• Tres ferias

    En días pasados fui a dos ferias del libro, y, a poco más de un mes de que empiece la de Guadalajara, hice algunas comparaciones. O, más bien, casi ninguna, porque en general funcionan de modos idénticos, según ciertas inercias por lo visto inevitables. Acaso las diferencias más notorias tengan que ver con las dimensiones de los espacios y con las cantidades de gente que los recorre, aunque las proporciones entre unos y otras deben de ser parecidas. (¿Por qué será que las ferias grandes en México son en el otoño, y casi al mismo tiempo? ¿No representará eso una dificultad logística para quienes participan en ellas —editoriales, libreros, autores—, que en un corto período han de desplazarse de una ciudad a otra y a otra? Por otro lado, si la oferta estuviera repartidita a lo largo del año, quizás podría tener una mayor diversidad. Pero yo qué voy a saber: el mundo del libro es una selva llena de misterios irresolubles para los mortales).

    Ambas ferias (la del Zócalo, en la Ciudad de México, y la de Monterrey) tienen sendos programas de actividades muy nutridos, lo mismo que la de Guadalajara, lo que haría pensar en ellas como festivales culturales. Pero lo cierto es que los programas de las tres están dominados por presencias que tienen garantizada la atención de las multitudes por dos razones: porque cuentan con una gran proyección mediática (estrellas de la farándula —incluso de la farándula literaria—, booktubers, políticos que «escriben» libros), o bien porque el público da por hecho que aquello que reconoce sin problemas indudablemente vale la pena. Y así vemos triunfar una y otra vez a la periodista supuestamente beligerante, al autor supuestamente asombroso, a la escritora supuestamente indispensable y al firmante supuestamente sorprendente de un nuevo best-seller que supuestamente será interesantísimo. En cualquiera de las tres ferias, sin falla.

    También: en las tres importa que vaya mucha gente. Y mucha gente va. Y se la pasa, tengo la impresión, muy contenta. Lo cual no deja de parecerme siempre un poco misterioso, dado el escaso margen que desde hace mucho tiempo ha quedado para la novedad y para el descubrimiento de algo verdaderamente insospechable.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 25 de octubre de 2018


  • Entrevista a JIC, Canal 40

    Entrevista a JIC, Canal 40

    José Israel Carranza es entrevistado en el programa Es de mañana, de Canal 40, el 14 de octubre de 2018, en el marco de la Feria Internacional del Libro del Zócalo en la Ciudad de México, por la presentación de su primera novela Tromsø en dicha feria.

    A continuación la entrevista completa, junto a Benjamín Anaya, Dir. de Divulgación Cultural de la Ciudad de México, y los anfitriones del programa Es de mañana.


  • Entrevista a JIC, El Norte

    Entrevista a JIC, El Norte

    Aborda en su obra la incomunicación

    Daniel de la Fuente

     

    Monterrey, México (19 octubre 2018).- No pensaba escribir una novela. Lo que sucedió, explica José Israel Carranza, fue que estaba escribiendo un ensayo acerca de la identidad y, sin que lo hubiera visto venir, el protagonista de Tromsøllegó y no pudo sino observarlo detenidamente.

     

    «Me puse, pues, a observar y a contar la historia que se me mostraba, y la reflexión que se extiende a lo largo de esa historia fue entreverándose en ella como una consecuencia inevitable, pues lo que más me importaba era saber qué diablos le pasaba a este individuo», comenta Carranza (Guadalajara, 1972), autor de libros de cuentos y de ensayos.

     

    «Así, terminó siendo una novela armada fundamentalmente con conjeturas y tentativas de razonar ese destino que me resultaba tan enigmático».

     

    Novela excéntrica en torno a un hombre que poco a poco descubre que no se entiende lo que dice, Tromsø fue publicada por Malpaso y será presentada mañana en la Feria Internacional del Libro por el autor y por el escritor Alejandro Vázquez Ortiz.

     

    – Tu historia ronda en torno a la incomunicación, ¿no es también una reflexión sobre la imposible que es el diálogo con el otro, lo poco que nos importa el otro, su voz y silencios?

     

    «Creo que es una de las lecturas posibles», comenta. «Si bien las filosofías del siglo 20 han dado primacía al diálogo como la forma óptima de acercarse a la realidad, por una parte, y, por otra, en la vida republicana se apela siempre al diálogo como la mejor posibilidad que tenemos para no acabar despedazándonos unos a otros, lo cierto es que confiamos demasiado, y muy ingenuamente, en que las palabras que utilizamos precisan lo que realmente queremos decir; ilusos -o quizás porque no nos queda otro remedio-, creemos también en que el otro entenderá lo que queremos que entienda.

