• Invisible

    Invisible

    Como no soy hotelero, no vendo artesanías ni preparo tostadas, no es que me preocupe mucho una posible escasez de turistas en el centro de Guadalajara; sin embargo, al verlos por los rumbos de San Juan de Dios, por ejemplo, sí me intrigan poderosamente sus motivos para haber elegido este destino, las figuraciones que pudieron hacerse antes de llegar y sus impresiones al conocer eso que les habían platicado o vendido. Deben de ser unos artistas de la ilusión, los agentes de viajes y los promotores turísticos que consiguen ilusionar a esa parejita joven de Minnesota, a esos señores mayores de Canadá que habrían podido elegir el Caribe y optaron por pasear en calandria, al grupo de franceses que se espantan las moscas y sufren por la asoleada mientras van camino del Cabañas, en plena Plaza Tapatía: ¡qué capacidad de fantasía! Y qué tremenda ha de ser la decepción que se llevan los engatusados, una vez que están aquí y ven la distancia entre la realidad y aquello que les ofrecieron.

          Desde luego, si esas maquinaciones llegan a fallar algún día, o si a los turistas potenciales les da por buscar fotos reales de lo que van a ver o se encuentran con los testimonios de quienes ya vinieron y anduvieron por el centro tapatío, la merma consecuente en los ingresos de hoteleros, artesanos y vendedores de tostadas podría ser trágica. No parece, sin embargo, que esa posibilidad sea muy temible: las condiciones que harían cundir la mala imagen de Guadalajara tienen décadas arraigadas en el ser tapatío, y aun así sigue viniendo gente todo el tiempo. ¿Por qué? Seguramente porque las suposiciones que el mundo puede hacerse acerca de lo que ofrece este rincón del mundo son muy singulares, y habrá millones de turistas entusiasmados por corroborarlas: la estridencia de nuestro folclor más vendible, así como el hecho de que pasear por aquí no sea tan caro como hacerlo en otros lados, son razones suficientes para garantizar que no dejará de haber autobuses repletos de turistas que trabajosamente se abren paso para meter pequeñas multitudes en el Centro Joyero.

          Así pues, no me apura tanto lo que cuenten sobre Guadalajara los turistas que hayan sobrevivido a la experiencia. Por ejemplo, antier: por Juárez, entre Molina y Degollado, quienes iban en el Tapatío Tour y podían apreciar, a su derecha, la magnífica fachada del Edificio Norman —un buen anticipo, ciertamente, de las maravillas arquitectónicas que quedan a lo largo de todo Juárez-Vallarta—.  Supongo que esos paseantes venían del mercado de San Juan de Dios, que habrán alcanzado a conocer con dificultades debido a la aglomeración de comerciantes instalados provisionalmente en las afueras gracias a que aún no terminan de repararse los estragos ocasionados por el incendio de hace cuatro meses. Bueno, pues lo que podían ver a su izquierda era un cerro de basura acumulado encima, por debajo y a los lados de unas papeleras atestadas; unos pasos más adelante —perdón— una guacareada monstruosa esparcida sobre buena parte de la acera, casi frente a la entrada de un hotel, y más adelante otro cerro de basura y —perdón otra vez— una mierda pantagruélica que alguien (no un perro, no un caballo: un ser humano) tuvo a bien deponer asimismo en la banqueta.

          Digo que no me apuran tanto los turistas porque lo que me consterna, en realidad, es lo que los habitantes de esta ciudad somos capaces de ya no ver, de ya no percibir. Pues aquella guacareada y aquella basura y aquella mierda —perdón y más perdón— estaban al paso del gentío que se mueve y hace su vida por ahí, que entra y sale de las tiendas, cargando bultos, tomando un tejuino, llevando a las criaturas de la mano, de prisa o calmudamente, viendo escaparates o el celular, esquivando los coches y la gente, comiéndose un vaso de fruta con chile, platicando, riendo, pensando en sus cosas… Y, por una suerte de capacidad de supervivencia desarrollada como adaptación al medio, cada quien evadiendo por reflejo la inmundicia y los charcos y las deyecciones, fijándose sin fijarse en dónde pisa. 

          (Por Pedro Moreno, dicho sea de paso, están llevándose a cabo unas obras de cambio de adoquinado, y parece una zona de guerra. Pero además hay esto: en la Plaza Pablo Neruda —donde están las tiendas de novias; por El Farolito, vamos—, inaugurada en ocasión del centenario del poeta en 2004, el desastre es pasmoso. De milagro no han terminado de romper a pedradas la doble escultura de vidrio en la que hay inscritos versos de Neruda. Y yo me preguntaba, ingenuamente: ahora que Guadalajara es Capital Mundial del Libro —whatever that means—, ¿no sería ocasión de rescatar ese lugar, supuestamente significativo para la cosa literaria?).            

    Evidentemente, las causas de que el centro de Guadalajara sea un asco inagotable se reducen a dos: la conducta de la sociedad marrana, sin más, que produce tanta porquería, y la mezcla de indolencia, ineptitud y cinismo de la autoridad que sencillamente se desentiende de limpiar. No tiene mucha ciencia, quiero creer. Al Alcalde Lemus, que le gusta tanto usar el centro como escenografía cuando se viste de charrito, y que a la mejor provocación suelta su porra: «¡Ánimo, Guadalajara!», ¿no le da vergüenza? O tal vez padece también de esa insensibilidad que ha ido apoderándose de toda la población y que nos impide ver. Y oler.

    Mural, 31 de julio de 2022.


  • Alatorre

    Alatorre

    En 1981, como fruto del aparatoso nacionalismo con que José López Portillo pretendía dejar su impronta en la historia de México, se creó por decreto la Comisión de Defensa del Idioma Español. Al año siguiente dejó de existir, cuando lo ridículo de su propósito no sobrevivió el cambio de sexenio y el país tenía cosas más urgentes de qué ocuparse —empezando por el desastre colosal heredado por aquel presidente que se sentía Quetzalcóatl encarnado—. Quienes ya teníamos tantito uso de razón entonces podremos recordar la campaña sangrona con que esa comisión pretendía corregirnos a los mexicanos tentados de usar expresiones «incorrectas» o voces extranjeras, sobre todo anglicismos, en las que se veía una flagrante amenaza a nuestra identidad.

