Autor: Verónica Nieva (Página 5 de 18)

De jícama

No hacía falta, seguramente, un artículo más sobre Echeverría. La sobreproducción de recordaciones desde que se supo de su muerte, a la tierna edad de cien años, acaso obedezca al hecho de que los mexicanos lo teníamos más presente de lo que creíamos, incrustado en la profundidad de nuestra psique. O bien, quizá sin que alcancemos a reconocerlo del todo, la impronta de ese expresidente en la vida nacional incluye una cierta proporción de nostalgia: con él terminó de quedar liquidado un modo de comprendernos que, por retorcido que fuera, al menos era preferible a la incertidumbre que hoy encaramos. Con Echeverría y sus igualmente deplorables secuelas más o menos sabíamos a qué atenernos.

      Así que toda la semana se ha ido en leer esas recordaciones, armonizadas por un consenso histórico que repite los contrastes entre el mandatario capaz de crear instituciones con sentido social y el represor sanguinario bajo cuyo régimen temible las libertades fundamentales en México peligraron más que nunca —o costaron más que nunca—. Emblema de la esquizofrenia patria, la figura estrambótica de Luis Echeverría cuando fue presidente —y algún tiempo después, mientras seguía moviéndolo el ansia de liderazgo internacional— produjo contradicciones que cincuenta años después vemos cómo nunca se resolvieron: quiso pasar por un estadista impetuoso, a cuyo imperio el país debía rehacerse y tomar el rumbo del progreso con justicia, pero terminó arruinándolo todo, y la población, ya mucho antes de sospechar la magnitud de sus estropicios, lo tildaba de imbécil. Así que ¿qué era, finalmente? ¿Un malvado o un estúpido? ¿Y cómo fue posible, cómo se explica que nada hubiera podido frenarlo?

      Ya he contado alguna vez cómo los domingos me gusta platicar un rato con don Mario, que me vende los periódicos en la esquina de Morelos y Américas. Así que hace ocho días salió el tema del difunto, claro. «Se murió y me debía», me dijo don Mario, con una sonrisa amarga. Creo que ésa es la formulación más justa del sentir nacional: la constatación de que el daño ocasionado nunca tuvo reparación y se nos quedó a deber. Ya se han explicado las sutilezas legales que revistieron el proceso por genocidio que se le instruyó a Echeverría y cómo, en un sentido al menos teórico, no se fue del todo limpio, e incluso hubo de cumplir un tiempo de arresto domiciliario (o como se diga). Pero no es lo mismo que haberlo visto tras los barrotes, cosa que nunca se nos hizo. ¿Y por qué eso no pasó? O, planteado de otro modo, ¿qué tuvo que pasar, sistemáticamente, a lo largo de casi cincuenta años, desde que le entregó la banda presidencial a José López Portillo, para que las fechorías, las estupideces, los excesos y, en fin, los crímenes de Echeverría no tuvieran castigo?

      Hay un meme que me da mucha risa cada que me lo encuentro: en la primera imagen está un gatito sentado a la mesa del comedor, con expresión resignada, como suspirando, y dice: «Bueno, pues ya fue…»; en la siguiente imagen, el mismo gatito agrega, furioso: «¡¿Pero sabes lo que más me encabrona?!…». Así hemos estado con esta muerte: acordándonos de repente de todas las que Echeverría nos quedó debiendo, y tal vez lo que más cala es que esa vida larga que tuvo la pasó a salvo de que nadie le ajustara las cuentas, mientras el país se fue desbarrancando de crisis en crisis, con devaluaciones, deuda externa, inflación recurrente, en la profusa producción de políticas inservibles (y de políticos viles) y errores irreparables, de tal forma que sólo pudieran prosperar la impunidad, la corrupción, la ignorancia, la desigualdad, la injusticia en todas sus variantes y, al fin, el crimen en todas sus presentaciones, hasta llegar a este tiempo ensangrentado en que nos anegamos. No sólo no hicimos nada con el que prendió aquellas mechas, sino que además fuimos abriéndole camino a los que vendrían después para terminar de arrasar.

      Yo nací en aquel sexenio y recuerdo claramente un chiste de los que circulaban en torno a la presumible idiotez del presidente: según esto, un día andaba de gira en un entorno rural muy pobre, y de pronto le dio sed y les ordenó a sus gatos que le compraran un Seven de jícama. Todo mundo entró en pánico: ¿de dónde lo iban a sacar? ¡Eso no existía! «¡Quiero un Seven de jícama!», bramaba, rabioso, el Señor Presidente. Y ahí andaban todos, como locos, tratando de darle gusto. Hasta que alguien se atrevió a preguntarle si sabría dónde lo vendían. «¡Sí, en una chocita que pasamos!», explotó: «¡Había un letrero que decía: “Se vende jícama”!». Torvo, siniestro, salpicado de la sangre de Tlatelolco y del «halconazo» y responsable de torturas, desapariciones y asesinatos de quienes se atrevieron a oponérsele, enemigo de la prensa libre, déspota estrambótico cuyas ocurrencias hicieron reventar la economía, demagogo imparable, estrafalario aspirante a ser el adalid del Tercer Mundo, en el juicio de los mexicanos de su tiempo ya era tenido, sobre todo, por un sujeto ridículo y patético. Al menos ese parecer nunca tuvo por qué cambiar.

      No hacía falta, sigo creyendo, otro artículo más sobre Echeverría. Perdón: ojalá sea de los últimos, y ya pasemos a otras cosas más edificantes. Pero lo que menos hace falta —aunque dudo que hayamos llegado a entenderlo cabalmente— es sufrir a otro Echeverría.