     

    «Como eso sólo sucede por milagro, o más bien nunca, la consecuencia es la confusión imparable y el barullo incesante en que vivimos sumergidos, y, enseguida, el desprecio por la voz de los otros, y más adelante el odio, y, finalmente, la imposibilidad de saber qué diablos estamos diciendo nosotros mismos. El silencio quizás sea una forma mejor de entendernos».

     

    La novela será presentada mañana sábado, a las 19:30 horas, en la Sala 104 de Cintermex.

     

    – Apelas a un compromiso mayor del lector dada la estructura rizomática de la narración, sin duda una paradoja muy afortunada para contar la vida un hombre al que nadie entiende.

     

    «En algún momento de la escritura me percaté de que las formas que adoptaba la prosa (laberíntica, hasta tortuosa, una saturación de subordinadas y de paréntesis y de digresiones) podía hacer que la experiencia de lectura correspondiera a la experiencia vital del personaje. Es decir, que los lectores acaso podrían sentir aquello que al personaje estaba pasándole. Así que me atuve a esa intuición. Sé que el resultado puede ser desafiante, pero me pareció que esta historia no podía contarse de otro modo. Por lo demás, descubrí la línea de J. M. Coetzee que instalé como uno de los epígrafes: ‘Limítate a suministrar los detalles, y permite que los significados emerjan por sí solos’, y entonces tuve una auténtica iluminación: es una idea que bien resume la poética de esta novela».

     

    – ¿Cuáles fueron los mayores retos narrativos en este libro?

     

    «Lo escribí a lo largo de tres años, y, por los cinco años siguientes, estuve regresando una y otra vez a él, obsesivamente, neuróticamente. Hubo un momento en que decidí cambiar todos los tiempos verbales, y entonces tuve un atisbo de lo que debe de ser el infierno. Hasta que recibí la invitación de la editorial, y, al entregárselo al editor, finalmente me vi liberado. De manera que el mayor reto fue deshacerme de él».

     

    – Te diste a desear por años con una novela. ¿Te bastaban el cuento y el ensayo? ¿Qué te han dado como autor?

     

    «El cuento fue un camarada de juventud con el que sólo me he reencontrado -y pasamos ratos más bien amargos- muy de vez en cuando, y el ensayo sigue siendo el género en el que más confío para hacerme cargo de mis preocupaciones. Pero creo que, sobre todo, soy lector de novelas, y me ha maravillado saber lo que la gente puede llegar a imaginar a partir de la que yo he escrito».

     

    – ¿Qué proyectos tienes para el corto plazo? ¿Otra novela?

     

    «Sigo escribiendo ensayos (misceláneos, personales). Por lo pronto. Otra novela, no sé: yo querría creer que sí. A mí me intriga mucho cómo hay escritores que ya tienen en el horizonte todos los libros que van a sacar en los próximos 10 años. Luego por qué tuvimos que terminar teniendo un Carlos Fuentes. Así que más bien me abstengo de semejantes predicciones».

     


  • ¡El trenecito no!

    Qué celeridad asombrosa ha mostrado la autoridad para dar con los grafiteros de los vagones del Tren Ligero. Qué diligencia se vio, qué bien funcionó la «inteligencia» policiaca para ubicarlos, agarrarlos, entregarlos. Cómo se movió el secretario de Gobierno, con qué prontitud y esmero respondió a su instrucción la Fiscalía, qué capacidad de reacción. A ese trabajo tan eficaz hay que sumar la atención que puso al asunto el Gobernador, vigilante siempre de que no queden impunes semejantes perturbaciones de la vida pública, crímenes tan horrendos y que exigen urgentísimas soluciones. Qué satisfechos y tranquilos debemos sentirnos de que la justicia obre así, cuando alguien atenta de este modo infame contra la paz de nuestra idílica existencia como sociedad.

    ¿Que, mientras tanto, se estaba excavando en al menos tres nuevas fosas clandestinas, de las que habrían salido 16 cadáveres? ¿Y que, también mientras se cazaba a los grafiteros y se les daba escarmiento ejemplar, sigue sin cumplirse la palabra del Gobernador respecto al trato que debía darse a las decenas de cadáveres que un tráiler paseó de un lado a otro de la ZMG hace un mes? ¿Y que también están aventándoles granadas a la policía, están atropellando y matando y asaltando y violando estudiantes, y que durante el último año ha habido al menos una balacera cada dos días en esta ciudad? ¡Qué importa! ¡Ya pusimos a los vándalos grafiteros a reparar su fechoría!