          En una conferencia de 1986, Antonio Alatorre se burló de lo lindo de aquella iniciativa. Invitado por El Colegio de Michoacán, que organizaba un coloquio precisamente sobre el nacionalismo en México, recordó: «La gente de la Comisión, activísima, comenzó por preguntarnos a algunos “pensadores” cómo debería llamarse nuestro idioma. Yo contesté que nuestro idioma tiene nombre desde hace mucho y que se llama español. Carlos Monsiváis contestó más o menos lo mismo, añadiendo que, si tanto urgía rebautizarlo, él proponía que se llamara naco». Con esa forma suprema de la lucidez que es el sentido del humor, Alatorre demostró entonces lo absurdo de ponerse a defender algo que no necesitaba defensa, y denunció también la estupidez subyacente a todo nacionalismo: aún flotaba en el ambiente la idea de que la cultura mexicana había que salvaguardarla de invasiones («Obligar a los jóvenes a leer sólo libros mexicanos sería un intrépido acto de nacionalismo —y una insigne tontería», concluía Alatorre), y lo cierto es que de cuando en cuando esa suposición revive —como ahora mismo sucede: nomás hay que ver el rumbo actual del Fondo de Cultura Económica, el de la Secretaría de Cultura o el de los programas de educación básica.

          He estado acordándome de Antonio Alatorre porque mañana se celebra el centenario de su nacimiento. Y quiero creer, por las publicaciones que en las últimas semanas han estado evocándolo (la revista Luvina, de la Universidad de Guadalajara, por ejemplo, le dedica un rico dossier donde se incluye una extensa entrevista que le hizo Adolfo Castañón), que a casi doce años de su muerte sigue muy presente. Si no es así, habría que proponerse reencontrarse con él: puede hacer mucho bien a nuestra mejor comprensión de la literatura y de la cultura en general, así como a nuestra relación con el idioma que hablamos. Para empezar, ahí está la que quizá sea su obra más importante: Los 1,001 años de la lengua española, la apasionada y apasionante historia donde pone su profusa erudición como filólogo al servicio de una empresa tan admirable como emocionante («Esta historia es, en más de un sentido, la menos académica que se ha escrito», aclara en el prólogo. «Es la menos técnica, la menos profesional», dice, para explicar cómo se propuso ponerla al alcance de los lectores no especializados). Y, también, sus Ensayos sobre crítica literaria, compilación en la que despliega su amorosa vocación de crítico y profesor empeñado en la mayor claridad («He recorrido parcialmente un camino del cual dije que es largo y hermoso», escribe en un ensayo entrañable que enseña cómo leer provechosamente. «En ese camino, detrás de mí —es sólo una manera de decir— veo a los jóvenes, a los inexpertos, a los que todavía no saben leer bien, a los que hacen lecturas ingenuas e inmaduras. A ellos trato de ayudarlos»).

          En una entrevista de 1998, cuando recibió el Premio Nacional de Lingüística y Literatura, Alatorre le dijo a Antonio Bertrán, de Reforma, que le gustaba usar la palabra «pendejaditas» porque es «muy expresiva», y agregó: «Yo me río de los pulcros». Creo que esa declaración resume óptimamente la actitud de alguien que sabe para qué sirve todo lo que sabe. Conocedor profundo de la lengua y de sus infinitas posibilidades, lo guiaba la certidumbre de que ese conocimiento no puede desvincularse de la vida. Y, como la vida sólo tiene sentido si se hace con los demás, era inmensamente generoso. Me consta, y quiero permitirme una anécdota personal para dejar testimonio:

          Hace un millón de años, en una de las primeras ediciones de la FIL, mi amigo David Izazaga y yo nos animamos a acercarnos con Alatorre para regalarle un bonche de números de un suplemento cultural que hacíamos en el desaparecido periódico El Jalisciense. Nos inspiraba un gran respeto, desde luego, y seguramente pensábamos que iba a mandarnos por un tubo: éramos unos chamacos, por qué tendría que interesarle lo que hacíamos. Para nuestra sorpresa, no sólo nos agradeció calurosamente el regalo, sino que se sentó un buen rato a platicar con nosotros (venía a sostener un diálogo con Juan José Arreola en torno a la figura de Rulfo, era uno de los invitados estelares de la feria), y después de despedirnos lo vimos hojear con sincero interés nuestra publicación. Eso fue por la mañana; a lo largo del día anduvo cargando el paquete, no se deshizo de él en ningún momento (luego nos arrepentimos: ¡desconsiderados!). Y es fecha en que no puedo dejar de conmoverme al recordarlo: ¿quién hace eso?            

    Un sabio generoso e irrepetible. Nada menos.

    Mural, 24 de julio de 2022.

    Foto: Antonio Alatorre cuando estudiaba Derecho en la Universidad Autónoma de Guadalajara, en 1944-1945. (Cortesía de Miguel Ventura).


  • De jícama

    De jícama

    No hacía falta, seguramente, un artículo más sobre Echeverría. La sobreproducción de recordaciones desde que se supo de su muerte, a la tierna edad de cien años, acaso obedezca al hecho de que los mexicanos lo teníamos más presente de lo que creíamos, incrustado en la profundidad de nuestra psique. O bien, quizá sin que alcancemos a reconocerlo del todo, la impronta de ese expresidente en la vida nacional incluye una cierta proporción de nostalgia: con él terminó de quedar liquidado un modo de comprendernos que, por retorcido que fuera, al menos era preferible a la incertidumbre que hoy encaramos. Con Echeverría y sus igualmente deplorables secuelas más o menos sabíamos a qué atenernos.

          Así que toda la semana se ha ido en leer esas recordaciones, armonizadas por un consenso histórico que repite los contrastes entre el mandatario capaz de crear instituciones con sentido social y el represor sanguinario bajo cuyo régimen temible las libertades fundamentales en México peligraron más que nunca —o costaron más que nunca—. Emblema de la esquizofrenia patria, la figura estrambótica de Luis Echeverría cuando fue presidente —y algún tiempo después, mientras seguía moviéndolo el ansia de liderazgo internacional— produjo contradicciones que cincuenta años después vemos cómo nunca se resolvieron: quiso pasar por un estadista impetuoso, a cuyo imperio el país debía rehacerse y tomar el rumbo del progreso con justicia, pero terminó arruinándolo todo, y la población, ya mucho antes de sospechar la magnitud de sus estropicios, lo tildaba de imbécil. Así que ¿qué era, finalmente? ¿Un malvado o un estúpido? ¿Y cómo fue posible, cómo se explica que nada hubiera podido frenarlo?

