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Épicos y fantásticos
Pletóricos de contradicciones y nimbados de mitos y malentendidos, los próceres principales de la historia patria son siempre figuras fascinantes, quizás en mayor medida gracias a los relatos que nos hemos hecho de ellos que a sus hazañas concretas. Estoy corroborándolo ahora que a mi niña, en tercero de primaria, están enterándola de esa materia. ¡Qué asombrosa es! La brevedad de la campaña de Hidalgo, por ejemplo, ¿cómo pudo dar cabida a lo descomunal de su empresa? Parece absolutamente fantástico que semejante épica haya podido desplegarse a lo largo de ese puñado de meses, desde la noche en Dolores y hasta que su cabeza fue a parar a la Alhóndiga —donde habría de secarse en una jaula de hierro y quedar ahí, exhibida como una monstruosa advertencia, ¡al menos durante diez años! Las precisiones que podrían hacerse a la justeza histórica de tales relatos importan menos, creo, que su poder de encantamiento. Y menos, también creo, que las consecuencias que tuvieron: en lo que deberíamos centrarnos es en el influjo de esos relatos en la conformación de nuestras conexiones emotivas con lo que somos.
A propósito de la emotividad, es muy justificable en esos términos que se haya reunido a Hidalgo con Morelos en los nuevos billetes de 200 pesos. Recuerdo que una vez, en el museo dedicado al segundo en Morelia, conocí la relación de las pertenencias que don José María llevaba consigo el día que lo fusilaron: el manípulo, la estola, un rosario, un misal… sus instrumentos de trabajo como cura, vamos. Pero también tenía un diccionario francés-español que le había obsequiado Hidalgo, con dedicatoria autógrafa. Esa noticia siempre me ha emocionado mucho: mientras andaba guerreando e inventando el país, Morelos estaba estudiando francés —y ese obsequio es testimonio de la simpatía que esa ambición habrá despertado en el otro cura, que había abrevado algo de sus inspiraciones de insurrección en sus lecturas de Voltaire y de los enciclopedistas. ¿Dónde habrá quedado ese diccionario?
Creo que sólo por eso está muy bien tenerlos juntos en el mismo billete. Lo malo es que para eso hayan desterrado a Sor Juana —aunque se ha anunciado que volverá, en los de 100 pesos: ojalá que sí.
J. I. Carranza
Mural, 12 de septiembre de 2019
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50 años rosas
Lo he contado en otro lado: yo sólo entendí por qué la Pantera Rosa se llamaba así cuando en mi casa hubo por primera vez un televisor a color. Habrá sido cuando mi mamá decidió que ya estaba bien de precariedad cromática y fue a Mayco a endrogarse (así se decía entonces, no sé si todavía: tener una deuda era «echarse una droga») para que viéramos las Olimpiadas de 1984 como la gente. Aquella tele también nos reveló la existencia del control remoto. En todo caso, llegábamos muy tarde a esas bondades que ya disfrutaban otros muchos hogares, pero hasta entonces mi niñez pasmada había transcurrido delante de una pantalla en blanco y negro, de aquellas que al apagarse conservaban un puntito que se iba haciendo pequeño hasta que desaparecía (era tan viejo el aparato que para subir el volumen usábamos un cotonete encajado donde debía ir el botón). Así que, cuando di en esa tele nueva con la que había sido mi caricatura favorita durante toda la infancia (apenas iba yo saliendo de ella, no sospechaba que aquel amor me duraría hasta ahora), cuál no fue mi asombro al ver el color de su protagonista. No lo podía creer. Seguramente yo pensaba que se llamaba Rosa, como bien pudo haberse llamado Juana o Evangelina.
