Filmada en 1987, Clandestino destino imaginaba un futuro que entonces podía parecer parejamente lejano y cercano: el año 2000 era un horizonte de fantasías excesivas y temores apocalípticos, y parecía que teníamos tiempo suficiente (aunque no demasiado) para ir acomodándonos al mundo que nos aguardaba. De esa película recuerdo en particular, porque parecía tan absurdo como posible, que presentaba un México cuya mitad ya habría sido cedida a Estados Unidos para pagar la deuda externa —junto con la amenaza nuclear y la invasión comunista, la deuda externa fue nutriente básico de las pesadillas de quienes salimos de la infancia en los 70 para estrellarnos con los esperpénticos 80.

La frontera, pues, se había recorrido, y quedaba justo en Guadalajara. Más precisamente, por ahí por Plaza Patria. Había una cierta resistencia civil ante esa nueva realidad, y también la necesidad de reajustar las conductas de la gente ante los desafíos que marcaba el auge del sida: lo que se había ganado de libertad sexual había que gastarlo de a poquito ante el temor del contagio. Recuerdo, también, que era una película muy divertida, y que se permitía un desenfado que luego fue perdiéndose —con Sexo, pudor y lágrimas, y luego con Amores perros, el cine mexicano se volvió más azotado y solemne de lo que llegó a serlo en los dramas peores de la Época de Oro.

Jaime Humberto Hermosillo, firmante de aquella cinta, y de muchas otras de admirable audacia —y en varios sentidos: formal, temática, política—, fue, quizás, el último realizador cinematográfico que hemos tenido cuyas preocupaciones estuvieron siempre felizmente desentendidas, y por tanto liberadas, de las tiranías del mercado. Un auténtico artista independiente, que supo siempre ingeniárselas para decir lo que le daba la gana con sus películas, y que además fue imparable. A él le debemos mucho quienes nos aficionamos al cine en los tiempos en que nació la Muestra de Guadalajara (eso que mutó en el festival tan extraño con el que ya nada tiene que ver). Ojalá que empecemos a saldar esa deuda impidiendo que su obra se nos olvide —que dudo que pueda pasar: si viste una película suya, seguro algo de ella se quedó contigo para siempre.