Autor: Verónica Nieva (Página 3 de 18)

Nubarrones

Para la edición 2023 de la FIL, en México el ambiente político va a estar todavía más enturbiado que hoy. Lo que nos queda de concordia estará resquebrajándose gracias a la soberbia de unos y las ansias de revancha de otros, y si a eso sumamos que la paz no tiene para cuándo llegar y la violencia y la inseguridad y la inflación no tienen para cuándo irse, el horizonte se ve bastante renegrido. ¿Se trabaja ya, en la Universidad de Guadalajara —es decir, en los cuarteles del Licenciado—, para garantizar que la feria resista los embates de sus enemigos declarados? Porque lo más seguro es que van a arreciar. Entre la tirria maniática del presidente de la República y los rencores fúricos del gobernador del estado, no va a ser nomás cosa de recabar declaraciones melosas e insustanciales de los intelectuales que apoyan a la FIL (qué revueltos tiene los cables López Obrador, por cierto, que llama «intelectuales orgánicos» a los que se oponen a su movimiento, cuando más bien ese término les conviene a quienes integran su coro devoto).

       Tal vez las razones para la supervivencia de la feria estén dadas, antes que por su carácter como festival cultural y como foro multiusos para el debate, por el interés comercial de los expositores que vienen a vender libros y de los editores que acuden para negociar derechos de publicación. Mientras su participación siga resultándoles rentable, qué tendrían que importar los pleitos de los políticos: que se den con todo, siempre y cuando el dinero no deje de moverse. Hoy, por cierto, se presenta El rey del cash.

      Quiero creer que este viernes de venta nocturna valdrá la pena sumergirse en el tumulto. El público comprador no falla, y yo sostengo que si hay expositores que se quejen de no haber vendido mucho, habrá sido porque no quisieron. O habrá que ver qué entienden por «mucho»: ¿un libro de mil 200 pesos o seis de 200? Ojo, nada más, con quienes inflan los precios para luego dizque dar un descuento de feria: no está de más comparar siempre con lo que cuestan los libros en Amazon y similares.

      Agradezco que este año no nos hayan rociado con orégano y que hayamos podido movernos más libremente, aun con los riesgos que eso supone todavía. También, que muchos políticos —como las corcholatas y demás bichos— se hayan abstenido de apersonarse. El programa, como siempre a estas alturas, va aguadándose cada vez más, pero no importa demasiado: la visita rendirá mejor si se dedica preferiblemente a descubrir libros (como siempre, lo más asombroso puede estar entre los libros infantiles). O pintándose las manos con garabatitos, o sacándose la foto del recuerdo con el cráneo de dragón, o comiéndose un helado gigante, o echándose en la alfombra de la zona de descanso, nomás para ver a la gente que pasa, corre y corre. Es lo que yo voy a hacer.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 1 de diciembre de 2022

¿Capital de qué?

Si, ya desentendida de toda restricción pandémica, esta feria está transcurriendo como manda la tradición, hoy es el último día en que podrá aprovecharse una relativa calma, antes de que mañana las caravanas de camiones descarguen a los miles de estudiantes habituales. De aquí en adelante, esto va a parecer la marcha de la 4T, así que conviene tomarlo en cuenta, sobre todo si uno quiere ir a ver y buscar libros. También el programa de actividades se aligera un poco. Entre lo más atractivo estará, creo, el Encuentro Internacional de Cuentistas, que por lo general ofrece ocasiones muy agradecibles de descubrimiento.

      A propósito de este encuentro, y del servicio real que puede rendir la feria a los lectores, en particular a los más jóvenes, está disponible en línea una antología gratuita de los autores que participarán, para ir conociéndolos más en detalle: https://issuu.com/filguadalajara/docs/encuentro_internacional_cuentistas_22. Lo destaco porque se trata de un recurso que redondea el sentido de la actividad, y creo que debería dársele más difusión: el acceso está medio escondidillo en el sitio web de la FIL, y si no fuera porque me encontré un código QR en el programa impreso que se distribuye en la Expo, no me habría enterado.

      Es llamativo, pasando a otro asunto, cómo parece haberse olvidado en feria el hecho de que Guadalajara es la Capital Mundial del Libro. Sí, hay un stand desolado con unas cuantas sillitas cerca del ingreso principal, y en el sitio de la FIL un link a algo llamado udglectora.com, al parecer una programación especial de la Universidad con pretexto de eso de la Capital: una cosa muy raquítica y evidentemente dejada en el abandono. Pero nada más. ¿Qué habrá pasado? Tanto argüende que había, tanto que se hablaba de que la distinción se la había ganado la ciudad, en buena medida, por albergar una feria del libro tan importante; el Licenciado, para no ir más lejos, bien que estuvo en la aparatosa ceremonia de arranque en el Cabañas, rebosante, en un lugar preeminente…

       Mi primera conjetura automática fue que, como se trata de algo que organiza el Ayuntamiento tapatío, y al alcalde Lemus y a cualquier otra persona naranja Alfaro les ha prohibido tener nada que ver con la FIL, si iba a hacerse algo, sencillamente se cebó. Pero más bien da la impresión de que algo se rompió desde hace ya un buen rato, y que la feria se armó sin tener en cuenta, en absoluto, el nombramiento y lo que implicaba. Es como un olvido a propósito. Y no deja de ser una confirmación de nuestra triste realidad: Guadalajara es una ciudad con una feria grandota (quién sabe si la mejor, como siempre nos dicen y nunca nos demuestran), en la que los libros medio importan sólo durante nueve días al año. Y ya: lo demás es pura ocurrencia, puro discurso hueco y pura pretensión.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 30 de noviembre de 2022

