Autor: Verónica Nieva (Página 6 de 18)

¡Lotería!

De tan predecible que se ha vuelto, podría parecer ya insulso. Pero que no ceje en su limitado repertorio de trucos, que tenga tal fe en sí mismo, que tan decidido esté a no permitir que su entendimiento se nuble por la realidad, todo eso lo vuelve fascinante. Hagamos un lado, por ahora, el perjuicio que causa y las secuelas tremendas que dejará —es difícil, claro: fuera de los muros de Palacio no es sencillo cerrar los ojos ante el desastre—: ¿llegará a haber literatura que aproveche su estampa, sus hechos, la dimensión formidable de sus disparates, las aberraciones que condujeron a instalarlo ahí, la espléndida desenvoltura con que fabrica al vuelo sus mentiras? ¿Hay manera de que una obra supere la creación que ha hecho de sí mismo? Y, en tal caso, ¿qué excesos de la fantasía serían necesarios para ir más allá? ¿O será posible que la imaginación literaria, alguna vez, consiga abrirse camino en las cavernas de su psique —y de la psique nacional— para regresar de ahí con alguna explicación satisfactoria?

Pienso, por ejemplo, en el modo en que Camus aprovechó al emperador lunático (pero no era que fuera sólo un lunático, en todo caso), para indagar a profundidad en la crueldad, la ambición, la vanidad y la maldad pura; o bien en la tradición de los monstruos retratados o urdidos con menos o más saña o voluntad de comprensión por los novelistas latinoamericanos. ¿Dará para tanto, o no pasará de ser emblema de la ridiculez? Yo querría creerlo. Con el país en llamas y vuelto un alarido de terror, lo que ha discurrido es salir a rifar un avión, y ahí está, como billetero, vendiendo los cachitos. Pero lo malo es que, por risible que a algunos pueda parecernos, hay un vastísimo sector de la población listo a gritar: «¡Más respeto!», y a imponer ese respeto al precio que sea.

Y me acuerdo de este pasaje de Gao Xingjian, en un ensayo que escribió acerca de la literatura como testimonio de lo real: «La voluntad popular que transforma el compromiso político en imposibilidad de desobediencia obliga a la sumisión inapelable de todos los miembros de la sociedad y puede conducir la nación entera a la locura».

En ésas estamos, me temo. Y él sigue vendiendo su alucinante lotería.

Un verdadero independiente

Filmada en 1987, Clandestino destino imaginaba un futuro que entonces podía parecer parejamente lejano y cercano: el año 2000 era un horizonte de fantasías excesivas y temores apocalípticos, y parecía que teníamos tiempo suficiente (aunque no demasiado) para ir acomodándonos al mundo que nos aguardaba. De esa película recuerdo en particular, porque parecía tan absurdo como posible, que presentaba un México cuya mitad ya habría sido cedida a Estados Unidos para pagar la deuda externa —junto con la amenaza nuclear y la invasión comunista, la deuda externa fue nutriente básico de las pesadillas de quienes salimos de la infancia en los 70 para estrellarnos con los esperpénticos 80.

La frontera, pues, se había recorrido, y quedaba justo en Guadalajara. Más precisamente, por ahí por Plaza Patria. Había una cierta resistencia civil ante esa nueva realidad, y también la necesidad de reajustar las conductas de la gente ante los desafíos que marcaba el auge del sida: lo que se había ganado de libertad sexual había que gastarlo de a poquito ante el temor del contagio. Recuerdo, también, que era una película muy divertida, y que se permitía un desenfado que luego fue perdiéndose —con Sexo, pudor y lágrimas, y luego con Amores perros, el cine mexicano se volvió más azotado y solemne de lo que llegó a serlo en los dramas peores de la Época de Oro.

Jaime Humberto Hermosillo, firmante de aquella cinta, y de muchas otras de admirable audacia —y en varios sentidos: formal, temática, política—, fue, quizás, el último realizador cinematográfico que hemos tenido cuyas preocupaciones estuvieron siempre felizmente desentendidas, y por tanto liberadas, de las tiranías del mercado. Un auténtico artista independiente, que supo siempre ingeniárselas para decir lo que le daba la gana con sus películas, y que además fue imparable. A él le debemos mucho quienes nos aficionamos al cine en los tiempos en que nació la Muestra de Guadalajara (eso que mutó en el festival tan extraño con el que ya nada tiene que ver). Ojalá que empecemos a saldar esa deuda impidiendo que su obra se nos olvide —que dudo que pueda pasar: si viste una película suya, seguro algo de ella se quedó contigo para siempre.