          Ya he contado alguna vez cómo los domingos me gusta platicar un rato con don Mario, que me vende los periódicos en la esquina de Morelos y Américas. Así que hace ocho días salió el tema del difunto, claro. «Se murió y me debía», me dijo don Mario, con una sonrisa amarga. Creo que ésa es la formulación más justa del sentir nacional: la constatación de que el daño ocasionado nunca tuvo reparación y se nos quedó a deber. Ya se han explicado las sutilezas legales que revistieron el proceso por genocidio que se le instruyó a Echeverría y cómo, en un sentido al menos teórico, no se fue del todo limpio, e incluso hubo de cumplir un tiempo de arresto domiciliario (o como se diga). Pero no es lo mismo que haberlo visto tras los barrotes, cosa que nunca se nos hizo. ¿Y por qué eso no pasó? O, planteado de otro modo, ¿qué tuvo que pasar, sistemáticamente, a lo largo de casi cincuenta años, desde que le entregó la banda presidencial a José López Portillo, para que las fechorías, las estupideces, los excesos y, en fin, los crímenes de Echeverría no tuvieran castigo?

          Hay un meme que me da mucha risa cada que me lo encuentro: en la primera imagen está un gatito sentado a la mesa del comedor, con expresión resignada, como suspirando, y dice: «Bueno, pues ya fue…»; en la siguiente imagen, el mismo gatito agrega, furioso: «¡¿Pero sabes lo que más me encabrona?!…». Así hemos estado con esta muerte: acordándonos de repente de todas las que Echeverría nos quedó debiendo, y tal vez lo que más cala es que esa vida larga que tuvo la pasó a salvo de que nadie le ajustara las cuentas, mientras el país se fue desbarrancando de crisis en crisis, con devaluaciones, deuda externa, inflación recurrente, en la profusa producción de políticas inservibles (y de políticos viles) y errores irreparables, de tal forma que sólo pudieran prosperar la impunidad, la corrupción, la ignorancia, la desigualdad, la injusticia en todas sus variantes y, al fin, el crimen en todas sus presentaciones, hasta llegar a este tiempo ensangrentado en que nos anegamos. No sólo no hicimos nada con el que prendió aquellas mechas, sino que además fuimos abriéndole camino a los que vendrían después para terminar de arrasar.

          Yo nací en aquel sexenio y recuerdo claramente un chiste de los que circulaban en torno a la presumible idiotez del presidente: según esto, un día andaba de gira en un entorno rural muy pobre, y de pronto le dio sed y les ordenó a sus gatos que le compraran un Seven de jícama. Todo mundo entró en pánico: ¿de dónde lo iban a sacar? ¡Eso no existía! «¡Quiero un Seven de jícama!», bramaba, rabioso, el Señor Presidente. Y ahí andaban todos, como locos, tratando de darle gusto. Hasta que alguien se atrevió a preguntarle si sabría dónde lo vendían. «¡Sí, en una chocita que pasamos!», explotó: «¡Había un letrero que decía: “Se vende jícama”!». Torvo, siniestro, salpicado de la sangre de Tlatelolco y del «halconazo» y responsable de torturas, desapariciones y asesinatos de quienes se atrevieron a oponérsele, enemigo de la prensa libre, déspota estrambótico cuyas ocurrencias hicieron reventar la economía, demagogo imparable, estrafalario aspirante a ser el adalid del Tercer Mundo, en el juicio de los mexicanos de su tiempo ya era tenido, sobre todo, por un sujeto ridículo y patético. Al menos ese parecer nunca tuvo por qué cambiar.

          No hacía falta, sigo creyendo, otro artículo más sobre Echeverría. Perdón: ojalá sea de los últimos, y ya pasemos a otras cosas más edificantes. Pero lo que menos hace falta —aunque dudo que hayamos llegado a entenderlo cabalmente— es sufrir a otro Echeverría.

    Mural, 17 de julio de 2022


  • Recordatorios

    En días pasados, en el ámbito de la literatura mexicana tuvo lugar una relativa conmoción que da qué pensar acerca de determinadas cuestiones atingentes a las configuraciones culturales de la realidad que habitamos, y por ello el episodio reviste interés, creo, más allá de lo anecdótico —que bien podría quedar sólo en eso, aunque sería una lástima: a ver si consigo explicar por qué lo creo—. Aclaro lo de «relativa» porque, a mi modo de ver, si se trata de decidir quién tiene la razón y quién no en la polémica suscitada, la cosa está fácil. Pero empecemos por los hechos, por cortesía para quien no haya llegado a enterarse:

          El pasado miércoles se entregó el Premio Xavier Villaurrutia a la escritora Cristina Rivera Garza por su novela El invencible verano de Liliana, en la que, según el acta del jurado «la autora narra con sobriedad y diversos recursos literarios y testimoniales la desgarradora experiencia familiar de un feminicidio no resuelto». Ese feminicidio es el de su hermana, concretamente, que tuvo lugar el 16 de julio de 1990. En una entrevista publicada en septiembre de 2021 en la revista Magis, Rivera Garza afirmó: «esencialmente es la historia central de mi vida», y a esa historia le dio forma a partir, sobre todo, de las cartas de Liliana («Siete cajas de cartón y unos tres o cuatro huacales de color lavanda»), de tal manera que la hermana asesinada pudiera dar su versión —que en realidad es la única que importa: en un artículo publicado en la revista Este País, la autora explica: «Si la sociedad patriarcal insistió en contar su asesinato en la clave machista de crimen pasional, que intrínsecamente culpaba a la víctima y exoneraba al agresor, mi hermana contó una historia distinta»—. Como también consigna el acta del Villaurrutia, «La novela reconstruye las atmósferas de finales del siglo pasado y advierte los signos de una violencia ominosa hacia las mujeres, que aún se sigue padeciendo».

          Pues bien, resulta que en la ceremonia del miércoles, el escritor Felipe Garrido (presente ahí porque preside la Sociedad Alfonsina, coorganizadora del premio) se sintió llamado a reconvenir a la autora porque, a su juicio, el feminicida «ocupa un lugar muy secundario en la novela». O sea: se puso a decirle a Rivera Garza cómo habría tenido que escribir, le dio ejemplos de novelas que «exploran los motivos, las formas de actuar, las justificaciones de los feminicidas», y, en suma, dejó manifiesta su inconformidad como lector, pues a todas luces, se infiere, quedó defraudado —y seguramente, desde su soberbia, convencido de que él mismo lo habría hecho mejor: prestándole más atención al feminicida, para empezar.  

