A partir de un puñado de consideraciones cívicas y morales elementales, en el plano de lo deseable para la sociedad en su conjunto y para las vidas particulares de quienes la integramos, son evidentes —hasta cierto punto— las razones para valorar la existencia de la Universidad de Guadalajara y, en caso de necesidad, para defenderla de sus enemigos —los reales antes que los imaginarios, aunque los primeros sea a veces más difícil identificarlos—. También, por el papel principalísimo que la Universidad ha desempeñado en la historia de lo que somos, y porque en ella, ahora mismo, está cobrando forma buena parte del futuro que nos aguarda, cabe apoyar siempre cuanto se haga por su prosperidad y por la expansión y el aseguramiento de los numerosos beneficios que hay en contar con ella.

      En las vísperas de la marcha de protesta del pasado jueves, frecuentemente me encontré en las redes con declaraciones de adhesión a la convocatoria del rector Villanueva, pronunciadas por universitarios de cuya buena fe es imposible dudar: abundantes testimonios de gratitud y de amor a la institución en que se formaron o en la que han trabajado, o bien formulaciones de los ideales por los que esa institución debe regirse, así como respaldos directos a la persona de Villanueva en la que él mismo ha querido hacer ver como una lucha por la dignidad —es muy significativo, dicho sea de paso, el uso de la primera persona del singular en la expresión «No estoy solo» que llevaba estampada en la camiseta, y con la que abrió su discurso en la Plaza de la Liberación—. Sería insensato, digo, pretender desactivar ese sentir generalizado: no engañan las sonrisas de muchos que fueron a asolearse en la marcha, sus cantos, sus brincos (exceptuando, claro, los brincos del Licenciado y compañía).

      Ese puñado de razones para ponerse del lado de la UdG pueden reducirse a tres, enormes: primero, la importancia de la Universidad como formadora que provee de educación gratuita y que trabaja constantemente por que esa educación posea calidad y pertinencia (no al parejo en todas sus áreas, pero sí de tal modo que es innegable un progreso: quiero creer que las salvajadas que me tocó padecer cuando fui preparatoriano y estudiante de licenciatura, hace más de treinta años, han ido quedando erradicadas). Segundo, la generación de conocimiento que contribuya al desarrollo de las sociedades y al mejoramiento de sus formas de vida, así como el ejercicio sostenido de la reflexión crítica que se propone que ese desarrollo redunde en condiciones más justas (y esto, el deber de la crítica, es lo que revienta a los autoritarios, casi tanto como que se les señale y se les obstaculice en su actuar indecoroso, en su medrar y en sus ambiciones más mezquinas). Y, tercero, la propiciación de ocasiones para la vivencia concreta de la cultura, en todas sus manifestaciones: a la Universidad le corresponde también alentar y sostener esas manifestaciones, acercarlas a los diversos públicos, ver que sean las mejores y sus efectos perdurables (y no siempre pasa, claro, pero mucho de lo que tenemos —la FIL, por ejemplo— es mejor que si no lo tuviéramos). Además: como se vio durante el tiempo de más incertidumbre en la pandemia, el servicio prestado por la UdeG, aportando su saber y su solidaridad para responder admirablemente a la emergencia, es una de las pruebas mejores de que es indispensable.

      Digo que estas razones son evidentes hasta cierto punto porque, evidentemente, hay quienes las soslayan de manera deliberada (o no), como por ejemplo hace el gobierno de la llamada Cuarta Transformación (y el de la Refundación de Jalisco ya va siguiendo esos pasos) en su comprensión de la educación superior y de la investigación científica en México, en el trato que da a las universidades públicas y privadas, en los manejos de los recursos estatales en la materia, en los continuados embates contra la posibilidad de la crítica y el disenso y en el fomento electorero de tergiversaciones y malentendidos que convienen a la perpetuación del movimiento en el poder, y que hacen ver a las universidades como adversas a los intereses «del pueblo». Por eso es necesario insistir en estas razones, o, mejor, tenerlas presentes siempre.

      Ahora bien: los problemas surgen apenas se da un paso fuera del plano de lo deseable, de lo que querríamos que fuera la Universidad de Guadalajara, pero también en cuanto se pausa la afectividad (todas aquellas muestras de gratitud y amor). Son inevitables ciertas consideraciones que exigen ampliar el ámbito de esa defensa y enfocar también sobre lo que ocurre al interior de la vida universitaria desde hace mucho. De nuevo: parece evidente, pero no lo es. Y no nos hagamos. Para empezar, la conducción unipersonal de esa vida y el manejo de recursos humanos y materiales de acuerdo a la voluntad inapelable de esa personita. Pero, también, el hecho de que la masa de universitarios siga estando a disposición de quienes contienden en los pantanales de la política, para la mostración de músculo y para la promoción de sus conveniencias («No estoy solo»).

      ¿Llegaremos a ver una UdeG libre de estos lastres? Seguramente corresponde decidirlo a los universitarios auténticos, agradecidos y amorosos con su Casa de Estudios. Una Universidad que también sepa defenderse de sí misma.

J. I. Carranza

Mural, 29 de mayo de 2022