Tal vez no sea difícil responder, de aquí a unos años, qué hacíamos cuando nos enteramos de que asesinaron, en Chihuahua, a dos padres jesuitas y al hombre al que trataron de ayudar. En casa, lo oímos por la radio, muy temprano, mientras nos alistábamos para el trabajo y la escuela. Habrá quien vio la noticia en la televisión, al desayunar o más tarde, o en la noche, o la leyó en el periódico, quizás, o la supo por alguien que la supo primero; habrá quien se la halló en las redes, también en las primeras horas del martes —ahí fui yo a corroborar lo que decían en la radio, y de inmediato me salió el tuit de la periodista Marcela Turati con el testimonio del «Pato» Ávila, otro jesuita que sirve en la Tarahumara—. Por poco que acostumbre asomarse a la actualidad noticiosa, aun al más despistado le habrá tocado saber del asunto, que pronto cobró resonancia y fue configurándose como un doloroso colmo de la violencia demencial que se ha apoderado del país.

      Tal vez estos asesinatos y la notoriedad que han tenido perdurarán en el recuerdo de la sociedad mexicana como la marca del momento en que pudimos saber si nos salvábamos o si nos condenábamos. Si prevalecieron la maldad y la locura a la que se deben los cientos de miles de asesinatos y desapariciones que saturan nuestro presente, o si fuimos capaces de escapar del infierno que hemos dejado prosperar y que amenaza con terminar de devorarnos. (Escribo «maldad» y «locura» tras desechar otros términos que ya son insuficientes, como «injusticia», «impunidad», «corrupción», «ilegalidad», «criminalidad» y demás. Nuestro pasmo ante la sanguinaria realidad que habitamos acaso se deba, en buena medida, a la cortedad del lenguaje que empleamos para nombrarla, en especial cuando quienes la nombran están interesados en atenuar su horror, o bien lo quieren hacer desaparecer, empezando por el presidente de la República, manipulador contumaz cuyo discurso ladino, cínico, hipócrita y falaz lo conduce siempre, en su inacción o su ineptitud, a escurrir el bulto con el cuento del «fruto podrido» que heredó del pasado).

      O tal vez, por el contrario, estos asesinatos, pese a lo absurdos y crueles y horribles y detestables y desgarradores que son, terminemos por olvidarlos. Tal vez acaben por no significar nada en el paisaje siniestro que nos contiene y por donde vamos con nuestros sueños, nuestras felicidades, nuestros amores y nuestros afanes al lado de los miles y miles de rostros que nos miran desde los papeles que alguien ha pegado en miles de postes y bardas con la leyenda «Desaparecido», mientras bajo nuestros pasos estará ya creciendo una fosa clandestina más adonde han venido a tirar más cadáveres, mientras es pura cuestión de suerte que no hayamos tenido que tirarnos al suelo en una balacera para no terminar con la cabeza reventada, mientras no se han llevado a alguien que estaba junto a nosotros, mientras los contadores del gobierno y de los periódicos siguen sumando más y más cifras de todos los crímenes imaginables que tampoco significan nada.

      Hay una maquinaria poderosa que trabaja a marchas forzadas para eso: para que olvidemos, o para que no nos enteremos. O bien, para que, si nos enteramos, de inmediato algo nos distraiga. A decir verdad, el funcionamiento de esa maquinaria es burdo, tanto como para que, por ejemplo, su operario principal, en medio de una situación de emergencia como la acontecida esta semana, se disfrace de beisbolista en un día hábil y haga difundir la grabación del partido que se puso a jugar, exultante, satisfecho, dizque conectando batazos, risa y risa. O están también sus comparsas, esa panda de impresentables serviles metidos a protagonizar la farsa de sus aspiraciones mezquinas, el deplorable elenco en el que descuellan quienes salen tocando la guitarrita o publicando sus números de WhatsApp (con eso estábamos entretenidos el día de la matanza en Chihuahua). Etcétera. En el calculado uso de la frivolidad y de la payasada se evidencia una de las caras más perversas de la clase política en México. Pero, por otro lado, la maquinaria trabaja óptimamente gracias al combustible que la mueve, y que parece inagotable: nuestra acomodación a la convicción de que las cosas son como son y no hay remedio. 

      Cada vez más blindados contra el asombro, por no hablar del estupor o de la indignación, ante cada nueva atrocidad a los mexicanos sólo parece cabernos la certeza, resignada o hastiada, de que la siguiente será todavía peor, y tácitamente refrendamos esa aceptación: nada tendría por qué ser de otro modo. Con esa conformidad cuentan quienes verdaderamente mandan en este país: los que tienen las armas y los que tienen el dinero. Y a sus fieles sirvientes —es decir, los funcionarios en turno en todos los órdenes de gobierno y los supuestos representantes populares— los tienen alentándola incansablemente: aturdiéndonos con sus riñas, sus imbecilidades, sus ridiculeces, sus ambicioncitas rastreras.            

¿Llegará a ser éste el momento de caer en cuenta de la anomalía monstruosa en que nos hemos convertido? Ningún asesinato tiene sentido. Pero ojalá que los asesinatos del lunes 20 de junio en Chihuahua den ese fruto, así como dieron tantos frutos las vidas de los padres Javier y Joaquín, esas vidas que les quitaron por querer ayudar a un hombre que estaban matando.

J. I. Carranza

Mural, 26 de junio de 2022