          Evidentemente, la obra de Cristina Rivera Garza no necesita que nadie la defienda, y, si alguna vez pareciera necesario hacerlo, la propia autora se basta con su solvencia intelectual y con su integridad artística y cívica, como se vio en la respuesta que improvisó ante los disparates de Garrido: «Tenemos que verlas siempre a ellas, no a sus asesinos. A sus asesinos ya los vemos en todos lados». Insostenible desde que estaba siendo formulado, el inoportuno y condescendiente reproche de Garrido sólo sirvió para exhibirlo como lector obtuso. Pero a mí se me hace que también puede aprovecharse para algo más:

          Por una parte, para tener bien presente siempre cómo la violencia contra las mujeres, en este país misógino y feminicida, está lejos de quedar erradicada, y en qué medida se instila y anida, insidiosa y tenaz, en todos los ámbitos de la vida, incluido desde luego el de la cultura. Porque vamos a ver: aunque la entrega del premio era la ocasión de reconocer el mérito de una escritora valiosa, no pudo faltar la voz del macho que se sintió llamado a rebajar esa valía, según él avalado por razones de índole literaria, pero en realidad movido por la íntima convicción de su propia superioridad. Conscientemente o no, da igual: no podemos estar dentro de la cabecita de Garrido para saber lo que se figuró, o lo que ha entendido después (si es que ha entendido algo): el hecho es que Rivera Garza no pudo recibir su premio en paz, sin tener que oír esa voz indeseable que la juzgaba y la menospreciaba.

          Y también, aunque en un plano menos importante (pero importante también), el desaguisado pone de relieve la necesidad de actualizar constantemente las comprensiones que tenemos del arte y de las formas en que da cuenta de la realidad: ¿quiénes, y en razón de qué, dirimen los rumbos de la cultura en México? Los acontecimientos más conspicuos de la literatura, como la concesión del Villaurrutia y lo que sucede en torno a él, por ejemplo, ¿a qué visiones están supeditados? ¿Qué nuevas significaciones tendrían que proponerse? Tal vez todo se reduzca a un asunto de relevo generacional, y, si es así, ya el tiempo irá poniendo las cosas en su lugar. Pero, mientras tanto, conviene recordarlo: toda presunta autoridad (¡ay, esos escritores con más carrera que obra, omnipresentes y nimbados de supuesta respetabilidad!) está destinada a volverse caduca, y llega un momento en que ya no hay que hacerle mucho caso. Como sea, lo bueno de esto que pasó es que la novela de Cristina Rivera Garza obtuvo una publicidad inesperada y será más leída, y seguramente de modos más fértiles que el que le alcanzó al profesor displicente.

    Mural, 10 de julio de 2022.


  • «¡Pásenle!»

    Nos habían traído como tontos, pero al final ya quedó claro: el año escolar para la educación básica en Jalisco concluirá el próximo 15 de julio, si bien los días que corran de aquí a entonces estarán reservados, se supone, para labores de «regularización» y para entregas de calificaciones. O sea, puro relleno. En realidad, las clases ya se acabaron, en la mayoría de los casos el viernes que acaba de pasar. Y originalmente estaba previsto, a nivel federal, que el año lectivo concluyera hasta el 28 de julio, presumiblemente porque habría hecho falta ese mes extra para compensar los desajustes obligados por los confinamientos. ¿En qué momento, y con qué fundamentos, se decidió que no harían falta esos ajustes? 

          Es el género de medidas que se toman de modo furtivo, intempestivas y a menudo arbitrarias, yo sospecho que aprovechando la vertiginosa ocurrencia de nuestra caótica actualidad para que nadie se dé cuenta. O, más bien, con la certeza de que nadie va a escandalizarse demasiado. De cualquier modo, en este país no hay motivo de escándalo suficientemente duradero o extendido como para que la autoridad rectifique el rumbo y repare sus trastadas: eso nunca va a pasar. Otra de esas medidas, también concerniente a la suerte que ha tocado a millones de educandos en tiempos de pandemia, es el mandato monárquico (México hace rato que sólo es una república en su imaginación) de no reprobar a ninguna criatura: que todo mundo pase de año, que nadie se rezague. Las explicaciones aducidas pueden pasar por justificables: las circunstancias imprevistas de los años recientes inevitablemente agudizaron la desigualdad en muy diversos órdenes de la vida, entre ellos el educativo, y por tanto hubo grandes porciones de la población escolar que se vieron en desventaja: porque no pudieron seguir estudiando o porque, si lo hicieron, tuvieron que continuar en condiciones muy adversas, etcétera. Así entonces, la intención sería evitar, hasta donde sea posible, que haya todavía más deserción: el niño no podía estudiar porque su escuela estaba cerrada y porque sus maestros se desaparecieron y nomás lo pelaban de vez en cuando por WhatsApp, porque en su casa tuvieron que sortear numerosas dificultades económicas, porque sencillamente no tenía manera, ¡y además reprueba y tiene que repetir el año!; lo más seguro es que su mamá razone que es por demás, que no tiene sentido, que no puede con la gastadera en útiles, así que mejor acabará sacándolo.

          De acuerdo. Sin embargo, la medida tendrá implicaciones que no está claro si se tuvieron o no en consideración. Por ejemplo, las consecuencias para los niños que, sin haber alcanzado a adquirir los conocimientos y las destrezas (o las competencias, como está de moda decir ahora) previstos en el nivel que dejan atrás, arriban al siguiente otra vez en desventaja respecto a los compañeros a los que les fue mejor. ¿No es, en cierto modo, condenarlos a un esfuerzo reduplicado, extenuante, y que no es seguro que dé frutos? ¿Y condenarlos también a un retraso permanente que irá costándoles cada vez más sobrellevar?

          Como profesor universitario, alguna vez yo me he jalado los cabellos al trabajar con estudiantes que sufren por carencias que vienen arrastrando desde etapas tempranas de su formación. Algo, en algún momento de sus historias, salió tremendamente mal, y nadie prestó atención y nadie les ayudó a poner remedio. ¿Cómo es posible, me pregunto en esas ocasiones, que a este futuro abogado, que incluso ya ha comenzado a ejercer en un despacho, o a esta inminente ingeniera que va a salir a buscarse la vida en un mercado laboral feroz, o a este casi psicólogo que está por recibirse y está costándole tanto trabajo, nadie les haya puesto un freno necesario a tiempo, para que aprendieran, por ejemplo, a escribir un párrafo con un mínimo de coherencia? Lagunas vergonzosas en la información de que disponen, una dolorosa ignorancia en materias básicas, prejuicios, confusiones, analfabetismo pasmoso, vacíos vastísimos en eso que antes se llamaba «cultura general», incapacidades diversas y atrofia de habilidades fundamentales… Numerosas taras, en fin, que han venido arrastrando a lo largo de sus vidas sin que nunca pareciera necesario detenerlos para corregir. 