En los años setenta y ochenta del siglo pasado, El Show de la Pantera Rosa era algo de lo mejor que los niños podíamos disfrutar en la limitada oferta televisiva a nuestro alcance. Hubo, claro, otros hitos, y cada quién sabrá por dónde tiran sus añoranzas más acendradas, pero estoy convencido de que ninguno alcanzó nunca la originalidad suprema de esa caricatura (igual, no sé si aún esté vigente este término: lo uso con mi hija —«¿Quieres cambiarle a tus caricaturas?», le pregunto— y se me queda viendo raro, como la vez que me sorprendió leyendo el periódico —en papel— y me dijo que eso era cosa de viejos). Insospechable siempre, estéticamente irreprochable, intrigante (y aun psicotrópica) y divertidísima. Y entrañable.
¿A qué vienen estas nostalgias? A que mañana se cumplen 50 años de que se transmitió el primer episodio. Había que festejarlo —y dejar para más adelante la reflexión anexa a esta efeméride acerca del paso del tiempo y del triunfo artero de la edad.
J. I. Carranza
Mural, 5 de septiembre de 2019
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Qué necesidad
Hace unos días, el Presidente tuvo a bien, para recordar a Borges, soltar un tuit que encapsulaba un disparate y un misterio, amén de la evidencia de que a su autor no le importa en realidad la obra de Borges —lo que tendría que justificar semejante gesto, si éste hubiera sido sincero. «Hoy recordamos a Jorge Luis Borges en el 120 aniversario de su natalicio», comenzaba diciendo. Para empezar: ¿«recordamos»? ¿Quiénes? ¿Los mexicanos todos? No, se trata del plural mayestático que le ha dado por usar, signo de la dimensión que entiende que su persona ha alcanzado al encarnarse un nosotros por ello inatacable. A mí, que sí soy lector de Borges, ese día ni me pasó por la cabeza recordarlo. Pero ahí es donde está el misterio: ¿por qué a los políticos les da por pavonearse de lo que no son, alardear de lo que no saben, hablar de lo que no comprenden? O, bueno, si no el Presidente, el que le redacta los tuits, ¿por qué sintió el impulso de componer éste, a cuento de qué, con qué objeto? Nadie iba a reprocharle al gobierno mexicano que no se acordara del escritor argentino. Y qué curioso, dicho sea de paso, que al hacer aflorar este nombre en su discurso, López Obrador emule a su aborrecido Vicente Fox, que rebautizó a Borges como «José Luis Borgues».
El habitante de Palacio Nacional ya ha dado muchas muestras de querer pasar por culto, o al menos por leidito, y además tiene la manía de estar impartiendo clases todo el tiempo. Y aquí viene el disparate: «Es de esos pocos intelectuales de derecha pero independientes de verdad y no fingía», continuaba el tuit. Borges se definía como «anarquista conservador», contradicción jocosa que establece bien como la adopción de bandos ideológicos lo tenía perfectamente sin cuidado. Y lo de que «no fingía»… ¿será que el león piensa que todos son de su condición?
En cuanto a la evidencia de que el Presidente no es lector de Borges, está en el chistorete, por demás zafio («De él retomo lo del “innombrable” que se lo aplicaba a Perón»): ¿en serio es lo único que le llama la atención del autor de El Aleph? Lo bueno es que remata diciendo: «Aparte de ello, era un genio de las ideas y de las letras». ¡Menos mal que viene a aclarárnoslo!
J. I. Carranza
Mural, 29 de agosto de 2019
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¡Sin forrar!
Por lo que he sabido, son cada vez más las escuelas que piden no forrar libros y cuadernos ahora que está por comenzar el año escolar. Cuando nos enteramos de esa nueva medida, nuestra alegría tuvo que abrirse paso a codazos ante la incredulidad. ¡Adiós a las horas de vacaciones desperdiciadas con la mesa del comedor atestada con útiles y reglas y cúteres y tijeras! ¡Nunca más la frustración horrenda que sólo conocen quienes tienen que luchar cuerpo a cuerpo contra los metros de esa materia indócil y cruel que es el plástico autoadherible! ¡Y las burbujitas! ¡Ya no sufriremos por esas burbujitas malditas que, por más que se alise y se aplane y se sobe y se haga todo en cámara superlenta, siempre terminan inflándose en la portada del libro de Español!
