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En estos momentos
Las inflexiones decisivas de la historia sólo es posible reconocerlas cuando ha pasado el tiempo suficiente para contemplar con algún sosiego lo que sucedió. Por tanto, creer que se está viviendo un momento de quiebre por el cual el futuro ya no será lo que iba a ser, y creer además que es posible desentrañar ya el significado de los acontecimientos actuales, supone, en el peor de los casos, un exceso de ingenuidad. Y, en el mejor —como les pasa a muchos mexicanos ahora mismo—, es una convicción en la que se mezclan la esperanza de que lo que ocurra sea lo más favorable que tenga que ocurrir (o bien lo peor, para quienes experimentan esa convicción cargados de temores), la ilusión de que las palabras que oímos y los hechos que empezamos a presencia están fundados en la verdad (o la sospecha de que todo es mentira, para quienes se atrincheran en su recelo), y también (para optimistas y para pesimistas) una actitud de renuncia a la necesidad de la reflexión crítica, de la ponderación juiciosa de hechos y palabras, de la perspectiva que brinda la memoria, en lugar de todo lo cual se da preferencia a las efusiones de simpatía o franco entusiasmo, o bien de antipatía o declarado horror.
Dicho de otro modo: ni lo que parece más insólito en estas supuestas transformaciones o refundaciones es en absoluto inédito, ni tampoco lo más previsible deja de tener su novedad. Pero es un tiempo propicio para los agoreros, de un signo u otro, y ello quizás se explique en parte porque la realidad urgente de la que hay que ocuparse es tan espantosa y parece tan irremediable que preferimos abocarnos a la profecía y a la conjetura y a la figuración temeraria de que sabemos para dónde vamos. Yo no tengo idea, y me pongo en guardia contra cualquiera que afirme reconocer alguna señal que indique el rumbo. También es tiempo de fanatismos, y de desfiguros sin cuento, y de discusiones tan encendidas como insustanciales, todo lo cual sólo quita el tiempo que más nos valdría dedicar a trabajar. Nada nunca es para tanto, y menos en este país que hace mucho dejó de conducirse por ninguna lógica ya no digamos funcional, sino ni siquiera discernible, y que, sin embargo, asombrosamente sigue existiendo.
J. I. Carranza
Mural, 6 de diciembre de 2018
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Alguien quiere leer (II)
Puede que, sin saberlo, quien quiere leer lo que busque sea literatura. En este punto pueden pasar varias cosas: que tenga suerte y se encuentre en su camino un libro que le recomienden; que la recomendación provenga de alguien cuyo juicio sea digno de tenerse en cuenta (alguien con cierto nivel de educación, vamos); que la lectura confirme que la recomendación fue buena… En cualquiera de estas posibilidades, hay el riesgo de que la cosa se estropee: si el recomendador es un orate o tiene pésimo gusto, o, si no lo es, quizás la lectura que recomiende no sea la idónea (por una infinidad de factores que sería imposible calibrar a la hora de decir: «Lee este libro, a mí me encantó»).
O bien esto: quien quiere leer se abstiene de pedir recomendaciones y se dirige por su cuenta a una librería o a una biblioteca. ¿Qué va a guiarlo en sus elecciones? Se querría creer que los libros mismos van a llamarlo, o que quizás reconocerá algún eco de su propia educación para saber por dónde irse («Como que me acuerdo de que mi maestra en la secundaria nos hablaba de un libro que la entusiasmaba mucho…»). Pero lo más probable es que, si entró a una librería, sean la mercadotecnia y la publicidad quienes le pongan los libros en las manos —en una biblioteca, me imagino, debe de ser mucho más difícil abrirse camino por primera vez… y me temo que esa primera vez frecuentemente terminará siendo la única.
¿Y qué va a acabar leyendo así? Lo que el mercado mande. Los libros famosos, las novedades más rentables, las páginas sensacionales que se supone que todo el mundo está o debería estar leyendo. Así que, si alguien quiere leer, será muy fortuito que llegue a las obras verdaderamente indispensables. Los buenos maestros (que, además, sean confiables) ayudan, los amigos con cierta experiencia también, muy rara vez la prensa, y no se diga la especializada (que casi no existe), y, quizás de modo todavía más excepcional, los editores y los libreros (de la literatura que vale la pena, se entiende), que, en el fondo de este laberinto, con muy escasa visibilidad y las penurias de siempre, tienen complicadísimo hacer las señales debidas a los potenciales lectores para que lleguen hasta ellos.
