Mi apreciación podrá ser muy básica, desde mi propia experiencia como lector, como escritor y como profesor, sobre todo, y carecerá de los matices que tendría si alguna vez hubiera profundizado sistemáticamente en el estudio de la cuestión. No obstante, confío en ella como quien tiene suficiente con saber que el fuego quema, que el chile enchila y que la luz se prende al picarle a un botoncito. Dicho de otro modo: lo que entiendo respecto al correcto uso del idioma consiste en un puñado de certezas eminentemente prácticas, según yo evidentes, no discutibles y, por tanto, no negociables (no te vas a poner a alegar con la lumbre, con el jalapeño o con el foco).

      La primera certeza es, desde luego, que ese uso correcto existe, así como el incorrecto. Imagino que debí de ir amasando esta noción desde las primeras etapas de mi apropiación de la lengua materna. Del mismo modo que le pasa a todo mundo, supongo, mi descubrimiento progresivo del idioma habrá sido también el de los aciertos y los equívocos que otorgan utilidad a ese descubrimiento: la mera instrumentalidad con que las palabras nos muestran el mundo y nos instalan en él, brindándonos a la vez las posibilidades acaso infinitas de interpretarlo. Que desarrollemos destrezas para corroborar lo atinado y lo desatinado de esas interpretaciones depende de que vayamos reconociendo el funcionamiento de las palabras, y ese reconocimiento lo facilita, por así decirlo, el ordenamiento preestablecido que las palabras traen consigo conforme nos encuentran. (Ahora mismo que estoy dándole forma a esta certeza, caigo en la cuenta de que sí, alguna vez llegué a profundizar en la cuestión, tratando de abrirme paso a través de la espesura de autores como Dilthey, Heidegger, Wittgenstein o Gadamer. Lo digo no para jactarme de ninguna proeza —salí de esa selva más bien exhausto y aturdido, aun cuando conté con la guía de estupendos profesores—, sino sólo para admitir de inmediato que esto que apunto ni es nuevo ni lo estoy diciendo del mejor modo. Pero es lo que tengo).

      La siguiente certeza es, pues, que ese ordenamiento estaba dado y ya operaba antes de revelársenos —las generaciones precedentes de hablantes fueron configurándolo—, y carece de sentido querer ignorarlo. La lengua ha de utilizarse como está prescrito. Negarse a ello a sabiendas es necio y fatuo y sólo produce incoherencia y confusión y ruido. Por eso me da una pereza infinita siempre que alguien se quiere transgresor y se arroga facultades para transgredir la norma. Dejando esos casos a un lado —pues, al cabo, nunca importan—, pienso más bien en la desventura de quienes no saben usar la lengua como se debe porque nunca pudieron aprenderlo. Porque es posible aprenderlo, siempre, y ésta es mi tercera certeza.

      Hace algún tiempo, fui invitado a un grupo de trabajo al que se había encomendado delinear los principios sobre los que tendría que construirse un instrumento de evaluación para certificar el dominio del idioma español. Entre lingüistas, escritores, filósofos, pedagogos, etcétera (y tampoco lo platico para presumir: nunca supe bien por qué me invitaron), fue una labor fascinante la pesquisa de los indicios más fiables para demostrar ese dominio. Y recuerdo en particular algo que me hizo ver el llorado Sandro Cohen, poeta, narrador, crítico, editor y maestro admirable que dedicó buena parte de su vida a enseñar a escribir (su libro Redacción sin dolor ha brindado ayuda a multitudes a lo largo de casi tres décadas): la buena ortografía, me explicó, es lo que menos habría de tenerse en consideración, porque, si bien es indispensable, es lo que más fácilmente se adquiere. «Si una persona no conoce las reglas de acentuación», precisó, «en una mañana lo solucionamos. Y si alguien no tiene ni la más remota idea de nada, con una semana que le dediquemos es suficiente».

      No sólo la ortografía: toda la normatividad de la lengua es asequible para cualquiera que se proponga hablar bien y escribir bien. La dificultad mayor, no obstante, radica en que ese propósito llegue a anidar alguna vez en alguien que no haya tenido la suerte de haber aprendido lo que hay que aprender. Y es que, trágicamente —es decir: como si fuera un destino maldito—, lo más común es que el ignorante no sepa nunca que lo es. Las causas posibles son incontables, pero desembocan siempre en una educación deficiente. Como digo, siempre hay remedio. O eso quiero creer. Pero pasa también que, en circunstancias adversas como las que surte el presente que habitamos, ese remedio parece innecesario. En este país en el que la educación básica es un fracaso inveterado, otras cosas parecen —y son— más urgentes. No morirse de hambre, por ejemplo.

      Por eso —y arribo así a mi última certeza—, poco caso tiene desesperar por el nivel ínfimo del manejo del idioma que exhiben a diario incluso quienes han pasado por una formación que debería bastar para enmendar sus deficiencias. «La corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad», observó el escritor italiano Claudio Magris. Es una afirmación intimidante, y yo querría no creer en ella. Pero, a la vista de la descomposición moral de nuestra realidad, de la depravación que ha alcanzado, no es descabellado pensar que la imposibilidad casi absoluta de esa corrección confirme esa sentencia.

J. I. Carranza

Mural, 19 de junio de 2022