues bien que ella se ha beneficiado de los apoyos estatales), pero el modo en que cobró forma el sentido de esas declaraciones (los artistas son privilegiados, son vividores, deberían desaparecer las becas, sólo sirven para alimentar parásitos), con acusaciones a sujetos concretos y ataques a su prestigio, y con absoluto desdén de sus obras, contará como indicio cuando nos preguntemos en qué momento esto se volvió irremediable.
El oficiante de Palacio Nacional, cuando su homilía fue importunada para que se pronunciara acerca del predicamento en que podrían estar los apoyos a la cultura, hizo lo que sabe: decir nada. Dijo que primero habría que ver qué se entiende por cultura, cosa que según él se refiere a lo que proviene de los pueblos originarios. Que no se haga: bien que sabe de qué se está hablando. Escurridizo y taimado, con sus borucas deja claro el poquísimo interés que tiene en el asunto y, más bien, su voluntad de que sus acólitos hagan con la cultura lo que les venga en gana. ¿Y qué van a hacer? Lo que ya han mostrado: arrasar con lo que hay. ¿Para poner qué? Quién sabe.
Bien lo dijo el cineasta Arturo Ripstein en la entrega del Ariel: «El mecenazgo de Estado no es una dádiva generosa […] Es un deber del Estado. Así tiene que entenderlo la sociedad. Así tiene que entenderlo el Gobierno». El Fonca, que tanto le repugna a la senadora Rodríguez, ha posibilitado, a lo largo de treinta años, que sus beneficiarios den forma a mucho de lo mejor que tiene la cultura en este país. Y el Estado tiene que garantizar que así siga siendo. Por más que la senadora se tuerza de rabia, o que el Presidente siga haciéndose el que no entiende.
J. I. Carranza
Mural, 27 de junio de 2019
-
Austeridad
«Austeridad» es la palabra mágica de estos tiempos: se la pronuncia con reverencia, con solemnidad, y en boca de los «transformadores» es un ensalmo mediante el cual se reparará toda injusticia. Aunque, más bien, esos que desde sus posiciones se sueñan próceres de la patria usan la palabrita para enmascarar dos cosas: sus ansias de revancha (que no queden vestigios de quienes los precedieron) y su ineptitud para operar lo que les cayó en manos. En los terrenos de la cultura —y en todos los demás también, pero quedémonos en éstos—, los funcionarios de la nueva administración federal —y en las de los otros niveles también, pero lo mismo— han llegado a arrasar con lo que había, pero sin saber qué poner a cambio: de ahí que, desde los primeros días de este sexenio, se hayan multiplicado las improvisaciones y los disparates. El caso de la semana es el Programa Tierra Adentro. Una de las instituciones culturales de las que más se han beneficiado los jóvenes en este país a lo largo de casi medio siglo, y llega un ocurrente a descomponerlo todo (o un dictadorcito, más bien, porque ésa es otra: nomás se vieron instalados y se les desató la sed insaciable de control).
Y todo en nombre de la supuesta austeridad, en este país de multimillonarios que saben bien cómo eludir impuestos, de burocracias y partidos políticos que siguen y seguirán siendo pantagruélicos, de derroches insospechables en propaganda y publicidad oficial, de desfalcos que quedarán por siempre impunes, de cacicazgos sindicales intocables, etcétera.
Uno oye la palabrita y la relaciona, de inmediato, con ahorro, con prudencia económica, con evitación de gastos innecesarios. Pero resulta que la primera acepción que da el diccionario al adjetivo «austero» (como este gobierno quiere ser) es «Severo, rigurosamente ajustado a las normas de la moral». Entonces todo cobra más sentido, dado que el cimiento ideológico más macizo del gobierno en turno está fraguado con el discurso de la renovación moral de la sociedad, ese supuesto empeño del que el líder no se cansa de alardear (supuesto, porque hay que ver cómo no le importa fumigar a fondo, más bien va a dejar que tantos bichos sigan medrando como les dé la gana).