J. I. Carranza
Mural, 22 de noviembre de 2018
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Del Paso
No es fácil deshacerse de un cierto sentimiento de orfandad cuando muere un autor como Fernando del Paso. ¿Quién nos queda?, nos preguntamos, como en la necesidad de dar cuanto antes con alguien que pueda llenar el vacío que queda, y también sumariamente decidimos que no hay quién. Es cierto: al extinguirse un creador de tal potencia y de tal singularidad, lo que hizo queda concluido, es definitivo, y se vuelve también definitivamente irrepetible. Pero también habría que reparar en que, en el caso de los titanes como Del Paso, la muerte es siempre menos decisiva que lo que suele ser para cualquier otro mortal: la obra la niega, la desmiente, y el hecho de que ya no contemos a su autor entre los vivos no quiere decir que haya desaparecido.
En todo caso, vamos, será un pretexto para insistir en que los lectores que no lo hayan hecho se acerquen a ese prodigio que es Noticias del Imperio: una hazaña de la imaginación fervorosa para cuya realización Del Paso debió convertirse en uno de los hombres más profundamente informados. Pero no es sólo que haya hecho la gran novela histórica: es que en ella hizo algo de la más grande literatura que puede proponerse el idioma español, y también le confirió eternidad al tiempo del que se ocupa y a sus protagonistas. Motivos de maravilla también abundan en Palinuro de México y en José Trigo: yo me quedo con el monólogo de Carlota.
En el año 2000, Fernando del Paso expuso en el Cabañas 2 mil rostros que había dibujado. Para anunciar la exhibición, en este periódico hicimos un trabajo especial que nos llevó a la casa del escritor, donde le pedimos que posara para una sesión fotográfica. Gustoso, aceptó quedarse en camiseta (él, que debe de haber sido el hombre más elegante del último siglo en México), dibujó un rostro más con pasta de dientes en el espejo de su baño, se llenó la cara de espuma, se afeitó delante de la cámara, al final le regalamos la navaja. Estaba muy divertido. Ahora he estado recordándolo así: como un tipo absolutamente genial.
(Hoy tocaba seguir escribiendo acerca de lo que empecé la semana pasada, lo que pasa con alguien que quiere leer. Ya será para la otra: ahora, lo que yo quiero es leer a Fernando Del Paso).
J. I. Carranza
Mural, 15 de noviembre de 2018
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Alguien quiere leer (I)
Alguien, por alguna misteriosa razón, quiere empezar a leer. (Pienso en quien nunca lo ha hecho más que cuando ha sido inevitable, por ejemplo en la escuela, y que más o menos repentinamente un día se dice: «Me gustaría leer»). Para que surja ese deseo ha de cumplirse, al menos, una condición: que haya tiempo disponible, con el que no se sabe bien qué hacer. También habrá lectores para los que no será impedimento la escasez de tiempo, pero son rarísimos. El hecho es que, en gran medida, la lectura es vista como una actividad recreativa; además, siempre se dice que uno se la pasa muy bien, que se disfruta mucho, que puede ser no sólo divertido, sino hasta apasionante. De manera que el deseo de leer generalmente está relacionado con la ociosidad.
Alguien, pues, quiere leer, y dado que pretende invertir gozosamente así sus ratos libres, lo natural es que lo que quiera leer sea literatura. Para todo hay gente, claro, y habrá almas retorcidas o por lo menos exóticas que hallen placentero sumergirse en la Miscelánea fiscal, pero serán minoría. Así que, quien quiere leer, a lo que aspira es a dar con novelas y cuentos, principalmente: quiere historias (y los libros de historia y las biografías califican bien para satisfacer ese apetito, por lo que la distinción casi no es relevante; además, para muchos lectores en ciernes, tampoco hay gran diferencia entre la ficción y lo que no lo es, pues su experiencia de lectura está supeditada, la mayor parte de las veces, a la convicción de que todo lo que llega a las páginas de un libro sucedió en realidad). Ahora bien: no siempre —o, quizás, casi nunca— está claro que lo que se busca es literatura. De ahí que a un lector incipiente pueda atravesársele otra cosa que lo parezca (historia, ya dije, pero también psicología, filosofía —sobre todo si no es demasiado espesa—, reportajes convertidos en libros y, principalmente, autoayuda), y lo lea, con sincero interés, con innegable deleite, aunque alejándose cada vez más —si llega a seguir leyendo— de la posibilidad de dar con la literatura, que quién sabe qué será.
(Estas observaciones sobre los modos en que se conducen quienes tienen el misterioso deseo continuarán la próxima semana).
