• El horror al vacío

    El horror al vacío

    El otro día estaba a punto de participar en la presentación de un libro y, a dos minutos de que arrancara, sólo habíamos llegado los presentadores y el autor. Nomás nos veíamos con desolación. Pero cuando abrieron las puertas del salón, más de la mitad se llenó milagrosamente y a toda velocidad por un grupo de estudiantes uniformados. De no ser por eso, habríamos estado hablando para una multitud de sillas vacías (exagero: sí habrán llegado unas siete personas movidas, supongo, por un interés auténtico).

    Ya otras veces he visto este fenómeno, pero hasta entonces me quedó claro cómo la FIL le tiene horror al vacío y en ella importa tremendamente que jamás vaya a darse la impresión de que las cosas no funcionan. Qué ágiles y sutiles mecanismos se mueven para que un salón desierto se ateste en cuestión de segundos. Será, quizás, para que ningún participante —autores, editores, etcétera— vayan a sentirse desairados jamás (aunque lo cierto es que, en esa ocasión, sí llegamos a sentirnos desconcertados: yo sentía que regresaba al tiempo infausto en que llegué a dar clases en una secundaria). Y será, también, para que la prensa jamás vaya a reportar que algo sencillamente no le interesó a nadie.

    Ahora que hablo de la prensa, hay que decir que en la cobertura que ésta da a la feria es notorio el mismo frenesí, y no sé si sea nomás porque hay que rellenar (programas de tele y radio y páginas de periódicos, además de espacios incontables en la red), o más bien porque se tiene la idea, ya inextirpable, de que la FIL es sinónimo de multitudes, de que el número siempre excesivo de actividades y participantes no podría disminuir nunca, de que las montañas de libros son tan abundantes porque se espera siempre que así sea. De ahí, claro, que hoy y mañana todo enloquezca con la llegada de miles de estudiantes acarreados, y que uno mismo, como público, tenga la convicción de que hay muchísimas cosas que hacer y que todas serán tan importantes que será una pena perdérselas.

    Es un poco esquizofrénico todo. O no, en realidad: de lo que se trata es de que todo se atasque, para que los números que dé el Licenciado al final sean, como siempre, igual de satisfactorios, o, mejor, asombrosos.

    J. I. Carranza

    Suplemento PERfil de Mural, 29 de noviembre de 2018


  • En cincuenta minutos

    En cincuenta minutos

    Obvio: el éxito de la presentación de un libro se mide por la cantidad de lectores que, al final, saquen la cartera para llevarse un ejemplar. Para que eso pase, tienen que haberse cumplido varias condiciones: para empezar, que esos lectores se hayan enterado de la presentación, que hayan juzgado que podría interesarles, que hayan asistido y que no se hayan salido antes de que terminara. Lo primero, en una concentración de actividades tan densa como la FIL, es muy difícil de lograr: hay que ingeniárselas para que una presentación, cualquiera, logre atraer la atención de la gente. Y los formatos del programa, tanto impreso como en sus versiones electrónicas, ayudan muy poco, pues no basta leer ahí el título del libro y los nombres del autor y los presentadores. Las editoriales, entonces, tienen que hacerse publicidad como pueden, del volante-basura a la campaña ingeniosa en redes.

    Una vez que el lector fue atraído, lo más importante sería hacer que se entere de qué se trata el libro, cosa que a menudo se saltan los presentadores, bien porque no lo leyeron completo, porque están ahí a fuerzas o porque prefieren dedicar los cincuenta minutos a hacer chistes privados con el autor. Pero supongamos que tienen la atención mínima con el público de informarlo acerca de lo que están hablando. Entonces, lo siguiente sería precisar las razones de que la lectura valdrá la pena para todo aquel que se anime a emprenderla. (Claro, hay autores que no necesitan nada de esto: los que, más que lectores, tienen fans o feligreses). Si el lector aguanta la presentación completa y se le brindan motivos en abundancia para que comparta el azoro o la felicidad experimentada por los presentadores, podrá haber quien salga con ganas de llevarse un ejemplar. ¿Lo va a desanimar el precio? Muy probablemente.

