No hacía falta, seguramente, un artículo más sobre Echeverría. La sobreproducción de recordaciones desde que se supo de su muerte, a la tierna edad de cien años, acaso obedezca al hecho de que los mexicanos lo teníamos más presente de lo que creíamos, incrustado en la profundidad de nuestra psique. O bien, quizá sin que alcancemos a reconocerlo del todo, la impronta de ese expresidente en la vida nacional incluye una cierta proporción de nostalgia: con él terminó de quedar liquidado un modo de comprendernos que, por retorcido que fuera, al menos era preferible a la incertidumbre que hoy encaramos. Con Echeverría y sus igualmente deplorables secuelas más o menos sabíamos a qué atenernos.
Así que toda la semana se ha ido en leer esas recordaciones, armonizadas por un consenso histórico que repite los contrastes entre el mandatario capaz de crear instituciones con sentido social y el represor sanguinario bajo cuyo régimen temible las libertades fundamentales en México peligraron más que nunca —o costaron más que nunca—. Emblema de la esquizofrenia patria, la figura estrambótica de Luis Echeverría cuando fue presidente —y algún tiempo después, mientras seguía moviéndolo el ansia de liderazgo internacional— produjo contradicciones que cincuenta años después vemos cómo nunca se resolvieron: quiso pasar por un estadista impetuoso, a cuyo imperio el país debía rehacerse y tomar el rumbo del progreso con justicia, pero terminó arruinándolo todo, y la población, ya mucho antes de sospechar la magnitud de sus estropicios, lo tildaba de imbécil. Así que ¿qué era, finalmente? ¿Un malvado o un estúpido? ¿Y cómo fue posible, cómo se explica que nada hubiera podido frenarlo?
Ya he contado alguna vez cómo los domingos me gusta platicar un rato con don Mario, que me vende los periódicos en la esquina de Morelos y Américas. Así que hace ocho días salió el tema del difunto, claro. «Se murió y me debía», me dijo don Mario, con una sonrisa amarga. Creo que ésa es la formulación más justa del sentir nacional: la constatación de que el daño ocasionado nunca tuvo reparación y se nos quedó a deber. Ya se han explicado las sutilezas legales que revistieron el proceso por genocidio que se le instruyó a Echeverría y cómo, en un sentido al menos teórico, no se fue del todo limpio, e incluso hubo de cumplir un tiempo de arresto domiciliario (o como se diga). Pero no es lo mismo que haberlo visto tras los barrotes, cosa que nunca se nos hizo. ¿Y por qué eso no pasó? O, planteado de otro modo, ¿qué tuvo que pasar, sistemáticamente, a lo largo de casi cincuenta años, desde que le entregó la banda presidencial a José López Portillo, para que las fechorías, las estupideces, los excesos y, en fin, los crímenes de Echeverría no tuvieran castigo?
Hay un meme que me da mucha risa cada que me lo encuentro: en la primera imagen está un gatito sentado a la mesa del comedor, con expresión resignada, como suspirando, y dice: «Bueno, pues ya fue…»; en la siguiente imagen, el mismo gatito agrega, furioso: «¡¿Pero sabes lo que más me encabrona?!…». Así hemos estado con esta muerte: acordándonos de repente de todas las que Echeverría nos quedó debiendo, y tal vez lo que más cala es que esa vida larga que tuvo la pasó a salvo de que nadie le ajustara las cuentas, mientras el país se fue desbarrancando de crisis en crisis, con devaluaciones, deuda externa, inflación recurrente, en la profusa producción de políticas inservibles (y de políticos viles) y errores irreparables, de tal forma que sólo pudieran prosperar la impunidad, la corrupción, la ignorancia, la desigualdad, la injusticia en todas sus variantes y, al fin, el crimen en todas sus presentaciones, hasta llegar a este tiempo ensangrentado en que nos anegamos. No sólo no hicimos nada con el que prendió aquellas mechas, sino que además fuimos abriéndole camino a los que vendrían después para terminar de arrasar.
Yo nací en aquel sexenio y recuerdo claramente un chiste de los que circulaban en torno a la presumible idiotez del presidente: según esto, un día andaba de gira en un entorno rural muy pobre, y de pronto le dio sed y les ordenó a sus gatos que le compraran un Seven de jícama. Todo mundo entró en pánico: ¿de dónde lo iban a sacar? ¡Eso no existía! «¡Quiero un Seven de jícama!», bramaba, rabioso, el Señor Presidente. Y ahí andaban todos, como locos, tratando de darle gusto. Hasta que alguien se atrevió a preguntarle si sabría dónde lo vendían. «¡Sí, en una chocita que pasamos!», explotó: «¡Había un letrero que decía: “Se vende jícama”!». Torvo, siniestro, salpicado de la sangre de Tlatelolco y del «halconazo» y responsable de torturas, desapariciones y asesinatos de quienes se atrevieron a oponérsele, enemigo de la prensa libre, déspota estrambótico cuyas ocurrencias hicieron reventar la economía, demagogo imparable, estrafalario aspirante a ser el adalid del Tercer Mundo, en el juicio de los mexicanos de su tiempo ya era tenido, sobre todo, por un sujeto ridículo y patético. Al menos ese parecer nunca tuvo por qué cambiar.
No hacía falta, sigo creyendo, otro artículo más sobre Echeverría. Perdón: ojalá sea de los últimos, y ya pasemos a otras cosas más edificantes. Pero lo que menos hace falta —aunque dudo que hayamos llegado a entenderlo cabalmente— es sufrir a otro Echeverría.
Mural, 17 de julio de 2022