Entiendo que la medida tiene una inspiración ecológica, pues ciertamente se habrá de evitar con ella el uso de toneladas y más toneladas de plástico —que, además, no es nada barato. ¿En qué momento se popularizó el Contact? Yo recuerdo que mi primaria hacía negocio vendiendo sus propios forros para libros y cuadernos, hechos a la medida —sólo había que usar cinta adhesiva— y de cartulina delgadita. Claro que no servían para nada: a las pocas horas se rompían. Desde luego, esto fue en la prehistoria. Aunque, si me voy más para atrás, mi papá contaba que a su escuela elemental acudía armado sólo de una pizarra y del silabario. ¿La multiplicación de tiliches para estudiar ha redundado en una mejoría de la educación?
Pero me desvío. A lo que iba es a que, además del ahorro y de la salvación del planeta (ya me ocuparé en otro momento de los malentendidos que incuba la comprensión chantajista de nuestra responsabilidad en ese tema), en la decisión de las escuelas hay un argumento más, que me parece muy razonable: al no estar protegidos los libros y los cuadernos, sus dueños deben hacerse responsables de cuidarlos. Hasta ahora, si a la creatura se le volcaba el chocomil cuando estaba haciendo la tarea, el plástico ayudaba a contener un desastre irreparable. Ahora, la creatura tendrá que ponerse más trucha. Y creo que ésa es una gran ganancia. Porque el amor por los libros incluye, también, el respeto que se merecen.
J. I. Carranza
Mural, 22 de agosto de 2019
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En caliente
Tras los recientes tiroteos en El Paso y Dayton, Neil deGrasse Tyson lanzó un tuit en el que comparaba la cantidad de personas asesinadas (34, en ese momento) en el transcurso de 48 horas con las muertes ocasionadas, en el mismo tiempo, por errores médicos, enfermedades prevenibles, accidentes automovilísticos y también con los homicidios cotidianos por armas de fuego y con los suicidios. Y concluía: «A menudo, nuestra emoción responde más al espectáculo que a los datos». De inmediato se desató un alud de reacciones que encontraron inadmisible la observación. Una, entre las más sensatas que vi, señalaba el hecho de que todas esas muertes que deGrasse Tyson sumaba no son causadas por un solo hombre armado, como sí ocurrió en cada una de las masacres citadas. Puede parecer asombroso que el autor del tuit no hubiera reparado en eso.
DeGrasse Tyson es uno de los divulgadores científicos que más visibilidad gozan, y ya desde hace un rato: cuando asumió la empresa de recrear la serie Cosmos, un hito en la divulgación científica que marcó decisivamente a una generación, el astrofísico encaraba el reto de estar a la altura de su predecesor y maestro, Carl Sagan. La presencia que desde entonces ha tenido en los medios lo ha colocado en el centro de numerosas polémicas, muchas de ellas ociosas (sus críticas a la acuciosidad científica de algunas películas, por ejemplo), y también ha sido señalado como acosador sexual y como violador. Pese a esto último, ha disfrutado en general del aprecio del público, y su trabajo de defensa y promoción de la ciencia habrá podido beneficiarse de ese aprecio.
¿Por qué, entonces, tuiteó eso? Una muestra de incapacidad para la compasión, una exhibición de altanería y desdén, una crueldad. O, quizás, meramente una mala ocurrencia. El caso puede ser aleccionador: tuiteó esa estupidez porque pudo hacerlo (nada más a nuestro alcance que esos amplificadores malévolos de nuestro parecer que son las redes), y también porque no supo resistirse a hacerlo. Pudo haberlo meditado un poco, pudo haber sopesado el sentido de sus palabras. Pero no lo hizo. Y es que la instantaneidad de los medios de que disponemos a eso nos impelen: a no pensar las cosas.