    Si, aun con dolor de codo, acaba comprando el libro, ¡que aproveche y le pida la firma al autor, que para eso está ahí! Bueno, pues va a batallar para conseguirla. ¿Por qué? Porque ya estarán arreando a la multitud para que desaloje, porque no hay que estorbar en los pasillos, porque el autor ya se aleja trotando a otra presentación, porque en la FIL todo ha de acontecer frenéticamente.

    J. I. Carranza

    Suplemento PERfil de Mural, 28 de noviembre de 2018


  • El casi

    El casi

    He caído en la cuenta de que, desde hace algunos años, una de las primeras cosas que hago al llegar a la FIL es ir a comprarme una libreta. O varias. Como traen más bien pocas de la marca que me gusta, pronto se acaban o ya están muy escogidas, así que debo apresurarme. Ahora bien: si viene mi hijita, lo primero que hacemos es dirigirnos a la zona donde venden jueguitos y tilichitos, porque ella ya trae en mente que quiere algo de ahí —este año, tiene meses soñando con unos imanes que según ella nomás se consiguen en la FIL: no vamos a descansar hasta que los encontremos.

    ¿Y los libros? ¿No que nos gustan tanto, que dizque somos lectores, que sabe qué? ¿No tendríamos que entrar corriendo como locos a sumergirnos en los cerros de libros para salir bien cargados, y hacer luego cola para que sus autores nos los firmen, y también pasarnos el resto del día yendo de una presentación a otra, y llevar listas de títulos anhelados desde hace tiempo para surtirlas como si estuviéramos en el súper? Es cierto que, ya satisfechas las necesidades básicas (libretas, imanes, algún rompecabezas que se nos atraviese), por lo general pasamos a los libros, y hasta compramos algunos (bueno, siempre terminamos comprando de más), y, si no hay otro remedio, pasamos a alguna presentación. Pero debo reconocerlo: los libros, al menos para mí, ya es cada vez más difícil que sean el aliciente para venir que antes eran.

    Pasa, creo, esto: existe internet y, como consumidor de libros, casi nada que me encuentre en la FIL puedo dejar de encontrarlo en línea. Pero el casi es la sola razón por la que sigo viniendo: los títulos publicados por editoriales independientes, en primer lugar, que difícilmente circulan en forma de bits; enseguida, los que, aun disponibles en la red, quiero tener en papel (por razones meramente sentimentales). Y, en tercer lugar, los libros ilustrados que deben llegar al librero de mi hijita.

    Ahora bien: está claro que, así, nuestra visita podríamos despacharla en un rato, yendo a donde ya sabemos que están los libros que no hallaremos en otro lado. ¿Por qué nos quedamos entonces horas? Porque, como a la mayoría de la gente que viene, lo que más nos gusta es lerendear.

    J. I. Carranza

    Suplemento PERfil de Mural, 27 de noviembre de 2018


  • Desde Portugal

    Desde Portugal

    Si en cada literatura hay una figura titular (en la inglesa, Shakespeare; en la italiana, Dante; en la española, Cervantes; en la mexicana, Paco Ignacio Taibo II… ¡ah, no!), la de Portugal tiene en ese sitio a Fernando Pessoa. Probablemente alguien dirá que no, que es Luís de Camões, pero seguramente en el siglo pasado y en lo que va de éste es mucho mayor la visibilidad que el autor de El libro del desasosiego ha dado en el mundo a las posibilidades poéticas de la lengua lusitana. Es, digamos, el referente a partir del cual nos representamos lo que se escribe allá. Ahora bien: los mexicanos sabemos, por la importancia que Rulfo tiene para nuestra literatura, que la preeminencia de un solo nombre por encima de todos los demás entraña el riesgo de las simplificaciones. Y el hecho es que la literatura portuguesa es muchísimo más que Pessoa.