    Hace poco más de un año, la sociedad que habita en esta ciudad basurienta, grafiteada, cada vez más invivible, y, además, asesina, mostró su ferocidad y su crueldad contra quienes rayonearon las columnas del Degollado. Y ya entonces quedó claro que sólo podremos indignarnos ante lo que menos cuenta. La misma Línea 3: ¿cuánto nos ha costado, por qué se ha tardado tanto en concluirla, cómo ha estropeado la vida de la ciudad que vino a rajar? Los grafiteros son un blanco fácil: ¡sobre ellos! Y, claro, que sólo sepamos prendernos por eso le conviene enormemente al Gobernador y compañía. Que pueden estar tranquilos: ninguna otra cosa de las miles de cosas que hacen mal llegará a sacudirnos tanto como que nos vengan a pintarrajear nuestro trenecito hermoso.

    J. I. Carranza

    Mural, 18 de octubre de 2018


  • ¡El desfile!

    ¿Treinta años habrán pasado sin que volviera a ver el desfile inaugural de las Fiestas de Octubre? Más, seguramente. Tanto tiempo, en todo caso, para saber por qué importaba que fuera el Tío Carmelo la estrella insuperable cada vez… y para saber quién era el Tío Carmelo; luego, ese lugar lo ocupó Kippy Casado, y la ausencia de ésta no ha podido ser rellenada por ninguna otra figura que tenga tanto jale con la gente. Además de esas presencias, había acrobacias de los motociclistas de Tránsito (a la Pedro Infante), tablas gimnásticas, coches antiguos, mucha música…

    ¿O será que la memoria de la infancia siempre se figura más razones para la alegría que las que realmente había? Este año volvimos porque no hubo más remedio: la hijita vio el anuncio en la tele, supo que el desfile pasaría a una cuadra de la casa, toda negociación para hacerla desistir había fracasado antes de empezar. Y me quedó claro algo: la gente se alboroza y acaba feliz con cualquier cosa. Como seguramente le pasaba al público del que formé parte en aquellos tiempos. ¿Qué vimos? Una grúa gigante que pitaba horrendamente, varios carros iluminados, y bastante malhechos, con unos como monstruos y otros motivos misteriosos (uno no sabíamos si representaba a Santa Claus, a Dios Padre, a Sócrates o al Yeti), un contingente de «americanos» —como se les dice en tapatío a los gringos— vestidos de blanco y con sombreritos canotier, miles de niños y niñas disfrazados de cavernícolas, de fridaskahlos, de cosas galácticas que danzaban y ocasionalmente daban saltitos, una banda de tuba y trompetas ensordecedoras, dos conductores de anuncios de la televisión, un caballo (ajá: UN caballo, con su charro a cuestas), tres chamacos en bici, una banda de guerra, la reina de las Fiestas, y ningún mariachi… Había lagunas eternas entre un carro y otro, que los desfilantes aprovechaban para desacalambrarse y descansar: ¡los traían desde la 64, por todo Javier Mina-Juárez-Vallarta!, de manera que, ya por llegar a la Minerva, era dolorosísimo ver lo cansados que iban.

    Total: muy deprimente todo. Salvo para toda la gente que estaba ahí, y que quedó encantadísima. La hijita, para no ir más lejos, se la pasó muy divertida.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 11 de octubre de 2018


  • Tromsø en La Tempestad: Reseña

    Tromsø en La Tempestad: Reseña

    Haz de cuenta que las teclas hablaban

    Por Guillermo Núñez Jáuregui

    La Tempestad

     

    Por su atención a las idiosincrasias de la clase media pero también a las discretas batallas que debe enfrentar (como el cáncer), Las mutaciones (2016), de Jorge Comensal, se lee como una novela que recuerda, en muchos aspectos, a una institución fácil de reconocer: la narrativa realista norteamericana. Sí ofrece, claro, algunos comentarios sobre la singularidad de la clase media mexicana, específicamente la citadina, y ecos al humor de Ibargüengoitia, como se escuchan en la de muchos narradores mexicanos contemporáneos (Sheridan, Villoro, Ortuño y Villalobos, por mencionar algunos). ¿Por qué nos da risa que alguien coma sopes de chorizo, gansitos o tortas de chilaquil? ¿No es extraño? Y aunque la novela no trata sólo sobre eso, también da para comentar la manera en que aparece la palabra muda en la narrativa mexicana reciente. En esta novela el fenómeno se da, digamos, a través de un acercamiento inmunológico: la excusa para rodear o narrar el silencio es un tumor de lengua. Y no una mera lengua, sino una que depende económicamente de la labia (el personaje en cuestión, el que porta y deja de portar dicha lengua, es un abogado carismático al que le extirpan el órgano). Como la literatura tiene la gracia de poder hablar en silencio y no sólo emular formas de hablar, los momentos más interesante de esta novela (desde este punto de vista, el de la mudez) es cuando se permite quitarle la palabra al hecho o a la anécdota (y son muchas) para otorgársela a los soliloquios.

