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Síndrome de abstinencia
Ese imbatible profeta del presente que fue Kurt Vonnegut ya advertía, en un ensayo de hace quince años, acerca de las consecuencias funestas que acarrearía vernos privados de los combustibles fósiles a los que somos adictos. Con la lucidez de que lo dotaba su alto sentido de la ironía, el autor de Matadero cinco observaba cómo el gobierno estadounidense había declarado la guerra a las drogas —faltaba un par de años para que el gobierno mexicano hiciera otro tanto— cuando había otras sustancias legales mucho más adictivas y perniciosas: el alcohol y la gasolina. Y con tal de asegurar el aprovisionamiento de esta última, George W. Bush, alcohólico —como quién sabe quién acá en México—, estaba librando otra guerra, contra el mundo árabe. El caso es que Vonnegut daba la voz de alerta sobre lo que se vendría por nuestra dependencia a «la droga más adictiva y destructora de todas, y de la que más se abusa»: un síndrome de abstinencia que, cuando la escasez sea absoluta, seguramente comenzará de modo muy parecido a lo que hemos visto estos días.
¿Qué debió ocurrir para que el arranque de 2019 en México fuera como despertar en Mad Max? Jamás lo sabremos bien (es decir, no lo sabremos), pero conocer las causas —en este país de impunidad eso jamás sirve para que se haga justicia— es menos útil que tomar providencias ante los modos en que se está «manejando» esta crisis. Si no está a nuestro alcance la verdad, por lo menos deberíamos poder contar con un mínimo de certidumbre, pero el desabasto de ésta crece al mismo ritmo que el de la gasolina, y ni uno ni otro se ve cuándo vayan a parar.
Así que hay que tomar nota, pues, de que el nuevo gobierno federal tiene una propensión manifiesta a distorsionar la verdad mediante el uso de fórmulas y eufemismos. La vieja conocida terquedad de no usar las palabras para lo que sirven. Y, ante eso, ¿cómo podremos surtirnos de palabras que no mientan? Ojalá hubiera más profetas con la puntería de Vonnegut. Pero ésa es otra consecuencia de esta emergencia: la profusión de intérpretes falaces y de agoreros perversos y la multiplicación de las multitudes que, en el trance de satisfacer nuestra adicción, no sabemos ni para dónde voltear.
J. I. Carranza
Mural, 10 de enero de 2019
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Entrevista a JIC, Canal 44 UdeG
La comunicadora María AntonietaFlores Astorga entrevista a José Israel Carranza para el Canal 44 de la Universidad de Guadalajara, a propósito de la presentación de «Tromsø» en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara de 2018.
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Dos centros
Fuimos a la Ciudad de México, movidos por la creencia de que el tiempo de vacaciones es idóneo para pasear allá. Y descubrimos enseguida que es una creencia falsa, pues, por más capitalinos que decidan desalojar esos días, nunca serán suficientes como para dejar las calles mínimamente transitables. (No obstante, el día de Navidad sí parecía aquello —el centro histórico— el gigantesco set abandonado de una película apocalíptica: todo cerrado, desolado, inmundo y siniestro). Hicimos algunas de las visitas de rigor: Bellas Artes (para ver la exposición de Kandinsky, que es una maravilla), Catedral (había dentro policías armados que nomás dejaban pasar a quienes iban a misa), a comer quesadillas sin y con queso… Y a Palacio Nacional, en cuyas entrañas descubrimos un insospechable jardín botánico que debe de contar como uno de los acontecimientos más insólitos en la vida de la ciudad. (Muy cordiales, por cierto, todos los policías militares que custodian el recinto, pero tanta obsequiosidad, así tan repentina, tiene algo de ominoso). La calle Madero es una maqueta muy elocuente que representa bien a este país desenfrenado: atestada día y noche, ensordecedora, los extremos de la sociedad que es posible atestiguar ahí conviene tenerlos en cuenta siempre para saber que nuestra realidad particular está inmersa en una muchísimo más compleja y disparatada que a veces se nos olvida.
