Puntualmente, cumplimos con el ritual de ir a una venta nocturna. Como si no tuviéramos memoria, o, más bien, como si la que tenemos no nos sirviera de gran cosa. Hace dos años fue para comprar una impresora, que había tenido el pésimo gusto de amargarnos la Navidad con su suicidio; el año pasado, lo que urgía era comprar una estufa, pues de lo contrario no sólo no habríamos tenido cena navideña, sino probablemente tampoco casa, pues el gas que se fugaba amenazaba con hacernos volar por los aires. Son cuestiones de urgencia, siempre, y siempre en estas fechas. Y esta vez fue la lavadora, que enloqueció por fin. Y allá fuimos, sin recordar que la reposición de la impresora nos había metido a una vorágine espantosa (cuando caímos en la cuenta, llevábamos siete horas metidos en un centro comercial, oyendo los villancicos de Pandora), ni tampoco que la búsqueda de la estufa ya nos había revelado la tomadura de pelo que suelen ser esas «baratas» frenéticas (acabamos hallándola, realmente barata, en otro lado).

Sólo hasta que estábamos ahí nos percatamos de que habíamos caído de nuevo en la treta. Una venta nocturna de una tienda departamental en los días en que el aguinaldo tintinea en el monedero (y anunciada, además, como ¡la última del año!) es la ocasión menos indicada para comprar algo que se necesita: los precios están de tal modo inflados que, aun con el 30 por ciento de descuento, más otro 30, y algo más que pretenda hacerte el vendedor porque le caíste bien, siguen quedando inflados; encima, la mercancía sólo te la entregarán hasta mediados de enero. ¿Y mientras qué íbamos a hacer? ¿Nos íbamos a ir a lavar la ropa al río? Esta perspectiva nos disuadió, y, felizmente, dimos con la solución en otra tienda que no alardeaba de tener grandes ofertas (y donde las lavadoras no costaban lo que un coche) y que en tres días hizo su entrega sin mayores problemas.

Nos salvamos, pero ¿por qué estuvimos a punto de ser estafados? Sigo preguntándomelo. Tal vez porque, en Guadalajara, parte sustancial de la Navidad consiste en asistir a ese ritual agobiante y enloquecer como toda la gente. Y no hay tradición, por absurda que sea, que no tenga su encanto. Por retorcido que sea.

 

J. I. Carranza

Mural, 13 de diciembre de 2018