          Como estará pasándoles, ahora mismo, a millones de niñas y niños mexicanos que no alcanzaron a aprender todo lo que debían, y a los que aun así, por orden del monarca, están diciéndoles: «¡Pásenle!». Y es que, además, no hay ninguna esperanza de que la educación en México vaya a tener una mejoría sustancial y suficiente en los próximos años (o en las próximas décadas: de aquí a unos dos siglos, quizá) como para reparar el desastre presente. A lo mejor, el chamaco que llega de panzazo de tercero a cuarto no va a tenerla tan difícil; pero ya que entre a quinto lo quiero ver, chillando porque no entiende nada. Y lo más triste es que, de sostenerse esta política, su frustración seguirá creciendo y acompañándolo durante toda la secundaria, y si nada lo impide (y si tiene la suerte de proseguir su vida escolar) así pasará por la prepa, y llegará el día en que yo lo tenga en la universidad frente a mí, desvalido, mirando a sus compañeros como desde otro planeta, sin saber absolutamente nada de lo que tendría que saber, y cuando ya sea demasiado tarde.

    Mural, 3 de julio de 2022.


  • Ibargüengoitia vs. Alatorre. Recuerdo de un agarrón

    Ibargüengoitia vs. Alatorre. Recuerdo de un agarrón

    En 1982, Antonio Alatorre y Jorge Ibargüengoitia estelarizaron un episodio de la crítica literaria en México que, en su momento, pudo apreciarse como la ocasión inmejorable de que ambos autores mostraran sus posiciones en torno al uso de la historia como materia prima de la ficción, así como sus respectivos talantes como lectores. Vista a cuarenta años de distancia, esa polémica no ha perdido un ápice de su vigor, y su recordación puede promover la añoranza por un tiempo, acaso irrecuperable, en el que el acontecimiento de la literatura en México frecuentemente alentaba la discusión lúcida y apasionada, en buena medida gracias a la existencia de espacios propicios (revistas y prensa cultural que casi en su totalidad han desaparecido) y, sobre todo, gracias al hecho de que esos espacios eran habitados por presencias como las del guanajuatense y el jalisciense. Claro: uno querría que autores como éstos no se murieran nunca, pero se mueren, de modo que tiene poco sentido lamentarse por sus ausencias. Podemos, sí, jugar a pensar en la falta que hacen en nuestro desabrido presente, pero también cabe preguntarse qué tuvo que pasar, en la cultura mexicana, para que nadie hubiera llegado a animar las cosas del modo en que ellos fueron capaces de hacerlo. No es difícil imaginar los artículos que Ibargüengotia podría estar despachando para desmontar el disparate nacional que ha prosperado de modo incontenible desde que tuvo lugar el desdichado avionazo en Barajas, ni tampoco las novelas que pudo haber urdido con los hechos que han surtido nuestra desgracia y nuestra desesperación a lo largo del último medio siglo (¿cómo tendría que concebirse una empresa equivalente a Las muertas en este país asesino de mujeres que pisamos hoy?). Pero tampoco es fácil explicar que, en el tiempo transcurrido desde su muerte, la reconsideración de la historia que se haya propuesto la literatura en México no tenga, ni de lejos, los alcances de títulos como Los relámpagos de agosto o Los pasos de López. ¿O será que proezas semejantes son impensables debido a que, antes que novelistas capaces de dichas proezas, lo que verdaderamente nos ha faltado son críticos como Alatorre? Quitemos lo de «críticos» y dejémoslo solamente en lectores: bien decía el autor de Ensayos sobre crítica literaria que, en rigor, no había diferencia entre una cosa y otra, más allá de que el crítico se sienta impelido a dar a conocer sus pareceres…

    Para seguir leyendo: Luvina 107, verano de 2022.

    Foto: Antonio Alatorre, maestro de secundaria, Guadalajara,1948. (Cortesía de Miguel Ventura).


  • Definición

    Definición

    Tal vez no sea difícil responder, de aquí a unos años, qué hacíamos cuando nos enteramos de que asesinaron, en Chihuahua, a dos padres jesuitas y al hombre al que trataron de ayudar. En casa, lo oímos por la radio, muy temprano, mientras nos alistábamos para el trabajo y la escuela. Habrá quien vio la noticia en la televisión, al desayunar o más tarde, o en la noche, o la leyó en el periódico, quizás, o la supo por alguien que la supo primero; habrá quien se la halló en las redes, también en las primeras horas del martes —ahí fui yo a corroborar lo que decían en la radio, y de inmediato me salió el tuit de la periodista Marcela Turati con el testimonio del «Pato» Ávila, otro jesuita que sirve en la Tarahumara—. Por poco que acostumbre asomarse a la actualidad noticiosa, aun al más despistado le habrá tocado saber del asunto, que pronto cobró resonancia y fue configurándose como un doloroso colmo de la violencia demencial que se ha apoderado del país.

          Tal vez estos asesinatos y la notoriedad que han tenido perdurarán en el recuerdo de la sociedad mexicana como la marca del momento en que pudimos saber si nos salvábamos o si nos condenábamos. Si prevalecieron la maldad y la locura a la que se deben los cientos de miles de asesinatos y desapariciones que saturan nuestro presente, o si fuimos capaces de escapar del infierno que hemos dejado prosperar y que amenaza con terminar de devorarnos. (Escribo «maldad» y «locura» tras desechar otros términos que ya son insuficientes, como «injusticia», «impunidad», «corrupción», «ilegalidad», «criminalidad» y demás. Nuestro pasmo ante la sanguinaria realidad que habitamos acaso se deba, en buena medida, a la cortedad del lenguaje que empleamos para nombrarla, en especial cuando quienes la nombran están interesados en atenuar su horror, o bien lo quieren hacer desaparecer, empezando por el presidente de la República, manipulador contumaz cuyo discurso ladino, cínico, hipócrita y falaz lo conduce siempre, en su inacción o su ineptitud, a escurrir el bulto con el cuento del «fruto podrido» que heredó del pasado).