Luego, ya sin hallar muy bien qué hacer aquí para seguir pasando estos días, fuimos a pasear al centro tapatío. Si uno está en la edad en que es preferible descansar que entretenerse, pero tiene al lado a una creatura para la que el aburrimiento es lo peor que puede haber en vacaciones, hay que resignarse y levantarse de la cama. De manera que tuvimos ocasión de comparar. Y lo cierto es que, ya con esa perspectiva, el corazón de Guadalajara está muy lejos de albergar la ruina y el desastre que pueden encontrarse en el de la Ciudad de México. Aquello es una locura casi irremediable. Aquí todavía puede haber esperanza para que sea un espacio vivible. ¿Qué hace falta? Yo me centraría en un aspecto: la basura. Que el Ayuntamiento limpie todo lo tiene que limpiar. A diario. Y con eso. Para empezar.
J. I. Carranza
Mural, 3 de enero de 2019
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Inocentes
En las reacciones desconcertadas que han ido sucediéndose tras las decisiones con que está debutando el nuevo gobierno federal —un gobierno que, para llegar a serlo, se abanderó en la esperanza y la ilusión, esos alimentos con que tanto engordan la decepción y el chasco— hay un aire generalizado de inocencia resquebrajada. La militarización del país, la ocurrencia imperante como garantía de que en adelante habremos de ir acomodándonos a una economía descabellada, el desdén de siempre —refrendado ahora con cinismo— por la cultura y la educación, la relegación del respeto a los derechos humanos y a los derechos laborales, el tren y las políticas energéticas ecocidas, la inminente depauperación del agro, la opacidad y la arbitrariedad ahora disfrazadas de consultas públicas… Cuanto ha ido conociéndose va suscitando una perplejidad que tiene su antecedente directo en el entusiasmo recabado con tesón por el líder del partido triunfante a lo largo de doce años.
¿En qué medida el resultado de la elección estuvo dictado por la inocencia? Podría pensarse que, tras décadas de presenciar el desastre, la inocencia —entendida como una forma de comprensión de la realidad— habría sido extirpada de la conciencia nacional. Pero ya se vio, entonces, y está viéndose más ahora que revienta por todos lados, que sigue decidiendo de modo determinante nuestra pobre inteligencia de lo que ocurre. Sobran las razones para que hace mucho tiempo la hubiéramos perdido o, al menos, hubiéramos aprendido a estar alertas ante los fracasos a los que siempre nos conduce. Pero no: en la historia reciente, llena de horror y miseria y sangre, nos hemos aferrado a la inocencia y ésta no ha hecho sino depravar más el presente.
Desde que conocí su explicación, siempre me impresionó que la conmemoración de los Santos Inocentes tuviera su origen en una masacre espantosa, y creo que algo hay de siniestro en que sea ocasión de hacer bromas y timos. Ahora, a la vista de lo que pasa, pienso que es el día óptimo para reconocer esa causa de nuestro destino: somos unos inocentes.
Si acaso no es pecar —más— de inocencia, feliz año nuevo. O, al menos, que sea menos cruel que los que nos han traído hasta aquí.
J. I. Carranza
Mural, 27 de diciembre de 2018
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¡Ahora resulta!
La esperanza duró hasta que se vio que los billetes no iban a alcanzar. ¿No alcanzan? Siempre hay, qué duda cabe, y siempre tendrían que alcanzar (pues alcanzan, y sobran, por ejemplo, para la propaganda y la «comunicación social», o para la existencia plena de los partidos políticos), pero el hecho es que, cuando se trata de cultura, ¿por qué diablos tendrían que alcanzar? Es más: se habrá podido asegurar y jurar en campaña que ahora las cosas serían distintas, y que el presupuesto atendería por fin la famosa recomendación de la Unesco, y que todos seríamos felices, pero en realidad nunca hubo la menor intención de que esas promesas fueran a cumplirse alguna vez. ¿Cultura? Sí, claro, lo que quieran… Además: el discurso sobado según el cual se toma a la cultura como ensalmo prodigioso para «restaurar el tejido social» sirve muy bien a las ilusiones que se venden, pues en esa formulita se descargan muchas otras responsabilidades que haría falta asumir con urgencia, pero que son más trabajosas. ¡Cultura para todos! Nomás que, a la hora de sacar los billetes, ya se vio que no.