Mural, 17 de julio de 2022

Recordatorios

En días pasados, en el ámbito de la literatura mexicana tuvo lugar una relativa conmoción que da qué pensar acerca de determinadas cuestiones atingentes a las configuraciones culturales de la realidad que habitamos, y por ello el episodio reviste interés, creo, más allá de lo anecdótico —que bien podría quedar sólo en eso, aunque sería una lástima: a ver si consigo explicar por qué lo creo—. Aclaro lo de «relativa» porque, a mi modo de ver, si se trata de decidir quién tiene la razón y quién no en la polémica suscitada, la cosa está fácil. Pero empecemos por los hechos, por cortesía para quien no haya llegado a enterarse:

      El pasado miércoles se entregó el Premio Xavier Villaurrutia a la escritora Cristina Rivera Garza por su novela El invencible verano de Liliana, en la que, según el acta del jurado «la autora narra con sobriedad y diversos recursos literarios y testimoniales la desgarradora experiencia familiar de un feminicidio no resuelto». Ese feminicidio es el de su hermana, concretamente, que tuvo lugar el 16 de julio de 1990. En una entrevista publicada en septiembre de 2021 en la revista Magis, Rivera Garza afirmó: «esencialmente es la historia central de mi vida», y a esa historia le dio forma a partir, sobre todo, de las cartas de Liliana («Siete cajas de cartón y unos tres o cuatro huacales de color lavanda»), de tal manera que la hermana asesinada pudiera dar su versión —que en realidad es la única que importa: en un artículo publicado en la revista Este País, la autora explica: «Si la sociedad patriarcal insistió en contar su asesinato en la clave machista de crimen pasional, que intrínsecamente culpaba a la víctima y exoneraba al agresor, mi hermana contó una historia distinta»—. Como también consigna el acta del Villaurrutia, «La novela reconstruye las atmósferas de finales del siglo pasado y advierte los signos de una violencia ominosa hacia las mujeres, que aún se sigue padeciendo».

      Pues bien, resulta que en la ceremonia del miércoles, el escritor Felipe Garrido (presente ahí porque preside la Sociedad Alfonsina, coorganizadora del premio) se sintió llamado a reconvenir a la autora porque, a su juicio, el feminicida «ocupa un lugar muy secundario en la novela». O sea: se puso a decirle a Rivera Garza cómo habría tenido que escribir, le dio ejemplos de novelas que «exploran los motivos, las formas de actuar, las justificaciones de los feminicidas», y, en suma, dejó manifiesta su inconformidad como lector, pues a todas luces, se infiere, quedó defraudado —y seguramente, desde su soberbia, convencido de que él mismo lo habría hecho mejor: prestándole más atención al feminicida, para empezar.  

      Evidentemente, la obra de Cristina Rivera Garza no necesita que nadie la defienda, y, si alguna vez pareciera necesario hacerlo, la propia autora se basta con su solvencia intelectual y con su integridad artística y cívica, como se vio en la respuesta que improvisó ante los disparates de Garrido: «Tenemos que verlas siempre a ellas, no a sus asesinos. A sus asesinos ya los vemos en todos lados». Insostenible desde que estaba siendo formulado, el inoportuno y condescendiente reproche de Garrido sólo sirvió para exhibirlo como lector obtuso. Pero a mí se me hace que también puede aprovecharse para algo más:

      Por una parte, para tener bien presente siempre cómo la violencia contra las mujeres, en este país misógino y feminicida, está lejos de quedar erradicada, y en qué medida se instila y anida, insidiosa y tenaz, en todos los ámbitos de la vida, incluido desde luego el de la cultura. Porque vamos a ver: aunque la entrega del premio era la ocasión de reconocer el mérito de una escritora valiosa, no pudo faltar la voz del macho que se sintió llamado a rebajar esa valía, según él avalado por razones de índole literaria, pero en realidad movido por la íntima convicción de su propia superioridad. Conscientemente o no, da igual: no podemos estar dentro de la cabecita de Garrido para saber lo que se figuró, o lo que ha entendido después (si es que ha entendido algo): el hecho es que Rivera Garza no pudo recibir su premio en paz, sin tener que oír esa voz indeseable que la juzgaba y la menospreciaba.

      Y también, aunque en un plano menos importante (pero importante también), el desaguisado pone de relieve la necesidad de actualizar constantemente las comprensiones que tenemos del arte y de las formas en que da cuenta de la realidad: ¿quiénes, y en razón de qué, dirimen los rumbos de la cultura en México? Los acontecimientos más conspicuos de la literatura, como la concesión del Villaurrutia y lo que sucede en torno a él, por ejemplo, ¿a qué visiones están supeditados? ¿Qué nuevas significaciones tendrían que proponerse? Tal vez todo se reduzca a un asunto de relevo generacional, y, si es así, ya el tiempo irá poniendo las cosas en su lugar. Pero, mientras tanto, conviene recordarlo: toda presunta autoridad (¡ay, esos escritores con más carrera que obra, omnipresentes y nimbados de supuesta respetabilidad!) está destinada a volverse caduca, y llega un momento en que ya no hay que hacerle mucho caso. Como sea, lo bueno de esto que pasó es que la novela de Cristina Rivera Garza obtuvo una publicidad inesperada y será más leída, y seguramente de modos más fértiles que el que le alcanzó al profesor displicente.

Mural, 10 de julio de 2022.