    Creo que en el programa literario del Invitado de Honor de este año en la FIL hay varias oportunidades para corroborarlo. Para empezar, se tendrá la participación de António Lobo Antunes, un viejo conocido de esta feria —su discurso de recepción del Premio FIL debe de ser uno de los más memorables que se han pronunciado. Autor de una vasta obra por cuya audacia ha conseguido asomarse a honduras de lo humano que antes de él habrían parecido inalcanzables, Antunes, ciertamente, es un autor exigente y desafiante, pero sus lectores sin falla nos vemos recompensados con impresiones indelebles de las presencias que pueblan sus novelas y de los destinos que éstas protagonizan. Es una suerte que volvamos a tenerlo aquí.

    Es un programa muy diverso y atractivo, con nombres como Lídia Jorge, Nuno Júdice, Dulce Maria Cardoso, José Eduardo Agualusa, Valter Hugo Mãe, Teolinda Gersão, Gonçalo M. Tavares, José Luís Peixoto (los dos últimos bien publicados en México desde hace tiempo, el primero por la editorial Almadía y el segundo por la tapatía Arlequín), entre muchos otros.

    Ahora bien: hay otra presencia importante en las letras portuguesas, la de José Saramago, quizás el autor de esa lengua más conocido. Y estará bien reencontrarse con él en su recordación, pero lo cierto es que la FIL conviene aprovecharla más para los nuevos descubrimientos.

    J. I. Carranza

    Suplemento PERfil de Mural, 26 de noviembre de 2018


  • El influjo

    El influjo

    Carlos Fuentes fue una presencia muy importante para la FIL: porque atraía sobre ella los reflectores que siempre lo persiguieron, y también porque su cercanía a la Universidad de Guadalajara, junto con la de Gabriel García Márquez, invistió de respetabilidad internacional en el ámbito de la cultura a quienes deciden los destinos de ésta. Sigue siéndolo, y la retribución que se le ha dado a Fuentes, incluida la producción de una ópera que el señor quiso escribir, así como la creación de una librería fabulosa que lleva su nombre (y esto lo digo sin sarcasmo alguno: en verdad que es la gran cosa esa librería) se ha prolongado más allá de su muerte, por ejemplo celebrando el acto literario más importante de la FIL en memoria del autor de La región más transparente. Esto, que es una obviedad para cualquiera, seguramente tiene un peso decisivo en los modos que tiene la feria de funcionar como el que quizás sea el espacio en que la literatura tiene más protagonismo en el panorama de la cultura nacional. ¿Y qué es la literatura para la FIL? O, dicho de otro modo, ¿de qué podemos acabar entendiendo que se trata la literatura cuando vamos a la FIL?

    Es, en primer lugar, algo que hacen los escritores muy famosos (como Fuentes), exitosos y muy vendidos (como Fuentes), nunca demasiado incómodos para el poder, sino todo lo contrario (como Fuentes), o nomás tantito (como Fuentes), con los que los grandes salones se atestan y con los que conviene siempre retratarse (como con Fuentes). Sobre todo, es la literatura que puede dejar al público suficientemente satisfecho y convencido de que está leyendo lo que se debe leer.

    No niego que en la FIL haya cabida para otras comprensiones de la literatura. Por fortuna las hay, y yo puedo declarar varios deslumbramientos que he tenido ahí: con autores inesperados, con otros cuya actitud crítica es admirable, con otros más para quienes el arte está por encima de las veleidades de la fama y el mercado. Y también los libros de éstos circulan en la feria, desde luego. Pero sí pienso que el influjo de un autor como Fuentes ha sido determinante para que mucha gente pueda quedarse con la idea de que las cosas son nomás de un modo, y no de otros.