J. I. Carranza
Mural, 8 de noviembre de 2018
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Nueva «tradición»
Hicieron falta la película de James Bond, primero, y luego Coco, para que la celebración del Día de Muertos cobrara una vistosidad que no había tenido antes y se convirtiera en una nueva «tradición». Es cierto que, desde que Posada descubrió la riqueza alegórica de los esqueletos para criticar su tiempo, la muy católica conmemoración de los fieles difuntos en México se aprovechó con alguna singularidad idiosincrásica para revivir —la Muerte siempre revive— formas medievales de plantar cara a nuestra finitud mediante el jolgorio; también para asimilar de un modo más bien inofensivo las raíces prehispánicas enredadas alrededor del tzompantli, de modo que, desde el siglo pasado, cada 2 de noviembre fuera encontrando su sentido la recordación de los que se adelantaron, todo ello mezclado con manifestaciones autóctonas de mayor o menor autenticidad.
Sin embargo, de unos años para acá, lo que se ve es la explotación excesiva de un supuesto rasgo de identidad nacional en aras de un folclor hechizo que, si bien ha pegado (profusión de cempasúchil, gente pintarrajeada como presumibles calacas —en realidad parecen panditas—, pan de muerto en el súper desde agosto), en su frivolidad recalca nuestra esquizofrenia cotidiana. ¿En México de qué hablamos cuando hablamos de la muerte? Quieren, los entusiastas de las catrinas, que con sus desfiles y papeles picados y altares y humaredas de copal y calaveritas de azúcar y de versitos se reafirme nuestro trato confianzudo con «la huesuda», que en el país donde la vida no vale nada vendría a hacernos los mandados. También, seguramente, que se vea en esta fiesta una reivindicación cultural ante la amenaza del Halloween. Todo eso podrá estar muy bien, como lo estará el sentimiento de cada quien al desempolvar la foto del abuelo y ponerle una veladorcita. Pero algo hay de muy siniestro en el hecho de que tal alboroto se haga en un presente atestado de asesinados y asesinos, donde no se sabe qué hacer con la abundancia de cadáveres y donde todos los días se rellenan más y más fosas clandestinas. No sé: no quiero ser aguafiestas. Nomás que, al ver tanta fiesta por la muerte, me pregunto qué es lo que tendríamos en realidad que festejar.
J. I. Carranza
Mural, 1 de noviembre de 2018
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Tres ferias
En días pasados fui a dos ferias del libro, y, a poco más de un mes de que empiece la de Guadalajara, hice algunas comparaciones. O, más bien, casi ninguna, porque en general funcionan de modos idénticos, según ciertas inercias por lo visto inevitables. Acaso las diferencias más notorias tengan que ver con las dimensiones de los espacios y con las cantidades de gente que los recorre, aunque las proporciones entre unos y otras deben de ser parecidas. (¿Por qué será que las ferias grandes en México son en el otoño, y casi al mismo tiempo? ¿No representará eso una dificultad logística para quienes participan en ellas —editoriales, libreros, autores—, que en un corto período han de desplazarse de una ciudad a otra y a otra? Por otro lado, si la oferta estuviera repartidita a lo largo del año, quizás podría tener una mayor diversidad. Pero yo qué voy a saber: el mundo del libro es una selva llena de misterios irresolubles para los mortales).
Ambas ferias (la del Zócalo, en la Ciudad de México, y la de Monterrey) tienen sendos programas de actividades muy nutridos, lo mismo que la de Guadalajara, lo que haría pensar en ellas como festivales culturales. Pero lo cierto es que los programas de las tres están dominados por presencias que tienen garantizada la atención de las multitudes por dos razones: porque cuentan con una gran proyección mediática (estrellas de la farándula —incluso de la farándula literaria—, booktubers, políticos que «escriben» libros), o bien porque el público da por hecho que aquello que reconoce sin problemas indudablemente vale la pena. Y así vemos triunfar una y otra vez a la periodista supuestamente beligerante, al autor supuestamente asombroso, a la escritora supuestamente indispensable y al firmante supuestamente sorprendente de un nuevo best-seller que supuestamente será interesantísimo. En cualquiera de las tres ferias, sin falla.
También: en las tres importa que vaya mucha gente. Y mucha gente va. Y se la pasa, tengo la impresión, muy contenta. Lo cual no deja de parecerme siempre un poco misterioso, dado el escaso margen que desde hace mucho tiempo ha quedado para la novedad y para el descubrimiento de algo verdaderamente insospechable.
J. I. Carranza
Mural, 25 de octubre de 2018
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¡El trenecito no!