Definición

Tal vez no sea difícil responder, de aquí a unos años, qué hacíamos cuando nos enteramos de que asesinaron, en Chihuahua, a dos padres jesuitas y al hombre al que trataron de ayudar. En casa, lo oímos por la radio, muy temprano, mientras nos alistábamos para el trabajo y la escuela. Habrá quien vio la noticia en la televisión, al desayunar o más tarde, o en la noche, o la leyó en el periódico, quizás, o la supo por alguien que la supo primero; habrá quien se la halló en las redes, también en las primeras horas del martes —ahí fui yo a corroborar lo que decían en la radio, y de inmediato me salió el tuit de la periodista Marcela Turati con el testimonio del «Pato» Ávila, otro jesuita que sirve en la Tarahumara—. Por poco que acostumbre asomarse a la actualidad noticiosa, aun al más despistado le habrá tocado saber del asunto, que pronto cobró resonancia y fue configurándose como un doloroso colmo de la violencia demencial que se ha apoderado del país.

      Tal vez estos asesinatos y la notoriedad que han tenido perdurarán en el recuerdo de la sociedad mexicana como la marca del momento en que pudimos saber si nos salvábamos o si nos condenábamos. Si prevalecieron la maldad y la locura a la que se deben los cientos de miles de asesinatos y desapariciones que saturan nuestro presente, o si fuimos capaces de escapar del infierno que hemos dejado prosperar y que amenaza con terminar de devorarnos. (Escribo «maldad» y «locura» tras desechar otros términos que ya son insuficientes, como «injusticia», «impunidad», «corrupción», «ilegalidad», «criminalidad» y demás. Nuestro pasmo ante la sanguinaria realidad que habitamos acaso se deba, en buena medida, a la cortedad del lenguaje que empleamos para nombrarla, en especial cuando quienes la nombran están interesados en atenuar su horror, o bien lo quieren hacer desaparecer, empezando por el presidente de la República, manipulador contumaz cuyo discurso ladino, cínico, hipócrita y falaz lo conduce siempre, en su inacción o su ineptitud, a escurrir el bulto con el cuento del «fruto podrido» que heredó del pasado).

      O tal vez, por el contrario, estos asesinatos, pese a lo absurdos y crueles y horribles y detestables y desgarradores que son, terminemos por olvidarlos. Tal vez acaben por no significar nada en el paisaje siniestro que nos contiene y por donde vamos con nuestros sueños, nuestras felicidades, nuestros amores y nuestros afanes al lado de los miles y miles de rostros que nos miran desde los papeles que alguien ha pegado en miles de postes y bardas con la leyenda «Desaparecido», mientras bajo nuestros pasos estará ya creciendo una fosa clandestina más adonde han venido a tirar más cadáveres, mientras es pura cuestión de suerte que no hayamos tenido que tirarnos al suelo en una balacera para no terminar con la cabeza reventada, mientras no se han llevado a alguien que estaba junto a nosotros, mientras los contadores del gobierno y de los periódicos siguen sumando más y más cifras de todos los crímenes imaginables que tampoco significan nada.

      Hay una maquinaria poderosa que trabaja a marchas forzadas para eso: para que olvidemos, o para que no nos enteremos. O bien, para que, si nos enteramos, de inmediato algo nos distraiga. A decir verdad, el funcionamiento de esa maquinaria es burdo, tanto como para que, por ejemplo, su operario principal, en medio de una situación de emergencia como la acontecida esta semana, se disfrace de beisbolista en un día hábil y haga difundir la grabación del partido que se puso a jugar, exultante, satisfecho, dizque conectando batazos, risa y risa. O están también sus comparsas, esa panda de impresentables serviles metidos a protagonizar la farsa de sus aspiraciones mezquinas, el deplorable elenco en el que descuellan quienes salen tocando la guitarrita o publicando sus números de WhatsApp (con eso estábamos entretenidos el día de la matanza en Chihuahua). Etcétera. En el calculado uso de la frivolidad y de la payasada se evidencia una de las caras más perversas de la clase política en México. Pero, por otro lado, la maquinaria trabaja óptimamente gracias al combustible que la mueve, y que parece inagotable: nuestra acomodación a la convicción de que las cosas son como son y no hay remedio. 

      Cada vez más blindados contra el asombro, por no hablar del estupor o de la indignación, ante cada nueva atrocidad a los mexicanos sólo parece cabernos la certeza, resignada o hastiada, de que la siguiente será todavía peor, y tácitamente refrendamos esa aceptación: nada tendría por qué ser de otro modo. Con esa conformidad cuentan quienes verdaderamente mandan en este país: los que tienen las armas y los que tienen el dinero. Y a sus fieles sirvientes —es decir, los funcionarios en turno en todos los órdenes de gobierno y los supuestos representantes populares— los tienen alentándola incansablemente: aturdiéndonos con sus riñas, sus imbecilidades, sus ridiculeces, sus ambicioncitas rastreras.            

¿Llegará a ser éste el momento de caer en cuenta de la anomalía monstruosa en que nos hemos convertido? Ningún asesinato tiene sentido. Pero ojalá que los asesinatos del lunes 20 de junio en Chihuahua den ese fruto, así como dieron tantos frutos las vidas de los padres Javier y Joaquín, esas vidas que les quitaron por querer ayudar a un hombre que estaban matando.

J. I. Carranza

Mural, 26 de junio de 2022

Corrección

Mi apreciación podrá ser muy básica, desde mi propia experiencia como lector, como escritor y como profesor, sobre todo, y carecerá de los matices que tendría si alguna vez hubiera profundizado sistemáticamente en el estudio de la cuestión. No obstante, confío en ella como quien tiene suficiente con saber que el fuego quema, que el chile enchila y que la luz se prende al picarle a un botoncito. Dicho de otro modo: lo que entiendo respecto al correcto uso del idioma consiste en un puñado de certezas eminentemente prácticas, según yo evidentes, no discutibles y, por tanto, no negociables (no te vas a poner a alegar con la lumbre, con el jalapeño o con el foco).