    J. I. Carranza

    Suplemento PERfil de Mural, 25 de noviembre de 2018


  • Otra velocidad

    Otra velocidad

    Si nos queremos poner dramáticos, podemos pensar que esta edición de la FIL tendrá la singularidad de arrancar en un país y terminar en otro. Ya sé que no será para tanto, pero esta circunstancia lleva a pensar en los cambios que se han sucedido mientras hemos ido reencontrándonos aquí a lo largo de más de treinta otoños. ¿La FIL se ha transformado como esta sociedad? Ha llegado a ser muy distinta, sí, pero a otra velocidad: la que marca el hecho de que siga rigiendo sus destinos el mismísimo que la creó, el incombustible emisario de un pasado que puede resultar tan lejano (habrá niños que hayan venido en las primeras ediciones que estén ya trayendo a sus nietos). Probablemente por eso parezca que se niega a toda audacia excesiva, y que ha puesto más empeño en que crezcan cada año sus números apostando a lo seguro. Pero lo cierto es que su público y el mundo del libro —¡y el mundo!— son ya bien diferentes de lo que eran hace cinco sexenios… ¿Cómo irán a repercutir en el futuro de la FIL las supuestas transformaciones que se vienen?

    Los rituales tienen la función de hacer creer que todo sigue igual. Y a esta feria le importan mucho los suyos —al público no tanto, o nada, pero una cosa es lo que quiera el público y otra cumplir con la liturgia. De ahí que abunden en el programa los homenajes o los premios, como si con esas celebraciones se garantizara la perdurabilidad histórica de la feria. Podría ser de otro modo, supongo, pero no en el espacio fuera del tiempo que a veces es la FIL. Y, finalmente, siempre podemos ver qué actos tienen sentido y cuáles no. Que se reconozca la trayectoria de una escritora como Ida Vitale está muy bien, aunque siempre será mejor lo que suceda en el momento en que un nuevo lector la descubre.

    O que, por fin, se recuerde a Jorge Ibargüengoitia —aunque sea gracias a la editorial que ha estado relanzando sus libros, y no porque la feria lo haya juzgado alguna vez indispensable—, hoy que platicarán sobre él Antonio Ortuño y Juan Villoro. ¿Qué estaría diciendo Ibargüengoitia de la FIL, si hubiera llegado a tocarnos que anduviera por aquí? ¡La risa que le habrían dado su querencia por la solemnidad y la fauna habitual que la puebla!

    J. I. Carranza

    Suplemento PERfil de Mural , 24 de noviembre de 2018


  • Alguien quiere leer (II)

    Puede que, sin saberlo, quien quiere leer lo que busque sea literatura. En este punto pueden pasar varias cosas: que tenga suerte y se encuentre en su camino un libro que le recomienden; que la recomendación provenga de alguien cuyo juicio sea digno de tenerse en cuenta (alguien con cierto nivel de educación, vamos); que la lectura confirme que la recomendación fue buena… En cualquiera de estas posibilidades, hay el riesgo de que la cosa se estropee: si el recomendador es un orate o tiene pésimo gusto, o, si no lo es, quizás la lectura que recomiende no sea la idónea (por una infinidad de factores que sería imposible calibrar a la hora de decir: «Lee este libro, a mí me encantó»).

    O bien esto: quien quiere leer se abstiene de pedir recomendaciones y se dirige por su cuenta a una librería o a una biblioteca. ¿Qué va a guiarlo en sus elecciones? Se querría creer que los libros mismos van a llamarlo, o que quizás reconocerá algún eco de su propia educación para saber por dónde irse («Como que me acuerdo de que mi maestra en la secundaria nos hablaba de un libro que la entusiasmaba mucho…»). Pero lo más probable es que, si entró a una librería, sean la mercadotecnia y la publicidad quienes le pongan los libros en las manos —en una biblioteca, me imagino, debe de ser mucho más difícil abrirse camino por primera vez… y me temo que esa primera vez frecuentemente terminará siendo la única.