J. I. Carranza
Mural, 15 de agosto de 2019
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Avenida ¿Del Toro?
Sería necio criticar las razones por las que Guillermo del Toro se ha ganado el aprecio del público. Por una parte, sus logros como cineasta exitoso; al margen de la ponderación crítica que pueda hacerse de su obra, sus triunfos son levadura para la alegría nacional, cosa que siempre se agradece, y Del Toro ha podido poner su reconocimiento al servicio de causas que importan: por ejemplo al figurar como productor del documental Ayotzinapa, el paso de la tortuga, su nombre ahí lo blindó contra las amenazas que enfrentaban sus hacedores. O bien ahora que aprovechó la colocación de su estrella en Hollywood para hablar por los migrantes mexicanos en Estados Unidos.
También están sus gestos de solidaridad y filantropía: al becar estudiantes, al entrarle con su lana para pagar la biopsia de una mujer, al ofrecerse a pagar los boletos para que la selección mexicana se lanzara a las Olimpiadas Matemáticas en Sudáfrica… Al mostrar esa buena voluntad, Del Toro se granjea el cariño de la gente, sobre todo en este país donde la realidad puede ser tan adversa para quienes buscan oportunidades. Hablando particularmente de Guadalajara, muchos tapatíos han podido disfrutar de la exposición de los monstruos, y de los conciertos, de las clases abiertas. Y, encima, por muy oscareado que esté, sigue yendo a desayunar gorditas en Santa Tere.
Todo eso está muy bien, y explica que circule una iniciativa para ponerle su nombre a Federalismo. Pero, más allá de que las causas promovidas en redes se puedan tomar en serio —yo me apunté para la resurrección de Juan Gabriel, pero no alcancé a ir (ni tampoco Juan Gabriel)—, nunca falta el político oportunista que pueda abrazar esta causa, y entonces ya no es tan improbable que prospere. Además, habría que pensar que hay muchos otros ilustres pendientes de honrar así (faltan una avenida Juan José Arreola, un parque Luis Barragán, un aeropuerto Juan Rulfo), y, también, que siempre es prematuro dedicarle una calle a alguien vivo, pues siempre cabe la posibilidad de que nos arrepintamos. Podrá no ser el caso de Del Toro, pero mejor será esperarse a que Diosito lo llame. Mientras, que siga chambeando, y que la gente siga disfrutando lo que hace.
J. I. Carranza
Mural, 8 de agosto de 2019
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El Fondo, en el fondo
¿A quién le importa el Fondo de Cultura Económica? No se tome como una pregunta cínica, en el sentido en que acaso podrían hacérsela quienes, en la llamada «Cuarta Transformación», empezando por su líder, vean esa institución como una monserga que no compite con las prioridades más evidentes del desastroso presente mexicano: ¿a quién le importa una editorial, cuando hay tantas cosas más urgentes que atender? Más bien es una pregunta cándida, de ésas que a veces parece no tener sentido plantearse, saturada como está nuestra percepción con conjeturas retorcidas que por lo general no llevan a ningún lado. Pero, a la vista de los hechos, y en previsión de las consecuencias que ya están teniendo, acaso convenga empezar por el candor: ¿a quién, realmente, en este país, le preocupa el Fondo, y qué tendría que estar haciéndose por salvarlo?
