Al verse acorralado por su ignorancia, cuando la pregunta famosa por los tres libros, Peña Nieto acabó de hundirse gracias a su ineptitud. Otro más astuto habría saltado aquellas arenas movedizas de diferentes modos: con algún chiste, con alguna respuesta ingeniosa, incluso con cinismo. Pero no: al entonces candidato le bastaron su limitado léxico y su pánico escénico para enredarse y sumergirse en el ridículo (y no fue la única vez, abundaron las oportunidades para que mezclara la burrada con la tontería, y jamás las desaprovechó: nunca hubo, por lo visto, quién lo corrigiera).

Los ridículos en que incurre López Obrador tienen una mecánica distinta. Para empezar, sus ínfulas de historiador lo impulsan a esparcir, a la menor provocación (pero también sin que haga falta), el conocimiento que cree tener de datos y hechos, sobradito y socarrón, para aleccionar a la concurrencia. Es como un profesor terco, ideático y mamila que está seguro de sabérselas todas. A diferencia de su antecesor, se crece y se goza en la atención de la prensa y de las multitudes llevadas a aclamarlo a los mítines —nunca ha dejado de estar en campaña, y así seguirá hasta el fin de los tiempos—, y aunque su léxico también es bastante pobretón, y su gramática muy deficiente, sabe colar en el discurso ocurrencias y sarcasmos (y cinismos) que deleitan sin falla a sus fieles. En su ignorancia, es marrullero y altanero. Pero su papel es igual de vergonzoso.

Intriga que, aunque también sepa equivocarse feamente y decir sandeces como aquél, López Obrador no resulte objeto de escarnio en la misma medida. O es la impresión que tengo. ¿Es que las «benditas redes sociales» están inhibiendo exitosamente las carcajadas? A la menor risita que sueltes, alguien se te deja venir con el cuento de que será siempre preferible la honestidad que el lucimiento, que son más importantes los fines que las formas, que si preferirías tener a un presidente que hable bonito y sea culto aunque se trate de un maldito canalla. ¿O será que ya no tenemos fuerzas para reírnos? ¿O más bien será, finalmente, que lo que se oye desde el púlpito de Palacio Nacional, por descabellado que sea, en lugar de dar risa más bien da miedo?

 

J. I. Carranza

Mural, 30 de mayo de 2019