En días pasados, en el ámbito de la literatura mexicana tuvo lugar una relativa conmoción que da qué pensar acerca de determinadas cuestiones atingentes a las configuraciones culturales de la realidad que habitamos, y por ello el episodio reviste interés, creo, más allá de lo anecdótico —que bien podría quedar sólo en eso, aunque sería una lástima: a ver si consigo explicar por qué lo creo—. Aclaro lo de «relativa» porque, a mi modo de ver, si se trata de decidir quién tiene la razón y quién no en la polémica suscitada, la cosa está fácil. Pero empecemos por los hechos, por cortesía para quien no haya llegado a enterarse:
El pasado miércoles se entregó el Premio Xavier Villaurrutia a la escritora Cristina Rivera Garza por su novela El invencible verano de Liliana, en la que, según el acta del jurado «la autora narra con sobriedad y diversos recursos literarios y testimoniales la desgarradora experiencia familiar de un feminicidio no resuelto». Ese feminicidio es el de su hermana, concretamente, que tuvo lugar el 16 de julio de 1990. En una entrevista publicada en septiembre de 2021 en la revista Magis, Rivera Garza afirmó: «esencialmente es la historia central de mi vida», y a esa historia le dio forma a partir, sobre todo, de las cartas de Liliana («Siete cajas de cartón y unos tres o cuatro huacales de color lavanda»), de tal manera que la hermana asesinada pudiera dar su versión —que en realidad es la única que importa: en un artículo publicado en la revista Este País, la autora explica: «Si la sociedad patriarcal insistió en contar su asesinato en la clave machista de crimen pasional, que intrínsecamente culpaba a la víctima y exoneraba al agresor, mi hermana contó una historia distinta»—. Como también consigna el acta del Villaurrutia, «La novela reconstruye las atmósferas de finales del siglo pasado y advierte los signos de una violencia ominosa hacia las mujeres, que aún se sigue padeciendo».
Pues bien, resulta que en la ceremonia del miércoles, el escritor Felipe Garrido (presente ahí porque preside la Sociedad Alfonsina, coorganizadora del premio) se sintió llamado a reconvenir a la autora porque, a su juicio, el feminicida «ocupa un lugar muy secundario en la novela». O sea: se puso a decirle a Rivera Garza cómo habría tenido que escribir, le dio ejemplos de novelas que «exploran los motivos, las formas de actuar, las justificaciones de los feminicidas», y, en suma, dejó manifiesta su inconformidad como lector, pues a todas luces, se infiere, quedó defraudado —y seguramente, desde su soberbia, convencido de que él mismo lo habría hecho mejor: prestándole más atención al feminicida, para empezar.
Evidentemente, la obra de Cristina Rivera Garza no necesita que nadie la defienda, y, si alguna vez pareciera necesario hacerlo, la propia autora se basta con su solvencia intelectual y con su integridad artística y cívica, como se vio en la respuesta que improvisó ante los disparates de Garrido: «Tenemos que verlas siempre a ellas, no a sus asesinos. A sus asesinos ya los vemos en todos lados». Insostenible desde que estaba siendo formulado, el inoportuno y condescendiente reproche de Garrido sólo sirvió para exhibirlo como lector obtuso. Pero a mí se me hace que también puede aprovecharse para algo más:
Por una parte, para tener bien presente siempre cómo la violencia contra las mujeres, en este país misógino y feminicida, está lejos de quedar erradicada, y en qué medida se instila y anida, insidiosa y tenaz, en todos los ámbitos de la vida, incluido desde luego el de la cultura. Porque vamos a ver: aunque la entrega del premio era la ocasión de reconocer el mérito de una escritora valiosa, no pudo faltar la voz del macho que se sintió llamado a rebajar esa valía, según él avalado por razones de índole literaria, pero en realidad movido por la íntima convicción de su propia superioridad. Conscientemente o no, da igual: no podemos estar dentro de la cabecita de Garrido para saber lo que se figuró, o lo que ha entendido después (si es que ha entendido algo): el hecho es que Rivera Garza no pudo recibir su premio en paz, sin tener que oír esa voz indeseable que la juzgaba y la menospreciaba.
Y también, aunque en un plano menos importante (pero importante también), el desaguisado pone de relieve la necesidad de actualizar constantemente las comprensiones que tenemos del arte y de las formas en que da cuenta de la realidad: ¿quiénes, y en razón de qué, dirimen los rumbos de la cultura en México? Los acontecimientos más conspicuos de la literatura, como la concesión del Villaurrutia y lo que sucede en torno a él, por ejemplo, ¿a qué visiones están supeditados? ¿Qué nuevas significaciones tendrían que proponerse? Tal vez todo se reduzca a un asunto de relevo generacional, y, si es así, ya el tiempo irá poniendo las cosas en su lugar. Pero, mientras tanto, conviene recordarlo: toda presunta autoridad (¡ay, esos escritores con más carrera que obra, omnipresentes y nimbados de supuesta respetabilidad!) está destinada a volverse caduca, y llega un momento en que ya no hay que hacerle mucho caso. Como sea, lo bueno de esto que pasó es que la novela de Cristina Rivera Garza obtuvo una publicidad inesperada y será más leída, y seguramente de modos más fértiles que el que le alcanzó al profesor displicente.
Mural, 10 de julio de 2022.