Defraudados, contristados o furiosos, un piquete de artistas y trabajadores del sector fue a reclamar a los diputados. Su indignación, con todo y que es justa, no deja de ser algo patética. ¿Pues con quién creían que estaban tratando? ¿En qué país creían que estaban? Es un poco triste ver cómo se les derrumba la fantasía de haber llegado a una nueva era en la que habría de imperar la sensatez. Pero sólo un poco: también se lo tienen merecido. Porque hizo falta lo que ahora temen para que se pusieran críticos por fin, porque han dejado pasar tantas incongruencias y tantas estupideces y tanta mentira, para, ahora sí, exaltarse. Y fueron a mostrarle su estupor al diputado stripper (¿y cuando ese diputado fue designado titular de la Comisión de Cultura qué dijeron?). El actor Giménez Cacho se sorprende: «La prioridad de este gobierno no está en la cultura. Entonces todo lo que se dijo al respecto se llama demagogia; si no está soportado por un presupuesto, se convierte en demagogia». Y salieron sin conseguir nada, nomás fueron a hacer muina.
Que se vayan acostumbrando. Y todos nosotros también.
J. I. Carranza
Mural, 20 de diciembre de 2018
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Venta nocturna
Puntualmente, cumplimos con el ritual de ir a una venta nocturna. Como si no tuviéramos memoria, o, más bien, como si la que tenemos no nos sirviera de gran cosa. Hace dos años fue para comprar una impresora, que había tenido el pésimo gusto de amargarnos la Navidad con su suicidio; el año pasado, lo que urgía era comprar una estufa, pues de lo contrario no sólo no habríamos tenido cena navideña, sino probablemente tampoco casa, pues el gas que se fugaba amenazaba con hacernos volar por los aires. Son cuestiones de urgencia, siempre, y siempre en estas fechas. Y esta vez fue la lavadora, que enloqueció por fin. Y allá fuimos, sin recordar que la reposición de la impresora nos había metido a una vorágine espantosa (cuando caímos en la cuenta, llevábamos siete horas metidos en un centro comercial, oyendo los villancicos de Pandora), ni tampoco que la búsqueda de la estufa ya nos había revelado la tomadura de pelo que suelen ser esas «baratas» frenéticas (acabamos hallándola, realmente barata, en otro lado).
Sólo hasta que estábamos ahí nos percatamos de que habíamos caído de nuevo en la treta. Una venta nocturna de una tienda departamental en los días en que el aguinaldo tintinea en el monedero (y anunciada, además, como ¡la última del año!) es la ocasión menos indicada para comprar algo que se necesita: los precios están de tal modo inflados que, aun con el 30 por ciento de descuento, más otro 30, y algo más que pretenda hacerte el vendedor porque le caíste bien, siguen quedando inflados; encima, la mercancía sólo te la entregarán hasta mediados de enero. ¿Y mientras qué íbamos a hacer? ¿Nos íbamos a ir a lavar la ropa al río? Esta perspectiva nos disuadió, y, felizmente, dimos con la solución en otra tienda que no alardeaba de tener grandes ofertas (y donde las lavadoras no costaban lo que un coche) y que en tres días hizo su entrega sin mayores problemas.
Nos salvamos, pero ¿por qué estuvimos a punto de ser estafados? Sigo preguntándomelo. Tal vez porque, en Guadalajara, parte sustancial de la Navidad consiste en asistir a ese ritual agobiante y enloquecer como toda la gente. Y no hay tradición, por absurda que sea, que no tenga su encanto. Por retorcido que sea.
J. I. Carranza
Mural, 13 de diciembre de 2018
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En estos momentos
Las inflexiones decisivas de la historia sólo es posible reconocerlas cuando ha pasado el tiempo suficiente para contemplar con algún sosiego lo que sucedió. Por tanto, creer que se está viviendo un momento de quiebre por el cual el futuro ya no será lo que iba a ser, y creer además que es posible desentrañar ya el significado de los acontecimientos actuales, supone, en el peor de los casos, un exceso de ingenuidad. Y, en el mejor —como les pasa a muchos mexicanos ahora mismo—, es una convicción en la que se mezclan la esperanza de que lo que ocurra sea lo más favorable que tenga que ocurrir (o bien lo peor, para quienes experimentan esa convicción cargados de temores), la ilusión de que las palabras que oímos y los hechos que empezamos a presencia están fundados en la verdad (o la sospecha de que todo es mentira, para quienes se atrincheran en su recelo), y también (para optimistas y para pesimistas) una actitud de renuncia a la necesidad de la reflexión crítica, de la ponderación juiciosa de hechos y palabras, de la perspectiva que brinda la memoria, en lugar de todo lo cual se da preferencia a las efusiones de simpatía o franco entusiasmo, o bien de antipatía o declarado horror.