No es de extrañar que el responsable impuesto por el Presidente al frente del Fondo piense lo que piensa. La última, ya sabemos, es su entendimiento del papel que el Fondo juega en el plano internacional, con su negativa a participar en la feria del libro de Fráncfort. Según él, no se acudirá a hacer negocios ahí porque no hay nada que ofrecer. Ya editores y escritores han repelado contra esa posición, que se cae solita. Pero, más allá de esas reacciones, habría que pensar qué sigue, porque una cosa es desahogar la rabia en tuits, y otra serenarse y ver qué se hará para corregir el rumbo. Yo me pregunto, por ejemplo, si en la próxima edición de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara llegará a ser tema la suerte del Fondo: si los intelectuales (en la academia y fuera de ella) y la industria editorial, así como las autoridades culturales, aprovecharán la ocasión para ocuparse de esa suerte. ¿Y los legisladores, tendrán algo que decir al respecto? ¿Y los lectores?
Taibo también fue noticia estos días por criticar feamente a Morena. Dado que al Presidente lo encoleriza toda discrepancia, ¿será que lo echa de una buena vez? He ahí otra conjetura, quizás desbalagada, de las que nos surte en abundancia esta administración veleidosa. Mientras, la pregunta ahí está. Y mientras, también, el Fondo, como el país entero, sigue hundiéndose.
J.I. Carranza
Mural, 1 de agosto de 2019
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Cuando nada es todo
Aun entre los mismos comediantes parece haber consenso en considerar a Jerry Seinfeld como uno de los más notables practicantes de lo que en Estados Unidos se conoce como observational comedy: un género de humor cuyo funcionamiento consiste en detectar y explotar aspectos inadvertidos de la realidad en la que estamos inmersos, a partir de un principio de perplejidad suscitada por lo que parece normal o familiar, y que, gracias a esa misma perplejidad, se revelará como absurdo. En documentales y entrevistas, así como en los pasajes de la serie que lleva su nombre donde se lo ve trabajando, es frecuente que Seinfeld aluda al «material» que alimenta sus creaciones: situaciones y conversaciones, sobre todo, de las que toma nota, conducido por un muy afinado sentido de la intuición. (Yo sostengo que ese ejercicio constante de observación y de interpretación destinado a la escritura de sus monólogos y sus guiones hace de Seinfeld uno de los ensayistas principales de nuestro tiempo, y seguramente uno de los más influyentes).
En la serie Comedians in Cars Getting Coffee, que acaba de estrenar su undécima temporada, a lo largo de todas las charlas que sostiene con sus invitados, Seinfeld va desplegando el corpus vasto y diverso y profundo de sus teorías acerca del humor. Más allá de lo divertido que es cada episodio por sus razones específicas (y también hay momentos sumamente conmovedores, como cuando salen Jerry Lewis o Mel Brooks, ¡o Eddie Murphy!, con quien inicia esta temporada), el conjunto permite apreciar las ambiciones y los alcances de una poética muy sofisticada, que es la razón de que Seinfeld sea un clásico: un autor al que siempre se volverá porque siempre revelará algo decisivo. (Por poética entiendo el modo en que se condicen las preocupaciones de un artista con su modo originalísimo de hacerse cargo de ellas). Y en esa poética destacan sus negaciones: su firme renuencia a ocuparse de la miseria del mundo, por ejemplo, de la depravación social o de la estupidez de la política.
¿Y a qué viene todo esto? Acaban de cumplirse treinta años del primer episodio de Seinfeld, la serie que nos enseñó que, con nada, la genialidad puede hacerlo todo. Una maravilla.
J. I. Carranza
Mural, 25 de julio de 2019
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Que así sea
Para restaurar la confianza en la humanidad, pocas ocasiones mejores que un concierto de música sinfónica. En sus momentos más altos, el asombro se abre paso entre la emoción y el encantamiento: ¿cómo es posible que un grupo de personas colabore así para dar vida a lo que nació en la inteligencia y la imaginación de alguien, y cómo es posible que uno que escucha pueda participar del portento? Algo así estuve pensando —si en realidad se puede pensar con claridad en tales momentos— la mañana del domingo pasado, en el cierre de la segunda temporada de este año de la Orquesta Filarmónica de Jalisco. El programa era formidable: Mozart, Haydn, «El Salón México» de Copland y una obra de Allan Gilliland escrita especialmente para el solista invitado, el trompetista canadiense Jens Lindemann: «una pieza a la medida de sus increíbles habilidades de virtuoso», como se lee en un texto del compositor citado por Juan Arturo Brennan para sus notas del programa de mano.