     

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  • Tromsø en Letras libres: Reseña

    Tromsø en Letras libres: Reseña

    Un helecho llamado Oliver

    Por Laura Sofía Rivero

    Letras Libres

     

    Tromsø, la primera novela de José Israel Carranza (Guadalajara, 1972), narra la vida cotidiana de un hombre del que no sabemos mucho, ni cómo se llama, enfrentado a una extraña revelación: no se le entiende lo que dice. En ese estado frustrante –que en apariencia no ha sido originado por ninguna afasia o trastorno cognitivo–, en ese limbo lingüístico del que ni los manuales de Aprenda a hablar en público sin maestro pueden sacarlo, el sujeto se adapta a su vida reducida a la tintorería, el Oxxo, el banco y su departamento donde vive también un helecho llamado Oliver, quien parece escucharlo mejor que cualquier otra persona.

    Mientras avanza en sus páginas el lector descubre que el malestar de aquel personaje es mucho más frecuente de lo que pensaba en un principio. Al llamar al número de Atención a Clientes de alguna empresa de telefonía, al intentar aprender a toda prisa el idiolecto del SAT, al discutir por Facebook la polémica de moda, es sencillo sentirse como el hombre de Tromsø: ineptos de la interacción humana, apresados en un mutismo que asfixia. Viviendo, como dice José Israel Carranza, “en el barullo universal en que hay que abrirse camino a fuerza de explicaciones, replanteamientos, precisiones, pormenores y gritos con que solo se ahonda la sordera infinita”.

     

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  • Programa y razones

    ¿Cuántos públicos distintos hay para la Feria Internacional del Libro de Guadalajara? Quiero decir: no toda la gente acude movida por las mismas razones, hay quienes nunca participarían en ciertas actividades (yo, por ejemplo, eludo escrupulosamente aquellas que tienen por objeto dar relumbrón a los políticos), hay quienes siempre hacen —hacemos— más o menos lo mismo: pasear por los pasillos, comprar tal vez algo (tal vez, porque la oferta luego no es ni tan rica ni tan atractiva, y además existe internet), entrar a alguna presentación, quizás ver algún espectáculo (de un tiempo acá, los únicos que llego a aventarme son los de FIL Niños, y con eso tengo).

    A mí me da la impresión de que, en términos generales, el público se divide en tres: el que sabe a qué va, el que no sabe a qué va y el que va porque no tiene más remedio. El primero suele tener en cuenta el programa, toma nota del día en que se presenta un autor favorito, pongamos, y se lanza. O bien se propone ir a buscar un libro en particular, o queda en encontrarse ahí con alguien, o va en pos de surtirse de cómics o juguetes o porque hay que llevar a las creaturas o porque quiere ver algo que solamente ahí podrá ver. Es gente que más o menos sabe (y digo más o menos porque yo mismo no lo sé del todo) para qué sirve la FIL y qué se puede hacer ahí.

    El público que no sabe a qué va es el más abundante: multitudes que van de aquí para allá, que entran o salen de los salones sin motivos discernibles, que difícilmente podrían responder si se les preguntara qué andan haciendo. Y a menudo es también el público que va porque no tiene de otra: las infaltables hordas de estudiantes arreados por sus maestros. Uno y otro tienen nociones muy vagas del sentido de una feria como ésta, y a menudo ni siquiera sabían que existía.

    La presencia de Portugal, Orhan Pamuk, 31 Minutos, Plácido Domingo, dos mil editoriales, 800 escritores… Como pasa cada año, en el programa que se anunció ayer queda claro que la FIL surtirá al primer público de todo tipo de razones para visitarla. Lo que a mí me intriga un poco siempre es qué podría hacerse para que los otros públicos aprovechen de un modo más fructífero la experiencia.