El mundo amarillo

Cuando Los Simpson irrumpieron en nuestras vidas, la televisión todavía existía —y en México era especialmente horrenda—, faltaba todavía para que nos absorbiera el hoyo negro de internet y teníamos apenas vagas suposiciones de lo que debía ser la democracia. El miedo al desastre nuclear se disipaba junto con la polvareda que dejó la caída del Muro de Berlín, pero ya lo habíamos trocado por nuevos pavores: al sida, al TLC que ya se fraguaba, al chupacabras en todas sus manifestaciones. El machismo, la homofobia, el racismo y otras pestes infestaban el trato social quizás un poco más que ahora, aunque rara vez eran objeto de repudio, del mismo modo en que la corrupción aceitaba la vida cotidiana pero no nos parecía tan reprobable. ¿Éramos una sociedad más atrasada? Todavía no imaginábamos cómo la realidad se ensangrentaría como lo ha hecho en estos treinta años. ¿Éramos más inocentes? Tal vez el impacto que esa familia causó se explique por esa vía: porque nos invitaba a empezar a sospechar, con alguna malicia, que las cosas no podían estar tan bien como habíamos venido suponiéndolo.

Es difícil imaginar lo que habrían sido estas tres décadas de no haber tenido a la mano el juicio de Homero para modelar el nuestro. Emblema de nuestros mejores defectos (imbécil, marrullero, encajoso, haragán, glotón, alcoholicazo, egoísta, hipócrita), el paterfamilias más importante desde Noé es también la encarnación de nuestras virtudes peores: un obrero resignado a trabajar para el patrón diabólico con tal de que los suyos tengan para comer, un esposo y un padre al que la culpa lo reconduce siempre a la senda del bien, un hombre para el que el paraíso tendría que estar hecho de chocolate. Hoy tampoco sabríamos qué pensar sin Marge, que es la sensatez sojuzgada; sin estar al tanto de que la realidad está encarnada en Bart —quien es la garantía de que Homero es eterno—, y sin Lisa, prueba viviente de que la tentación de la sensibilidad y de la inteligencia amenaza con volvernos los peores enemigos de nosotros mismos.

Hace treinta años, daba un poco de miedo el espejo que nos mostraban Los Simpson. Hoy, seguramente, preferiríamos que nuestro mundo fuera más parecido a ese mundo amarillo.

De regreso

Un plátano pegado con cinta a una pared y vendido como si proviniera del Jardín del Edén, con el consiguiente escándalo —como si el escándalo no fuera, desde hace mucho tiempo, la moneda corriente del mercado del arte contemporáneo. Un Embajador ratero atrapado en video y, contra la flagrancia de su delito (así se hubiera embolsado un chicle, lo que el hombre quiso hacer fue robar), la alucinante retórica de sus defensores oficiosos, con lo que esa reacción quiere decir de los extremos a los que se llega para justificar las estupideces o las tropelías peores de la administración en turno. Un cuadro expuesto en Bellas Artes en el que se representa a Emiliano Zapata de tal manera que no les pareció a organizaciones campesinas que se ostentan como inspiradas por la figura del Caudillo del Sur —con el consecuente argüende que esas organizaciones fueron a armar, en este país homofóbico y carente de sentido del humor en el que la veneración por las figuras históricas (veneración inservible, como no sea para fines demagógicos) nos impide mejor ocuparnos del presente. Un exfuncionario capturado por haber colaborado diligentemente en la prosperidad del crimen organizado durante el sexenio en que su jefe, el Presidente Calderón, tuvo a bien declararle al narco la guerra con la que se inauguró para la nación un genocidio incesante. La resurrección de los dolores de dos mujeres sufridos a manos de un astro de la literatura nacional, historias muy tristes que han tenido que esperar hasta este presente para revelarse…

Es sólo parte de lo que estaba esperándonos —o esperándome, vamos a decir— luego de la FIL. Apenas concluida esa pausa insólita en la que nuestra atención puede estar colmada con los libros y con lo que sucede a su alrededor, parece inevitable tener que reingresar a la realidad de cualquier modo. Pero, ¡ojo!, se corre el riesgo de dar por hecho que la realidad es aquello que cobra forma en las noticias, y las noticias, no hay que olvidarlo, son por lo general un sucedáneo de lo que realmente importa. Por eso, al repasar el panorama descrito más arriba, seguramente será preferible buscar que esa reanudación de lo habitual nos lleve por otro rumbo. ¿Será posible?