J. I. Carranza
Mural, 20 de junio de 2019
-
Lo preocupante
En vista del elenco de impresentables que históricamente han desfilado por el Poder Legislativo, no es en realidad insólita la presencia ahí de alguien como la senadora Jesusa Rodríguez. Es más: raro sería ver una legislatura en la que no hubiera ejemplares así. Lo que sí parece inexplicable es que se les haga caso. O, más bien, es injustificable: se comprende que los disparates, los argüendes, los exabruptos o las sandeces atraigan sobre sí la atención de la prensa, que sabe que haciéndoles eco va a atraer, a su vez, la atención del público; pero no habría por qué tomar en serio esas voces… ¿O sí? Si algo estamos aprendiendo en la «transformación» en curso, es que conviene no desestimar el efecto que puedan tener las peores ocurrencias, las ideas más ridículas, los rencores vueltos planes de gobierno, las inspiraciones más absurdas convertidas en acciones por obra y gracia de cualquier orate, con sólo que esté en la posición indicada.
Por esto, aunque venga de quien viene, puede ser preocupante el hecho de que a la enemiga de los tacos de carnitas le haya nacido, ahora, emprenderla contra las becas que el Estado da a la creación artística. Ya estuvo bien de mantener parásitos, se entiende que dice, cuál justicia social podrá haber mientras sigan preservándose los privilegios de estos vividores. En ese mismo tenor, también al subsecretario de Educación Superior se le hizo que es momento de quitarles recursos a los investigadores que, según su apreciación, forman una «hiperélite», una «casta» a la que no habría por qué estimular. Sí, podrá darnos risa o darnos pena —más bien— la visión que el funcionario y la senadora tienen de la responsabilidad del Estado mexicano con quienes trabajan en el arte o en la ciencia. Pero lo cierto es que estos ataques revelan el acendrado antiintelectualismo del gobierno y de su partido. Para asfixiar a quienes piensan distinto que ellos, qué importa que nadie piense.
Las declaraciones de la senadora, por insensatas que sean o por mucho que revelen de su ignorancia o de su perversidad, bien podrá sobrar quien las tome en serio, y las aplauda, y las convierta en realidad. Para no ir más lejos, el habitante de Palacio Nacional.
J. I. Carranza
Mural, 13 de junio de 2019
-
Una tras otra
Porque son tantas y se han sucedido sin pausa, casi no es posible darse abasto para registrar las dagas que la administración federal ha ido haciendo en su debut calamitoso —y para debut ya estuvo bueno. O es eso, o nuestra capacidad de consternación ya quedó saturada (a los seis meses: todavía faltan 66), y aunque cada día presenciemos nuevos colmos de improvisación, ineptitud, cinismo o marrullería, nuestras reservas de escándalo parecen ir agotándose. Por ejemplo, con lo que ocurrió con los Premios Bellas Artes de Literatura.
Como cada año, se lanzaron las convocatorias. O no como cada año: se suprimió un premio y a otro se le recortó el monto. La Coordinación de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (y Literatura, eso se lo acaba de pegar la llamada Cuarta Transformación: a algún funcionario innovador le pareció que la literatura no contaba como una de las bellas artes) discurrió que, para participar, se pusiera en funcionamiento una plataforma digital en la que había que inscribir las obras y, al hacerlo, obtener un número y un formato que debía rellenarse a mano y enviarse por correo: la plica famosa. (Todo premio literario de obra inédita recibe los trabajos participantes firmados con pseudónimo, a fin de asegurar así que los jueces sean imparciales). Bien, pues al menos en cuatro de estos premios se abrieron las plicas, y de uno de ellos se filtró a los medios el listado de los participantes, con sus nombres reales, con lo que esos cuatro premios se echaron a perder. ¿Por qué pasó? ¿Se quería favorecer a alguien, y para ello se necesitaba ver quién concursaba? No lo creo: para eso, habría hecho falta que los jurados estuvieran coludidos, y aún no había jurados. Más bien fue pura y llana estupidez.