      La primera certeza es, desde luego, que ese uso correcto existe, así como el incorrecto. Imagino que debí de ir amasando esta noción desde las primeras etapas de mi apropiación de la lengua materna. Del mismo modo que le pasa a todo mundo, supongo, mi descubrimiento progresivo del idioma habrá sido también el de los aciertos y los equívocos que otorgan utilidad a ese descubrimiento: la mera instrumentalidad con que las palabras nos muestran el mundo y nos instalan en él, brindándonos a la vez las posibilidades acaso infinitas de interpretarlo. Que desarrollemos destrezas para corroborar lo atinado y lo desatinado de esas interpretaciones depende de que vayamos reconociendo el funcionamiento de las palabras, y ese reconocimiento lo facilita, por así decirlo, el ordenamiento preestablecido que las palabras traen consigo conforme nos encuentran. (Ahora mismo que estoy dándole forma a esta certeza, caigo en la cuenta de que sí, alguna vez llegué a profundizar en la cuestión, tratando de abrirme paso a través de la espesura de autores como Dilthey, Heidegger, Wittgenstein o Gadamer. Lo digo no para jactarme de ninguna proeza —salí de esa selva más bien exhausto y aturdido, aun cuando conté con la guía de estupendos profesores—, sino sólo para admitir de inmediato que esto que apunto ni es nuevo ni lo estoy diciendo del mejor modo. Pero es lo que tengo).

      La siguiente certeza es, pues, que ese ordenamiento estaba dado y ya operaba antes de revelársenos —las generaciones precedentes de hablantes fueron configurándolo—, y carece de sentido querer ignorarlo. La lengua ha de utilizarse como está prescrito. Negarse a ello a sabiendas es necio y fatuo y sólo produce incoherencia y confusión y ruido. Por eso me da una pereza infinita siempre que alguien se quiere transgresor y se arroga facultades para transgredir la norma. Dejando esos casos a un lado —pues, al cabo, nunca importan—, pienso más bien en la desventura de quienes no saben usar la lengua como se debe porque nunca pudieron aprenderlo. Porque es posible aprenderlo, siempre, y ésta es mi tercera certeza.

      Hace algún tiempo, fui invitado a un grupo de trabajo al que se había encomendado delinear los principios sobre los que tendría que construirse un instrumento de evaluación para certificar el dominio del idioma español. Entre lingüistas, escritores, filósofos, pedagogos, etcétera (y tampoco lo platico para presumir: nunca supe bien por qué me invitaron), fue una labor fascinante la pesquisa de los indicios más fiables para demostrar ese dominio. Y recuerdo en particular algo que me hizo ver el llorado Sandro Cohen, poeta, narrador, crítico, editor y maestro admirable que dedicó buena parte de su vida a enseñar a escribir (su libro Redacción sin dolor ha brindado ayuda a multitudes a lo largo de casi tres décadas): la buena ortografía, me explicó, es lo que menos habría de tenerse en consideración, porque, si bien es indispensable, es lo que más fácilmente se adquiere. «Si una persona no conoce las reglas de acentuación», precisó, «en una mañana lo solucionamos. Y si alguien no tiene ni la más remota idea de nada, con una semana que le dediquemos es suficiente».

      No sólo la ortografía: toda la normatividad de la lengua es asequible para cualquiera que se proponga hablar bien y escribir bien. La dificultad mayor, no obstante, radica en que ese propósito llegue a anidar alguna vez en alguien que no haya tenido la suerte de haber aprendido lo que hay que aprender. Y es que, trágicamente —es decir: como si fuera un destino maldito—, lo más común es que el ignorante no sepa nunca que lo es. Las causas posibles son incontables, pero desembocan siempre en una educación deficiente. Como digo, siempre hay remedio. O eso quiero creer. Pero pasa también que, en circunstancias adversas como las que surte el presente que habitamos, ese remedio parece innecesario. En este país en el que la educación básica es un fracaso inveterado, otras cosas parecen —y son— más urgentes. No morirse de hambre, por ejemplo.

      Por eso —y arribo así a mi última certeza—, poco caso tiene desesperar por el nivel ínfimo del manejo del idioma que exhiben a diario incluso quienes han pasado por una formación que debería bastar para enmendar sus deficiencias. «La corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad», observó el escritor italiano Claudio Magris. Es una afirmación intimidante, y yo querría no creer en ella. Pero, a la vista de la descomposición moral de nuestra realidad, de la depravación que ha alcanzado, no es descabellado pensar que la imposibilidad casi absoluta de esa corrección confirme esa sentencia.

J. I. Carranza

Mural, 19 de junio de 2022

Una de dos

Al declarar una preferencia o una aversión personalísimas se corren dos riesgos: uno, que a nadie le importe y la indiferencia del mundo reafirme nuestra insignificancia, si creemos que eso que declaramos nos define. Nada extraordinario hay en ninguna manifestación del propio gusto, por insólita que pueda parecer. Adolfo Bioy Casares señaló la ridiculez extrema de quienes se jactan de sus supuestas peculiaridades, como si desafiaran con ellas el orden establecido, cosa que en este mundo sobrado de excentricidades es del todo baladí. Además, los gustos no son discutibles ni hay unos mejores que otros: creer lo contrario sólo conduce a proselitismos estériles y discordias ociosas.