Dicho de otro modo: ni lo que parece más insólito en estas supuestas transformaciones o refundaciones es en absoluto inédito, ni tampoco lo más previsible deja de tener su novedad. Pero es un tiempo propicio para los agoreros, de un signo u otro, y ello quizás se explique en parte porque la realidad urgente de la que hay que ocuparse es tan espantosa y parece tan irremediable que preferimos abocarnos a la profecía y a la conjetura y a la figuración temeraria de que sabemos para dónde vamos. Yo no tengo idea, y me pongo en guardia contra cualquiera que afirme reconocer alguna señal que indique el rumbo. También es tiempo de fanatismos, y de desfiguros sin cuento, y de discusiones tan encendidas como insustanciales, todo lo cual sólo quita el tiempo que más nos valdría dedicar a trabajar. Nada nunca es para tanto, y menos en este país que hace mucho dejó de conducirse por ninguna lógica ya no digamos funcional, sino ni siquiera discernible, y que, sin embargo, asombrosamente sigue existiendo.
J. I. Carranza
Mural, 6 de diciembre de 2018
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Razón de más
Treinta y dos otoños sin faltar uno solo. Estos últimos días he estado imaginando que regreso a la FIL con el azoro de los primeros años intacto: la fascinación que experimentaba por el hecho de que hubiera tantos libros en el mismo lugar, por la posibilidad de conocer a quienes los escriben y porque todo eso sucediera en mi ciudad. Seguramente cuando entendí de qué se trataba —debió de ser en la segunda edición: a la primera vine a echar relajo con mis compañeros de la prepa, en un camión secuestrado, como se usaba— decidí que habría de dedicarme a lo mismo que hoy me tiene aquí: el periodismo y la literatura. No sólo fui aprendiendo a leer, sino también a creer en que la lectura es una forma óptima de averiguar de qué se trata todo, la realidad que habitamos y lo que nos toca hacer en ella. Claro que entonces no intuía siquiera eso: lo que más me gustaba era encontrarme aquí con mis amigos, fabricar las anécdotas que habrían de darle forma a nuestra memoria futura, procurarme los hallazgos con que iría haciendo mi biblioteca. Dada la profusión de ocasiones que cada año tenía a mi alcance para obtener nuevos descubrimientos, en estos nueve días siempre anhelados que jamás se me habría ocurrido perderme, una parte importante de mis juicios se ha modelado aquí. Y también buena parte de mis afectos centrales.
Es cierto que, al paso del tiempo, lo que he presenciado y lo que he vivido en la feria me ha hecho desear que muchas cosas fueran distintas: he deplorado que dejara prosperar la voracidad comercial en detrimento de su carácter de festival cultural, que su rumbo esté dictado por las veleidades políticas de quien reina en ella, que la frivolidad y la estupidez hayan ido ganando cada vez más terreno. Pero siempre me quedo con la boca abierta por la capacidad que demuestra el equipo que la organiza y, sobre todo, por las cantidades industriales de felicidad que encuentra la gente que viene. Que esa felicidad no siempre sea la mía no importa. Me importa, sobre todo, que siga hallándosela mi hijita, que aquí anda por octavo año consecutivo, y que en su vivencia de la FIL siempre haya modo de que le pasen cosas tan fundamentales como las que me han pasado a mí aquí.