Tercer Encuentro

El otro día tuve que ir a Los Pinos. Si hubiera tenido ocasión de anunciar esto en otro tiempo, el efecto de la frase habría sido más llamativo: antes, uno iba a Los Pinos en circunstancias excepcionales, por algo supuestamente muy bueno (recuerdo cómo, de niño, siempre me ponían de ejemplo a los alumnos odiosos que se tomaban una foto ahí con el Presidente porque habían sacado buenas calificaciones), o bien para algo muy turbio. En todo caso, no cualquiera entraba, pero ahora basta trasponer una reja para poder pasearse por casi todo el lugar.

No tiene chiste, debo decir: aunque se usan para exposiciones (una de ellas, la de los cuadros con que se constituyó un acervo ciertamente valioso de pintura mexicana, pero que están colgados por las habitaciones de la Casa Miguel Alemán nomás para que se vea que ahí están), y se les puso el nombre pomposo de Complejo Cultural, los edificios no han sido aprovechados como se podría. Desde luego, el morbo impulsa el recorrido, pues uno se imagina todo lo que debió ocurrir ahí, pero fuera de eso no hay mayor aliciente para la visita. También puede verse la estatuaria del poder y divertirse algo con las poses ridículas de los mandatarios vueltos bronce. Pero poco más.

El caso es que fui porque ahí tuvo lugar el Tercer Encuentro del Programa Jóvenes Creadores del Fonca, en el que me tocó ser tutor. Y sobre esto voy: ese programa, uno de los más valiosos del aparato cultural a cargo del Estado, estuvo a punto de desaparecer con la llegada de la Cuarta Transformación. Los beneficiarios, artistas en cuyas manos está en gran medida el arte mexicano de los años venideros, debieron trabajar enfrentando una horrible incertidumbre, gracias a las ocurrencias de los funcionarios recién llegados, y no fue fácil arribar a la culminación de este año. Lo consiguieron: en el Encuentro mostraron lo que hicieron, y su labor contó una vez más como la razón más poderosa para que ese programa siga adelante y no se desatienda.

Aún hay muchas cosas que deben recomponerse luego de lo que casi fue el desmantelamiento del Fonca, al comienzo de este año. Pero lo importante es que ha sobrevivido. Y no se nos debe olvidar que hay que seguir cuidándolo.

El médico ensayista

Nacido en 1936, el doctor Francisco González Crussí se reencontró con la literatura, una vocación de juventud, al cumplir medio siglo de edad.

Hasta entonces se había consagrado a la patología pediátrica, donde construyó una reputación afirmada en publicaciones especializadas, universidades y hospitales de Estados Unidos, país al que emigró poco después de haber concluido sus estudios en la UNAM.

Allá, en 1986, publicó su primer libro de ensayos, Notas de un Anatomista, escrito originalmente en inglés, como buena parte de su obra; tendrían que pasar algunos años para que el Fondo de Cultura Económica lo tradujera, pero la recuperación de aquella vocación ya estaba dando más frutos, y no ha dejado de darlos: al menos otros 15 libros a la fecha. Sus asuntos principales: el cuerpo y sus extremos, la vida y la muerte. Nada menos.

Yo tengo para mí que es el mejor ensayista vivo que hay en México, y lo creo por dos razones, principalmente: una, que es un autor cuya enorme erudición está al servicio de una curiosidad infatigable que lo hace plantearse preguntas formidables, a cuya satisfacción se aboca con la capacidad de quien no sólo posee un gran conocimiento, sino que sabe cómo encontrar y aprovechar las relaciones entre todo lo que sabe.

La otra razón es su estilo: en una entrevista de 2014, González Crussí contaba cómo, justamente a los cincuenta años, comenzó a leer «sistemáticamente y con mucha atención sobre todo a autores ingleses del siglo XVIII, ensayistas como Steele y Addison y hasta poetas como Alexander Pope, también al novelista Henry Fielding». Ese aprendizaje se trasminó en una prosa en la que la búsqueda de precisión se traduce continuamente en hallazgos poéticos que tienen lugar al tiempo que vamos enterándonos, sin falla, de cosas asombrosas: así, el impulso para la lectura es siempre una incesante fascinación.

La Academia Mexicana de la Lengua acaba de distinguir a González Crussí con el Premio Internacional de Ensayo Pedro Henríquez Ureña. No es, claro, que a un autor como él -un sabio, un clásico-, le hagan falta honores. Pero a México sí le hacía falta reconocerlo. Ojalá que sus libros circulen cada vez más.