      La incomprensión de los demás nos arrincona en una soledad no por aparente menos pesarosa: el obsesionado por el curling, la devota del color rosa o el entusiasta de la zarzuela son proclives al desamparo por creer que escasean quienes compartan sus inclinaciones. No es así: para todo hay gente, y mucha. Pero también, por el solo hecho de mostrarse en posesión de esos rasgos, a menudo descubrirán que también mucha gente les es adversa. Y éste es el segundo riesgo: la franca hostilidad de quienes, al saber que algo nos gusta o nos disgusta, se vuelven a mirarnos con una mezcla de espanto y ánimo de enderezarnos.

      Es lo que a mí me ocurre siempre que tengo la pésima idea de anunciar que detesto el aguacate.

      Aunque a nadie tendría por qué importarle, ya desde que alguien se entera encaro una perplejidad inevitable que pronto se torna exigencia de razones, para desembocar en una exhortación siempre un poco frenética a que caiga en la cuenta de lo descabellado que soy. 

      Por ejemplo, en una comida, cuando alguien pone a circular el guacamole y éste llega a mí, y declino y trato de que el gesto pase inadvertido, solicitando mejor el queso fundido. Nunca falta quien insiste en acercarme la compota nefasta, color vómito, y me alienta a catarla con un totopo. «No, gracias», digo. «¡¿No quieres guacamole?!», alza la voz quien ya me acusa ante todos los presentes. Ha descubierto a un tiempo mi infracción y mi castigo. «No, ahorita no, gracias», repongo, con firmeza pero con civilidad, para que no se insinúe ninguna voluntad de bronca. «¡¿Pero por qué?!», se ensaña ya la espeluznada conciencia de quien no pudo dejar pasar en paz mi decisión —por ejemplo pasándome el quesito fundido, que no vendrá ya, así yo claramente sostenga la tortilla lista para verla colmada y para que todos seamos felices—. Alguien más empieza el coro: «¡¿Qué?! ¡¿No te gusta el guacamole?!».

      Debo entonces carraspear un poco, bajar la mirada como quien admite una culpa inmerecida, buscar un resto de aplomo y encarar a la concurrencia: «No, no me gusta. No me gusta el aguacate». Y el coro crece: «¡Cómo es posible! ¡No! ¡A todo mundo le gusta!». Aturdido, lo que traduzco es: «¡Qué mal estás, qué equivocado, y qué lamentable e indigno y vil debes de ser!». Se me exigen razones, soy incapaz de darlas, y entonces el horror da paso a la conmiseración: alguien quiere mostrarme el buen camino: «¡Si es tan sabroso! ¿No sabes lo nutritivo que es y qué maravillas haría por tu salud y tu belleza?».

      En mi vida como enemigo de la fruta malévola he visto a sus adictos siempre persuadidos de las virtudes del ovoide color tumor que palpan con fruición antes de partirlo; cómo, tras sacar el hueso (rótula de un animal temible, bala inepta, pelota de ping-pong oligofrénica, muela recubierta de sarro asqueroso), admiran el resplandor radiactivo de la pulpa, un fulgor con la tonalidad del mejor gargajo, pero de inmediato proclive a la oxidación y, por ende, a trocarse desde los bordes en la coloratura excrementicia que terminará por denunciarlo: el aguacate, recién partido, es ya su propia descomposición evidente y ominosa. Y conforme la cuchara recaba esa manteca de consistencia sebácea y fría como tripas de serpiente, la cáscara queda exangüe mientras se acaba de despojarla del meconio al que se abrazaba con desgana y su flacidez recuerda una costra húmeda, un jirón de piel putrescente. Sea que vaya directamente al taco, sea que la espere el recipiente donde jitomate, cebolla y chiles se mezclarán con su infamia, la cucharada de aguacate —nieve sabor pantano, extrusión de la espinilla hipertrofiada de un duende indecente, dentrífico de las brujas, diarrea de Satanás— ya tiene a su consumidor colmado de dicha aun antes de haber llegado a su boca. Los adictos al aguacate lo devoran como si no hubiera otra cosa comestible en el mundo, y como si no importara. Encima, tienen una fe inconmovible en sus efectos salutíferos: piel lozana, cabello brillante, digestión irreprochable, energía, vigor, lucidez, buen dormir, felices sueños, alegría sin fin. Más que adictos son fanáticos, pues no quieren saber de discrepancias. Son intratables.

      Por eso ya debería haber aprendido dos cosas: una, que siempre será preferible un bocado espantoso antes que la animadversión de esos fanáticos (tragar rápido, un trago de cerveza, morder un chile para que el regusto se extinga). Y otra: como esta sociedad es invivible si uno se muestra reacio a comer aguacate, más valdrá resignarse y prescindir de la vida en sociedad. Dejar que la vida acabe de pasar con los propios gustos y disgustos a buen resguardo. Salvarse.

J. I. Carranza

Mural, 12 de junio de 2022

Ya llovió

Detrás de su aparente superfluidad, en la expresión tapatía para afirmar que llueve se esconde, creo yo, una clave importante de nuestra tortuosa relación con el clima. «Anda lloviendo», decimos, lo mismo en cuanto las primeras gotitas caen sobre el parabrisas que cuando la tromba asesina ya está reventando la ciudad. Y lo decimos sin poder evitarlo, para nosotros mismos o para una audiencia específica o para que se entere el mundo, y generalmente se trata de una obviedad pasmosa: como si hiciera falta esa corroboración verbal para que la lluvia sea real y no una minuciosa alucinación. (Deliberadamente he usado este adjetivo, minuciosa, porque me lo puso al alcance el recuerdo del poema de Borges: «Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado». Tal vez sea cierto que la naturaleza precisa siempre de palabras que constaten su ocurrencia, y, entonces, lo que los tapatíos hacemos al declarar «Anda lloviendo» tenga, en el fondo, connotaciones metafísicas muy sorprendentes: si no pronunciamos ese conjuro, ¿en realidad está lloviendo?).

