Al declarar una preferencia o una aversión personalísimas se corren dos riesgos: uno, que a nadie le importe y la indiferencia del mundo reafirme nuestra insignificancia, si creemos que eso que declaramos nos define. Nada extraordinario hay en ninguna manifestación del propio gusto, por insólita que pueda parecer. Adolfo Bioy Casares señaló la ridiculez extrema de quienes se jactan de sus supuestas peculiaridades, como si desafiaran con ellas el orden establecido, cosa que en este mundo sobrado de excentricidades es del todo baladí. Además, los gustos no son discutibles ni hay unos mejores que otros: creer lo contrario sólo conduce a proselitismos estériles y discordias ociosas.

      La incomprensión de los demás nos arrincona en una soledad no por aparente menos pesarosa: el obsesionado por el curling, la devota del color rosa o el entusiasta de la zarzuela son proclives al desamparo por creer que escasean quienes compartan sus inclinaciones. No es así: para todo hay gente, y mucha. Pero también, por el solo hecho de mostrarse en posesión de esos rasgos, a menudo descubrirán que también mucha gente les es adversa. Y éste es el segundo riesgo: la franca hostilidad de quienes, al saber que algo nos gusta o nos disgusta, se vuelven a mirarnos con una mezcla de espanto y ánimo de enderezarnos.

      Es lo que a mí me ocurre siempre que tengo la pésima idea de anunciar que detesto el aguacate.

      Aunque a nadie tendría por qué importarle, ya desde que alguien se entera encaro una perplejidad inevitable que pronto se torna exigencia de razones, para desembocar en una exhortación siempre un poco frenética a que caiga en la cuenta de lo descabellado que soy. 

      Por ejemplo, en una comida, cuando alguien pone a circular el guacamole y éste llega a mí, y declino y trato de que el gesto pase inadvertido, solicitando mejor el queso fundido. Nunca falta quien insiste en acercarme la compota nefasta, color vómito, y me alienta a catarla con un totopo. «No, gracias», digo. «¡¿No quieres guacamole?!», alza la voz quien ya me acusa ante todos los presentes. Ha descubierto a un tiempo mi infracción y mi castigo. «No, ahorita no, gracias», repongo, con firmeza pero con civilidad, para que no se insinúe ninguna voluntad de bronca. «¡¿Pero por qué?!», se ensaña ya la espeluznada conciencia de quien no pudo dejar pasar en paz mi decisión —por ejemplo pasándome el quesito fundido, que no vendrá ya, así yo claramente sostenga la tortilla lista para verla colmada y para que todos seamos felices—. Alguien más empieza el coro: «¡¿Qué?! ¡¿No te gusta el guacamole?!».

      Debo entonces carraspear un poco, bajar la mirada como quien admite una culpa inmerecida, buscar un resto de aplomo y encarar a la concurrencia: «No, no me gusta. No me gusta el aguacate». Y el coro crece: «¡Cómo es posible! ¡No! ¡A todo mundo le gusta!». Aturdido, lo que traduzco es: «¡Qué mal estás, qué equivocado, y qué lamentable e indigno y vil debes de ser!». Se me exigen razones, soy incapaz de darlas, y entonces el horror da paso a la conmiseración: alguien quiere mostrarme el buen camino: «¡Si es tan sabroso! ¿No sabes lo nutritivo que es y qué maravillas haría por tu salud y tu belleza?».

      En mi vida como enemigo de la fruta malévola he visto a sus adictos siempre persuadidos de las virtudes del ovoide color tumor que palpan con fruición antes de partirlo; cómo, tras sacar el hueso (rótula de un animal temible, bala inepta, pelota de ping-pong oligofrénica, muela recubierta de sarro asqueroso), admiran el resplandor radiactivo de la pulpa, un fulgor con la tonalidad del mejor gargajo, pero de inmediato proclive a la oxidación y, por ende, a trocarse desde los bordes en la coloratura excrementicia que terminará por denunciarlo: el aguacate, recién partido, es ya su propia descomposición evidente y ominosa. Y conforme la cuchara recaba esa manteca de consistencia sebácea y fría como tripas de serpiente, la cáscara queda exangüe mientras se acaba de despojarla del meconio al que se abrazaba con desgana y su flacidez recuerda una costra húmeda, un jirón de piel putrescente. Sea que vaya directamente al taco, sea que la espere el recipiente donde jitomate, cebolla y chiles se mezclarán con su infamia, la cucharada de aguacate —nieve sabor pantano, extrusión de la espinilla hipertrofiada de un duende indecente, dentrífico de las brujas, diarrea de Satanás— ya tiene a su consumidor colmado de dicha aun antes de haber llegado a su boca. Los adictos al aguacate lo devoran como si no hubiera otra cosa comestible en el mundo, y como si no importara. Encima, tienen una fe inconmovible en sus efectos salutíferos: piel lozana, cabello brillante, digestión irreprochable, energía, vigor, lucidez, buen dormir, felices sueños, alegría sin fin. Más que adictos son fanáticos, pues no quieren saber de discrepancias. Son intratables.

      Por eso ya debería haber aprendido dos cosas: una, que siempre será preferible un bocado espantoso antes que la animadversión de esos fanáticos (tragar rápido, un trago de cerveza, morder un chile para que el regusto se extinga). Y otra: como esta sociedad es invivible si uno se muestra reacio a comer aguacate, más valdrá resignarse y prescindir de la vida en sociedad. Dejar que la vida acabe de pasar con los propios gustos y disgustos a buen resguardo. Salvarse.

J. I. Carranza

Mural, 12 de junio de 2022