Zopilotes

Algunos stands, que otros años ocupaban superficies generosas, ahora se volvieron chiquitos y dan tristeza; en otros, hicieron alianzas entre varias editoriales para apretujarse en unos cuantos metros cuadrados, y unos más sencillamente ya no se pusieron. Me sorprendió, por ejemplo, la ausencia de editoriales religiosas, que siempre han sido tan taquilleras: salvo por una, prácticamente es imposible comprarse un catecismo o una medallita en la FIL. Además, en el área internacional, hay varios lugares con letrero y todo, pero vacíos: como si a la mera hora hubieran preferido evitarse el gasto.

      He platicado con tres editores que se felicitan por haber podido estar, pero enseguida empiezan a repasar las penurias que han debido remontar. Encarecimiento del papel, en primer lugar, pero también dificultades para entenderse con el mercado (qué diablos le interesa a la gente) y nula ayuda por parte del Estado. En vista de todo esto, a mí se me ocurre que el modelo mismo de feria del libro ya tendría que revisarse a fondo. Hay libros que he visto venir a la FIL un año tras otro, lo que quiere decir que cada vez tienen que embalarse, hacer el viaje, exponerse, embalarse de nuevo porque a nadie le interesó comprarlos… y quedarse embodegados hasta el año siguiente. ¿Cuánto cuesta eso, y qué sentido tiene?

      Al darle vueltas al programa, corroboro que la FIL elige cada vez una o dos figuras cuya notoriedad, eminentemente comercial, pasa también por ser cultural. Entonces los eventos «estelares» giran en torno a ellas, como si esa notoriedad equivaliera a una auténtica importancia. A veces le han atinado: en otros tiempos, han pasado por aquí autores principales no sólo por la atención mediática que concitan, ni por los intereses que benefician, sino también por el peso real y perdurable de sus obras. Pero, por lo general, quienes más refulgen no son siempre quienes más brillo tienen. Desde luego, se supone que también han de contar las preferencias de los lectores. Y ahí es cuando todo empieza a volverse cuestión de popularidad y complacencias.

      Lo anterior lo pienso al ver quiénes se decidió que encabezaran el programa literario esta vez, con la apertura del Salón Literario Carlos Fuentes —que ése es otro tema: ¿cuándo habrá terminado de pagar la FIL su deuda con Fuentes, como para que deje de estar recordándolo con tal fervor?—. Supongo, en todo caso, que las cosas así son y ya. Hay que fluir.        

     Ayer por la mañana, había una bandada de zopilotes sobrevolando la Expo a muy baja altura. Mi primera reacción fue: «¡Elenita!». Pero, bendito Dios, nada de qué alarmarse. Luego me quedé pensando que esa imagen ominosa también era muy elocuente para simbolizar los aciagos tiempos que atraviesa la feria. Ojalá que, para bien de todos, esos zopilotes se espanten y no vuelvan.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 28 de noviembre de 2022

A cuál más

¿Va a ser la FIL el escenario de la batalla decisiva entre el gobernador de Jalisco y la Universidad de Guadalajara? Por más bravatas, desafíos, acusaciones, muecas y empujones que hemos visto, de un lado y otro, en los últimos días, tal vez lo que habría que preguntarse primero es si en verdad está librándose una guerra: si el ánimo de confrontación está emparejado con la voluntad de llegar, como se dice, hasta las últimas consecuencias (denuncias y juicios políticos, por ejemplo, en virtud de que las invectivas que intercambian los contendientes tienen nombres y apellidos). O si más bien se trata de una exhibición recíproca de supuesto poderío, que sólo envuelve meras ojerizas y ambiciones, sin intenciones auténticas de hacer valer la ley.

      De acuerdo: en los hechos, como hemos visto, el gobernador, gracias a su potestad de facto sobre el Legislativo local, tiene el control de los dineros que la Universidad obtiene del erario (obtiene dineros también de otros modos, por ejemplo cobrando la entrada a la FIL: por poquito que sea, algo ha de contar). Y, en los hechos también, y como también hemos visto y seguiremos viendo, la Universidad puede movilizar a gran parte de su población, que no es poca cosa, para que salga a las calles y se manifieste y le lance porras al rector (es llamativo que el propio rector eche a andar el coro en los mítines, gritándose a sí mismo con el micrófono: «¡No estoy solo!»). Pero, más allá de los recortes y de las marchas contra los recortes, ¿hay una intención real, por parte del gobernador, de arreglar las que, según sus dichos, son las causas del mal uso de los recursos en la UdeG? ¿Y hay una intención real, por parte del rector y del archisabido grupo que rige la existencia de la Universidad, empezando por el Licenciado, de socavar o ponerle freno a lo que, según sus dichos, es el autoritarismo del Ejecutivo estatal?