Qué celeridad asombrosa ha mostrado la autoridad para dar con los grafiteros de los vagones del Tren Ligero. Qué diligencia se vio, qué bien funcionó la «inteligencia» policiaca para ubicarlos, agarrarlos, entregarlos. Cómo se movió el secretario de Gobierno, con qué prontitud y esmero respondió a su instrucción la Fiscalía, qué capacidad de reacción. A ese trabajo tan eficaz hay que sumar la atención que puso al asunto el Gobernador, vigilante siempre de que no queden impunes semejantes perturbaciones de la vida pública, crímenes tan horrendos y que exigen urgentísimas soluciones. Qué satisfechos y tranquilos debemos sentirnos de que la justicia obre así, cuando alguien atenta de este modo infame contra la paz de nuestra idílica existencia como sociedad.
¿Que, mientras tanto, se estaba excavando en al menos tres nuevas fosas clandestinas, de las que habrían salido 16 cadáveres? ¿Y que, también mientras se cazaba a los grafiteros y se les daba escarmiento ejemplar, sigue sin cumplirse la palabra del Gobernador respecto al trato que debía darse a las decenas de cadáveres que un tráiler paseó de un lado a otro de la ZMG hace un mes? ¿Y que también están aventándoles granadas a la policía, están atropellando y matando y asaltando y violando estudiantes, y que durante el último año ha habido al menos una balacera cada dos días en esta ciudad? ¡Qué importa! ¡Ya pusimos a los vándalos grafiteros a reparar su fechoría!
Hace poco más de un año, la sociedad que habita en esta ciudad basurienta, grafiteada, cada vez más invivible, y, además, asesina, mostró su ferocidad y su crueldad contra quienes rayonearon las columnas del Degollado. Y ya entonces quedó claro que sólo podremos indignarnos ante lo que menos cuenta. La misma Línea 3: ¿cuánto nos ha costado, por qué se ha tardado tanto en concluirla, cómo ha estropeado la vida de la ciudad que vino a rajar? Los grafiteros son un blanco fácil: ¡sobre ellos! Y, claro, que sólo sepamos prendernos por eso le conviene enormemente al Gobernador y compañía. Que pueden estar tranquilos: ninguna otra cosa de las miles de cosas que hacen mal llegará a sacudirnos tanto como que nos vengan a pintarrajear nuestro trenecito hermoso.
J. I. Carranza
Mural, 18 de octubre de 2018
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¡El desfile!
¿Treinta años habrán pasado sin que volviera a ver el desfile inaugural de las Fiestas de Octubre? Más, seguramente. Tanto tiempo, en todo caso, para saber por qué importaba que fuera el Tío Carmelo la estrella insuperable cada vez… y para saber quién era el Tío Carmelo; luego, ese lugar lo ocupó Kippy Casado, y la ausencia de ésta no ha podido ser rellenada por ninguna otra figura que tenga tanto jale con la gente. Además de esas presencias, había acrobacias de los motociclistas de Tránsito (a la Pedro Infante), tablas gimnásticas, coches antiguos, mucha música…
¿O será que la memoria de la infancia siempre se figura más razones para la alegría que las que realmente había? Este año volvimos porque no hubo más remedio: la hijita vio el anuncio en la tele, supo que el desfile pasaría a una cuadra de la casa, toda negociación para hacerla desistir había fracasado antes de empezar. Y me quedó claro algo: la gente se alboroza y acaba feliz con cualquier cosa. Como seguramente le pasaba al público del que formé parte en aquellos tiempos. ¿Qué vimos? Una grúa gigante que pitaba horrendamente, varios carros iluminados, y bastante malhechos, con unos como monstruos y otros motivos misteriosos (uno no sabíamos si representaba a Santa Claus, a Dios Padre, a Sócrates o al Yeti), un contingente de «americanos» —como se les dice en tapatío a los gringos— vestidos de blanco y con sombreritos canotier, miles de niños y niñas disfrazados de cavernícolas, de fridaskahlos, de cosas galácticas que danzaban y ocasionalmente daban saltitos, una banda de tuba y trompetas ensordecedoras, dos conductores de anuncios de la televisión, un caballo (ajá: UN caballo, con su charro a cuestas), tres chamacos en bici, una banda de guerra, la reina de las Fiestas, y ningún mariachi… Había lagunas eternas entre un carro y otro, que los desfilantes aprovechaban para desacalambrarse y descansar: ¡los traían desde la 64, por todo Javier Mina-Juárez-Vallarta!, de manera que, ya por llegar a la Minerva, era dolorosísimo ver lo cansados que iban.
Total: muy deprimente todo. Salvo para toda la gente que estaba ahí, y que quedó encantadísima. La hijita, para no ir más lejos, se la pasó muy divertida.