      Pero, ojo: aparte de su función como rótulo innecesario de lo evidente, hay algo acaso revelador en el hecho de que la formulación contenga ese verbo activo, andar, como si así se quisiera subrayar la singularidad del fenómeno que se anuncia. Bien podríamos decir, como acabo de hacer al final del párrafo anterior, «está lloviendo», y la diferencia tal vez sería imperceptible, pero también significativa: el verbo andar entraña movimiento, lleva de un lado a otro, indica la transitoriedad de las cosas y el paso del tiempo. Aun cuando se dice de un reloj que «anda», y el andar de sus manecillas las lleva constantemente por el mismo rumbo confinado y en el mismo sentido, ese movimiento es el mismo de nuestro caminar. Andar es pasar; es llegar, estar e irse, todo a la vez. Y es un verbo enemigo de la permanencia y de la quietud, de la inmutabilidad y de lo eterno, es decir, de eso que no es la lluvia, esa movilización incontrolable de las almas y de las cosas, de las vidas individuales y del universo.

      Bien, pues mi interpretación es ésta: que nos sintamos llamados a decir «Anda lloviendo» entraña una sostenida perplejidad ante el fenómeno, un asombro que nos sobrepasa y se nos impone cada vez de modos insospechables: como si cada llovizna o cada tempestad, cada chipi-chipi o cada lluviecita enfadosa o cada tormentón desquiciado, con sus correspondientes consecuencias, fueran siempre algo inusitado y además imposible de prever o de esperar. Algo que nunca sabemos por qué ocurre, de dónde viene, qué dimensiones tiene ni qué alcances, y que sin embargo creemos que pasará; algo que anda por la ciudad, que se nos atraviesa o nos cae encima, que llegó y se va a ir, dejándonos tan atónitos como al principio, cada vez.

      Mi papá practicaba una especie de meteorología empírica que nunca fallaba, aun cuando no tuviera muchos más fundamentos que la práctica de la observación y la rigurosa convicción o la fe. Consiste —uso el presente porque yo heredé ese conocimiento, lo pongo en práctica siempre y quiero creer que tampoco me falla jamás— en los tres siguientes principios absolutos: si ves que los nubarrones se dirigen hacia el centro de Guadalajara provenientes de San Pedro, es seguro que la lluvia llegará y será abundante; si, en cambio, las nubes, por negras que sean, vienen del Cerro del Colli, se dispersarán por otros rumbos y no va a caer una sola gota. Por último, si el horizonte pintado de gris es el de la Barranca, y en esa dirección se ven a la distancia los relámpagos y desde allá soplan los vientos, puede que el agua llegue y puede que no.

      Tan útil es saber si lloverá como creer que se sabe. En especial en una ciudad como Guadalajara, donde toda precipitación refrenda nuestra inveterada ineptitud para enfrentar el temporal. Cada año, pasamos sin tregua de maldecir el calor que nos quema a maldecir los aguaceros que nos ahogan, y la primera tormenta (como la de antier, por ejemplo) es la misma película, siempre: árboles, postes y espectaculares por los suelos, coches aplastados, apagones, descomposturas de semáforos y tráfico desquiciado, choques, inundaciones, granizo, lodo, ramas, bocas de tormenta que lo devoran todo o que quedan ahítas con la inmundicia que a nadie se le ocurrió barrer antes, personas y vehículos arrastrados por la corriente, el tren ligero inservible, los túneles vehiculares inoperantes (en López Mateos, algún iluminado funcionario discurrió poner letreros luminosos que avisan si el túnel se inunda; lo malo es que nomás puedes verlos cuando ya estás con el agua hasta la ventanilla y trepado en el techo, mientras llegan los bomberos), los bajantes tapados, las goteras (¿cuándo teníamos que impermeabilizar?), ¡la ropa tendida en la azotea! Plaza Patria vuelta una fosa siniestra, Plaza del Sol como nuestra atarantada versión de Venecia, los rápidos que brotan en los alrededores del Parque González Gallo, y cada gran avenida convertida en un estacionamiento gigantesco y estúpido…

      Luego, todo cesa y se nos olvida. Hasta que otra vez nos asomemos a la ventana y, como cavernícolas, miremos sin comprender el agua que cae del cielo y digamos «Anda lloviendo». Otra vez.

J. I. Carranza

Mural, 5 de junio de 2022

Por la UdeG

A partir de un puñado de consideraciones cívicas y morales elementales, en el plano de lo deseable para la sociedad en su conjunto y para las vidas particulares de quienes la integramos, son evidentes —hasta cierto punto— las razones para valorar la existencia de la Universidad de Guadalajara y, en caso de necesidad, para defenderla de sus enemigos —los reales antes que los imaginarios, aunque los primeros sea a veces más difícil identificarlos—. También, por el papel principalísimo que la Universidad ha desempeñado en la historia de lo que somos, y porque en ella, ahora mismo, está cobrando forma buena parte del futuro que nos aguarda, cabe apoyar siempre cuanto se haga por su prosperidad y por la expansión y el aseguramiento de los numerosos beneficios que hay en contar con ella.