Los especialistas, naturalmente, tendrán opiniones mejor formadas que las mías acerca del desempeño de la Filarmónica y del solista, o acerca de la conducción de Jesús Medina. Y, seguramente, los asistentes asiduos a los conciertos estarán en posibilidades de juzgar con fundamento, a partir de sus comparaciones, lo que se pudo oír esta vez. Además, no se me escapa que la orquesta ha atravesado por tiempos difíciles últimamente, debido, según entiendo, a diversas circunstancias que imponía la presencia de su anterior director titular. Quiero decir, con todo esto, que habrá muchos factores que considerar para evaluar con mayor objetividad el mérito artístico del ensamble y de quien lo encabeza, así como el modo en que integró la actuación de Lindemann.
Pero a lo que voy es a esto: al margen de todos esos factores, quiero creer que asistir al Degollado y presenciar algo como lo que nos tocó presenciar ha de contar como una de las experiencias más fascinantes a nuestro alcance en esta ciudad. Y es que mucho de lo más asombroso, para mí, radicaba en eso: que esa música suene en Guadalajara. En su promoción publicitaria en redes, la orquesta ha difundido el hashtag #LaFilarmónicaEsDeTodos. Me encanta creer que así es.
J. I. Carranza
Mural, 18 de julio de 2019
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Una no tan mala
A estas alturas de la llamada «Cuarta Transformación», las medidas más espectaculares tienden a reventar pronto como desastres. En los terrenos de la cultura, cada volantazo que han dado los recién llegados los ha llevado a estrellarse contra esa cosa tan necia llamada realidad (más necia que el Presidente, y eso ya es decir), y ya querríamos que se estacionaran un ratito, visto lo que nos ha acarreado tanto acelere. Así, por una vez cabe reconocer que una noticia reciente, que en principio puede parecer mala, quizás en el fondo no lo sea.
Se trata de esto: en enero pasado, en ceremonia encabezada por el Presidente y su esposa, además de Paco Ignacio Taibo II, se lanzó en Mocorito, Sonora, la Estrategia Nacional de Lectura. Ahí, López Obrador machacó sus inspiraciones acerca de lo que él entiende como el bienestar espiritual y blablablá. El caso es que, informó Notimex entonces, la tal estrategia tendría tres ejes, según el funcionario designado para encabezarla (Eduardo Villegas, quien funge como titular de la «Coordinación de la Memoria Histórica y Cultural de México», que quién sabe qué es): uno «formativo» (inculcar el hábito de la lectura en niños y jóvenes), otro «sociocultural» («que haya títulos atractivos para el público», según la nota), el tercero «informativo» (campañas a cargo de Comunicación Social de la Presidencia). A finales del mes pasado se hizo otro lanzamiento, y los ejes cambiaron: el «formativo» sigue, pero los otros ahora son «persuasivo» y «material». El Presidente dijo que gracias a la lectura sabe improvisar en sus discursos (ajá), y en boca de su esposa revivió un lema de la administración de Vicente Fox (ajá): «hacer de México un país de lectores».
Bueno. La noticia, esta semana, es que no hay presupuesto para la estrategia de marras. Lo reconoció Villegas, quien sigue chambeando en el asunto, aunque no esté claro con qué ojos. Y alguien podría decirse: «¡Cómo quieren que funcione así!». Pero ahí está la buena noticia: que no tendrán dinero que derrochar en semejantes ocurrencias, ni nos infestarán con su demagogia y su cursilería acerca de lo bonito y saludable que supuestamente es leer. ¡Por fin una medida de austeridad sensata!
J. I. Carranza
Mural, 11 de julio de 2019