J. I. Carranza
Mural, 11 de octubre de 2018
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Programa y razones
¿Cuántos públicos distintos hay para la Feria Internacional del Libro de Guadalajara? Quiero decir: no toda la gente acude movida por las mismas razones, hay quienes nunca participarían en ciertas actividades (yo, por ejemplo, eludo escrupulosamente aquellas que tienen por objeto dar relumbrón a los políticos), hay quienes siempre hacen —hacemos— más o menos lo mismo: pasear por los pasillos, comprar tal vez algo (tal vez, porque la oferta luego no es ni tan rica ni tan atractiva, y además existe internet), entrar a alguna presentación, quizás ver algún espectáculo (de un tiempo acá, los únicos que llego a aventarme son los de FIL Niños, y con eso tengo).
A mí me da la impresión de que, en términos generales, el público se divide en tres: el que sabe a qué va, el que no sabe a qué va y el que va porque no tiene más remedio. El primero suele tener en cuenta el programa, toma nota del día en que se presenta un autor favorito, pongamos, y se lanza. O bien se propone ir a buscar un libro en particular, o queda en encontrarse ahí con alguien, o va en pos de surtirse de cómics o juguetes o porque hay que llevar a las creaturas o porque quiere ver algo que solamente ahí podrá ver. Es gente que más o menos sabe (y digo más o menos porque yo mismo no lo sé del todo) para qué sirve la FIL y qué se puede hacer ahí.
El público que no sabe a qué va es el más abundante: multitudes que van de aquí para allá, que entran o salen de los salones sin motivos discernibles, que difícilmente podrían responder si se les preguntara qué andan haciendo. Y a menudo es también el público que va porque no tiene de otra: las infaltables hordas de estudiantes arreados por sus maestros. Uno y otro tienen nociones muy vagas del sentido de una feria como ésta, y a menudo ni siquiera sabían que existía.
La presencia de Portugal, Orhan Pamuk, 31 Minutos, Plácido Domingo, dos mil editoriales, 800 escritores… Como pasa cada año, en el programa que se anunció ayer queda claro que la FIL surtirá al primer público de todo tipo de razones para visitarla. Lo que a mí me intriga un poco siempre es qué podría hacerse para que los otros públicos aprovechen de un modo más fructífero la experiencia.
J. I. Carranza
Mural, 4 de octubre de 2018
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Desmemoria
¿En qué momento la memoria colectiva se convierte en historia? Quiero decir: ¿qué decide que determinados acontecimientos adquieran carácter de hitos a los que se vuelve para reconocer con certeza el camino recorrido, y por qué otros permanecen —cuando permanecen— en el pasado de un modo más impreciso o hasta dudoso, hasta que finalmente acaba por emborronarlos el olvido? En el último medio siglo de la vida de México, tiene algo de asombroso que aún seamos capaces de volver la vista sobre la matanza con que el Estado reprimió brutalmente el movimiento estudiantil y popular de 1968. Tan abocado a las crisis incesantes y siempre urgentes que el presente le impone, México es un país donde prospera muy bien la desmemoria. Por pasmosos que puedan parecernos en su momento, hay hechos que, como sociedad, parecemos incapaces de retener. ¿Porque la acumulación de horrores, por ejemplo, es tal que se nos vuelve inmanejable? ¿Porque la realidad que presenciamos yendo sin parar del espanto a la indignación ha terminado por modificar nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia de las cosas al grado de que cada vez sabemos menos —o ya ni siquiera nos lo proponemos— registrar el desastre que venimos atravesando desde siempre?
Tiene algo de asombroso, digo, y habría que preguntarse por qué ha sido así, el hecho de que aún tengamos presente aquel episodio, cuyas repercusiones es posible identificar en los rumbos que tomó la vida pública. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias de que hoy no lleguemos a preservar de igual modo (en nuestra memoria, para que acaben por contar como historia) otros acontecimientos que, por traumáticos, son decisivos? ¿Dentro de medio siglo se recordará la atrocidad que tuvo lugar en Iguala hace cuatro años? O no nos vayamos tan lejos: ¿dentro de cuántas semanas ya se habrá desvanecido de nuestra precaria atención la impresión que nos causó enterarnos de que un tráiler lleno de cadáveres estuvo recorriendo esta ciudad hasta que lo delató el hedor de la ineptitud y la salvajada de quienes lo pusieron a rodar? Tal vez la conmemoración de lo que pasó en el 68 sirva para pensar en eso: ¿aún podemos tomar un rumbo distinto del que nos conduce al abismo del olvido?
J. I. Carranza
Mural, 27 de septiembre de 2018