      En las vísperas de la marcha de protesta del pasado jueves, frecuentemente me encontré en las redes con declaraciones de adhesión a la convocatoria del rector Villanueva, pronunciadas por universitarios de cuya buena fe es imposible dudar: abundantes testimonios de gratitud y de amor a la institución en que se formaron o en la que han trabajado, o bien formulaciones de los ideales por los que esa institución debe regirse, así como respaldos directos a la persona de Villanueva en la que él mismo ha querido hacer ver como una lucha por la dignidad —es muy significativo, dicho sea de paso, el uso de la primera persona del singular en la expresión «No estoy solo» que llevaba estampada en la camiseta, y con la que abrió su discurso en la Plaza de la Liberación—. Sería insensato, digo, pretender desactivar ese sentir generalizado: no engañan las sonrisas de muchos que fueron a asolearse en la marcha, sus cantos, sus brincos (exceptuando, claro, los brincos del Licenciado y compañía).

      Ese puñado de razones para ponerse del lado de la UdG pueden reducirse a tres, enormes: primero, la importancia de la Universidad como formadora que provee de educación gratuita y que trabaja constantemente por que esa educación posea calidad y pertinencia (no al parejo en todas sus áreas, pero sí de tal modo que es innegable un progreso: quiero creer que las salvajadas que me tocó padecer cuando fui preparatoriano y estudiante de licenciatura, hace más de treinta años, han ido quedando erradicadas). Segundo, la generación de conocimiento que contribuya al desarrollo de las sociedades y al mejoramiento de sus formas de vida, así como el ejercicio sostenido de la reflexión crítica que se propone que ese desarrollo redunde en condiciones más justas (y esto, el deber de la crítica, es lo que revienta a los autoritarios, casi tanto como que se les señale y se les obstaculice en su actuar indecoroso, en su medrar y en sus ambiciones más mezquinas). Y, tercero, la propiciación de ocasiones para la vivencia concreta de la cultura, en todas sus manifestaciones: a la Universidad le corresponde también alentar y sostener esas manifestaciones, acercarlas a los diversos públicos, ver que sean las mejores y sus efectos perdurables (y no siempre pasa, claro, pero mucho de lo que tenemos —la FIL, por ejemplo— es mejor que si no lo tuviéramos). Además: como se vio durante el tiempo de más incertidumbre en la pandemia, el servicio prestado por la UdeG, aportando su saber y su solidaridad para responder admirablemente a la emergencia, es una de las pruebas mejores de que es indispensable.

      Digo que estas razones son evidentes hasta cierto punto porque, evidentemente, hay quienes las soslayan de manera deliberada (o no), como por ejemplo hace el gobierno de la llamada Cuarta Transformación (y el de la Refundación de Jalisco ya va siguiendo esos pasos) en su comprensión de la educación superior y de la investigación científica en México, en el trato que da a las universidades públicas y privadas, en los manejos de los recursos estatales en la materia, en los continuados embates contra la posibilidad de la crítica y el disenso y en el fomento electorero de tergiversaciones y malentendidos que convienen a la perpetuación del movimiento en el poder, y que hacen ver a las universidades como adversas a los intereses «del pueblo». Por eso es necesario insistir en estas razones, o, mejor, tenerlas presentes siempre.

      Ahora bien: los problemas surgen apenas se da un paso fuera del plano de lo deseable, de lo que querríamos que fuera la Universidad de Guadalajara, pero también en cuanto se pausa la afectividad (todas aquellas muestras de gratitud y amor). Son inevitables ciertas consideraciones que exigen ampliar el ámbito de esa defensa y enfocar también sobre lo que ocurre al interior de la vida universitaria desde hace mucho. De nuevo: parece evidente, pero no lo es. Y no nos hagamos. Para empezar, la conducción unipersonal de esa vida y el manejo de recursos humanos y materiales de acuerdo a la voluntad inapelable de esa personita. Pero, también, el hecho de que la masa de universitarios siga estando a disposición de quienes contienden en los pantanales de la política, para la mostración de músculo y para la promoción de sus conveniencias («No estoy solo»).

      ¿Llegaremos a ver una UdeG libre de estos lastres? Seguramente corresponde decidirlo a los universitarios auténticos, agradecidos y amorosos con su Casa de Estudios. Una Universidad que también sepa defenderse de sí misma.

J. I. Carranza

Mural, 29 de mayo de 2022

¡Ustedes! ¡Cállense!

Nada como los cambios que sufre nuestro uso del lenguaje para hacernos una idea del verdadero estado de las cosas —con «verdadero» quiero decir: que no depende de nuestras suposiciones, y menos de las figuraciones de quienes pasan por «expertos». Aventuro dos ejemplos que quizás vengan a cuento cuando el acontecer demencial de este país asesino parece haberse vuelto absolutamente indiscernible:

Por un lado, está la tendencia a servirse de la segunda persona —del plural, sobre todo, aunque a veces también del singular— al manifestarse los individuos en las redes sociales. «Ustedes», suelen empezar muchos tuits y posts que me encuentro todo el tiempo: «ustedes creen que…», o «ustedes son quienes…», o «ustedes querían esto…», o «es culpa de ustedes…». ¿Y quiénes componen ese «ustedes»? Todo mundo menos uno mismo, de tal forma que quien escribe parece arrinconado en su soledad inmensa ante un universo enemigo al que tiene el deber de estar acusando o escarneciendo  —un escritor afamado, a quien silencié porque acabó por hartarme, se la pasa (o pasaba) dirigiéndose a un como amiguito imaginario al que se goza (o gozaba) en zaherir, con soliloquios del tipo «Pobre de ti, que te crees…»—. El otro caso es el del predominio del modo imperativo: ¡qué mandoncitos nos hemos vuelto! «¡Cállense!», «¡Hagan!», «¡No hagan!», «¡Hablen!», «¡Esto es lo que deben pensar!», «¡Lee esto!», «¡Compórtate de este modo!», «¡Oye esto!», «¡Trágate esto!». Así que, cada que me meto al alcantarillado de las redes, acabo agobiado por las órdenes que todo mundo se la pasa dándome, o bien increpado por quienes se dirigen a mí (o bien a un «ustedes» que, supongo, me incluye).