 

J. I. Carranza

Mural, 21 de noviembre de 2019

«La boa»

Tras haberla oído varias veces en la radio seguía sin poder entenderlo. Luego vi el video, y menos. ¿Por qué una canción como «La boa» se usa ahora para anunciar a la Comisión Nacional de Derechos Humanos? Conjeturo que la explicación no tendría que ser demasiado intrincada, pero de todos modos me deja en la perplejidad original: algún creativo habrá discurrido que, al aprovechar lo pegajoso de la pieza, se facilitaría enterar al público de la existencia de la CNDH y alentarlo a recurrir a ella. No dudo de que pronto nos aprendamos la nueva letra: con esa música, que ya traíamos tatuada en la zona del cerebro donde se registran los códigos identitarios de lo mexicano —y la música de la Sonora Santanera tiene mucho de eso, por más que alguien se fresee y quiera zafarse—, las palabras que han sustituido a las anteriores pronto estaremos entonándolas sin dificultad. El problema es que esas nuevas palabras son espeluznantes. Por ejemplo: «Las víctimas de trata / lo saben, lo saben». O no nos vayamos hasta allá todavía: el comienzo dice «Quién en esta vida no ha pasado / por la triste situación / de ver sus derechos mancillados / sin saber que hay solución».

¿Qué es eso? Quien acude a la CNDH lo hace porque ahí espera encontrar la última posibilidad de obtener justicia, sobre todo en este país donde la ley la cumple quien quiere y la autoridad es por lo general omisa, inepta o adversa. Y corrupta y perversa. Se trata, entonces, de víctimas. Siempre. Y, en incontables casos, víctimas de cosas horribles, se diría que inenarrables si no presenciáramos, todos los días, de qué modos tan atroces se pisotean los derechos de las personas. En el video de la campaña se ve a la gente bailando muy feliz mientras los de la Santanera cantan: «Quien perdió a un amigo / lo sabe, lo sabe». ¿Y qué se supone que sabe? Que la CNDH le va a ayudar.

Hay algo muy siniestro en poner así a bailar a la desgracia. «La boa», compuesta por Carlos Lico, ensalzaba a un bailarín mítico y en su estribillo desfilaban los oficios con que se trazaba un fresco muy rico de la cultura popular. Servía, hasta ahora, para la alegría más pura. Ahora la han convertido en la pista musical de nuestra esquizofrenia.

 

J. I. Carranza

Mural, 14 de noviembre de 2019

Desde el infierno

¿Qué atareaba nuestra inservible atención el día que masacraron a la familia LeBarón? ¿Con qué quiso, esa mañana, el habitante de Palacio Nacional que nos ocupáramos? ¿Cuál fue el asunto que encendía los ánimos de un lado y otro —sólo parece haber dos— de la cancha política, cuál era la levadura de nuestro embotamiento, la pasta indigesta con que tocaba ese día que se atragantaran nuestra abulia o nuestra irritación? ¿Qué materia se suministró ese día a las redacciones de periódicos y de noticieros, a las mesas desganadas de los comentaristas y analistas, a los hervideros pestíferos de las redes? ¿Cuál, en fin, estaba siendo ese día el interés noticioso desplegado, como cada mañana, en el deficiente stand-up madrugador que mezcla homilía, diatriba, payasada y naderías? Ese día, antes de saber del nuevo colmo del horror que nos aguardaba, de lo que estábamos hablando era de los bots: de cómo la supuesta conversación pública está infestada por maquinarias que, de un lado y de otro —pues sólo parece haber dos—, funcionan para distorsionar la realidad.

Pero la realidad es muy terca. Y no tardó en imponerse con las primeras noticias que llegaban directamente del infierno. Supimos los detalles, vimos las imágenes de lo que en cualquier otro lugar que no sea este país sería inconcebible —México es un delirio sostenido donde hace tiempo dejó de existir lo inconcebible—, fuimos conociendo los hechos y nuestra imaginación tuvo, una vez más, que abrirle espacio a nuevas posibilidades de la pesadilla.

¿Y de qué vamos a ocuparnos hoy, mañana, la semana que entra? ¿Qué cuentos y qué estupideces va a poner delante de nuestra atención atrofiada la agenda que dictan los distintos órdenes de gobierno, la que aprovechan los medios, la que atesta los pantanales del prejuicio y el odio que pueden ser las redes, la que sirve tan bien a la perpetuación del estado de las cosas? ¿Con qué nos vamos a entretener? ¿Con qué estamos entreteniéndonos ahora mismo? ¿Cuál es el tema con el que nos amanecimos esta vez? ¿De qué vamos a hablar y a discutir —es un decir— y qué va a dizque preocuparnos y cuál es la sarna nacional que hay que rascarnos mientras llega el siguiente reporte del infierno?