      No parece probable. Ni de un lado ni de otro se ve que haya más que mala retórica, amagos y fintas, calificativos y desplantes con que se retan y se caricaturizan y dizque se enchilan y chillan y se les traba la quijada. En un puntual hilo de Twitter que publicó el viernes, el periodista Agustín del Castillo (@agdelcastillo) hizo algunas observaciones, a mi modo de ver muy certeras, acerca de las intenciones transexenales del gobernador y del relativo contrapeso que tiene en la UdeG (y del que querría deshacerse). Señala Del Castillo, por ejemplo, que «Alfaro podía haber puesto reglas serias al presupuesto que le da a la UdeG para cerrar llaves a muchos abusos, reforzar obligaciones de servidores públicos, negociar reglas claras para becas de estudios. Pero ésa es una vía institucional. Él quiere ser el héroe de la película». A esto habría que agregar cómo, en su historia reciente (ni tan reciente: ya dura más que el Porfiriato), la Universidad ha sabido acomodarse muy bien al sofisticado sistema de lealtades y connivencias que, bajo un mando omnímodo e inatacable, hace impensable ningún propósito serio de reforma. Y, aunque ciertamente la Universidad de Guadalajara sea una institución indispensable en la vida del estado y del país, y aunque sus frutos sean abundantes y de ellos nos hayamos beneficiado millones, y aunque su vida esté animada por miles de universitarios que trabajan con denuedo, integridad, creatividad y amor por la educación y por la generación de conocimiento y por la necesarísima reflexión crítica, no le interesa a ese sistema cambiar. Así que ni a cuál irle.

      Volviendo a la FIL, es una vergüenza que la hayan convertido en un tinglado para su coreografía de rebozazos y berrinches. Todo lo que debería dar sentido a la realización de la feria, empezando por el encuentro entre el público y la cultura, queda salpicado por las rebatingas de los políticos y apestado por sus miserias; la atención que concitan sus fanfarronerías sólo estorba a la que deberíamos prestarle a otras cosas (por ejemplo a los libros), y, peor aún: sus disputas y sus marrullerías, aunque no vayan a cuajar nunca en una sociedad más justamente gobernada ni en una Universidad más democráticamente organizada, sí amenazan con debilitar a la feria y hasta con extinguirla: no se olvide que, más allá del pleito entre el gobernador y el Licenciado, y de las repercusiones que este pleito pueda acarrearle a la viabilidad misma de la FIL, sigue fermentando la tirria personal que el Presidente de la República le tiene: nomás porque no se ha acordado (lo tiene muy ocupado su marchota), pero en cualquier rato da el manotazo para suprimirla. Aunque tal vez no haga falta: ya aquéllos están llevándose a la feria entre las patas.

      Visto de modo optimista, quizá lo mejor que pueda pasarle a la FIL es el desaire de los políticos, que por fin dejarán de usarla como la deplorable pasarela que durante tanto tiempo les ha permitido lucir toda su mendacidad y sus hipocresías. Acaso esté verificándose una fatalidad largamente trabajada: si pasas toda una vida llenándote de porquerías, llegará el día en que tu salud acabe tan maltrecha que debas hacer cambios drásticos en tu estilo de vida —a ver si así, y con algo de suerte, consigues librarla—. Ojalá, por fin, la FIL se deshaga de sus vicios (como acoger tan generosamente a la fauna política) y adopte mejores hábitos. Podría empezar por desparasitarse.

J. I. Carranza

Mural, 27 de noviembre de 2022

Duelo de titanes

Nunca habíamos llegado al arranque de la FIL en un clima de incertidumbre, desazón y zozobra como el que tenemos hoy. Mientras estén terminando de acomodarse los miles de libros en los stands, cuando ya vayan concluyendo los discursos de la inauguración —que seguramente serán encendidos, rompedores, épicos—, y cuando ya la multitud esté tomando pasillos y salones, llegará a su punto culminante la dramática tensión que hemos vivido en los últimos días. ¡Qué despliegue de fuerzas! ¡Cuánta astucia, cuánta furia! ¿Y qué irá a resultar del enfrentamiento final entre los dos bandos? ¿Quién terminará imponiéndose? ¿Qué suerte nos esperará después?

      Hablo, por supuesto, del partido México-Argentina: la única confrontación que importa hoy. Comparado con eso, el espectáculo que supondría ver al Gobernador y al Licenciado empiernados en un ring sería poca cosa. Así que habrá que esperar a que acaben de caer los goles y se decida el destino en Catar para, entonces sí, empezar a vivir la feria. Como sus organizadores han repetido, se tratará de una recuperación de la «normalidad» prepandémica, lo que se traduce en volver a atestar todo el espacio de la Expo con la oferta de libros y chucherías, y también en saturar los diversos programas con miles de actividades, al ritmo frenético habitual.

      Ya no me quejo: más bien, me doy de santos con que siga habiendo FIL, en esta realidad tan adversa, y luego de que acaso estuvimos como especie al borde de la extinción y no nos dimos cuenta. Ahora bien: aunque ciertamente hará falta esforzar la voluntad para encontrar algo novedoso, también la costumbre tiene su encanto, y por eso quizás éste sea el año idóneo para dejarse llevar y que sea lo que Dios quiera. ¿Que te tocó ver por enésima vez una presentación de Poniatowska? ¡Ni modo! ¿Que ibas corriendo al baño y te tropezaste con Pérez Reverte? ¡Qué se le va a hacer! ¿Que te metiste por equivocación a una conferencia de Aguilar Camín, pensando que era Alessandro Baricco? ¡Ya qué! Siempre hay cosas peores en la vida, así que lo mejor será fluir.

      Después de todo, y como siempre, están los libros. Tras casi tres años de penurias, es de esperarse que las editoriales ya estén recuperándose y la oferta que traigan sea atractiva. No será barata, eso sin duda: los costos del papel han encarecido obscenamente los libros, y va a ser muy doloroso nomás quedarse viéndolos. Así que habrá que elegir muy bien: títulos que realmente no estén en ningún otro lado, y comparando siempre precios.         