    ¿Y qué va a acabar leyendo así? Lo que el mercado mande. Los libros famosos, las novedades más rentables, las páginas sensacionales que se supone que todo el mundo está o debería estar leyendo. Así que, si alguien quiere leer, será muy fortuito que llegue a las obras verdaderamente indispensables. Los buenos maestros (que, además, sean confiables) ayudan, los amigos con cierta experiencia también, muy rara vez la prensa, y no se diga la especializada (que casi no existe), y, quizás de modo todavía más excepcional, los editores y los libreros (de la literatura que vale la pena, se entiende), que, en el fondo de este laberinto, con muy escasa visibilidad y las penurias de siempre, tienen complicadísimo hacer las señales debidas a los potenciales lectores para que lleguen hasta ellos.

    J. I. Carranza

    Mural, 22 de noviembre de 2018


  • Del Paso

     

    No es fácil deshacerse de un cierto sentimiento de orfandad cuando muere un autor como Fernando del Paso. ¿Quién nos queda?, nos preguntamos, como en la necesidad de dar cuanto antes con alguien que pueda llenar el vacío que queda, y también sumariamente decidimos que no hay quién. Es cierto: al extinguirse un creador de tal potencia y de tal singularidad, lo que hizo queda concluido, es definitivo, y se vuelve también definitivamente irrepetible. Pero también habría que reparar en que, en el caso de los titanes como Del Paso, la muerte es siempre menos decisiva que lo que suele ser para cualquier otro mortal: la obra la niega, la desmiente, y el hecho de que ya no contemos a su autor entre los vivos no quiere decir que haya desaparecido.

    En todo caso, vamos, será un pretexto para insistir en que los lectores que no lo hayan hecho se acerquen a ese prodigio que es Noticias del Imperio: una hazaña de la imaginación fervorosa para cuya realización Del Paso debió convertirse en uno de los hombres más profundamente informados. Pero no es sólo que haya hecho la gran novela histórica: es que en ella hizo algo de la más grande literatura que puede proponerse el idioma español, y también le confirió eternidad al tiempo del que se ocupa y a sus protagonistas. Motivos de maravilla también abundan en Palinuro de México y en José Trigo: yo me quedo con el monólogo de Carlota.

    En el año 2000, Fernando del Paso expuso en el Cabañas 2 mil rostros que había dibujado. Para anunciar la exhibición, en este periódico hicimos un trabajo especial que nos llevó a la casa del escritor, donde le pedimos que posara para una sesión fotográfica. Gustoso, aceptó quedarse en camiseta (él, que debe de haber sido el hombre más elegante del último siglo en México), dibujó un rostro más con pasta de dientes en el espejo de su baño, se llenó la cara de espuma, se afeitó delante de la cámara, al final le regalamos la navaja. Estaba muy divertido. Ahora he estado recordándolo así: como un tipo absolutamente genial.

    (Hoy tocaba seguir escribiendo acerca de lo que empecé la semana pasada, lo que pasa con alguien que quiere leer. Ya será para la otra: ahora, lo que yo quiero es leer a Fernando Del Paso).

    J. I. Carranza

    Mural, 15 de noviembre de 2018


  • Alguien quiere leer (I)

    Alguien, por alguna misteriosa razón, quiere empezar a leer. (Pienso en quien nunca lo ha hecho más que cuando ha sido inevitable, por ejemplo en la escuela, y que más o menos repentinamente un día se dice: «Me gustaría leer»). Para que surja ese deseo ha de cumplirse, al menos, una condición: que haya tiempo disponible, con el que no se sabe bien qué hacer. También habrá lectores para los que no será impedimento la escasez de tiempo, pero son rarísimos. El hecho es que, en gran medida, la lectura es vista como una actividad recreativa; además, siempre se dice que uno se la pasa muy bien, que se disfruta mucho, que puede ser no sólo divertido, sino hasta apasionante. De manera que el deseo de leer generalmente está relacionado con la ociosidad.