          O tal vez, por el contrario, estos asesinatos, pese a lo absurdos y crueles y horribles y detestables y desgarradores que son, terminemos por olvidarlos. Tal vez acaben por no significar nada en el paisaje siniestro que nos contiene y por donde vamos con nuestros sueños, nuestras felicidades, nuestros amores y nuestros afanes al lado de los miles y miles de rostros que nos miran desde los papeles que alguien ha pegado en miles de postes y bardas con la leyenda «Desaparecido», mientras bajo nuestros pasos estará ya creciendo una fosa clandestina más adonde han venido a tirar más cadáveres, mientras es pura cuestión de suerte que no hayamos tenido que tirarnos al suelo en una balacera para no terminar con la cabeza reventada, mientras no se han llevado a alguien que estaba junto a nosotros, mientras los contadores del gobierno y de los periódicos siguen sumando más y más cifras de todos los crímenes imaginables que tampoco significan nada.

          Hay una maquinaria poderosa que trabaja a marchas forzadas para eso: para que olvidemos, o para que no nos enteremos. O bien, para que, si nos enteramos, de inmediato algo nos distraiga. A decir verdad, el funcionamiento de esa maquinaria es burdo, tanto como para que, por ejemplo, su operario principal, en medio de una situación de emergencia como la acontecida esta semana, se disfrace de beisbolista en un día hábil y haga difundir la grabación del partido que se puso a jugar, exultante, satisfecho, dizque conectando batazos, risa y risa. O están también sus comparsas, esa panda de impresentables serviles metidos a protagonizar la farsa de sus aspiraciones mezquinas, el deplorable elenco en el que descuellan quienes salen tocando la guitarrita o publicando sus números de WhatsApp (con eso estábamos entretenidos el día de la matanza en Chihuahua). Etcétera. En el calculado uso de la frivolidad y de la payasada se evidencia una de las caras más perversas de la clase política en México. Pero, por otro lado, la maquinaria trabaja óptimamente gracias al combustible que la mueve, y que parece inagotable: nuestra acomodación a la convicción de que las cosas son como son y no hay remedio. 

          Cada vez más blindados contra el asombro, por no hablar del estupor o de la indignación, ante cada nueva atrocidad a los mexicanos sólo parece cabernos la certeza, resignada o hastiada, de que la siguiente será todavía peor, y tácitamente refrendamos esa aceptación: nada tendría por qué ser de otro modo. Con esa conformidad cuentan quienes verdaderamente mandan en este país: los que tienen las armas y los que tienen el dinero. Y a sus fieles sirvientes —es decir, los funcionarios en turno en todos los órdenes de gobierno y los supuestos representantes populares— los tienen alentándola incansablemente: aturdiéndonos con sus riñas, sus imbecilidades, sus ridiculeces, sus ambicioncitas rastreras.            

    ¿Llegará a ser éste el momento de caer en cuenta de la anomalía monstruosa en que nos hemos convertido? Ningún asesinato tiene sentido. Pero ojalá que los asesinatos del lunes 20 de junio en Chihuahua den ese fruto, así como dieron tantos frutos las vidas de los padres Javier y Joaquín, esas vidas que les quitaron por querer ayudar a un hombre que estaban matando.

    J. I. Carranza

    Mural, 26 de junio de 2022


  • Corrección

    Corrección

    Mi apreciación podrá ser muy básica, desde mi propia experiencia como lector, como escritor y como profesor, sobre todo, y carecerá de los matices que tendría si alguna vez hubiera profundizado sistemáticamente en el estudio de la cuestión. No obstante, confío en ella como quien tiene suficiente con saber que el fuego quema, que el chile enchila y que la luz se prende al picarle a un botoncito. Dicho de otro modo: lo que entiendo respecto al correcto uso del idioma consiste en un puñado de certezas eminentemente prácticas, según yo evidentes, no discutibles y, por tanto, no negociables (no te vas a poner a alegar con la lumbre, con el jalapeño o con el foco).

          La primera certeza es, desde luego, que ese uso correcto existe, así como el incorrecto. Imagino que debí de ir amasando esta noción desde las primeras etapas de mi apropiación de la lengua materna. Del mismo modo que le pasa a todo mundo, supongo, mi descubrimiento progresivo del idioma habrá sido también el de los aciertos y los equívocos que otorgan utilidad a ese descubrimiento: la mera instrumentalidad con que las palabras nos muestran el mundo y nos instalan en él, brindándonos a la vez las posibilidades acaso infinitas de interpretarlo. Que desarrollemos destrezas para corroborar lo atinado y lo desatinado de esas interpretaciones depende de que vayamos reconociendo el funcionamiento de las palabras, y ese reconocimiento lo facilita, por así decirlo, el ordenamiento preestablecido que las palabras traen consigo conforme nos encuentran. (Ahora mismo que estoy dándole forma a esta certeza, caigo en la cuenta de que sí, alguna vez llegué a profundizar en la cuestión, tratando de abrirme paso a través de la espesura de autores como Dilthey, Heidegger, Wittgenstein o Gadamer. Lo digo no para jactarme de ninguna proeza —salí de esa selva más bien exhausto y aturdido, aun cuando conté con la guía de estupendos profesores—, sino sólo para admitir de inmediato que esto que apunto ni es nuevo ni lo estoy diciendo del mejor modo. Pero es lo que tengo).

          La siguiente certeza es, pues, que ese ordenamiento estaba dado y ya operaba antes de revelársenos —las generaciones precedentes de hablantes fueron configurándolo—, y carece de sentido querer ignorarlo. La lengua ha de utilizarse como está prescrito. Negarse a ello a sabiendas es necio y fatuo y sólo produce incoherencia y confusión y ruido. Por eso me da una pereza infinita siempre que alguien se quiere transgresor y se arroga facultades para transgredir la norma. Dejando esos casos a un lado —pues, al cabo, nunca importan—, pienso más bien en la desventura de quienes no saben usar la lengua como se debe porque nunca pudieron aprenderlo. Porque es posible aprenderlo, siempre, y ésta es mi tercera certeza.

          Hace algún tiempo, fui invitado a un grupo de trabajo al que se había encomendado delinear los principios sobre los que tendría que construirse un instrumento de evaluación para certificar el dominio del idioma español. Entre lingüistas, escritores, filósofos, pedagogos, etcétera (y tampoco lo platico para presumir: nunca supe bien por qué me invitaron), fue una labor fascinante la pesquisa de los indicios más fiables para demostrar ese dominio. Y recuerdo en particular algo que me hizo ver el llorado Sandro Cohen, poeta, narrador, crítico, editor y maestro admirable que dedicó buena parte de su vida a enseñar a escribir (su libro Redacción sin dolor ha brindado ayuda a multitudes a lo largo de casi tres décadas): la buena ortografía, me explicó, es lo que menos habría de tenerse en consideración, porque, si bien es indispensable, es lo que más fácilmente se adquiere. «Si una persona no conoce las reglas de acentuación», precisó, «en una mañana lo solucionamos. Y si alguien no tiene ni la más remota idea de nada, con una semana que le dediquemos es suficiente».