    En cuanto a la presencia de Sharjah, no sé qué esperar: es una cultura tan distante, y las causas de que haya sido invitada son tan recónditas, que lo mejor será dejarse sorprender. Ojalá, sí, haya por lo menos tacos árabes. Es más: que haya tacos árabes para comer mientras estamos viendo el partido de hoy. Ah, qué felicidad.

J. I. Carranza

Mural, suplemento Perfil, 26 de noviembre de 2022

Maldita FIFA

A principios de siglo, cuando tuvo lugar una de esas discusiones estériles pero absorbentes que son necesarias para que la vida parezca tener sentido, la ciudad de Buenos Aires se vio invadida por miles de carteles anónimos que sólo decían, en grandes letras blancas sobre fondo negro, «Maldita FIFA». La razón era que esa organización, con su arbitrariedad característica y la imposición brutal de todo su poderío mediático, había zanjado de golpe aquella discusión al decretar que el futbolista más grande de todos los tiempos había sido y sería por siempre Pelé, y no Maradona. Al margen de cualquier razonamiento que pretendiera avalar aquel dictamen, una indignación telúrica sacudió entonces a la Ciudad de la Furia, y aquella marea de carteles fue, probablemente, una de las más vistosas manifestaciones de repudio a la poderosa y autoritaria y odiosa FIFA, fuente de tantas desazones y disgustos y desgracias para el mundo.

      Mucho se ha dicho acerca de la realidad deplorable que dimana de la supeditación del futbol —un juego, un deporte— a colosales intereses monetarios que casi han llegado a pervertir del todo la organización de ligas y campeonatos y la existencia de equipos y jugadores y aficiones. Quizá como reflejo de diversas formas de descomposición moral que privan en las sociedades contemporáneas, empezando por las más ricas, los movimientos de enormes capitales en torno al futbol acaban por inundar y romper casi cualesquiera otras razones de ser, y es así que hemos llegado al nefasto espejismo de que no es posible que el balón ruede sin que haya negocio. Da la impresión de que la codicia y su hija monstruosa, la corrupción, tienen que presidir cada partido desde el palco principal y son no sólo invencibles, sino también insaciables. Para nuestra fortuna, a estas mismas horas, este domingo, hay unos niños felices, desinteresados de todo el aparatoso funcionamiento del «futbol asociación», jugando una cáscara en un terregal medianamente despejado, donde las porterías hay que imaginarlas alzándose desde unas piedras y en las tribunas invisibles se agolpan la alegría y la ilusión y con eso basta. Maldita FIFA.

      Siempre que se trata de futbol me gusta recordar, lo he hecho en estas páginas varias veces, que el novelista Javier Marías lo celebraba como una recuperación de la infancia, y he hecho mía esa definición para evitarme problemas de una vez por todas y no caer ya en la tentación de defender esta querencia ante quienes, no sin razón, señalan las numerosas infamias que trae anexas: violencias varias, embotamiento, alienación, consumismo compulsivo, exacerbación del machismo, numerosas formas de ilegalidad, etcétera. Porque es difícil defender al futbol de todas esas acusaciones, y, para colmo, gracias a las truculencias y turbiedades de personajes como Infantino y sus predecesores (las amistades de Havelange con tiranos sanguinarios, las indecencias pasmosas de Blatter, etcétera), y gracias a que la riqueza impensable de los cataríes habrá hecho también impensable cualquier alternativa, ahora estamos ya en un Mundial que nos arrincona en disyuntivas morales inéditas, que no tendríamos por qué estar padeciendo. ¿Vamos a querer ver los goles entre la espesa maraña de violaciones a los derechos humanos que saben cometer los poderosos de aquellas tierras? ¿No nos importan los abusos contra las mujeres, las muertes de los trabajadores inmigrantes que habrían trabajado hasta la extenuación en la construcción de los estadios, las penas que pueden recibir las personas LGBTTTIQ+ por el solo hecho de existir? ¿Está bien que nos emocionemos mientras tienen lugar todas esas atrocidades? No necesitábamos estos predicamentos, y menos en este tiempo de guerra y de incertidumbre, cuando queremos creer que ya estamos dejando atrás la pandemia y toda su locura y apenas queríamos sentarnos un rato frente a la tele para disfrutar tantito. Maldita FIFA.

      Yo no recuerdo ningún Mundial en el que el ambiente previo estuviera tan, pero tan aguado como esta vez. Tal vez sea sólo yo, pero tengo la sensación de que hay una indolencia o un malestar generalizados que han inhibido la exultación propia de estas ocasiones. En México, además, con las perspectivas que enfrenta nuestra triste Selección a manos de un ideático inoperante, la cosa recuerda mucho el rumbo absurdo que lleva el país, y a mí, por lo pronto, me da una pereza horrible ocuparme de la suerte que vayan a correr «nuestros muchachos». Hace poco empezó a circular un anuncio de la cerveza Quilmes en el que los argentinos van identificando, con toda la esperanza y el anhelo de que son capaces, las coincidencias que podrá haber entre este Mundial y el de México en 1986, la segunda y última vez que su Selección fue campeona: coincidencias numéricas, astrales, climáticas, sociopolíticas… Hasta que, en un bar, en una mesa de amigos, uno reflexiona: «En el 86 teníamos al mejor del mundo…». Y entonces caen en la cuenta de que eso también tienen 36 años después.            