    Alguien, pues, quiere leer, y dado que pretende invertir gozosamente así sus ratos libres, lo natural es que lo que quiera leer sea literatura. Para todo hay gente, claro, y habrá almas retorcidas o por lo menos exóticas que hallen placentero sumergirse en la Miscelánea fiscal, pero serán minoría. Así que, quien quiere leer, a lo que aspira es a dar con novelas y cuentos, principalmente: quiere historias (y los libros de historia y las biografías califican bien para satisfacer ese apetito, por lo que la distinción casi no es relevante; además, para muchos lectores en ciernes, tampoco hay gran diferencia entre la ficción y lo que no lo es, pues su experiencia de lectura está supeditada, la mayor parte de las veces, a la convicción de que todo lo que llega a las páginas de un libro sucedió en realidad). Ahora bien: no siempre —o, quizás, casi nunca— está claro que lo que se busca es literatura. De ahí que a un lector incipiente pueda atravesársele otra cosa que lo parezca (historia, ya dije, pero también psicología, filosofía —sobre todo si no es demasiado espesa—, reportajes convertidos en libros y, principalmente, autoayuda), y lo lea, con sincero interés, con innegable deleite, aunque alejándose cada vez más —si llega a seguir leyendo— de la posibilidad de dar con la literatura, que quién sabe qué será.

    (Estas observaciones sobre los modos en que se conducen quienes tienen el misterioso deseo continuarán la próxima semana).

    J. I. Carranza

    Mural, 8 de noviembre de 2018


  • Nueva «tradición»

    Hicieron falta la película de James Bond, primero, y luego Coco, para que la celebración del Día de Muertos cobrara una vistosidad que no había tenido antes y se convirtiera en una nueva «tradición». Es cierto que, desde que Posada descubrió la riqueza alegórica de los esqueletos para criticar su tiempo, la muy católica conmemoración de los fieles difuntos en México se aprovechó con alguna singularidad idiosincrásica para revivir —la Muerte siempre revive— formas medievales de plantar cara a nuestra finitud mediante el jolgorio; también para asimilar de un modo más bien inofensivo las raíces prehispánicas enredadas alrededor del tzompantli, de modo que, desde el siglo pasado, cada 2 de noviembre fuera encontrando su sentido la recordación de los que se adelantaron, todo ello mezclado con manifestaciones autóctonas de mayor o menor autenticidad.

    Sin embargo, de unos años para acá, lo que se ve es la explotación excesiva de un supuesto rasgo de identidad nacional en aras de un folclor hechizo que, si bien ha pegado (profusión de cempasúchil, gente pintarrajeada como presumibles calacas —en realidad parecen panditas—, pan de muerto en el súper desde agosto), en su frivolidad recalca nuestra esquizofrenia cotidiana. ¿En México de qué hablamos cuando hablamos de la muerte? Quieren, los entusiastas de las catrinas, que con sus desfiles y papeles picados y altares y humaredas de copal y calaveritas de azúcar y de versitos se reafirme nuestro trato confianzudo con «la huesuda», que en el país donde la vida no vale nada vendría a hacernos los mandados. También, seguramente, que se vea en esta fiesta una reivindicación cultural ante la amenaza del Halloween. Todo eso podrá estar muy bien, como lo estará el sentimiento de cada quien al desempolvar la foto del abuelo y ponerle una veladorcita. Pero algo hay de muy siniestro en el hecho de que tal alboroto se haga en un presente atestado de asesinados y asesinos, donde no se sabe qué hacer con la abundancia de cadáveres y donde todos los días se rellenan más y más fosas clandestinas. No sé: no quiero ser aguafiestas. Nomás que, al ver tanta fiesta por la muerte, me pregunto qué es lo que tendríamos en realidad que festejar.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 1 de noviembre de 2018