     

    J. I. Carranza

    Mural, 4 de octubre de 2018


  • Desmemoria

    ¿En qué momento la memoria colectiva se convierte en historia? Quiero decir: ¿qué decide que determinados acontecimientos adquieran carácter de hitos a los que se vuelve para reconocer con certeza el camino recorrido, y por qué otros permanecen —cuando permanecen— en el pasado de un modo más impreciso o hasta dudoso, hasta que finalmente acaba por emborronarlos el olvido? En el último medio siglo de la vida de México, tiene algo de asombroso que aún seamos capaces de volver la vista sobre la matanza con que el Estado reprimió brutalmente el movimiento estudiantil y popular de 1968. Tan abocado a las crisis incesantes y siempre urgentes que el presente le impone, México es un país donde prospera muy bien la desmemoria. Por pasmosos que puedan parecernos en su momento, hay hechos que, como sociedad, parecemos incapaces de retener. ¿Porque la acumulación de horrores, por ejemplo, es tal que se nos vuelve inmanejable? ¿Porque la realidad que presenciamos yendo sin parar del espanto a la indignación ha terminado por modificar nuestra sensibilidad y nuestra inteligencia de las cosas al grado de que cada vez sabemos menos —o ya ni siquiera nos lo proponemos— registrar el desastre que venimos atravesando desde siempre?

    Tiene algo de asombroso, digo, y habría que preguntarse por qué ha sido así, el hecho de que aún tengamos presente aquel episodio, cuyas repercusiones es posible identificar en los rumbos que tomó la vida pública. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias de que hoy no lleguemos a preservar de igual modo (en nuestra memoria, para que acaben por contar como historia) otros acontecimientos que, por traumáticos, son decisivos? ¿Dentro de medio siglo se recordará la atrocidad que tuvo lugar en Iguala hace cuatro años? O no nos vayamos tan lejos: ¿dentro de cuántas semanas ya se habrá desvanecido de nuestra precaria atención la impresión que nos causó enterarnos de que un tráiler lleno de cadáveres estuvo recorriendo esta ciudad hasta que lo delató el hedor de la ineptitud y la salvajada de quienes lo pusieron a rodar? Tal vez la conmemoración de lo que pasó en el 68 sirva para pensar en eso: ¿aún podemos tomar un rumbo distinto del que nos conduce al abismo del olvido?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 27 de septiembre de 2018


  • Leer a Arreola

     

    Juan José Arreola, qué duda cabe, es uno de los autores centrales de la literatura en español del siglo 20. Eso podemos tenerlo claro sus lectores. Incluso, tal vez seamos capaces de precisar por qué pensamos así. Yo empezaría por decir que hallo, en las páginas del jalisciense, una soberana imaginación que, por medio de una prosa que es pura orfebrería, infaliblemente rinde frutos prodigiosos —ya luego tendría que explicar qué diablos quiero decir con eso. El caso es que más o menos sé por qué amo la obra de Arreola, por qué la tengo por fundamental en mi historia como lector y en mi vida. Y otro tanto, supongo, ocurrirá con todos sus lectores fieles.

    Pero pasa esto: aunque pueda parecernos incomprensible que haya alguien a quien lo tengan sin cuidado los libros que más nos importan, por lo general damos por hecho que la culpa es del lector (impermeable a la maravilla, impaciente para buscar un sentido decisivo, reacio a proponerse ningún esfuerzo de comprensión), y no del libro. ¿Cómo es que llegó a gustarme leer a Arreola? La verdad es que no lo sé. Es difícil rehacer el camino que nos condujo a determinadas revelaciones y a las inclinaciones que ya no abandonaremos, y reconocer, en ese camino, lo que debimos poner de nuestra parte: la atención que pusimos sobre ciertos aspectos particulares, la suerte de haber conocido algunas informaciones contextuales que nos ayudaron en la asimilación mejor de lo que leímos, las meras intuiciones que seguimos. Creo estar seguro de que lo primero que leí de Arreola fue «El guardagujas», que venía en uno de los libros de texto gratuitos de la primaria. Si así fue, ¿qué pude haber entendido? ¿Y cómo di el salto a lo demás? ¿Y cuándo?

    Ahora que se festeja el centenario, habrá reediciones y abundarán las ocasiones de leer a Arreola. ¿Cómo llegarán a esas ocasiones los nuevos lectores? Pues se trata de un autor gratísimo, sí, pero también exigente. Yo querría creer que no faltan razones para que cualquiera se encante. Pero, en un mundo muy distinto del que vio nacer esos libros, ¿cómo abrirles cancha en la aceptación de esos nuevos lectores? ¿Podrán encontrar ahí lo mismo que encontramos quienes llevamos toda la vida gozándolo?

     

    J. I. Carranza

    Mural, 20 de septiembre de 2018