No sé si la alegría infantil que puede suscitar lo que hoy empieza, en la experiencia de cada individuo, pero también en la de cada nación, cuente como justificativo de nada. Sí sé que nada se compara con esa alegría, y que el mundo está muy necesitado de tenerla. Y también sé esto otro: maldita FIFA, una y otra vez.

J. I. Carranza

Mural, 20 de noviembre de 2022

Injurias

Los intercambios de insultos entre el Presidente y sus adversarios, ya una tradición cansona, son deplorables no tanto porque exhiban los modos perversos en que entienden la cosa pública uno y otros: eso ya es sabido y está lejos de sorprender. Nos hemos habituado a que las tribunas más sonoras de la nación estén ocupadas por lastimosos oportunistas vociferantes desinteresados en absoluto de los más graves y urgentes problemas de este presente asesino: ya quisiéramos que una mitad de las energías destinadas a pelearse por la cosa electoral se dedicaran, mejor, a ayudar a las madres que escarban para dar con los huesos de sus hijos, antes de que sigan matándolas. Por ejemplo.

Son nefastos, además, esos pleitos, por la medida en que exhiben a sus protagonistas en su irreparable ineptitud para urdir ningún argumento, alérgicos como son a toda sutileza retórica, preverbales y balbucientes, sarnosos y rabiosos o ardidos y vengativos, capaces sólo de elementales mecanismos de ofensa directa y sin gracia. Que el Presidente llame a los otros «cretinos», que una diputada le responda poniéndole la canción de Paquita, etcétera, denuncia la estupidez flagrante de un lado y otro, su vulgaridad pringosa y su carencia de voluntad creativa, indicio inequívoco de que la falta de imaginación acabará de hundir a este país.

¿Tendría que erradicarse la injuria de los discursos, los debates y las confrontaciones? Jamás: pretenderlo equivale a desear una supresión de la libertad, pero además es imposible. Sin embargo, lo que sí cabe es soñar con una discusión pública en la que las ganas de joder al enemigo trasluzcan inteligencia y sensibilidad, un mínimo de cultura, destreza en el uso de las posibilidades del lenguaje. Y, sobre todo, sentido de la ironía, esa herramienta indispensable para ver más allá del chiquero en el que uno hoza y se revuelca. La mejor malevolencia discursiva puede prestar un considerable servicio a la patria, aceitando los engranajes del juicio, más allá de la mera animadversión y el encono.  

Borges apuntó que la injuria tiene la obligación de ser memorable. Además, concretamente en lo referente a la imposición de términos con los que se busque caracterizar al adversario (motes o calificativos), el dicho no ha de conformarse con agraviar: también ha de ser inobjetable, comprensible de inmediato y pegadizo. Y aunque ciertamente hay un componente de violencia en el hecho de endilgarle a alguien un distintivo socarrón, queriendo así ridiculizarlo y escarnecerlo, el «buen malhumor» (Borges otra vez) debe diferenciarse del insulto porque éste es inequívoco, no tiene otro fin que zaherir, mientras el primero ante todo busca concitar la complicidad de otros usuarios, su risa (por sañuda que pueda ser), y ello de algún modo honra a su merecedor.

Permítaseme insistir un poco más en mi argumento: a diferencia del insulto llano, el apodo entraña un merecimiento, ganárselo implica haber sido objeto de la consideración de alguien, que lo tuvo a uno lo bastante en cuenta como para hacerle el obsequio de un nombre, lo que no es poca cosa, por aborrecible que tal nombre sea. Recibir un insulto es fácil, no tiene mérito: el surtido de voces al alcance para insultar es limitado, recurrir a ellas revela pobreza de ingenio. Si Ulises pudo ostentarse como Nadie, todos podemos hacer lo propio reconociéndonos como Pendejo. Pero sólo habrá un individuo en el universo a quien corresponda, con toda propiedad, ser el blanco de una injuria original, atinada y hasta brillante.

Algo tiene de ruindad injuriar: de acuerdo. Al enfatizar así las debilidades de los demás, facilitando que se los avergüence, se añaden unas gotas de veneno al trato social, en menoscabo de formas acaso más civiles, y por tanto preferibles, de conducirnos unos con otros; además, no es improbable que al rebautizar con alevosía alguien estemos precaviéndonos contra nuestras propias miserias, y en cierto modo delatándolas. Ser un desdichado, entre otras cosas, es querer que el prójimo también lo sea.

Y habría mucho que agregar sobre las disyuntivas morales y cívicas de la práctica. Pero lo que a mí me interesa es lo que toda buena injuria tiene de fabricación poética, como dispositivo para cuya eficacia se requiere una oportuna agudeza que detecte sentidos antes insospechables y los funda en emblemas inapelables y eternos: por su originalidad, pero también por su exactitud asombrosa. Son frutos delicados de la atención, ante todo (eso que tanto nos falta).

En un mundo ideal donde imperaran el respeto y la procuración de la concordia, las injurias no podrían caber. Pero en tanto ese mundo no exista —y va para largo—, lo que tenemos es una realidad en la que las relaciones están moduladas, antes que por la observancia de principios abstractos, por la subjetividad de los individuos que las protagonizamos, y al pretender lo contrario se corre el riesgo de incurrir en postulaciones más o menos ingenuas cuyos efectos, lejos de conseguir ninguna armonía, enturbian esas relaciones y las desnaturalizan. Por ejemplo, la llamada corrección política —cuya instilación en el lenguaje cotidiano acarrea tantos malentendidos—, o lo que a menudo ésta termina siendo: hipocresía sin más.