          No sólo la ortografía: toda la normatividad de la lengua es asequible para cualquiera que se proponga hablar bien y escribir bien. La dificultad mayor, no obstante, radica en que ese propósito llegue a anidar alguna vez en alguien que no haya tenido la suerte de haber aprendido lo que hay que aprender. Y es que, trágicamente —es decir: como si fuera un destino maldito—, lo más común es que el ignorante no sepa nunca que lo es. Las causas posibles son incontables, pero desembocan siempre en una educación deficiente. Como digo, siempre hay remedio. O eso quiero creer. Pero pasa también que, en circunstancias adversas como las que surte el presente que habitamos, ese remedio parece innecesario. En este país en el que la educación básica es un fracaso inveterado, otras cosas parecen —y son— más urgentes. No morirse de hambre, por ejemplo.

          Por eso —y arribo así a mi última certeza—, poco caso tiene desesperar por el nivel ínfimo del manejo del idioma que exhiben a diario incluso quienes han pasado por una formación que debería bastar para enmendar sus deficiencias. «La corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad», observó el escritor italiano Claudio Magris. Es una afirmación intimidante, y yo querría no creer en ella. Pero, a la vista de la descomposición moral de nuestra realidad, de la depravación que ha alcanzado, no es descabellado pensar que la imposibilidad casi absoluta de esa corrección confirme esa sentencia.

    J. I. Carranza

    Mural, 19 de junio de 2022


  • Una de dos

    Una de dos

    Al declarar una preferencia o una aversión personalísimas se corren dos riesgos: uno, que a nadie le importe y la indiferencia del mundo reafirme nuestra insignificancia, si creemos que eso que declaramos nos define. Nada extraordinario hay en ninguna manifestación del propio gusto, por insólita que pueda parecer. Adolfo Bioy Casares señaló la ridiculez extrema de quienes se jactan de sus supuestas peculiaridades, como si desafiaran con ellas el orden establecido, cosa que en este mundo sobrado de excentricidades es del todo baladí. Además, los gustos no son discutibles ni hay unos mejores que otros: creer lo contrario sólo conduce a proselitismos estériles y discordias ociosas.

          La incomprensión de los demás nos arrincona en una soledad no por aparente menos pesarosa: el obsesionado por el curling, la devota del color rosa o el entusiasta de la zarzuela son proclives al desamparo por creer que escasean quienes compartan sus inclinaciones. No es así: para todo hay gente, y mucha. Pero también, por el solo hecho de mostrarse en posesión de esos rasgos, a menudo descubrirán que también mucha gente les es adversa. Y éste es el segundo riesgo: la franca hostilidad de quienes, al saber que algo nos gusta o nos disgusta, se vuelven a mirarnos con una mezcla de espanto y ánimo de enderezarnos.

          Es lo que a mí me ocurre siempre que tengo la pésima idea de anunciar que detesto el aguacate.

          Aunque a nadie tendría por qué importarle, ya desde que alguien se entera encaro una perplejidad inevitable que pronto se torna exigencia de razones, para desembocar en una exhortación siempre un poco frenética a que caiga en la cuenta de lo descabellado que soy. 

          Por ejemplo, en una comida, cuando alguien pone a circular el guacamole y éste llega a mí, y declino y trato de que el gesto pase inadvertido, solicitando mejor el queso fundido. Nunca falta quien insiste en acercarme la compota nefasta, color vómito, y me alienta a catarla con un totopo. «No, gracias», digo. «¡¿No quieres guacamole?!», alza la voz quien ya me acusa ante todos los presentes. Ha descubierto a un tiempo mi infracción y mi castigo. «No, ahorita no, gracias», repongo, con firmeza pero con civilidad, para que no se insinúe ninguna voluntad de bronca. «¡¿Pero por qué?!», se ensaña ya la espeluznada conciencia de quien no pudo dejar pasar en paz mi decisión —por ejemplo pasándome el quesito fundido, que no vendrá ya, así yo claramente sostenga la tortilla lista para verla colmada y para que todos seamos felices—. Alguien más empieza el coro: «¡¿Qué?! ¡¿No te gusta el guacamole?!».

          Debo entonces carraspear un poco, bajar la mirada como quien admite una culpa inmerecida, buscar un resto de aplomo y encarar a la concurrencia: «No, no me gusta. No me gusta el aguacate». Y el coro crece: «¡Cómo es posible! ¡No! ¡A todo mundo le gusta!». Aturdido, lo que traduzco es: «¡Qué mal estás, qué equivocado, y qué lamentable e indigno y vil debes de ser!». Se me exigen razones, soy incapaz de darlas, y entonces el horror da paso a la conmiseración: alguien quiere mostrarme el buen camino: «¡Si es tan sabroso! ¿No sabes lo nutritivo que es y qué maravillas haría por tu salud y tu belleza?».

          En mi vida como enemigo de la fruta malévola he visto a sus adictos siempre persuadidos de las virtudes del ovoide color tumor que palpan con fruición antes de partirlo; cómo, tras sacar el hueso (rótula de un animal temible, bala inepta, pelota de ping-pong oligofrénica, muela recubierta de sarro asqueroso), admiran el resplandor radiactivo de la pulpa, un fulgor con la tonalidad del mejor gargajo, pero de inmediato proclive a la oxidación y, por ende, a trocarse desde los bordes en la coloratura excrementicia que terminará por denunciarlo: el aguacate, recién partido, es ya su propia descomposición evidente y ominosa. Y conforme la cuchara recaba esa manteca de consistencia sebácea y fría como tripas de serpiente, la cáscara queda exangüe mientras se acaba de despojarla del meconio al que se abrazaba con desgana y su flacidez recuerda una costra húmeda, un jirón de piel putrescente. Sea que vaya directamente al taco, sea que la espere el recipiente donde jitomate, cebolla y chiles se mezclarán con su infamia, la cucharada de aguacate —nieve sabor pantano, extrusión de la espinilla hipertrofiada de un duende indecente, dentrífico de las brujas, diarrea de Satanás— ya tiene a su consumidor colmado de dicha aun antes de haber llegado a su boca. Los adictos al aguacate lo devoran como si no hubiera otra cosa comestible en el mundo, y como si no importara. Encima, tienen una fe inconmovible en sus efectos salutíferos: piel lozana, cabello brillante, digestión irreprochable, energía, vigor, lucidez, buen dormir, felices sueños, alegría sin fin. Más que adictos son fanáticos, pues no quieren saber de discrepancias. Son intratables.