¿Y qué podrá significar esto? Tengo una sospecha: que, en la desventurada y escasa inteligencia que tenemos de lo que sucede, entre nuestro pasmo y nuestro horror y en la estupidez en que chapoteamos todos los días, estamos acabando por volvernos locos. Y por eso hablamos solos («¡Sí, tú, a ti te estoy hablando!»). Y tan locos estamos, que creemos que la realidad, esa terca indomable, va a tener que plegarse a nuestra voluntad y obedecer lo que le decimos. ¡Y nos admiramos del profeta orate y sus decálogos y sus ternuras!

 

J. I. Carranza

Mural, 20 de febrero de 2020

La crítica

En un luminoso ensayo titulado «¿Qué es la crítica literaria?», Antonio Alatorre explica de modo que parece irrefutable en qué consiste esa experiencia enriquecida de encuentro con las obras (lo que dice, claro, puede extenderse a los dominios del arte en general, más allá de la literatura). Y afirma que la crítica, en la medida en que guía a otros para que hagan sus propios descubrimientos, es siempre ayuda; también, conforme propicia el encuentro con quienes podemos intercambiar apreciaciones para afinar las nuestras, «se nutre en el diálogo». Y, por último, que su ejercicio también es siempre una forma sostenida de aprendizaje.

Ayuda, diálogo, aprendizaje. Por eso Alatorre era un enorme crítico, un sabio cuyo conocimiento, en su grandeza, sólo era equiparable con el tamaño de su humildad al proponerse lograr eso: enseñar, conversar, aprender. He estado recordando ese ensayo a raíz del escándalo protagonizado por la crítica de arte más famosa de la lamentable escena mexicana, la que, por lo visto, ha pasado de las palabras a los hechos, destrozando materialmente y ya no sólo con sus columnas rabiosas aquello que no le gusta (asegura ella misma, y más de algún testigo, que no tocó la obra y que ésta habría estallado solita, al verla acercarse, ¿autodestruyéndose antes de que la crítica, en su furia, la hiciera pedazos en su siguiente columna? En todo caso, es un hecho que se acercó mucho, más de lo que se toleraría de cualquier creatura malcriada en una galería o en un museo, y también es claro que sí tuvo la intención de interactuar con la obra, colocándole una lata de refresco a un ladito o encima: ¡vaya forma vanguardista de pronunciarse!).

No extraña ver cómo ha prosperado la notoriedad de esta crítica, dada como es a proferir sus juicios, y sobre todo sus prejuicios, en estilo cuajado con exabruptos, generalizaciones y humor fallido. Y con convicciones inamovibles que da la impresión de pretender que rijan los rumbos del arte contemporáneo, básicamente porque lo que no encuadre con esas convicciones no está dispuesta a conceder que sea arte —ni dispuesta a que nadie lo vea así. Qué se le va a hacer: lo cierto es que tampoco extraña que mucha gente le haga caso.

Las voces de los muertos

Ya de salida, sabiéndose cerca del final de una larga vida, George Steiner acordó con el periodista Nuccio Ordine concederle una entrevista cuya publicación únicamente estaría permitida al día siguiente de ese final. La sostuvieron en 2014, y todavía el año pasado el entrevistado regresó a ella para retocar algunas respuestas. Steiner murió el lunes. «Siempre me fascinó la idea», pudimos leer entonces, «de algo que se hará público precisamente cuando yo ya no pueda leerlo en los periódicos. Un mensaje para los que se quedan y una manera de despedirme dejando que se oigan mis últimas palabras».

A finales del año pasado cumplió medio siglo de muerta Emily Hale, una novia de T. S. Eliot que había entregado a la Universidad de Princeton las más de mil cartas que el poeta le envió a lo largo de 16 años. La instrucción de Hale era que esas cartas se leyeran sólo hasta que hubieran transcurrido estas cinco décadas. Eliot, al tanto de lo que había dispuesto su exnovia, también preparó su viaje al futuro: escribió una aclaración acerca de la naturaleza de esa correspondencia, con la condición de que esa aclaración se hiciera pública al mismo tiempo que las cartas. Es impresionante, esa misiva postrera, por el retrato descarnado que el poeta hace de sí mismo y de las mujeres en su vida.

La entrevista póstuma de Steiner, sin alcanzar ese dramatismo, también es conmovedora, sobre todo porque confirma de modo inapelable —es la voz de un muerto— cómo este mundo ha quedado empobrecido ahora que ha perdido una inteligencia como la del crítico y profesor que, como pocos en nuestro tiempo, se batió en una denodada batalla por la razón y la belleza, y también por el enriquecimiento moral que puede dimanar de la experiencia artística. Lector profundo, sabio, y ensayista cuya estatura poética demuestra que la mejor crítica también puede, y debe, proponerse la conmoción y la perdurabilidad de las grandes obras, Steiner es una inteligencia infaltable que, para nuestra desgracia, ya está faltándonos —ya desde hace algunos años: estaba viejo, estaba cansado. La aclaración de Eliot —la voz de otro muerto— es estremecedora, también, por el modo en que termina: «Descansemos todos en paz».

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