Ojalá algún día los políticos mexicanos sepan injuriarse bien. Al menos.

J. I. Carranza

Mural, 13 de noviembre de 2022

Gracias, Musk

Poco después de que Liz Truss se convirtiera en Primera Ministra del Reino Unido, el periódico The Daily Star compró una lechuga, le dibujó ojitos y sonrisa y una peluca y la dejó ante una cámara encendida que transmitía en vivo su deterioro. La apuesta era que la lechuga duraría más tiempo que Truss, y ya sabemos quién ganó. Hoy es cada vez más posible vaticinar los giros de la realidad gracias a que la flagrante estupidez de los poderosos es más visible y elemental, no tiene dobleces ni misterio, y así ya alguien compró otra lechuga y la puso a competir contra Twitter. Nuevamente la apuesta parece segura, a partir de que Elon Musk tomara el mando y empezara a lucirse y a hacer dagas, como el villano de cómic que le encanta ser.

      ¿Qué perdería el mundo si Twitter dejara de operar, o bien si se transforma como Musk pretende? Para responder a esto, convendrá empezar por preguntarse a quién le importa Twitter y por qué. (Yo quisiera adelantar mi insignificante sentir como usuario desde hace unos doce años: ojalá que Twitter truene, y ojalá que truene feo, que se apague de un día para otro, que se lo trague un agujero negro o que le caiga una bomba nuclear,  de tal forma que una mañana no muy lejana, cuando millones nos despertemos, al tomar el celular casi inmediatamente después de abrir los ojos y picarle a la maldita cosa, ésta ya no jale y no se abra, o que se abra y encontremos aquello desierto, desolado, como un estadio vacío y siniestro luego de una estampida. Y que entonces, luego de algunos minutos de perplejidad y aturdimiento, cinco o diez, suficientes como para reconocer que es el final y es irrevocable, podamos seguir adelante con nuestra vida sin volver a ocuparnos del asunto. Eso quisiera yo).

      Por principio de cuentas, Twitter sólo le importa a quien está en Twitter. En mi experiencia, tengo la sospecha de que cada vez hay menos personas vivas y reales ahí, o bien el algoritmo así ha querido que lo perciba. Entre la infinidad de informaciones insulsas surtidas por la infinidad de fuentes que sigo y no sigo, más los anuncios que apedrean mi pantalla todo el tiempo, es cada vez más raro hallarme con alguien que sé que resuella, que tiene una identidad y una historia, además de algo interesante que decir. Claro: todavía hay quienes se obstinan a tal grado en seguir ahí que el algoritmo les da chance de circular un poco más. Imagino que a esos obstinados les importará no verse obligados a buscarse otro jacal.

      También les importa a los medios, porque Twitter les facilita el trabajo, no sólo ahorrándoles el gasto de recursos que deberían destinar a investigar en serio las noticias, sino también aligerándoles la carga de proponerse lecturas críticas de la realidad y la responsabilidad de tomar posiciones: la prensa que se ha convertido en caja de resonancia de las redes se limita a dar constancia de las tendencias y a corretear los temas en boga, en especial los que imponen los políticos, y así esa prensa (que, por suerte, no es toda) se abstiene de comprometerse más —y así subsiste también, todo hay que decirlo, en este tiempo de penuria que, por lo visto, ya nunca se acabará.

      Desde luego, que Twitter siga existiendo les importa también, y quizá sobre todo, a los políticos, que han encontrado ahí sus vocerías más eficaces; además porque creen (o les conviene creer) que Twitter cuenta como una representación fiable de la sociedad en la que buscan prosperar para seguir medrando. En esa suposición fundan sus lecturas tramposas y sus siguientes estafas, se victimizan y atacan, mueven sus costosos ejércitos de bots para mentir y deshonrar y dañar y vengarse, alardean de sus inexistentes hazañas y se defienden cuando salen a la luz sus más notorias miserias (otras permanecerán soterradas e impunes por los siglos de los siglos).

      Y, por último, Twitter y similares son vitales también para los analistas y estudiosos que han hecho un modus vivendi o una industria cultural del escrutinio de la vida en las redes, área del conocimiento que, desde mi ignorante y anticuado punto de vista, tiene mucho de fantástico y linda con la ciencia ficción. Dicho sea de paso, sólo a quienes pueblan estos gremios me ha tocado ver que se sumen, con entusiasmo o ya con melancolía, a la aseveración que hizo Musk cuando vio que la clientela se empezaba a largar de su antro: que Twitter es «el lugar más interesante de internet». Podrá no ser falso para quienes sinceramente lo creen, pero ello se debe al narcisismo que explica que uno siga ahí, soltando sus naderías al mundo y enfrascándose en disputar con los demás la propia y colosal irrelevancia.

      Para animarme a tomar la decisión de una vez, cerrar mi cuenta, dejar de perder el tiempo y mejor, por ejemplo, ponerme a trabajar, mi esposa me ha hecho ver que, si algún mérito tiene Musk, es el de haberse ganado tan rápidamente el aborrecimiento casi unánime del mundo (hay excepciones y sigue teniendo fans, pero éstos son como Trump o Salinas Pliego). Es cierto, y sería muy bonito el movimiento global de mandarlo a la goma. Pero, mientras eso ocurre, si insistimos en preguntarnos qué perdería el mundo, bastará con sacar la cabeza fuera de nuestra caparazón y plantearle la posibilidad a cualquier persona real que pase por la calle para corroborar que nada se va a perder.