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 2 de diciembre de 2018
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Listas vacías
El otro día me encontré a un amigo que año con año viaja desde lejos para estar en la FIL. Tiene, por lo general, varias actividades (como autor, como presentador), y siempre había aprovechado para traer una lista de los libros que se llevaría, pues es un gran lector. Esta vez lo vi con las manos vacías, o casi, pues apenas había comprado un par de libros, cuando en otras ocasiones desde el arranque llevaba ya un montón. Yo mismo, hace tiempo, di en traer siempre una maleta con rueditas, para evitar que mi columna vertebral sufriera tanto como mi cartera. Pero ahora los dos andábamos muy ligeros, y pronto vimos que nuestras razones eran las mismas. En primer lugar, los precios: ya es una insensatez pagar lo que pueden costar ciertos libros, y más cuando por lo general hay forma de encontrarlos más baratos, sean impresos o en formato electrónico, gracias a internet. (Ya sé que también hay cerros de libros baratos en la feria, pero nosotros tenemos la desgracia de necesitar o querer otros). Luego está el hecho de que los inventarios de muchas editoriales son casi idénticos cada año, y hace falta rebuscar mucho, y tener muy buena suerte, para ver si ahora se les coló algún título que no hubiéramos descubierto antes. Tengo cuatro años buscando uno que querría tener: nunca lo han traído. (Tampoco he de tener muchas ganas de conseguirlo, porque bien pude haberlo pedido ya en Amazon).
Como somos unos necios, y de todos modos nos gustaría comprar algo, nos dijimos lo que ya sabemos: lo que más sentido tiene es recorrer el pasillo de las editoriales independientes. Dado que a éstas siempre se les dificulta la distribución de lo que publican, es un hecho que sólo en la FIL podremos encontrarlo. También, claro, visitar algunos stands del área internacional: por no dejar. Y yo agregaría a esto algunas editoriales infantiles cuyos libros, si bien pueden estar al alcance en otros lugares y en otros momentos, sí conviene conocer en la feria, para comprarlos de una vez o para tomar nota de su existencia. Ahora bien: lo más probable es que en ninguno de estos tres escenarios vamos a hallar nada barato. Así que, también probablemente, seguiremos paseándonos, ligeritos y tristones.
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 1 de diciembre de 2018
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Del prodigio al eructo
Era inevitable que el eructo de Paco Ignacio Taibo II tuviera tanta resonancia. Aun cuando lo dicho no sea extraño que saliera de la boquita del próximo director del Fondo de Cultura Económica, el hecho de que lo haya soltado en la FIL amplificó su sonoridad y propició, también, el alud de reacciones airadas y ofendidas e indignadas. Dos cosas: una, ni que no supiéramos, desde hace mucho, quién es y cómo se las gasta este hombre que, a juicio de López Obrador, es el idóneo para hacerse cargo de una de las instituciones más respetables de la cultura en México. Y la otra: ¡ahora resulta que a todo el mundo le importa el Fondo! Pero ni modo, así estamos y así vamos a estar: de un lado el exabrupto colérico, vengativo y sarnoso, y del otro el espanto hipócrita, gemebundo y ridículo.
Ese día estaba yo paseando por el pasillo de las independientes y me encontré, en el stand de Impronta, una edición bellísima de El guardagujas de Juan José Arreola, realizada en impresión tipográfica por Ediciones del Triciclo. Se tiraron solamente 99 ejemplares, numerados, y el proceso fue largo, laborioso, pero sobre todo amoroso. Es claro que se trata de ese título porque éste ha sido el año del centenario de Arreola, y qué mejor forma de celebrarlo que así. De manera que, ante esa maravilla, me dio por pensar en la remotísima ocasión en que la FIL puso a platicar al escritor de Zapotlán con su amigo del alma Antonio Alatorre —recordaban a Rulfo entre los dos, y el fantasma de éste intervenía elocuentemente con su silencio. Eso me llevó a reparar en que tanto Alatorre como Arreola habían trabajado en el Fondo de Cultura Económica, como tantos otros nombres formidables que han trazado su historia. ¿Qué tuvo que descomponerse tan atrozmente en la cultura de este país para que esa historia terminara desembocando en esto?
Y, por otro lado, también habría que preguntarse (aunque seguramente la respuesta no es demasiado misteriosa): ¿por qué mucho de lo más notable que llega a suceder en la FIL, hoy en día, son los escándalos y los argüendes, la frivolidad de sus protagonistas más conspicuos y orondos, las sandeces que saben soltar ahí porque bien al tanto están de cómo retumbarán?
J. I. Carranza
Suplemento PERfil de Mural, 30 de noviembre de 2018