 

J. I. Carranza

Mural, 7 de noviembre de 2019

Brujas y pedradas

 

 

Según yo, toda idea que nos hagamos de la idiosincrasia estará configurada, en última instancia, por la superstición: lo que creamos que somos los mexicanos no tiene más fundamento que nuestro deseo de creerlo. Si pensamos, por ejemplo, que nos define el trato insolente con la muerte, ese rasgo se asienta en nuestra convicción porque nos gusta pensar que somos así. Aunque se trate de peculiaridades poco halagüeñas, las abrazamos como si en efecto no pudiéramos existir sin ellas, y por eso puede prevalecer sin dificultad la suposición de que la transa forme parte constitutiva del carácter nacional. En cualquier caso, como suele ocurrir con las generalizaciones, la inutilidad de aludir a la idiosincrasia se demuestra con el reconocimiento de las excepciones: ni todo mundo es trácala ni a todo mundo sale corriendo estos días a comprar cempasúchiles.

No sé, entonces, si tenga mucho sentido ponerse a defender una fiesta como el Día de Muertos (que, además, ha ido afirmándose gracias a que Hollywood así lo quiso, con James Bond primero y luego con Coco, y gracias también a su atractivo folclórico y turístico) ante la celebración de Halloween. Total, tanto da una ocasión como otra si lo que uno quiere es una ingesta excesiva de azúcar, sea en forma de pan o de bubulubus vencidos. Pero sí me intriga el hecho de que haya dado en «festejarse» la Noche de Brujas apedreando minibuses. ¿En qué se origina esa nueva «tradición»? Como si fuera inevitable, ya se prevé que hoy el transporte público dejará de circular en las zonas más peligrosas luego de que se ponga el sol y que los ayuntamientos pondrán patrullas a darle aventón a la gente que se quede sin forma de llegar a su casa. O quizás sí es inevitable. ¿En qué momento a alguien se le ocurrió que es divertido aterrorizar así a la población? ¿Y por qué ha cundido esa práctica? ¿Hay algún vínculo que la antropología pueda explicar entre el mundo de las brujas y esta forma de salvajada?

No hay costumbre popular que no tenga a la vez algo entrañable, algo misterioso y algo absurdo, y muchas veces algo ridículo. Ésta sólo está hecha de estupidez y de maldad. Ojalá a nadie se le ocurra justificarla en nombre de la idiosincrasia.

 

J. I. Carranza

Mural, 31 de octubre de 2019

Cine o no cine

Scorsese y Coppola

Lo que hay que entender de la declaración polémica de Martin Scorsese es: no le parece que las películas de súper héroes deban juzgarse igual que se juzgan las de otra naturaleza (las que, a su juicio, encuadran como «cine»), y él se declara incapaz de verlas. No le interesan, y para explicarse comparó su funcionamiento con el de los parques temáticos. (Poco antes de morir, Philip Roth deploró en una entrevista cómo el mundo se había vuelto justamente un enorme parque temático, y advirtió sobre los riesgos para la libertad que entraña el hecho de que estemos encantados con eso). Luego, en la misma dirección que su colega, Francis Ford Coppola añadió: «Cuando Scorsese dice que las películas de Marvel no son cine tiene razón porque esperamos aprender algo del cine, esperamos ganar algo: de iluminación, de conocimiento, de inspiración». Y fue todavía lejos, ya en un plan más inflamado: «No sé de nadie que saque algo de ver la misma película una y otra vez. Martin fue amable cuando dijo que no eran cine. No dijo que eran despreciables, que es simplemente lo que digo que son».

Ya lo dicho por Scorsese había bastado para irritar a los entusiastas de las películas de súper héroes (¿es correcto decirles así?, me pregunto, pues no estoy seguro de que ese ingrediente sea el más decisivo para saber de qué estamos hablando: películas de acción, originadas en cómics, pero quizás más bien definidas por fórmulas narrativas más o menos infalibles y poco variables…). Hubo uno que le espetó al director de Casino, Taxi Driver y Toro Salvaje, que abriera la bocota sólo hasta que hubiera filmado algo digno de verse. ¿Estamos ante uno de esos abismos insalvables que hay entre las generaciones? Claro, el eco que hicieron los medios faranduleros no ayudó, pues buscaba hacer ver a Scorsese y a Coppola como viejitos ideáticos incapaces de abrirse a algo nuevo. Pero pienso que no se trata de eso: seguramente es que, sí, lo que este par juzga como cine es una cosa, y lo otro es algo distinto, que persigue otros fines. Y la diferencia puede consistir en eso: en unas películas te duermes, y en otras no. Ya que cada quién decida cuáles van a servirle de somnífero. Y cuáles preferirá perderse.

J. I. Carranza

Mural, 24 de octubre de 2019

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