J. I. Carranza

Mural, 6 de noviembre de 2022

Una hora

A todo se acostumbra uno, menos a no comer. Y, como lo demuestra la inconformidad recurrente en México a lo largo de más de un cuarto de siglo, la otra excepción es el horario de verano. Un compatriota pudo nacer en el sexenio de Zedillo, empezar a ir a la escuela en el de Fox, conseguir su primera chamba en el de Calderón o en el de Peña Nieto, hallar con quién reproducirse al arrancar el que ahora transcurre y tener  a su primer vástago la semana pasada, y entre todas sus peripecias habrá vivido dos momentos, cada año, desde que tuvo uso de razón, para quejarse y mentar madres y sacarse de onda y desvelarse imprudentemente o desmañanarse o dormir de más y llegar tarde: ¡maldito cambio de horario!

      Nunca dejamos de vernos sobresaltados y atarantados por esa hora de más y esa hora de menos, ni siquiera por el hecho de que, desde hace unos años, los relojes en el celular, en la compu y en otros muchos aparatos que presiden nuestra existencia se cambien solos (la tecnología no nos considera suficientemente confiables: por eso un día nos va a exterminar). No sé si haya modelos más modernos de microondas que también lo hagan, pero en el que tenemos en casa, ya bastante vetusto, hay que introducir la nueva hora manualmente; yo temo siempre ese momento, pues jamás recuerdo dónde picarle, y así la cocina puede quedarse en un huso horario distinto durante varios días, con el desconcierto consecuente. En estos veintiséis años, las primeras semanas de noches abreviadas y mañanas adelantadas fueron siempre aborrecibles, y las últimas, ya en octubre, todavía más, con la detestable impresión de salir de casa queriendo encontrarse con el nuevo día y hallándose más bien con la noche renuente a irse: las estrellas brillando en el cielo, el frío alevoso de la madrugada, los gatos furtivos buscando qué hacer con lo que queda de oscuridad, la sensación de estar uno tonto por haberse levantado a una hora malsana.

      Naturalmente, siempre hay gente para todo, y sin duda habrá quienes adoren esa experiencia y ahora la vayan a extrañar. Quiero aclarar, en este punto, que las implicaciones macroeconómicas del fin del horario de verano en México me resultan una materia más bien esotérica e impenetrable, máxime cuando llegan filtradas por las conveniencias políticas de los funcionarios en turno. Si el país gana o pierde con esta medida es un asunto, creo yo, que jamás podremos saber a ciencia cierta porque el que nos lo va contar es Manuel Bartlett. Así que más bien me interesan las repercusiones que haya en las vidas de las personas, entre ellas, por ejemplo, las alteraciones del estado de ánimo nacional, que de seguro va a mejorar, quiero creer, gracias a que vamos a ir más al ritmo del solecito.

      La humanidad se divide en tres sectores irreconciliables: quienes debemos madrugar por necesidad, quienes no madrugan (porque no tienen necesidad) y quienes madrugan por gusto (sobre estos últimos, no hay mucho más que agregar a lo que observó Jorge Ibargüengoitia: «levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota. [Quienes madrugan] llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple»). Los que estamos obligados a abandonar la cama antes de que a ella le parezca bien nos resignamos con la ilusión de que algún día ya no hará falta y podremos seguir echados hasta que el colchón nos pique. Esta fatalidad se ve agravada por la imposición de un horario que obedece, únicamente, a razones monetarias, con el defecto de que nunca veremos recompensado nuestro sacrificio con unas monedas de más. Leo en la Wikipedia que habría sido Benjamin Franklin el primero al que se le ocurrió que había que hacer algo para que la gente se levantara más temprano a fin de que el día rindiera más. Pero Franklin sólo pretendía impulsar un cambio en las costumbres; tuvo que llegar un ricachón inglés, William Willett, al que no le parecía que el día se terminara sin que él hubiera acabado de jugar su partido de golf, así que se empeñó en recorrer las horas, cosa que finalmente ocurrió por primera vez en Alemania en 1916.

      «Irse temprano a la cama, / levantarse temprano, / hace al hombre saludable, rico y sabio», es una cancioncilla odiosa atribuida a Franklin. El grupo de rock Morphine mejoró la letra: «Irse temprano a la cama, / levantarse temprano, / hace a un hombre o a una mujer perderse de la vida nocturna». Creo que es algo en lo que poco se piensa: el horario de verano supuestamente alarga los días, pero también abrevia las noches, mutilando también así la vida que las llena y las aprovecha. ¿Se toman en cuenta las necesidades de los trasnochados y los insomnes, de los desvelados y los que preferimos la expansión del silencio nocturno para hacer lo que el bullicio del día, por muy soleado que sea, nos impide porque nos aturde?             ¿Qué hora es ahora? A mí me gustaba —y lo digo usando este tiempo verbal porque ya no va a pasar más—, cada que cambiaba el horario, jugar a prolongar el extrañamiento cuanto fuera posible: «Son las diez, pero en realidad son las once», o «Ya son las cuatro, pero lo cierto es que son las tres». Esta hora, que ahora hemos recuperado supuestamente para siempre (mientras no llegue otro ocurrente y lo eche todo para atrás), ¿en qué será bueno emplearla?

J. I. Carranza

Mural, 30 de octubre de 2022.

