Detrás de su aparente superfluidad, en la expresión tapatía para afirmar que llueve se esconde, creo yo, una clave importante de nuestra tortuosa relación con el clima. «Anda lloviendo», decimos, lo mismo en cuanto las primeras gotitas caen sobre el parabrisas que cuando la tromba asesina ya está reventando la ciudad. Y lo decimos sin poder evitarlo, para nosotros mismos o para una audiencia específica o para que se entere el mundo, y generalmente se trata de una obviedad pasmosa: como si hiciera falta esa corroboración verbal para que la lluvia sea real y no una minuciosa alucinación. (Deliberadamente he usado este adjetivo, minuciosa, porque me lo puso al alcance el recuerdo del poema de Borges: «Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado». Tal vez sea cierto que la naturaleza precisa siempre de palabras que constaten su ocurrencia, y, entonces, lo que los tapatíos hacemos al declarar «Anda lloviendo» tenga, en el fondo, connotaciones metafísicas muy sorprendentes: si no pronunciamos ese conjuro, ¿en realidad está lloviendo?).

      Pero, ojo: aparte de su función como rótulo innecesario de lo evidente, hay algo acaso revelador en el hecho de que la formulación contenga ese verbo activo, andar, como si así se quisiera subrayar la singularidad del fenómeno que se anuncia. Bien podríamos decir, como acabo de hacer al final del párrafo anterior, «está lloviendo», y la diferencia tal vez sería imperceptible, pero también significativa: el verbo andar entraña movimiento, lleva de un lado a otro, indica la transitoriedad de las cosas y el paso del tiempo. Aun cuando se dice de un reloj que «anda», y el andar de sus manecillas las lleva constantemente por el mismo rumbo confinado y en el mismo sentido, ese movimiento es el mismo de nuestro caminar. Andar es pasar; es llegar, estar e irse, todo a la vez. Y es un verbo enemigo de la permanencia y de la quietud, de la inmutabilidad y de lo eterno, es decir, de eso que no es la lluvia, esa movilización incontrolable de las almas y de las cosas, de las vidas individuales y del universo.

      Bien, pues mi interpretación es ésta: que nos sintamos llamados a decir «Anda lloviendo» entraña una sostenida perplejidad ante el fenómeno, un asombro que nos sobrepasa y se nos impone cada vez de modos insospechables: como si cada llovizna o cada tempestad, cada chipi-chipi o cada lluviecita enfadosa o cada tormentón desquiciado, con sus correspondientes consecuencias, fueran siempre algo inusitado y además imposible de prever o de esperar. Algo que nunca sabemos por qué ocurre, de dónde viene, qué dimensiones tiene ni qué alcances, y que sin embargo creemos que pasará; algo que anda por la ciudad, que se nos atraviesa o nos cae encima, que llegó y se va a ir, dejándonos tan atónitos como al principio, cada vez.

      Mi papá practicaba una especie de meteorología empírica que nunca fallaba, aun cuando no tuviera muchos más fundamentos que la práctica de la observación y la rigurosa convicción o la fe. Consiste —uso el presente porque yo heredé ese conocimiento, lo pongo en práctica siempre y quiero creer que tampoco me falla jamás— en los tres siguientes principios absolutos: si ves que los nubarrones se dirigen hacia el centro de Guadalajara provenientes de San Pedro, es seguro que la lluvia llegará y será abundante; si, en cambio, las nubes, por negras que sean, vienen del Cerro del Colli, se dispersarán por otros rumbos y no va a caer una sola gota. Por último, si el horizonte pintado de gris es el de la Barranca, y en esa dirección se ven a la distancia los relámpagos y desde allá soplan los vientos, puede que el agua llegue y puede que no.

      Tan útil es saber si lloverá como creer que se sabe. En especial en una ciudad como Guadalajara, donde toda precipitación refrenda nuestra inveterada ineptitud para enfrentar el temporal. Cada año, pasamos sin tregua de maldecir el calor que nos quema a maldecir los aguaceros que nos ahogan, y la primera tormenta (como la de antier, por ejemplo) es la misma película, siempre: árboles, postes y espectaculares por los suelos, coches aplastados, apagones, descomposturas de semáforos y tráfico desquiciado, choques, inundaciones, granizo, lodo, ramas, bocas de tormenta que lo devoran todo o que quedan ahítas con la inmundicia que a nadie se le ocurrió barrer antes, personas y vehículos arrastrados por la corriente, el tren ligero inservible, los túneles vehiculares inoperantes (en López Mateos, algún iluminado funcionario discurrió poner letreros luminosos que avisan si el túnel se inunda; lo malo es que nomás puedes verlos cuando ya estás con el agua hasta la ventanilla y trepado en el techo, mientras llegan los bomberos), los bajantes tapados, las goteras (¿cuándo teníamos que impermeabilizar?), ¡la ropa tendida en la azotea! Plaza Patria vuelta una fosa siniestra, Plaza del Sol como nuestra atarantada versión de Venecia, los rápidos que brotan en los alrededores del Parque González Gallo, y cada gran avenida convertida en un estacionamiento gigantesco y estúpido…

      Luego, todo cesa y se nos olvida. Hasta que otra vez nos asomemos a la ventana y, como cavernícolas, miremos sin comprender el agua que cae del cielo y digamos «Anda lloviendo». Otra vez.

J. I. Carranza

Mural, 5 de junio de 2022