La titular de la Coordinación renunció. Se invalidaron los premios, luego volvieron a lanzarlos, aseguraron ahora que ya no habrá malhechuras ni descuidos. Pero lo más descabellado es que esto, a una semana de haber ocurrido, parece ya haber quedado en el olvido. Y es nomás una de tantas. Será porque ya sólo vivimos pendientes del estropicio que ahora mismo está teniendo lugar, y del que empezará dentro de cinco minutos, y así nos la vamos a llevar.
J. I. Carranza
Mural, 6 de junio de 2019
-
El inrisible
Al verse acorralado por su ignorancia, cuando la pregunta famosa por los tres libros, Peña Nieto acabó de hundirse gracias a su ineptitud. Otro más astuto habría saltado aquellas arenas movedizas de diferentes modos: con algún chiste, con alguna respuesta ingeniosa, incluso con cinismo. Pero no: al entonces candidato le bastaron su limitado léxico y su pánico escénico para enredarse y sumergirse en el ridículo (y no fue la única vez, abundaron las oportunidades para que mezclara la burrada con la tontería, y jamás las desaprovechó: nunca hubo, por lo visto, quién lo corrigiera).
Los ridículos en que incurre López Obrador tienen una mecánica distinta. Para empezar, sus ínfulas de historiador lo impulsan a esparcir, a la menor provocación (pero también sin que haga falta), el conocimiento que cree tener de datos y hechos, sobradito y socarrón, para aleccionar a la concurrencia. Es como un profesor terco, ideático y mamila que está seguro de sabérselas todas. A diferencia de su antecesor, se crece y se goza en la atención de la prensa y de las multitudes llevadas a aclamarlo a los mítines —nunca ha dejado de estar en campaña, y así seguirá hasta el fin de los tiempos—, y aunque su léxico también es bastante pobretón, y su gramática muy deficiente, sabe colar en el discurso ocurrencias y sarcasmos (y cinismos) que deleitan sin falla a sus fieles. En su ignorancia, es marrullero y altanero. Pero su papel es igual de vergonzoso.
Intriga que, aunque también sepa equivocarse feamente y decir sandeces como aquél, López Obrador no resulte objeto de escarnio en la misma medida. O es la impresión que tengo. ¿Es que las «benditas redes sociales» están inhibiendo exitosamente las carcajadas? A la menor risita que sueltes, alguien se te deja venir con el cuento de que será siempre preferible la honestidad que el lucimiento, que son más importantes los fines que las formas, que si preferirías tener a un presidente que hable bonito y sea culto aunque se trate de un maldito canalla. ¿O será que ya no tenemos fuerzas para reírnos? ¿O más bien será, finalmente, que lo que se oye desde el púlpito de Palacio Nacional, por descabellado que sea, en lugar de dar risa más bien da miedo?
J. I. Carranza
Mural, 30 de mayo de 2019
-
De feria en feria
El sábado fuimos, primero, a la Feria Municipal del Libro de Guadalajara. Cuando era niño, ese espacio fue decisivo para el lector en que me convertiría, y cada mayo me emocionaba que mis papás me llevaran a los portales de la Presidencia. Muy pocos años, en cuarenta y tantos, he dejado de darme una vuelta, y casi siempre me ha recompensado el hallazgo de alguna maravilla, ya sea un libro largamente buscado o uno inesperado, en todo caso irresistibles. Y, cuando no ha sido así, al menos he disfrutado ver cómo la gente se acerca a hacer sus propios hallazgos. Porque creo que el privilegio de esa feria es, justamente, el lugar en el que se celebra: al paso de la gente, en medio de la vida de todos los días.
Bueno, pues este sábado fue muy triste volver. La pobreza de la oferta, para empezar. Ya ni siquiera se ocupa la cuadra de Independencia. De no ser por las editoriales independientes, prácticamente nada había que valiera la pena: muchos saldos, varios stands de publicaciones oficiales —de ésas que sólo se explican porque ciertas instancias de gobierno necesitan dilapidar sus presupuestos—, piedritas, juguetitos, métodos de lectura rápida… Ni siquiera se pusieron los libreros de viejo, que a menudo llevan lo más valioso. Todo desolado. En cuanto al programa, nada vimos que nos animara a quedarnos.