Balaceras

Habrá, seguramente, aproximaciones posibles siempre que se tengan en cuenta numerosos factores, incluidas las oleadas de exacerbación de la violencia atribuible a la actuación de los criminales y la ineptitud o la colusión de los gobernantes en turno; también contarán, quizá, los flujos de los capitales que genera el imperio de la ilegalidad, así como la depravación moral de la sociedad que se beneficia de tales flujos o no quiere verse perjudicada si llegan a estancarse. Y la pura mala suerte, desde luego. Pero lo cierto es que no pueden determinarse con absoluta precisión las probabilidades de verse en medio de una balacera, en los tiempos que corren, en una ciudad como Guadalajara. (Tal vez esa incertidumbre, paradójicamente, sea lo que todavía nos permite salir a la calle y hacer nuestra vida, jugárnosla: mientras nada nos asegure que nos va a tocar…).

      No obstante, sí hay dos cosas indudables. La primera es que esas probabilidades son más elevadas hoy que antes. (¿Y cuándo es antes? Hace tres años, hace nueve, hace veinte, o ayer mismo: cada día es más peligroso que el anterior, a pesar de los infundados alardes de mejoría que los gobernantes prefieren antes que reconocer cómo cada día empeora la inseguridad, para actuar en consecuencia). La segunda, que ya no tiene sentido pensar que la posibilidad de vivir un tiroteo esté determinada por el rumbo donde uno se mueve. Antes, nos gusta creer a los tapatíos, siempre añorantes de las demarcaciones que impuso a la ciudad nuestro inveterado clasismo, había zonas más confiables que otras. Nunca ha sido así del todo, pero eso nos brindaba cierta tranquilidad. Ahora es ridículo suponerlo. Si alguna forma de desigualdad ha quedado abolida en esta sociedad lamentable ha sido la de la violencia y del miedo.

      Lo anterior no quita, dicho sea de paso, que sigamos empeñados en creer que hay rumbos y personas que valen menos que otros, y lo demuestra la atención desproporcionada que los medios y las redes brindaron a los hechos del viernes según los lugares donde se produjeron. Las balaceras de Acueducto y Providencia pronto ganaron resonancia nacional, consternaron a medio mundo, la segunda incluso mereció un par de tuits del gobernador (pobre, tuvo que distraerse de organizar el show de Checo Pérez, que lo tiene tan alborozado). En cambio, otra balacera (y hubo más, como siempre hay más todos los días), pocas horas después de aquéllas, sucedió en Talpita… y ya prácticamente nadie le prestó atención. Como suele pasar en esta ciudad desalmada si los muertos y los heridos caen en donde se cree que es más normal que caigan.

      En todo caso, no es desdeñable en absoluto, por el solo hecho de vivir aquí, la eventualidad de oír disparos y gritos, ver gente corriendo, tener que tirarse al piso, temer por la propia vida y la de quienes estén con uno, tratar de cubrir a los niños, verse despojado del coche, bajar a toda prisa del camión que ya están rociando con gasolina, recibir una bala perdida. Y conviene tomar precauciones. ¿Cuáles? Es difícil decirlo. En esta misma semana, circularon dos videos que ayudan a hacerse una idea de lo delirante de esta realidad: en el primero, un profesor de primaria organizaba un simulacro de tiroteo con sus alumnos —y luego fue sancionado porque supuestamente así les infligía a los niños un estrés dañoso—; en el segundo video, una profesora, también de primaria, resguardaba a sus estudiantes durante una balacera y les ayudaba a conservar la calma. ¿Llegará el día en que, así como hay carteles en lugares públicos que indican qué hacer en caso de sismo o de huracán, haya otros que enseñen los pasos a seguir si se sueltan los fregadazos?

      Acaso en nombre de ideales como la igualdad y la fraternidad (y creo que en una sociedad como la mexicana también tiene que ver la noción de caridad cristiana), a lo largo de generaciones se nos ha enseñado —o se ha tratado de enseñarnos— a no juzgar por las impresiones primeras. El aspecto de las personas, por ejemplo. También estamos muy condicionados, tal vez en nombre del elemental respeto al derecho ajeno, a no prestar demasiada atención a los comportamientos de las personas, mientras no sean ostensiblemente agresivos o preocupantes por cualquier motivo. Y, en principio, estas consideraciones ciertamente son antídotos indispensables contra el prejuicio y la discriminación, razón por la cual ojalá nunca dejemos de practicarlas. Sin embargo, en una circunstancia atroz como la que vivimos, concretamente en esta ciudad asolada por la inseguridad, el miedo, en la que de un momento a otro podemos hallarnos absolutamente indefensos, sí conviene activar un sistema de alertas ante los indicios de peligro: quién llega, qué hace, en qué viene, cómo anda, con quiénes está, como se mueve, qué dice, cómo se ve, qué está pasando alrededor, qué se puede esperar, dónde están los guaruras, dónde están las cámaras, hace cuánto que no pasa una patrulla, etcétera.

      ¿Nos vamos a ir haciendo cada vez más paranoicos? Quizá, pero mejor eso que ingenuos y desprevenidos. Hemos aprendido que es incorrecto dejarse guiar por las apariencias, pero en una ciudad como Guadalajara —y como tantas otras de este país tiroteado, desvalido, en el que nada prospera como la impunidad—, las apariencias engañan cada vez menos. Y algo tenemos que hacer.

J. I. Carranza

Mural, 23 de octubre de 2022.

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