          Por eso ya debería haber aprendido dos cosas: una, que siempre será preferible un bocado espantoso antes que la animadversión de esos fanáticos (tragar rápido, un trago de cerveza, morder un chile para que el regusto se extinga). Y otra: como esta sociedad es invivible si uno se muestra reacio a comer aguacate, más valdrá resignarse y prescindir de la vida en sociedad. Dejar que la vida acabe de pasar con los propios gustos y disgustos a buen resguardo. Salvarse.

    J. I. Carranza

    Mural, 12 de junio de 2022


  • Ya llovió

    Ya llovió

    Detrás de su aparente superfluidad, en la expresión tapatía para afirmar que llueve se esconde, creo yo, una clave importante de nuestra tortuosa relación con el clima. «Anda lloviendo», decimos, lo mismo en cuanto las primeras gotitas caen sobre el parabrisas que cuando la tromba asesina ya está reventando la ciudad. Y lo decimos sin poder evitarlo, para nosotros mismos o para una audiencia específica o para que se entere el mundo, y generalmente se trata de una obviedad pasmosa: como si hiciera falta esa corroboración verbal para que la lluvia sea real y no una minuciosa alucinación. (Deliberadamente he usado este adjetivo, minuciosa, porque me lo puso al alcance el recuerdo del poema de Borges: «Bruscamente la tarde se ha aclarado / porque ya cae la lluvia minuciosa. / Cae o cayó. La lluvia es una cosa / que sin duda sucede en el pasado». Tal vez sea cierto que la naturaleza precisa siempre de palabras que constaten su ocurrencia, y, entonces, lo que los tapatíos hacemos al declarar «Anda lloviendo» tenga, en el fondo, connotaciones metafísicas muy sorprendentes: si no pronunciamos ese conjuro, ¿en realidad está lloviendo?).

          Pero, ojo: aparte de su función como rótulo innecesario de lo evidente, hay algo acaso revelador en el hecho de que la formulación contenga ese verbo activo, andar, como si así se quisiera subrayar la singularidad del fenómeno que se anuncia. Bien podríamos decir, como acabo de hacer al final del párrafo anterior, «está lloviendo», y la diferencia tal vez sería imperceptible, pero también significativa: el verbo andar entraña movimiento, lleva de un lado a otro, indica la transitoriedad de las cosas y el paso del tiempo. Aun cuando se dice de un reloj que «anda», y el andar de sus manecillas las lleva constantemente por el mismo rumbo confinado y en el mismo sentido, ese movimiento es el mismo de nuestro caminar. Andar es pasar; es llegar, estar e irse, todo a la vez. Y es un verbo enemigo de la permanencia y de la quietud, de la inmutabilidad y de lo eterno, es decir, de eso que no es la lluvia, esa movilización incontrolable de las almas y de las cosas, de las vidas individuales y del universo.

          Bien, pues mi interpretación es ésta: que nos sintamos llamados a decir «Anda lloviendo» entraña una sostenida perplejidad ante el fenómeno, un asombro que nos sobrepasa y se nos impone cada vez de modos insospechables: como si cada llovizna o cada tempestad, cada chipi-chipi o cada lluviecita enfadosa o cada tormentón desquiciado, con sus correspondientes consecuencias, fueran siempre algo inusitado y además imposible de prever o de esperar. Algo que nunca sabemos por qué ocurre, de dónde viene, qué dimensiones tiene ni qué alcances, y que sin embargo creemos que pasará; algo que anda por la ciudad, que se nos atraviesa o nos cae encima, que llegó y se va a ir, dejándonos tan atónitos como al principio, cada vez.

          Mi papá practicaba una especie de meteorología empírica que nunca fallaba, aun cuando no tuviera muchos más fundamentos que la práctica de la observación y la rigurosa convicción o la fe. Consiste —uso el presente porque yo heredé ese conocimiento, lo pongo en práctica siempre y quiero creer que tampoco me falla jamás— en los tres siguientes principios absolutos: si ves que los nubarrones se dirigen hacia el centro de Guadalajara provenientes de San Pedro, es seguro que la lluvia llegará y será abundante; si, en cambio, las nubes, por negras que sean, vienen del Cerro del Colli, se dispersarán por otros rumbos y no va a caer una sola gota. Por último, si el horizonte pintado de gris es el de la Barranca, y en esa dirección se ven a la distancia los relámpagos y desde allá soplan los vientos, puede que el agua llegue y puede que no.

          Tan útil es saber si lloverá como creer que se sabe. En especial en una ciudad como Guadalajara, donde toda precipitación refrenda nuestra inveterada ineptitud para enfrentar el temporal. Cada año, pasamos sin tregua de maldecir el calor que nos quema a maldecir los aguaceros que nos ahogan, y la primera tormenta (como la de antier, por ejemplo) es la misma película, siempre: árboles, postes y espectaculares por los suelos, coches aplastados, apagones, descomposturas de semáforos y tráfico desquiciado, choques, inundaciones, granizo, lodo, ramas, bocas de tormenta que lo devoran todo o que quedan ahítas con la inmundicia que a nadie se le ocurrió barrer antes, personas y vehículos arrastrados por la corriente, el tren ligero inservible, los túneles vehiculares inoperantes (en López Mateos, algún iluminado funcionario discurrió poner letreros luminosos que avisan si el túnel se inunda; lo malo es que nomás puedes verlos cuando ya estás con el agua hasta la ventanilla y trepado en el techo, mientras llegan los bomberos), los bajantes tapados, las goteras (¿cuándo teníamos que impermeabilizar?), ¡la ropa tendida en la azotea! Plaza Patria vuelta una fosa siniestra, Plaza del Sol como nuestra atarantada versión de Venecia, los rápidos que brotan en los alrededores del Parque González Gallo, y cada gran avenida convertida en un estacionamiento gigantesco y estúpido…

          Luego, todo cesa y se nos olvida. Hasta que otra vez nos asomemos a la ventana y, como cavernícolas, miremos sin comprender el agua que cae del cielo y digamos «Anda lloviendo». Otra vez.

    J. I. Carranza

    Mural, 5 de junio de 2022