Y de ahí nos fuimos al Festival del Libro Infantil y Juvenil Inventario, en el parque El Polvorín. ¡Qué diferencia! Oferta formidable de libros, exposición de los ilustradores que ganaron un concurso, cuentacuentos, música, autores, teatro, talleres, comida… Una auténtica feria. Llena de gente. ¿Qué falla allá y qué funciona aquí? No sé. Ambos espacios son iniciativas ciudadanas apoyadas por el gobierno. Ojalá que la Feria Municipal se replantee a fondo, porque no sólo es la más antigua del país, sino la más significativa para muchos lectores; ojalá que Inventario vuelva a hacerse así de bien, todos los años. Y ojalá que en ambas ferias los tapatíos sigamos fabricando recuerdos entrañables, como de seguro ocurrió con mi hijita en la segunda —luego de la aburrida colosal que tuvo en la primera: yo no hallaba cómo explicarle por qué, de niño, me la pasaba tan bien ahí.
J. I. Carranza
Mural, 23 de mayo de 2019
-
Luego del dragón
Vi casi completo el episodio más reciente (bastante sangrientito, para mi gusto) y pedazos de los dos anteriores. Creo. Claro, no entendí gran cosa, pero sí entendí. Me falta mucha información acerca de las abstrusas genealogías y sus entrecruzamientos, y estoy lejos de conocer las razones de tantos enconos y ambiciones e intrigas; asimismo, ignoro casi todo —no: todo— respecto a la evolución que cada personaje habrá tenido. Que si fulana antes no era así, que qué le pasó, que por qué se volvió loca de repente, y luego el otro pusilánime, que por qué no ha actuado como cabría esperar… No entiendo, pues, las razones de la diégesis ni tampoco he hecho por averiguar su naturaleza simbólica —si la tiene—; me intrigó, en algún momento, la dimensión teológica que acaso tendría el relato (ya me explicaron que sí: que, a su modo, los individuos y los grupos sostienen algún comercio con ciertas formas de la divinidad). En suma: lo que vi, lo vi desde la inopia. Sin embargo, alcancé a atisbar algo.
Primero: si los seguidores más fieles están enfurecidos, eso seguramente se debe a que han encontrado inaceptable una serie de inconsistencias mayúsculas, sobre todo en lo que atañe a la naturaleza de ciertos personajes principales. Me parece comprensible. Pero también pienso: ¿pues qué esperaban? Se trata de una historia que ha ido siendo contada en función de las preferencias de la vastísima audiencia que ha alcanzado. Porque así se hace ahora la narrativa más redituable (sea en la tele, en el cine o en la novela): se escribe lo que la multitud quiere ver (o leer). ¿Y cuándo han sabido las multitudes preferir lo mejor? Yo vaticino que el final, al margen de lo que cuente, va a ser un éxito clamoroso, aun cuando deje a esas multitudes insatisfechas. Y es que lo que importa no es que los espectadores queden contentos: importa que vean la maldita serie. ¿No están de acuerdo con los últimos giros? De todos modos ahí van a estar, atentísimos.
Y segundo: lo más espectacular de esta historia es que está concebida para que se olvide de inmediato. Para que no queden ni cenizas luego de que arrase con ella el dragón de nuestra distracción, que enseguida hallará con qué más entretenerse.
J. I. Carranza
Mural, 16 de mayo de 2019
-
¿Siempre es mejor?
He descubierto, con alguna aprensión, que uno debe administrarse en la exhibición de sus recuerdos cuando éstos proceden de épocas remotas. Primero, porque nada denuncia mejor cómo vamos llegando a la edad provecta. Pero, sobre todo, porque es grande el riesgo de que cada vez menos gente entienda lo que uno quiere decir. Gente que quede viva, quiero decir. O jóvenes. Hace poco, en clase, les nombré a mis alumnos a Fidel Velázquez, según yo para hacer una comparación chistosa. Pasmo general: ¿de quién diablos les estaba hablando? Pero me espanté de verdad cuando pasó lo mismo con Verónica Castro (fue antes de que La Casa de las Flores la sacara del sarcófago).
Esto viene a cuento porque quise empezar este artículo recordando cómo, hace miles de años, salía en la tele la orquesta de Venus Rey, concretamente en el programa de Madaleno y Paco Stanley… Pero me la pensé porque ahí iba yo otra vez, con mis referencias crípticas, y es que luego la vida se va en eso, en estar explicando los contenidos de la propia memoria. El caso es que aquella orquesta, cuyo conductor era el líder vitalicio del sindicato de músicos (lo recuerdo con sus lentes oscuros, del estilo de los que llevaba el compañero Fidel), siempre soltaba un grito de guerra que obedecía, me imagino, a la necesidad de que no les faltara chamba a todos los integrantes del sindicato. Decía, Venus Rey: «Porque la música en vivo…», y sus músicos le respondían: «¡Siempre es mejor!».
Bueno, pues me acordé de esto el otro día, en la Vía RecreActiva, cuando tuve la mala pata de estar un rato cerca de un violinista que, instalado en el camellón de Chapultepec con altavoces gigantes y sobre una tarima, torturaba el domingo con tonadas horrendas que su instrumento montaba sobre grabaciones elegidas quién sabe cómo —una era «We Will Rock You», de Queen. Era entusiasta, el violinista, y quizás no tan malo. Pero el problema es que la música se imponga así, a fuerzas, sobre un público involuntario que no puede escapar de su alcance, y a tan alto volumen. Así que recordé la consigna aquella de la orquesta de Venus Rey, y me dije: «Pues no, la música en vivo no siempre es mejor». Cuando uno no quiere oírla, al menos, no lo es.
J. I. Carranza
Mural, 9 de mayo de 2019
-
Primer Encuentro
Según lo que el Fonca comunicó mediante sus redes, y también según la cobertura periodística que hubo, fue un éxito el Primer Encuentro de Jóvenes Creadores celebrado la semana pasada en Papantla, Veracruz. Ya no se iba a hacer, ese encuentro, debido al desastre ocasionado en la fugaz administración de Mario Bellatin: según su percepción, esas reuniones entre becarios y tutores eran un despilfarro, así que corrió a la gente que las organizaba. Luego de que desairara el diálogo con la comunidad artística, el funcionario fue defenestrado, y quien llegó a reemplazarlo ha tratado de remediar el tiradero: ya se lanzaron las convocatorias retrasadas y se publicaron los resultados del programa México a Escena, y también se armó a toda prisa el encuentro —con la consecuencia de que muchos no pudieron asistir.
Bien, pues yo fui, y tengo dos cositas que decir al respecto. Primero, que ciertamente la comunidad papantlense pudo disfrutar de algunas actividades organizadas como una forma de conectar el trabajo de quienes se benefician del Fonca con la sociedad: música, cine, teatro y espectáculos infantiles en espacios públicos. Pongamos que eso está bien. Pero también hubo esto: como los vientos que soplan desde Palacio Nacional orientan las políticas culturales hacia un supuesto redescubrimiento o reivindicación de las raíces, el hecho de que el encuentro fuera en el Centro de las Artes Indígenas vecino a la zona arqueológica del Tajín obedeció a la intención de poner en contacto a los jóvenes becarios con los creadores totonacas que ahí trabajan, y aunque eso desde luego puede tener sentido, hay que señalar el carácter de puesta en escena que adquieren estas iniciativas para la «Cuarta Transformación». Ya lo vimos en el montaje del 1 de diciembre de 2018 en el Zócalo: los discursos, los rituales y las ceremonias de los que la nueva administración se aprovecha para alardear de lo que hace, antes que ponerse a hacer las cosas correctamente. Porque lo cierto es que el encuentro fue un ejemplo de desorganización, improvisaciones y ocurrencias, las condiciones para trabajar fueron ínfimas y quedó claro que falta mucho para remediar el desastre. Como en todo el país, vaya.
J. I. Carranza
Mural, 2 de mayo de 2019